jueves, 26 de abril de 2012

Libro: RECOBRAR LA MENTE (Ramiro Calle)




RECOBRAR
LA
MENTE










RAMIRO A. CALLE











Este libro fue pasado a formato Word para facilitar la difusión, y con el propósito de que así como usted lo recibió lo pueda hacer llegar a alguien más.      HERNÁN



Para descargar de Internet: Biblioteca Nueva Era

Rosario – Argentina

Adherida al Directorio Promineo
FWD:   www.promineo.gq.nu





ÍNDICE

Capítulo 1:  El gran misterio de la mente
Capítulo 2.  De la mente condicionada y confusa a la mente clara y quieta
Capítulo 3.  El camino de la atención
Capítulo 4.  La transformación de la mente
Capítulo 5.  La mente: ¿enemiga o aliada?
Capítulo 6.  Salud mental y amor consciente
Capítulo 7.  Relajación profunda y autoinmersión
Capítulo 8.  La meditación
Capítulo 9.  El alcance de la meditación
Capítulo 10.  Técnicas de meditación
Apéndice 1: Las enseñanzas del guerrero espiritual
Apéndice 2: Narraciones místicas de la India



La mayor parte del tiempo la gente vive en los pensamientos de su mente o en la mente subcons­ciente. Llegan a ser lo que son sus pensamientos. Experimentan dolor o placer, experimentan enemis­tad, celos, orgullo o cualquier otra cosa. Yo no doy ninguna importancia a esta clase de estado. Cual­quiera que sea el pensamiento que aparece en mi mente, no le doy ningún valor. No me identifico con estos pensamientos. Ni siquiera pienso que sean míos. Permanezco como testigo de todos los pensamientos que aparecen en mi mente.
SWAMI MUKTANANDA

INTRODUCCIÓN


En el sendero de la evolución de la conciencia, la madurez interior y la integración psíquica, la mente puede ser un gran escollo. De hecho, por lo general lo es. Como durante años no hemos cultiva­do, atendido y cuidado la mente, ésta se ha ido dispersando, dete­riorando y neurotizando. La mente ha enfermado, se ha cristaliza­do, ha entrado en un circuito viciado de reactividades que se retroalimentan creando confusión, desorden, insatisfacción y caos. Una mente así genera sufrimiento, tensión, división y conflicto. Es la mente de la gran mayoría de los seres humanos, que engendra avidez, ira, celos, envidia, vanidad, agresividad y otras trabas. Esta mente se nos impone, nos limita, esclaviza y embota. Esta es preci­samente la mente que hay que cambiar, modificar, transformar. Porque:
—   La misma mente que es enemiga, puede ser amiga.
—   La misma mente que es un obstáculo, puede convertirse en aliada.
—   La misma mente que ata, es la que libera.
—   La misma mente que es un impedimento, es una preciosa herramienta para la autorrealización.
Todo se vive, se piensa, se siente y se hace con la mente. Luego, ¡cuan importante es la mente! Pero todo depende de qué enfoque, alimento y atención concedemos a la mente. Para bien o para mal, es una energía poderosa. No nos puede extrañar que los antiguos maestros de Oriente, y especialmente de la India, concibieran y en­sayaran numerosísimos métodos y técnicas para la purificación, con­trol, desarrollo y expansión de la mente. Hay un adagio que reza:
«Si pierdes la mente, te conviertes en un loco o en el Divino».
Si pierdes la mente, sin control; sin voluntad, sin lucidez, por­que la mente entra en el caos total y se extravía, te conviertes en un loco, un esquizofrénico. Pero si pierdes la mente vieja, con to­dos sus venenos y obstrucciones, sus adoctrinamientos e incorrectos enfoques, sus acumulaciones y condicionamientos, te conviertes en lo Inmenso, lo incondicionado. Hay muchas cosas que desalojar de la mente, para que pueda sobrevenir el espacio de quietud perfecta y silencio revelador. A menudo la mente es una pesadilla, un far­do, un cementerio doloroso. Ni siquiera permite el verdadero senti­miento de amor y compasión. Es una mente contraída, egocéntrica y falta de creatividad, frescura y vitalidad. Es un obstáculo en la búsqueda de nosotros mismos y en la búsqueda de los demás. So­bre esa mente confusa y caótica hay que trabajar. La alquimia se tiene que celebrar en su escenario. Hay muchas cosas que limpiar en la mente y mucho que drenar en su subconsciente.
Las enseñanzas y técnicas que he recogido en esta obra son las de los grandes maestros de Oriente y se han venido utilizando desde tiempos inmemoriales por los yoguis, budistas y otros sistemas liberatorios. La iluminación está potencialmente en la propia men­te. De la misma forma que potencialmente todos estamos prepara­dos para aprender un idioma, practicar un deporte o desarrollar una habilidad, todos podemos desenvolver nuestra semilla de ilu­minación si nos aplicamos seriamente a ello. Habrá que empezar por mudar la mente, convirtiendo su oscuridad en conocimiento y reorientándola para que deje de perseguir lo aparente y reencuentre lo esencial. En suma, hay que «recobrar» la mente pura, inocente y sin heridas, libre y perceptiva, realmente sana y creativa. Entonces desaparecerá el desasosiego y el desorden y dejaremos de estar a merced de una mente insatisfecha, hostil y caótica.
Incluimos en esta obra dos importantes apéndices: uno sobre las enseñanzas del buscador, al que llamamos guerrero espiritual; y otro que expone algunos relatos indios que reflejan perfectamente y en pocas palabras la naturaleza de la mente y que ofrecen signifi­cativas pautas para el autodesarrollo.
Recobrando la mente sin trabas ni impedimentos, recuperare­mos un especial sentido para la relación con nosotros mismos, con la vida y con todas las criaturas sentientes. Debemos utilizar la men­te para progresar interiormente y poder hallar una armonía interior que nos permitirá vivenciarnos y vivenciar la existencia de una ma­nera más plena. La mente es la barca de la orilla de la ignorancia a la del Conocimiento. Si hace agua, naufragaremos en la travesía. Debemos cultivar la mente como si de una orquídea se tratara.
RAMIRO A. CALLE

1

EL GRAN MISTERIO DE LA MENTE


¿Hay algo más que la mente? Cuando uno investiga en la mente (pero no académicamente, no de acuerdo con los especialistas o científicos, sino de modo personal, directo, sobre la propia mente), se da cuenta del gran misterio que es, qué gran enigma. Por un lado parece todo, por otro parece nada. Si sentimos el cuerpo es gracias a la mente; mediante la mente conocemos y reconocemos, y es por la mente que pensamos, recordamos, percibimos, imagina­mos y nos es dado relacionarnos con los demás. Pero cuando esta­mos en el sueño profundo, ¿dónde está la mente?; cuando entra­mos en meditación total, ¿dónde está la mente? Parece todo y es nada, o parece nada y es todo. Cuanto más se la busca, menos se la encuentra; cuando no se la busca, siempre está presente. Tiene un gran poder, no cabe duda. Y cuando se pone a hacer de las su­yas es un gran problema. Puede ser una gran amiga, pero a menu­do se muestra hostil e indócil. Puede proporcionar mucha felicidad propia y ajena, pero con frecuencia procura dolor y malestar. No es de extrañar que en la India haya dos adagios muy significativos a propósito de la mente. Uno dice: «La misma mente que te ata, es la mente que te libera». El otro reza: «La misma espada que pue­de salvarte la vida, puede quitártela». Quizás el problema no sea la mente, sino nuestra incapacidad para aprender a manejarla, orientarla, cultivarla adecuadamente y sacarle sus mejores frutos. También se dice: «La mente es cielo o infierno, jardín o estercole­ro». ¿De qué depende? La respuesta es: del que posee la mente. Es cierto que la mente ha entrado en su propia dinámica, a menu­do enojosa y nociva; que la mente es heredera de nuestra psicología infantil y de cómo fue formada y más frecuentemente deformada; es cierto que la mente de ahora es el producto o resultado del pasa­do, pero también lo es que está en nuestras manos reeducar la mente, cambiarla, darle un giro. La mente no está cerrada; no es una película acabada. De ser así, ninguna técnica de autorrealización tendría la menor oportunidad. Pero la mente es desarrollable, mejorable, purificable y factible de ser puesta al servicio de la evo­lución interior y el perfeccionamiento. Claro que sólo algunos seres humanos se deciden a hacerlo. Los restantes siguen aceptando una mente semidesarrollada, crepuscular, en continuo deterioro.
La mente es una gema preciosa, sólo en potencia. La mente es una orquídea espléndida, sólo en proyecto. Lo que la mente termi­ne siendo, dependerá del trabajo que se lleve a cabo con ella. Este trabajo nadie puede realizarlo por nosotros. Nadie puede purificar la mente por nosotros. La mente es un gran misterio, sí, pero cada uno puede revelarlo por sí mismo. Si en el mundo hay tantos pro­blemas, desencuentros y horrores, es porque los problemas, desen­cuentros y horrores comienzan en la mente. Si no aprendemos a so­lucionar los problemas en la mente, ¿cómo podremos solucionarlos en el exterior? Mentes conflictivas, neuróticas y ávidas, hacen una sociedad conflictiva, neurótica y ávida. Debemos aprender a bregar con nuestra mente. Es insatisfactoria e indócil, pero puede volverse dócil y dichosa. La mente admite una radical transformación. Tal como es ahora, también podría ser de otra forma. Todas las faculta­des de la mente pueden desarrollarse, pero lo más importante y prometedor: se pueden modificar los cimientos de la mente y pro­porcionarle una nueva manera de vivenciar, mirar, relacionarse. No hay que ser triunfalistas. No es un trabajo rápido ni fácil, pero la mente del año próximo será cómo nosotros vayamos haciéndola a cada momento. Recogeremos la mente que cultivemos, como ahora hemos recogido la mente que hemos permitido. Todo está en la men­te, en el sentido de que en última instancia todo (placer y dolor, alegría y descontento, paz o inquietud) lo experimentamos a través de la mente. Si recibimos una mala noticia o nos enfrentamos a una contrariedad, sentimos tristeza dentro de nuestra mente; si algún acontecimiento nos es propicio, sentimos alegría dentro de nuestra mente. La mente nos permite sentir. La fuente del sentimiento está dentro de nosotros. La mente amplía o atenúa. El mismo aconteci­miento puede dañar mucho a una persona y poco a otra; la misma situación a una la hiere y a otra la deja indiferente. La mente hace su juego; hasta que no nos manejamos con ella y la conocemos, si­gue sus leyes. Puede ser tan contradictoria y extemporánea, que pue­des estar sano y te hace creer que estás enfermo, que eres rico y te hace comportarte como un mendigo. Ejerce su tiranía. De su grado de reactividad y de su modo de tomar las cosas, depende cómo és­tas nos afecten. Hay una historia del Buda. A veces la gente aviesa le insultaba, pero nunca nadie le vio perder la semisonrisa y la cal­ma. Sorprendidos, sus mismos discípulos le preguntaron un día: «Se­ñor, ¿cómo permaneces tan tranquilo ante los que te insultan?». El Buda repuso: «Ellos me insultan, sí, pero yo no recojo el insulto». Si la mente nos domina, estamos perdidos. Impone su atmósfera enrarecida de miedos, paranoias, distorsiones. Si la mente está a nues­tro servicio, se torna un instrumento muy poderoso para el creci­miento interior y la libertad interna. La mente puede ser un hervi­dero de dudas, incertidumbre, infelicidad; también puede ser un manantial de alegría y satisfacción. Por esta razón no debe extrañarnos que los sabios de la India hayan concebido y ensayado decenas de métodos para controlar, purificar y aquietar la mente. Nadie como ellos ha investigado tanto en este sentido. La psicología occidental está en pañales al lado de esta psicología experiencial y personal de los yoguis indios. Hay un texto que incluye nada menos que ciento doce métodos para el desarrollo y control de la mente. Si todo pasa por el espacio de la mente, si todo se interpreta en el escenario men­tal, es obvio que hay que poner orden en la mente.
Poner orden en la mente es uno de los objetivos de las prácticas de entrenamiento mental, porque el desorden engendra posterior desorden y partiendo de la mente se proyecta sobre el exterior, en­gendrando situaciones babélicas. Cuando hay desorden, hay insatis­facción, incertidumbre, ansiedad y dolor. El desorden proviene de tantas contradicciones internas, enfoques incorrectos, aferramiento a puntos de vista, conflictos subconscientes, hábitos coagulados, si­tuaciones inacabadas, frustraciones indigeridas, traumas insuperados y heridas aún abiertas. El desorden es visión incorrecta, confusión, caos, ofuscación. Nada hermoso puede surgir de este desorden. En el desorden anidan el apego, la agresividad, el autoengaño y los tó­xicos mentales que a su vez generan más desorden. No hay belleza en el desorden, ni mucho menos armonía, ni por supuesto tranqui­lidad. Si consideramos que la mente es el órgano de cognición, per­cepción e ideación, entre otras funciones, nos daremos cuenta que desde el desorden, tanto la cognición como la ideación o la percep­ción serán desordenadas, creando más caos, más confusión. Los se­res humanos vimos inmersos en nuestro núcleo caótico y confusional. Nos hemos convertido en enemigos de los otros y en enemigos de nosotros mismos. Mientras nos sigamos identificando con las negatividades de nuestra mente, no seremos de real provecho ni para nosotros ni para los demás. Esas negatividades son un lastre, nos an­clan e impiden el progreso interno. Pero tan identificados estamos con ellas que nos las creemos, las hacemos propias, nos imantan. Hay muchos impedimentos en la mente: avidez, aversión, autoengaños, ignorancia, celos, agresividad, juicios equivocados, enfoques incorrectos, falsas interpretaciones, egocentrismo y tantos otros. No hay belleza, no hay compasión, no hay amor. Nosotros, que nos preo­cupamos por limpiar nuestra habitación o nuestro hogar, que nos afanamos por vestir adecuadamente y que atendemos a la higiene del cuerpo, ¿cómo es posible que seamos tan despreocupados con nuestra mente y hagamos de ella un estercolero? Un estercolero que llevamos siempre con nosotros. Un almacén de odios, dudas, afanes neuróticos, afán de posesividad, resentimientos y otras negativida­des que conforman nuestra cárcel mental. Detengámonos a ver qué somos. Es interesante que nos pregunte­mos por nuestra vida interior ya que siempre la llevamos encima, y que con nosotros estará hasta que la muerte sobrevenga. Mirémo­nos, explorémonos, averigüemos, sondeemos. Somos un cúmulo impresionante; somos una descomunal masa de códigos, tenden­cias, impulsos, reacciones... Como un pozo sin fondo. Por un lado, somos herederos de la larga, inmensa, desenfrenada evolución de la especie, con todos sus códigos e impulsos prehumanos y caverní­colas; por otro lado, herederos de nuestra propia psicología que se fue formando desde que fuimos concebidos, es decir, de nuestra propia historia personal. Somos, pues, el producto o resultado de toda la dinámica de la evolución de la especie y de nuestra propia psicología de años. Todo ello nos enriquece por un lado, pero nos limita, controla y empobrece por otro. Todo ello vive, siente, opta por nosotros. La vida nos vive, la biología nos dirige; la psicología nos controla con sus hilos invisibles a menudo ciegos. Todo ello re­presenta mecanicidad, esquemas, hábitos coagulados y viejos patro­nes de conducta. ¿De verdad somos libres? Sólo desde nuestros condicionamientos..., ¡y son tantos!
Hay una historia. No me resisto a contarla. Los cuentos indios dicen en pocas palabras más que volúmenes enteros.
Un buscador occidental partió para la India en busca de un maestro. No halló ninguno que le mereciera confianza. Pero en un pueblecito le dijeron que había un ermitaño en la cima de una montaña y que al parecer era un hombre muy sabio. El occidental emprendió viaje hacia la montaña y comenzó a trepar por una de sus sendas, en busca del ermitaño. De pronto, he aquí que el ermitaño bajaba por la senda y estaba próximo a cruzarse con él. Llevaba un saco a la espalda. En el mismo momento en que ambos hombres se cruza­ban, el ermitaño clavó sus profundos ojos en los del buscador occi­dental. Se hizo un silencio perfecto. El ermitaño, sin dejar de mirar al occidental, dejó el saco en el suelo unos instantes, y luego lo reco­gió y partió sin decir palabra.
El occidental comprendió. Había recibido la gran enseñanza. Es necesario dejar el fardo del pasado, aunque luego se recoja, pero se recogerá con una acritud muy diferente. Para hallar la completa libertad interior y recobrar la mente original de inocencia y calma profunda, es necesario liberarse hasta donde sea posible de los con­dicionamientos cíe la especie por un lado, y de los condicionamien­tos psicológicos por otro, liste misterio que es la mente está apunta­lado por unos y otros condicionamientos. La mente es una bandera a merced del viento de dichas acumulaciones. Si queremos penetrar en el laberíntico y sinuoso universo de la mente, entendamos un poco los condicionamientos que, algunos desde la noche de los tiempos, la determinan.
Decimos mi miedo, mi sentimiento de soledad, mi agresividad, mi angustia o mis celos. Decimos mi anhelo de vida, mi avidez, mi ira, mi ignorancia. Pero en realidad es el miedo, el sentimiento de soledad, la agresividad, la angustia, el anhelo de vida, la avidez, la ira y la ignorancia de la humanidad. Como ello se filtra por mi cerebro y por mi mente, le damos el marchamo de mío; como lo experimentamos individualmente, lo marcamos con el signo de la autorreferencia. Incluso algunos de esos impulsos, miedos, celos o instintos agresivos son códigos prehumanos, que quizá tuvieron su razón de ser para el mamut o el diplodocus, pero que ya deberían ser o son obsoletos. Jugaron su papel en la evolución de la especie, pero lo que una vez sirvió, después puede ser un obstáculo. Esos códigos están en la célula. En el ser humano se han fortalecido y sofisticado mucho más que en el animal, apuntalados por el pensa­miento. Así, la ira y el miedo son más naturales e instintivos en el animal, lo mismo que los celos o la angustia, pero en el ser huma­no, estimulados por el pensamiento, toman caracteres más enraiza­dos y diferentes. Hay que transformar el pensamiento y limpiar la célula. Donde hay angustia, miedo, celos y odio no puede haber paz. Hay que recobrar una mente sin autodefensas ni heridas ni conductas aprendidas ni reactividades desproporcionadas y anóma­las. Es difícil..., pero no imposible.
Además de los condicionamientos de la especie, además de esas memorias ancestrales que se remontan a millones de años, están los condicionamientos de la propia psicología. Una mente perturbada es el reflejo de una psicología no menos perturbada. La alteración de la superficie de la mente no es otra cosa que la punta del ice­berg, el reflejo de las corrientes y marcas en lo profundo de la psiquis. Desde que somos concebidos en el vientre materno, comenza­mos a recibir experiencias. Desde que nacemos, somos la diana de influencias, vivencias, puntos de vista, adoctrinamientos y un largo sin fin de frustraciones, contradicciones, traumas, represiones e in­hibiciones, además de todo tipo de experiencias, muchas de ellas dolorosas. Todo ello acumulándose a la vez que el ego se va re­creando en una densa e inextricable burocracia, mediante la identi­ficación con el cuerpo, la imagen, la personalidad, los puntos de vista, los logros, las metas y tantas otras vigas que mantienen un ego simiesco robusto, compulsivo, coleccionista, ladino y asfixiante. Lo que los psicólogos occidentales han venido en llamar inconscien­te, lo conocían hace cinco mil años los yoguis, como quiera que lo llamaran. En el trasfondo de la mente, en la trastienda de la psi­que, se han ido acumulando toda clase de vivencias, experiencias, traumas. Un inmenso material que de poder alinearse daría varias veces la vuelta al mundo. Y todo ello caótico, desordenado, incohe­rente y confuso. Hay graves contradicciones profundas, conflictos inconscientes, luchas de tendencias y de intereses, caos. Es como una biblioteca con millones de ejemplares y manuscritos desordena­dos, polvorientos, inextricables. También están los patrones de con­ducta que se caen de viejos, los hábitos carcelarios de la mente, los resquemores aprendidos, una larga serie de reactividades sobre reac­tividades y todas esas creaciones que provoca la propia mente y que son un juego de luces y sombras. Y cada uno de nosotros, más allá de lo que sospechamos, estamos movidos por los hilos de todo este material ciego e incongruente que nos piensa, nos vive, nos impul­sa y nos controla. ¡Y creemos que somos libres! Todo ese fango em­paña la mente; todas esas corrientes internas provocan ese enojoso charloteo mental que no cesa en la superficie de la mente, pero cu­yas raíces están muy hondas; todo ese núcleo caótico nos hace ex­traordinariamente mecánicos. La mente está herida; el cerebro se
deteriora. Una mente tan estigmatizada y condicionada, no es una mente creativa, bella, fresca, ni inteligente en el verdadero sentido de la palabra. Es una mente repetitiva hasta el hastío, operando siempre en su mismo surco de conciencia, comiéndose y recomién­dose a sí misma, desertizándose. Hay otra historia, que tiene como protagonista a un perro.
Un perro va husmeando por la calle y se encuentra un hueso total­mente seco, de hace semanas, sin ninguna sustancia. Comienza a roerlo y roerlo, se hace una herida en las encías y se deleita con su propia sangre, creyendo que le está sacando toda la sustancia al hueso.
Así es la mente que se reengolfa en sus condicionamientos, repetitividades y un circuito cerrado siempre con las mismas memo­rias, expectativas y todo el rumiar fatigante al que la mente común es adicta. Así utilizamos una energía preciosa y un órgano que pue­de ser de gran ayuda en la evolución interior. La mente que origina sus propias creaciones se las cree; nos identificamos con todos los procesos psicomentales y el espectador se torna espectáculo. Ya no hay observador, ni testigo, ni paz, ni armonía. Como hoja a mer­ced del viento, estamos a merced de las corrientes subterráneas de la psiquis que modifican caprichosamente la sustancia mental. Los pensamientos desordenados, las ideaciones innecesarias nos abor­dan, nos toman, nos embotan, nos esclavizan. Vivimos en una mente muy ruidosa, pero hay una mente pura, silente, perceptiva y apacible que se puede recobrar. No se obtiene gratuitamente; la hemos perdido hace mucho. Hay que ganarla. No sobreviene por el solo hecho de desearla; hay que poner los medios para recuperar­la. Podemos tener un buen comienzo si empezamos a adiestrarnos en mantenernos en la energía del observador, sin dejarnos desbordar tanto por la corriente centrífuga de los pensamientos. El espec­tador deja de ser zarandeo por el espectáculo. La energía del obser­vador mira los cambios de la mente. Comienza a haber alguna independencia con respecto a la mecanicidad mental. Esa película imparable de la mente ruidosa es una interferencia entre el que ve y lo visto; es una franja de autoengaño, ilusión e interpretación. Si se activa la energía del observador, ésta es como una luz que hace una fisura de claridad en la niebla de la mente. La visión se aclara; la mente comienza a percibir aquí-ahora, sin tanto griterío inútil y molesto. Una mente perceptiva aprende, madura, crece. Una mente en su mecanicidad, se deteriora, degrada, pierde vitalidad. La percepción clara y atenta renueva la mente, mejora la calidad de conciencia y nos relaciona en plenitud con los seres vivos y la natu­raleza. Sólo la perceptividad plena evita esa franja perturbadora y distorsionante de luces y sombras que se interpone entre el que ob­serva y lo observado. En la mente caótica no se revela la claridad, ni mucho menos cualquier experiencia real de ser.
La mente ha ido construyendo autodefensas, parapetos; se ha atrincherado. Ha construido su propia cárcel; más aún: ella misma es la cárcel. Complaciéndose neuróticamente en su propio egocen­trismo sin límite, en su paranoica autoimportancia, una mente tal se contrae, se enrarece, se petrifica. Entonces conecta, por así decir­lo, con longitudes de onda lerdas, insensitivas, egocéntricas, torpes, mezquinas. Pero si estamos más abiertos y fluidos, si hacemos la mente más expansiva, conecta con longitudes de onda inocentes, creativas, amorosas. De algún modo todavía se está a tiempo y es posible modificar la mente. Es un gran enigma, pero podemos lle­gar a desvelarlo; es un gran interrogante, pero podemos hallar res­puesta; es como un tigre, pero podemos llegar a cabalgarlo.
Los yoguis dicen: «Tu mente es la senda hacia el infierno o ha­cia el paraíso». La mente es una gran jaqueca. En tanto no recobra­mos la mente silente y pura, ésta vive a la sombra del pasado que anega el presente y condiciona el futuro. Se resiste al momento y añora momentos anteriores o se ilusiona con momentos posteriores, impidiendo así su madurez de momento en momento. Siempre está enraizada en el proyecto, en el afán de logros, sin darse cuenta de que el mayor logro es estar abierto en todo instante, pues no hay otra cosa. Se obsesiona por el logro, por la meta, y deja de apreciar el camino, el proceso. Es el voraz ego infantil perpetuándose en el adulto. Cuando conquista el logro se sacia, se hastía y se propone otro logro; cuando no alcanza el logro se siente frustra­da, lastimada, deprimida. Ha entrado en una dinámica peligrosa. Tanto quiere disfrutar, que no disfruta; tanto teme sufrir, que su­fre más; tanta demanda de seguridad exige que cada día está más insegura. La mente egocéntrica puede divertirse, seguir coleccio­nando compulsivamente, roer el hueso sin sustancia, pero desde luego no puede ser feliz, ni plena, ni vital, ni mucho menos crea­tiva.
La mente tiene sus rarezas. Todos lo sabemos por experiencia. Ata o libera. Es una hábil ilusionista y nos hace creer en sus propios juegos de ilusión. Por lo mismo que es proclive a unas cosas podría serlo a otras (si el programa fuera diferente); por lo mismo que algo le atrae, podría repelerle; por lo mismo que daría la vida, podría sentirse indiferente. Es muy hábil, juega al escondite con gran saga­cidad; le gusta ser la gran desconocida. Pero uno puede conocerla en su juego e incluso llegar a atraparla y someterla. Tener mente es una fortuna, pero también puede convertirse en un infortunio. ¿De qué depende? De aquello que hagamos con la mente. Los tex­tos sagrados de la India dicen: «Así como pienses, así serás». Tam­bién dicen que todo pensamiento tiende a convertirse en un acto. El pensamiento ordenado tiene mucho poder; el pensamiento de­sordenado es el gran ladrón de la felicidad y un artefacto muy peli­groso para uno mismo y para los demás. Hay que aprender a pensar y a dejar de pensar. No pensar es todavía mucho más poderoso que el pensamiento ordenado. Cuando haya que pensar, se piensa; cuando no es así, se percibe desde la atención pura y la ecuanimi­dad. Buda decía:
«El pasado es un sueño; el futuro, un espejismo; el presente, una nube que pasa».
Pero sólo el presente es perceptible y desde el presente hacemos nuestro crecimiento interior. Hay que conocer la mente aquí-ahora; afrontar y atestiguar ese flujo constante de pensamientos, ese río de ideas. El pensamiento es poderoso, sí, pero lo que está antes del pensamiento, en su raíz, es una energía aún más poderosa.
El ser humano actual, sobre todo en los países industrializados, cuida mucho su cuerpo. Y está bien. Hay que proporcionarle un buen alimento, higiene, el descanso adecuado y algún ejercicio. Pero cuida poco o nada su mente, aunque la mente sea como una bomba de relojería que llevamos encima. Si nos diéramos cuenta de la importancia de la mente y de cuan frágil es ésta en tanto no madura, le prestaríamos mayor atención y cuidados. Es la mente la que se equivoca, la que odia o teme, la que se deprime o angustia, la que hiere o mata. Hay que observarla y llegar a conocerla. A me­nudo desvaría. Hoy ama lo que mañana la deja indiferente, o lo que hoy le resulta amable mañana le parece grotesco. Es como una prostituta: está en todas partes y en ninguna. Decimos que es un misterio porque no la conocemos y nos sorprende con sus veleida­des. Está con una persona y añora a otra; dispone de lo que ansiaba y se aburre; debería ser feliz y se siente insatisfecha; cuando más necesitamos que esté brillante, más torpe está; está en una ciudad y querría estar en otra. En la India se dice que es como una boa que no deja de comer y ni siquiera saborea o disfruta lo que come. Decimos que es Un misterio porque campa por sus fueros, está llena de ambivalencias y dualidades, se engancha con lo trivial e ignora lo esencial; confunde sus prioridades y se recrea en toda suerte de enfoques incorrectos. Crea sus propios dramas y comedias; ha tejido una impresionante red de autoengaños, escapismos y enmascara­mientos. Es una gran inventora de necedades (sólo algunas veces de corduras o genialidades) y, desde luego, es la mayor mentirosa de este mundo. Y sin embargo..., sin embargo, es una joya precio­sa. Pero hay que ganar la mente sin heridas.
Hemos puesto en marcha la rueda frenética de la mente y ahora es difícil pararla. La mente ha tomado su propia dinámica alienada. Es como un caballo de carreras: puede destriparse. Corre de aquí para allá, salta mediante la pértiga del pensamiento en el tiempo y en el espacio. No para, no se aquieta, no se amansa. Por algo se dice que es como un mono ebrio y loco. Gira. Sufre toda suerte de variaciones: miedo, cólera, alegría, desdicha, tolerancia, intransi­gencia... Mira tu propia mente y estarás mirando una peonza muy especial. ¡Qué deterioro! ¡Qué innecesario desgaste de energía! Si cesa todo ese griterío, aparece un nuevo modo de ser-percibir sentir-sentirse. Sólo cuando la película finaliza, el espectador ve la pantalla.
La identificación con los procesos psicomentales nos zarandea psicológicamente, nos somete a toda suerte de variaciones anímicas, nos perturba. No hemos aprendido a manejarnos con nuestros pen­samientos neuróticos; no hemos aprendido a proceder sagazmente con nuestros contenidos mentales. Nos creemos todo lo que pasa por la mente y estamos perdidos. La mente con sus pensamientos mecánicos colorea nuestro ánimo. Pero si aprendemos a estar más en la fuente del pensamiento, a no identificarnos tanto con los pro­cesos psicomentales, podremos verlos y seleccionar aquellos que nos parezcan oportunos, dejando, arreactivamente, pasar los otros como nubes que van y vienen por el cielo de la mente. No cargaremos emocionalmente los pensamientos, los desnudaremos de toda reac­tividad, los tomaremos como un proceso más, a veces molesto, pero un proceso no tan autorreferencial. Los pensamientos dejarán así de torturarnos. No añadiremos tensión a la tensión, malestar al males­tar. Si cuando uno está obsesionado se obsesiona por no estarlo, ya hay dos obsesiones; si uno tiene miedo a su miedo, ya hay dos mie­dos. Nuestras resistencias neuróticas alimentan más neurosis. Hay que aprender a bregar con la mente. No es fácil, pero es posible. Por otro lado, del mismo modo que nuestra mente un día se desvió y tomó el camino de la inseguridad, la negatividad y los pensa­mientos poco provechosos, puede tomar el camino de las actitudes hermosas y los pensamientos benéficos. Como decía un yogui, si cuesta lo mismo pensar positiva que negativamente, ¿por qué no hacerlo positivamente?
Hay un fenómeno en la mente que debemos escudriñar y des­cubrir de manera directa, mediante nuestra propia verificación. Voy a explicártelo. Al fin y al cabo estamos hablando de tu mente. La mente está agitada en su superficie: así es a menudo. Ese charloteo que no cesa, ese griterío mental que nos perturba y que es una in­terferencia en cada momento presente, una resistencia a percibir
cada instante, una alucinación que se interpone entre el experimen­tador y lo experimentado. ¿Por qué ese tumulto en la mente, por qué ese oleaje que se nos impone a nuestro pesar, por qué esos tor­bellinos que nos arrastran? No sé si te lo has preguntado. Llevas pa­deciendo ese estado mental muchos años, pero no sé si te lo has preguntado. Esa mente de superficie responde a lo que hay en lo más hondo de la mente, en los profundos estratos de nuestra psiquis. Las alteraciones de la superficie son el reflejo de la desintegra­ción interior. Las comentes inconscientes generan esa agitación en la superficie. No sólo es necesario trabajar para evitar la agitación de la superficie, sino que lo importante es resolver el caos en lo pro­fundo. ¿Cómo resolverlo? Con el trabajo interior, es decir, con un riguroso trabajo de mejoramiento, purificación, transformación in­terna que nos permita ganar terreno al inconsciente, iluminar los lados oscuros de la mente, activar energías aletargadas, acrecentar la conciencia y desarrollar una visión profunda, esclarecida y cabal. Hay que ir conquistando esa cualidad de cualidades que es la ecua­nimidad, con su energía purificadora de alta precisión, claridad y cordura. De otro modo, la mente es un circuito imparable y cerrado de reactividades que cada día va deteriorando más el inconsciente. Atiende al proceso. Todo el trasfondo de la mente (represiones, im­pulsos, códigos, conflictos, contradicciones y el largo etcétera de acumulaciones y condicionamientos) se manifiesta en la superficie como esos imparables torbellinos mentales que son las ideas que no cesan, que nos abordan en cualquier momento y circunstancia, que nos hostigan. Pero si cuando todo ello se presenta, nos identifica­mos y nos coloreamos emocionalmente, es decir reaccionamos, en­tonces es como reclavar un clavo y meterlo hasta lo más profundo, o sea re-fijamos las impresiones de nuevo en el inconsciente, gene­rando impulsos sobre los impulsos, en lugar de drenar y dejar que la herida supure hasta que se limpie por completo. Los yoguis de la India investigaron por su propia verificación muy minuciosamen­te este proceso. Descubrieron a través de las prácticas meditativas que en lo más profundo de la psiquis están las latencias subliminales, residuos, huellas o impregnaciones, impulsos, códigos inconscientes. Todo ese material por debajo del nivel de la conciencia, pero muy activo, aunque incoherente, desordenado y ciego, está movilizándose y creando todo tipo de tendencias, proclividades, in­clinaciones. A las impregnaciones inconscientes las llamaron samskaras, y a las tendencias que provocan, vasanas. Como los samskaras son inconscientes, engendran tendencias mecánicas. Las nueve par­tes ocultas del iceberg psíquico están zarandeando la parte al descu­bierto. Los condicionamientos nos roban la libertad interna. Ac­túan por nosotros, nos dirigen y nos convierten en autómatas. Como quiera que estamos constantemente reaccionando, creamos más huellas o impregnaciones, más samskaras, que a su vez genera­ran más tendencias o vasanas. Entramos así en un surco repetitivo de conciencia que puede prolongarse y perpetuarse por toda la vida. Se requiere una estrategia y un método para quebrar el circui­to y emerger a otro modo de sentir, percibir, vivir. Así descubrieron los yoguis que el enemigo más implacable está en nuestro interior. La cuestión es: resignarnos a nuestra propia rnecanicidad y necedad o cambiar. Para modificarnos es necesario poner unos medios hábi­les, estimular la motivación al máximo, realizar un esfuerzo y no desfallecer. Aunque no es fácil, siempre es mejor que seguir reali­zando componendas, poniendo parches, seguir anclados en nuestro ego infantil y soportar todos los síntomas desagradables de la inma­durez.
Tal como ahora se encuentra, la mente está enferma. No es una exageración. Es una mente herida, habituada, desgastada y someti­da a sus propias limitaciones y paranoias. Por eso hablo de recobrar la mente, de recuperar su estado original de salud total, entendi­miento correcto y cordura. En todo ser humano puede ser restable­cido o hallado o rescatado ese elemento de cordura. Hay un adagio, también indio: «Aun en la nube más macilenta hay una veta de claridad». Mediante el método adecuado es posible alertar la men­te, amplificar la conciencia ganando terreno al inconsciente, aproxi­marse al propio ángulo de quietud interior y reencontrar la inteli­gencia primordial. Esa inteligencia primordial o básica nada tiene que ver con la información, los conocimientos, la técnica o el intelecto. Es un modo muy claro, preciso y atinado de «ver». La visión clara y cabal proporciona una comprensión igualmente clara y ca­bal. «Ver y comprender» disuelve todos los autoengaños, falacias, mezquindades y la mecanicidad. La lucidez mental es un don ex­traordinario. De la lucidez surge ulterior lucidez y, por supuesto, verdadero amor y compasión.
El trabajo interior o sobre nosotros mismos para recobrar la mente pura debe consistir en pretender «desembobinar» la bobina de autoengaños reactivos, acrecentar la conciencia para obtener un nuevo modo de ver y comprender, suprimir las modificaciones de la mente pata poder captar la energía o proceso de detrás de la mente, desalojar los pensamientos y emociones negativos mediante el cultivo de los positivos, ejercitar metódicamente la atención mental pura, mejorar la relación con nosotros mismos y con los de­más, desenraizar los venenos de la mente y conquistar la clara ener­gía de la ecuanimidad.
Aquietarse, detenerse, remansarse, estar, ser: es un medio para reconectar con nuestro propio ángulo de quietud y empezar a trans­formarse. Cuando las modificaciones de la mente van cediendo y nos vamos desprendiendo de la fuerza centrífuga del pensamiento y cortando con todo lo exterior, vamos sumergiéndonos en lo más profundo de nosotros, atravesamos el núcleo caótico y confuso, de­jamos de lado temporalmente el fardo psicológico, atemperamos los códigos de la especie, y en un gradual y saludable vaciamiento vamos estableciéndonos en nuestra naturaleza más genuina, en un estado de paz y dicha. Este arte de la detención se ejercita y se aprende. La quietud se torna el ojo de buey hacia otro modo de vivenciar y ser. Cualquiera puede aprender.
Las ideaciones descontroladas de la mente, todo ese parloteo al que estamos tan acostumbrados, pero que tanta pesadumbre sigue causándonos, es un velo que perturba la visión hacia afuera y hacia adentro; es decir, que deforma, desvirtúa o impide la visión de lo exterior, y frustra la visión interna. Es una alucinación que se super­pone a aquello que vemos. Idea, pero no percibe; interpreta, com­para, mide, juzga, pero no capta. Deforma nuestra apreciación de los hechos externos y, asimismo, frustra la captación de nuestra rea­lidad más íntima. Como la mente se ha hecho una adicta recalci­trante a tales ideaciones mecánicas, se requiere un ejercitamiento muy serio para ir cambiando el signo de la mente y sus tendencias de agitación. Igual que cuando cesa el estruendo sobreviene un per­fecto y reconfortante silencio, cuando amainan esas ideaciones, so­breviene paz profunda y dicha. Ese silencio interior es purificador, transformador y fuente de salud psicosomática total. Y repito: cual­quiera puede aprender.
La mente siempre está hacia afuera, saltando con el vehículo del pensamiento en el tiempo y en el espacio. Hay un desgaste conti­nuo, que seguramente deteriora también el cerebro, lo envejece prematuramente, lo fatiga en exceso. Pero la mente, con práctica, puede retrotraerse, volverse hacia adentro y permanecer en su pro­pia fuente de quietud.
Es el Lancelot de Steimber quien declara: «No hay nada que pa­gue un instante de paz». Sin paz interior, ni siquiera el disfrute es disfrute. Sin paz interior, aun teniéndolo todo, ¿qué tenemos? Nuestra mente, como decía Muktananda, ha estado practicando el «yoga del dolor». Nos lamentamos de las condiciones en que está nuestra mente, pero ¿hemos hecho algo provechoso por ella? Hay una sensación displacentera y difusa que se llama ansiedad. ¿Quién no la conoce? He escrito un libro* sobre el tema anteriormente, porque todos estamos en niveles muy altos de ansiedad. No hablaré ahora de la angustia existencial, ni de la angustia inherente a la vida o biológica o celular, ni de la angustia que nos viene dada por factores angiógenos del mundo exterior, porque ya lo hice en mi otra obra, pero quiero volver sobre la angustia o ansiedad que nace en nuestro interior, es decir que tiene unas causas o factores psico­lógicos. La mente tiene mucho que ver con ello. El gran misterio de la mente humana.
Nuestras deficiencias psicológicas, nuestras carencias afectivas, nuestras contradicciones y conflictos, nuestro desorden interno, en suma, originan gran ansiedad. Porque no nos sentimos completos en nosotros mismos, porque no hay armonía interior, porque no hemos resuelto nuestros problemas internos, experimentamos una gran insatisfacción. Esta mente, con su habitual descontrol, incre­menta aún más la insatisfacción, y ésta se torna su signo. Necesita carnaza, no cesa de enredar, es voraz hasta lo inimaginable. Con sus enfoques incorrectos, pone la felicidad allí donde no existe y, por tanto, no puede hallarla. Más insatisfecha cada vez, más enre­dada, persigue, codicia, se desenfrena. Es como lo que los budistas tibetanos llaman un preta, un fantasma hambriento que jamás puede saciarse. Esta insatisfacción provoca dolor. Viene dada por el «agujero» interior que quiere llenarse, completarse, pero que no en­cuentra la forma correcta ni adecuada de hacerlo, con lo que la oquedad se hace mayor. La mente sufre y crea sufrimiento. Se tor­tura y tortura. En su desorientación recurre a toda clase de subter­fugios, escapismos, composturas, amortiguadores, resistencias y en­mascaramientos. Jugar consigo misma al escondite sólo añade mayor ofuscación e insatisfacción. Se enreda en memorias, en ex­pectativas inciertas de futuro, en diversas representaciones menta­les; se propone metas y logros, no puede parar aun a riesgo de explotar, no puede remansarse. Cada vez que un hecho o circuns­tancia le desagrada, recurre a sus mecanismos neuróticos de defensa o se retira al ámbito de sus autoengaños y subterfugios. Así no pue­de madurar. Hay un viejo dicho psicoanalítico: «Lo que se echa por la ventana entra por la puerta y viceversa». Sólo mediante la «completud» interior es posible superar toda insatisfacción, incertidumbre y sufrimiento inútil. Pero nuestra mente se apega incluso al su­frimiento. Prefiere sufrir mientras ello le permita seguir enredando, alimentando neurosis, incrementando sus paranoias. Y la mente y el ego viajan codo con codo, se sustentan recíprocamente.
Hay otros misterios a propósito de la mente. ¿Por qué es tan contraída, egocéntrica, autorreferencial? Porque hay miedo, temor, angustia. La mente va creando barreras, empalizadas, fosos, atrincheramientos, autodefensas de todo tipo. Está haciendo un pésimo negocio, porque todas esas autodefensas, que no son tales, la hacen una cárcel y recrean una enrarecida atmósfera de reafirmaciones narcisistas, autoimportancia y egocentrismo desmedido. El resulta­do es más temor, más insatisfacción, más oquedad interior. No es contrayéndose como uno está más seguro, sino en la apertura y ex­pansión. La contracción es signo de debilidad, vulnerabilidad y neurosis; en tanto que la apertura y la disponibilidad lo es de salud mental y seguridad. Pero la mente ha entrado en sus surcos de alie­nación y tiene que desplazar su petrificado eje para que pueda ob­tener una nueva visión.
La mente celebra sus propios dramas. Los pensamientos son los actores. Los propósitos intelectuales a menudo se quedan en me­ros propósitos y son papel mojado. El ir y venir del pensamiento nos hace creer que tomamos soluciones y resoluciones, pero segui­mos en el mismo lugar: al borde del precipicio. Somos como aquel que sube y baja por la misma orilla del río y no termina de decidir­se a cruzar a la opuesta. Seguimos royendo el hueso sin sustancia. La comprensión intelectual es insuficiente, porque no suele ser comprensión real. Sólo la comprensión real modifica. Si no hay subsiguiente modificación, es que no era tal comprensión. Era sólo ese caótico juego del pensamiento que termina por herrumbrar el ánimo y arruinar el cerebro.
... Y vuelta a empezar, cuando a lo mejor el secreto está en pa­rar. Pero la agitación tiende a expresarse con agitación y el círculo se cierra y se retroalimenta. La meditación es cortar el círculo, sus­pender el repetitivo circuito, abrir una puerta hacia otro lado. El célebre «conócete a ti mismo» debe pasar a no dudar por el «conoce tu mente». La mente, haciendo un juego de palabras, puede ser y a menudo es mentira, pero también puede ser la vía hacia la ver­dad, la ruta hacia la última realidad. Si como dice el adagio tántri­co: «el mismo suelo que nos hace caer nos ayuda a levantarnos», po­dríamos decir: «la misma mente que vela y confunde, tiene la capacidad de desvelar y esclarecer». Cambia las bisagras de la puerta y ésta abrirá en otro sentido. Cambia tu mente y te habrás cambia­do a ti mismo. Para ello comencemos por mirar la mente con aten­ción, con ecuanimidad, con paciencia.

2

DE LA MENTE CONDICIONADA Y CONFUSA A LA MENTE CLARA Y QUIETA


La mente es un resultado, un producto, una enorme masa de acumulaciones y condicionamientos. Como todo ello opera incon­troladamente y muy a menudo por debajo del nivel de la concien­cia, perturba el juicio, el raciocinio, la visión y la percepción. Lo ideacional toma muy a menudo el lugar de la realidad, la falsea, la pervierte o simplemente la aleja de ella. La descripción deforma el hecho; la interpretación no se corresponde con lo que es; los pre­juicios distorsionan el discernimiento; la estructura egocéntrica de la mente empaña toda vivencia al hacerla autorreferencial; el pensa­miento mecánico fragmenta, divide, arroja más sombras que luz. De un tipo de mente así no puede surgir visión pura y liberadora ni comprensión clara e integradora. Sólo recobrando la prístina pu­reza cíe la mente, la visión que de ella se desprenda será limpia y reportará un crecimiento interior y madurez. Pero la mente común y no desarrollada está llena de tensiones, obstáculos, tendencias, modificaciones y velos. No puede revelarse lo que «es» dentro y fue­ra de nosotros, porque las acumulaciones mentales, traducidas en imparables ideaciones mecánicas e infinidad de prejuicios, la im­pulsan constantemente a elegir, apropiarse, coleccionar, rechazar o eliminar. No hay ningún sentido de imparcialidad, ni visión panorámica, ni libertad de captación. Todos esos condicionamientos que acarrea la mente vieja y herida engendran sufrimiento, aflicción, an­siedad. Pero mediante la meditación y el trabajo interior, que consis­te en concentrarse y no implicarse en el juego de las ideaciones y sus reacciones creando más ideaciones, uno va poniendo término a esa alienación de la mente que impide el conocimiento puro y liberador. En tanto no vamos subyugando la mente, somos víctimas de todos esos procesos psicomentales mecánicos que nos adhieren y esclavizan. El pensamiento es un río, sobre todo cuando opera mecánica­mente, tomándonos en cualquier momento y circunstancia, identi­ficándonos y absorbiéndonos. En el seno de ese río, donde perde­mos nuestra presencia de ser, no puede haber quietud ni libertad. Hay identificación mecánica, tensión, confusión, compulsividad; pero desde luego no hay paz ni libertad. Pero si logramos situarnos en la energía del observador, es decir, en la fuente o manantial de ese río pensante, la situación es distinta. Ya no hay identificación mecánica, y comenzamos a emerger hacia un área de libertad. Lo que hay que entender es que hay otras dimensiones en la mente que no son las de ideaciones precipitadas. El pensamiento, dicen los sabios de la India, es la segunda causa; pero es posible despla­zarse a la primera causa o antesala del pensamiento. En la segunda causa se produce tensión, división, incertidumbre, ofuscación. En la primera causa hay más quietud, certidumbre y visión clara. Hay diversos tipos de ejercitamiento para situarse en la primera causa. En la segunda causa estamos en la cárcel de las ideaciones. Cuando las ideaciones suplantan la vida como tal, se pierde la inteligencia primordial y se empaña el elemento vigílico. La realidad interior pasa inadvertida porque las ideaciones viven de espaldas a ella. Esa realidad interior (de alguna forma hay que llamarla para entender­nos, se la interprete como ser o no-ser, es lo mismo) está enmasca­rada por los condicionamientos que nos vienen dados por la especie y los que se han creado en nuestra psicología a través de la historia personal. No llegaremos a esa realidad interior mediante el conoci­miento ordinario ni mediante la comprensión intelectual. Ese cono­cimiento y esa comprensión son insuficientes para conquistar la sabiduría discriminativa, el discernimiento revelador. Nuestros con­dicionamientos biológicos, evolutivos, psicológicos y socioculturales conforman una densa niebla que sólo puede ser penetrada median­te un conocimiento supraconsciente y una percepción supraconceptual. Tanto nos hemos identificado con nuestros condicionamientos que nos cuesta sentirnos aparte de ellos, como el actor que tanto se identifica con sus personajes que los interpreta como si fueran él mismo. La percepción se ha perturbado; la energía del que ve ha quedado debilitada por esa alienante identificación. Uno se tor­na como el camaleón sin color propio y coloreándose con todo y por todo, se pierde a sí mismo, o sea se extravía de su propio hogar in­terior. Así experimentamos una ausencia de nosotros mismos que origina vacío, incertidumbre, orfandad y dolor. Pasamos el tiempo morando en lo ideacional, pero no en lo existencial. Inmersos en la corriente de la mente vieja y condicionada, con sus enfoques vi­ciados y con sus surcos profundos y desertizados, somos esclavos de viejos patrones, conductas aprendidas, impresiones pretéritas, para­noias egocéntricas. En la resaca de la mente anterior, no estamos lo suficientemente lúcidos y frescos para la experiencia del presente. Surgen innumerables resistencias que nos impiden el ser aquí-ahora, el captar la realidad momentánea. La mente ha entrado en su dinámica de compulsividad, no le gusta detenerse ni siquiera en lo presente y prosigue su carrera frenética, abortando la mente nue­va y fresca, reengolfada en sus reacciones e impulsos, superficial y mezquina, sin ni siquiera darse cuenta que por debajo de todo este fango, hay otro modo de percibir, otra experiencia de ser, un espa­cio de calma profunda. Bastaría con detenerse, remansarse, aquie­tarse, pero la mente vieja ha tomado el hábito de la carrera com­pulsiva, huye y persigue, se resiste, va y viene, elige y divide, compara y mide, pero no es aquí y ahora. Una mente así es una calamidad, un desastre. Debe ser transformada. Debe morir para que nazca la mente nueva. Debe, como la serpiente, cambiar su piel. Una mente así está propulsada por todas las acumulaciones y ni siquiera puede tomar conciencia del proceso que la anima, del sustratum, de aquello anterior a tales acumulaciones.
Cuando con un entrenamiento adecuado y el trabajo interior vamos recobrando la mente, comienza a emerger una nueva forma de espontaneidad y expresión muy pura y más allá de lo evolutivo por un lado, y de lo ideacional por otro. También brota, como una bella luz, la percepción pura, no contaminada por el fango del in­consciente, ni condicionada por el pasado. Para ello hay que ganar una dimensión de mente que no está constreñida por la avidez y la aversión, sino que se rige por otras leyes. En esa otra dimensión de la mente, libre de las tensiones comunes, son posibles percepcio­nes que escapan a la mente ordinaria. Esa dimensión supraconceptual de la mente se gana mediante un ejercitamiento a tal fin. Es la mente conquistada mediante el trabajo interior. Se requiere un riguroso entrenamiento que capacite para recobrar esa mente a-conceptual, suprarracional, cuya percepción está libre de las acu­mulaciones y, por tanto, de ideaciones. Para que esa dimensión supraconceptual de la mente pueda manifestarse, para que podamos recuperarla, el trabajo interior propone:
— El desarrollo metódico de la atención pura.
— El establecimiento en la firme ecuanimidad.
— La meditación sentada.
— La actitud meditativa en la vida diaria, es decir tratar de es­tar más atento y ecuánime.
— El desenraizamiento de las negaciones y venenos mentales.
— El cultivo de sentimientos bellos y actitudes positivas.
— La práctica de métodos y técnicas de contramecanicidad, ta­les como el hatha-yoga y otras.
Mediante la meditación sentada, el practícame va logrando la mente que nace de la meditación, una mente que, nacida a la luz de la conciencia lúcida y la ecuanimidad, es de un signo muy dis­tinto al de la mente condicionada. La práctica de la meditación drena y limpia el subconsciente, resolviendo la energía de los im­pulsos y agotándola; reacondiciona positivamente el subconsciente; desarrolla la atención pura, libre de interpretaciones y contaminaciones; acrecienta la conciencia y desencadena la comprensión clara.
Como no basta con el propósito, aunque éste es necesario, para modificarse; como no es suficiente con el deseo, aunque éste se requiera, para transformarse; se hace imprescindible un método. Me­diante el método se genera una energía penetrante y pura en la mente que permite ver a través de las apariencias, penetrar lúci­damente en los fenómenos y ver lo que realmente es. Una visión así es la única liberadora y, por supuesto, altamente transformado­ra. Cuando el practicante «ve», por poco que se mantenga esa vi­sión pura, la transformación se desencadena inevitablemente. Cada golpe de visión pura va mutando en profundidad al practicante. En las antípodas de la visión condicionada se encuentra la visión pura y liberadora. Ésta es una visión que es independiente de toda expe­riencia pasada o condicionamiento. Esta visión pura sólo es posible si emerge de una mente purificada con la meditación y a través de ella se obtiene la ecuanimidad total. La inteligencia primordial co­mienza a (luir. Es una inteligencia de orden superior que nada tie­ne que ver con la erudición o el conocimiento de datos. Es una in­teligencia libre, con su propia energía de claridad y precisión, que nos enseña a responder con frescura según requieran las circunstan­cias y no a reaccionar mecánicamente, que nos muestra un camino de integración y no la vía del deterioro, que nos permite adiestrar­nos en el amor consciente y no en la relación egocéntrica e infantil. Eliminados los sólidos apuntalamientos del ego, hay un ser no autorreferencia! y, por tanto, muy saludable, vital, creativo, total. El entrenamiento interior va aniquilando las impresiones negativas del inconsciente y sus correspondientes tendencias enraizadas en ellas. Todo aquello que conforme la aparatosa burocracia del ego comienza a diluirse. En la medida en que las impregnaciones del subconsciente se van eliminando y la mente condicionada comienza a ceder, toda la energía que se malgastaba en esa estructura aliena­da se acopia y se pone al servicio de una exquisita perceptividad y una penetrativa visión transformadora.
Si la mente se encuentra en un estado de inquietud, deterioro, ansiedad y falta de real perceptividad, hay que transformarla. Esa es la finalidad de todas las técnicas de autorrealización. La mente es desarrollable y perfeccionable. La misma mente que encadena es la mente que libera, dependiendo de si estamos en la mente condi­cionada o ganamos una mente de claridad. En la mente condicio­nada no se puede ejercitar la verdadera libertad ni de pensamiento, ni de elección, ni de acción ni de relación, aunque uno se engañe creyendo que así es. Esa libertad hermosa y profunda sólo es posi­ble desde la mente incondicionada. La mente condicionada genera confusión, de la que resulta ulterior confusión e inevitable aflic­ción. Además, una mente confusa tiende a confundir a las otras. Así mentes mecánicas hacen mentes mecánicas y no es de extrañar, como declara Tart, que todos vivamos un trance consensual. Esa hipnosis colectiva es el resultado de las mentes condicionadas, me­cánicas y destructivas. Si estuviéramos irremisiblemente condenados a una mente condicionada, ningún objeto tendría que esforzarse por la transformación interna. Pero, si bien uno es heredero de la mente que ha ido haciendo, uno será heredero de la mente que va­yamos haciendo a partir de ahora. Nos daremos cuenta hasta qué punto la recompensa merecía la pena, cuando adquiramos una per­cepción renovada y gratificante que nada tiene que ver con la mara­ña de ideaciones a la que estamos acostumbrados. La sensación de plenitud y libertad será impresionante.
Los primeros yoguis de la India ya descubrieron, mediante su autosondeo implacable, que la mente está movida y condicionada por impregnaciones subliminales. Agotando la energía de estas im­pregnaciones, la mente se aquieta, se descondiciona, se libera, se expande y puede captar la realidad interna y percibir con pureza la realidad externa. El ego cede en su empeño, se torna más flexible y funcional. La memoria pierde su carácter condicionante y es más factual; la imaginación se torna creativa, pero no es el reflejo del pasado proyectándose sobre el futuro y generando ansiedad; el dis­cernimiento opera correctamente y la atención mental se purifica de contaminaciones, ideaciones y tensiones. Una mente así es la que hay que recobrar, para beneficio propio y ajeno y, sobre todo, para no seguir sembrando la locura y emerger para siempre de la aliena­ción. En tanto estemos anclados en el petrificado eje de la mente vieja, sustentada por los samskaras a los que hemos hecho referen­cia, no habrá salud mental real. Mover ese eje de la mente es nece­sario para que la mente dé un giro y obtenga una visión diferente. Es lo que pretenden todos los métodos liberatorios y de realización. Pero la mente vieja se resiste como un acorazado, se retroalimenta con sus negatividades y egocentrismos, se niega a todo cambio, pre­fiere seguir royendo el hueso sin sustancia y jugando en el cemente­rio del pasado, sigue revolviendo en sus cachivaches, empachándose con sus datos, evitando esa quietud perfecta donde se manifiesta la última realidad. Es muy hábil en alimentar reacciones en cadena que mantengan en su máxima actividad las impregnaciones y con­dicionamientos. Eso es la ignorancia básica, el velo que impide la visión real. ¡Cuánto sufre una mente así! Pero se ha habituado a su propio campo de concentración. Tan deformada está que tiene vértigo a la libertad y, como el cerdo habituado a su chiquero, pre­fiere seguir enredando en la basura. Una mente así tiene que mo­rir, sacrificarse, suicidarse. Algo debe morir para que algo florecien­te y hermoso pueda nacer. La meditación es la muerte de la mente vieja y del ego para dar nacimiento a una mente nueva, una men­te pura nacida de la meditación. La mente nueva es a cada momen­to, porque si no se tornaría vieja y condicionada. Esta mente nueva no alberga aflicción. Goza sin aferrarse; sufre sin resistirse. No aña­de dolor al dolor ni amargura a la amargura. Fluye, se desliza, halla el punto de menor resistencia, no se estanca, no se enrarece, no ali­menta miedos y paranoias. La mente purificada permanece conecta­da con la realidad interior, sin dejarse perturbar por la corriente de pensamientos. Es una bendición, es un regalo. Toma y deja, digie­re, no acarrea innecesariamente, no se condiciona, se abre al mo­mento, se realiza a cada instante. Disfruta si llega el disfrute, sin aferramientos; sufre si llega el dolor, sin añadir más dolor. Cambia lo que debe cambiarse si así puede ser, pero asume lo que no pue­de ser descartado sin tensiones innecesarias. Evita que la herida per­manezca y no se deja atrapar en un surco repetitivo de conciencia.
Está perceptiva, alerta, lúcida, consciente, dejando un espacio de claridad entre el experimentador y lo experimentado. Capta más allá de las ideaciones, penetra la existencia tal cual se desenvuelve, instrumentaliza los acondicionamientos agradables o desagradables para madurar, aprender existencialrnente, transformarse para seguir mejorando. Al modificarse la conciencia, se modifica la percepción. Al transformarse la mente, se transforma la visión. Pero para poder emerger de la mente vieja, es necesario ir resolviendo sus trabas y negatividades. Es un proceso de purificación, porque son muchas las impresiones que hay que limpiar. Hay que liberar la mente de malevolencia, avidez, aversión, ofuscación, agresividad, ira, adoc­trinamientos e ideologías, temores, actitudes egocéntricas, acroba­cias metafísicas y puntos de vista inútiles, subterfugios y escapis­mos, ignorancia y todos esos enfoques incorrectos que le hacen a uno tomar lo esencial por trivial, lo accesorio por importante, lo aparente por real. A estos impedimentos mayores se pueden añadir otros no menores como la abulia, la falta de motivación, el descon­tento, la ansiedad o desasosiego, la duda sistemática, la falta de confianza en la posibilidad de transformación y demás. Habrá que ir superando todas estas trabas u obstáculos propios de la mente pretérita, que impiden la visión pura e integradora, que fortalecen todo el complejo del ego, que anclan en el propio semidesarrollo. En esa mente vieja hay división, conflicto y vacilación. En la mente perceptiva e intensa, sin ideaciones ni actitudes tan egocéntricas, surge una nueva intensidad reveladora, ya no hay división sino to­talidad, plenitud. De la plenitud surge la fragancia de la quietud profunda. En la quietud profunda hay un sentimiento de estar y ser. Al conseguirse una nueva luz y lucidez para la conciencia, ésta ya no está supeditada a las pulsiones subconscientes, instintivas y evolutivas, y entonces comienza a ganar su libertad. Pero corno las ideaciones ya no invaden la conciencia tan obstinadamente, incluso la perdida sabiduría instintiva se recupera y comienza a fluir en lo más profundo, del mismo modo que intuiciones supracausales se revelan cuando el inconsciente colectivo puede manifestarse libre­mente dejando un mensaje de lo transpersonal. La conciencia desplegada no anula, pues, la sabiduría instintiva, pero nos permite liberarnos de las instintivas pulsiones que nos mantenían inmadu­ros e inmovilizados interiormente. Los grilletes que el subconsciente nos imponía dan paso a las alas de libertad de una conciencia desarrollada. La energía de lo inmenso, de lo que se sitúa por su carácter más allá de toda diferencia racial o cultural, se presenta con su hálito purificado y liberador. Aquellos que han escalado la cima de la conciencia saben que sobreviene un conocimiento supramundano que le proporciona un toque muy diferente a la existencia y un sabor de plenitud. Desde ese otro nivel de la conciencia, la arrolladora fuerza de la herencia animal, cultural, social se neutraliza. Sobreviene el mirar inafectado, que no hay que entenderlo como falta de intensidad, todo lo contrario, sino que a cada cosa le con­fiere su brillo y peso específico, pero no hay una implicación que induzca al sometimiento. Si hacemos acopio de las energías que malgastamos con las ideaciones mecánicas, si orientamos la energía recuperada hacia la percepción, entonces la mente sale de su habi­tual binomio de agitación-inercia y se sitúa en una lúcida y ecuáni­me captación de lo que es, superando muchas reactividades, elec­ciones y tensiones deteriorantes. El poder del silencio interior es excepcional. Desenreda la maraña de fantasmagorías y reactivida­des, drena, ordena, armoniza y sincroniza. Ese silencio interior tie­ne un gran poder de transformación. Es incluso muy saludable para la unidad psicosomática. Borra todas las grabaciones mentales, va­cía, purifica, aquieta y esclarece.
Todos podemos tomar la ruta de la mente condicionada y con­fusa a la mente clara y quieta. Todos podemos desplazarnos de la conciencia crepuscular a la conciencia iluminada. Nada de triunfalismos ni falsas expectativas, porque todo eso forma parte de la mente vieja y sus trucos; arreglándoselas para producir ulterior de­sánimo y desfallecimiento y poder así retroalimentar su inmadurez y deterioro continuo. Sólo un poco de confianza en las propias po­sibilidades de desarrollo y poner las condiciones para que la trans­formación se vaya produciendo. Se requiere cierto sentimiento de premura porque la vida no es larga, y, como decía Buda, vamos envejeciendo como bueyes que ganan en kilos mas no en sabiduría, pero sin ningún tipo de urgencia compulsiva y nociva. Si estuviéra­mos en un campo de concentración, pondríamos todos los medios para salir de él. Llevamos el campo de concentración en nuestra mente atiborrada de acumulaciones. Si fuera tan fácil limpiar la mancilla de las neuronas como uno se quita la grasa de las manos, el trabajo interior no sería necesario. Pero la polución de la mente es mucho más difícil de higienizar que la polución del cuerpo. Hay una gran hipnosis colectiva; compartimos un sueño psicológico pro­fundo pero, como declaraba el Buda: «Algunos hay que no tienen los ojos demasiado empañados. Éstos sí que podrán comprender la verdad». La mente tiene sus misterios, pero el gran misterio de la mente, el misterio de los misterios, es que esta mente condicionada puede celebrar el acontecimiento glorioso de autosacrificarse para que surja una mente cuerda y en paz.

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EL CAMINO DE LA ATENCIÓN


La atención es la luz de la mente. Es la capacidad que nos permite «darnos cuenta», percibir, captar, conocer y reconocer.) Opera siem­pre en el aquí-ahora, en el momento. Es altamente desarrollable y en la mayoría de los seres humanos, en tanto no se entrena, es dé­bil y vacilante; pero sometida a un cultivo metódico y progresivo puede tornarse mucho más firme, penetrante y esclarecedora. De ese modo percibes más plenamente, te das más cuenta.
La atención común, además de ser frágil y vacilante, es mecáni­ca, o sea, surge por sí misma dependiendo de si el objeto de aten­ción la estimula más o menos. Además se trata, por lo general, de una atención contaminada, es decir, que además de la percepción brotan y se mezclan prejuicios, comparaciones, resistencias, ideacio­nes y elementos que perturban la perceptividad. Sin embargo, pue­de ejercitarse una atención mucho más purificada, penetrante, libre de contaminación y, sobre todo, lúcida y consciente, no mecá­nica. Una atención así, intensa, y ecuánime, dispone de una ex­traordinaria capacidad para conocerse a sí mismo, liberar la mente, escudriñar en los mecanismos psíquicos, mantener la perceptividad plena y fresca, aumentar la receptividad, concienciar la palabra y los actos, ver los movimientos de la mente, desarrollar lucidez y clara comprensión en el instante. Una atención tal conecta más direc­tamente con la realidad momentánea y nos sitúa en lo existencial  y no sólo en lo ideacional, en la fáctico y no sólo en las acrobacias del pensamiento descontrolado. Es este tipo de atención el que per­mite el autoconocimiento, la plenitud de la captación vital, el pro­ceder lúcido en la urgencia del momento, la visión cíe los hechos tal cual son. Dispone, pues, de una gran capacidad integradora y es el rival de la neurosis, la negligencia y el sufrimiento innecesario que nos infringimos a nosotros mismos o a los demás. Las actividades se realizan a la luz de la conciencia, dándole así la batalla a la mecanicidad del subconsciente y logrando un ensanchamiento de la fran­ja de la conciencia, lo que reporta vitalidad e intensidad a la mente y neutraliza los mecanismos ciegos, incoherentes y compulsivos.
El desarrollo de la atención pura y consciente evita la malevo­lencia del pensamiento, establece una actitud de desapego y ecua­nimidad, da su peso específico a cada momento, evita los subterfu­gios de la mente, capacita para descubrir mejor los autoengaños y enmascaramientos, disuelve la agitación y procura tranquilidad, mejora la relación con los demás, nos hace menos egocéntricos y nos mantiene en mayor apertura, contento y satisfacción. La aten­ción pura (atender con atención clara cada momento, situación, instante) ayuda a quebrar las identificaciones mecánicas, nos sitúa en la energía del observador atento y ecuánime, nos ayuda a enfo­carnos mejor en cada actividad, nos lleva a una comprensión más profunda de la existencia y da prioridad a lo esencial, provocando un discernimiento más directo. Ni que decir tiene que una aten­ción así nos hace más precisos, escuetos y eficaces, y nos reporta un conocimiento más exacto y fiable hacia afuera y hacia adentro. La atención es una energía que uno no puede dirigir hacia donde con­venga según la circunstancia. Cuanto más intensa y pura es la aten­ción, mayor y más válido es el conocimiento que reporta. Esta aten­ción entrenada, aplicada sobre uno mismo, es una fuente de autoconocimiento, crecimiento e integración. Hace posible la luci­dez de la mente. Esta lucidez es de extraordinario valor para saber qué hacer, cómo proceder, con qué medios contar, cómo instrumentalizar cada situación para crecer interiormente, cómo relacio­narse, qué actitud adoptar. Con una atención lo suficientemente ejercitada, uno mantendrá más firmes sus propósitos (tanto exter­nos como internos), sabrá encontrar mejor los medios útiles, tendrá más claro qué es esencial y qué trivial, apuntará con mayor solidez a la niebla del crecimiento interior. La atención mental desarrollada se convierte en el gran maestro, guía, faro, custodio y filtro de la mente. Es por esta razón que todos los maestros de la realización han insistido en la necesidad de purificar, entrenar e intensificar la mención mental, que es integradora y liberadora, proporciona vi­sión clara, perceptividad alerta, un juicio menos distorsionado, dili­gencia y un lúcido y flexible (no rígido, feo, acartonado y falso) autocontrol. El adiestramiento de la atención es el método más se­guro para liberar la mente de ofuscación, avidez y aversión; entona psíquicamente y previene contra la negligencia; enseña a pensar y dejar de pensar; purifica la visión; libera de la malevolencia; previe­ne contra nocivas reacciones; ayuda a descubrir las intenciones y autoengaños más ocultos; nos enseña a valorar lo realmente impor­tante y colabora en el cultivo de la compasión y la benevolencia. Toda actividad, palabra o pensamiento se efectúa a la luz de la atención, con lo cual la acción es más precisa, diestra y sagaz, pero a la vez se instrumentaliza para seguir cultivando la atención men­tal, que es como una energía que va ganando en intensidad y clari­dad. Con la práctica va sobreviniendo una saludable vigilancia que le permite a la mente no sólo poder disponer mejor de los pensa­mientos, sino desarrollar captaciones o «golpes de luz» que se sitúan más allá de la esfera ideacional.
Una atención desarrollada y purificada nos ayuda a enfrentarnos con la mente y descubrirla, conocernos interiormente, superar los hábitos y In rutina, tomar la vida corno un maestro y cada situación como un instructor, conformar un carácter más fluido y a la vez consciente, cultivar emociones bellas y pensamientos positivos, son­dearnos interiormente y resolver los conflictos internos, poner con­diciones para que aflore la verdadera libertad interior. El entrena­miento de la atención va completando nuestra evolución interna, saca lo mejor de nosotros mismos, estimula la alegría y la quietud. Si es necesaria la atención mental en todo y todo adquiere mayor brillo cuanto mayor es la atención, esto aún es más cierto en la bús­queda de la integración interior. En este sentido la atención es to­dopoderosa. Nos enseña a ver más allá de las apariencias, a percibir más allá de las exterioridades.
Los maestros de las vías de autorrealización de Oriente siempre han insistido en el camino de la atención mental, porque es el más directo hacia la integración, el bienestar y la sabiduría. Pueden cambiar sus puntos de vista, sus interpretaciones, incluso sus técni­cas, pero todos coinciden en la capacidad altamente liberadora del entrenamiento de la atención. Su desarrollo logra que la conciencia crepuscular en la que habita el ser humano se eleve y amplíe, facili­tando la visión cabal y el proceder justo. No hay peor pecado que la negligencia y la ignorancia, que han sembrado el mundo de erro­res y horrores. Al entrenar la atención mental nos ayudamos a noso­tros mismos y a los demás, aprendemos a adaptarnos mejor, a con­trolar y fluir, a ser lúcidos en lo pequeño y en lo grande; nos relacionamos mejor con nuestra unidad psicosomática, enriquece­mos el trato con los otros, superamos la autoimportancia y debi­litamos el ego, somos más espontáneos y directos, asumimos lo inevitable sin generar tensión, resolvemos contradicciones y resistencias, apreciamos tanto las pequeñas cosas como las grandes, va­loramos en su justo lugar el contacto humano y desarrollamos com­pasión. Cuando la atención pura está bien establecida, asociada a la energía de precisión y sabiduría de la ecuanimidad, no hay lugar para los engañosos extremos, las actitudes desproporcionadas, la in­tolerancia o la rigidez.
La mejor manera de ganar terreno al subconsciente es desarro­llando la atención mental pura. La luz de la atención va iluminan­do las regiones oscuras del subconsciente. Incluso las reactividades, intenciones, impulsos y tendencias del subconsciente comienzan a ponerse al descubierto. Se puede llegar a lo más profundo de uno a través de la atención mental. Se puede penetrar en el cuerpo, las sensaciones, la mente y todos los objetos de la mente. Así la atención es la herramienta para transformarse, experimentarse a un ni­vel integrador, mutarse en la raíz.
Para desarrollar la atención mental hay que estar atento. Nadie puede hacerlo por nosotros. Es necesario recordar que hay que estar atento, y tratar de estar atento. Del mismo modo que se aprende a caminar caminando, hay que aprender a estar atento estando atento. Cualquier momento, circunstancia, situación o actividad puede instrumentalizarse a tal fin. Estar atento, alerta, perceptivo, vigilante, vivo, libre de inútiles asociaciones mentales o ideaciones, enfocado en cada acción.
Para ir estableciéndose en la firme atención pura y ecuánime, los maestros proponen:
— El entrenamiento meditacional, que es el banco de pruebas donde se ejercita una actitud interior de alerta y ecuanimi­dad, de visión profunda y clara.
— La instrumentalización de la vida cotidiana para cultivar la atención mental, evitando la negligencia y estando más atento a aquello que se piense, se diga y se haga; aprove­chando cualquier actividad y circunstancia para abrillantar e intensificar la atención.
— La relación lúcida y consciente; un comportamiento más atento y noble, que propicie mayor apertura, menos ego­centrismo, mayor indulgencia hacia los otros y compa­sión.
— Métodos y técnicas diversas para el desarrollo de la atención pura e ir venciendo la mecanicidad del subconsciente; es de­cir, métodos de contramecanicidad, que varían según los maestros y que pueden ser, entre otros, hatha-yoga, taichi, ikebana, kyudo y tantos otros en los que hay que aplicar una atención lúcida, escueta y ecuánime.
Estando atento, te cuidarás a ti mismo y cuidarás a los otros. Hay una historia en la India que es muy significativa:
Eran un hombre y una niña acróbatas que solían hacer el siguiente número: el hombre cogía un palo largo, lo ponía sobre sus hombros y la niña trepaba por él al extremo. Un día el hombre le dijo a la niña:
Para que nada nos ocurra, pequeña, cuando hagamos el ejercicio, tú tienes que estar atenta a mí y yo a ti.
La niña replicó:
        Estás equivocado. Cuando llagamos el ejercicio, yo estaré atenta a mí y tú atento a ti, y así te       aseguro que nada nos ocurrirá.

La atención es el espacio claro y seguro para la mente. Como decía Buda, una mente atenta es como una casa bien techada en la que no entran el granizo, la lluvia, ni la nieve. Pero no es así en una mente inatenta. La atención es la vía hacia la integra­ción, en tanto que la negligencia lo es hacia el caos y la confusión. Nada se puede hacer bien sin «atender». O sea sin atención. Es como un brillante que hay que pulir y tallar sin desfallecer. Donde las ideaciones se estrellan y el pensamiento ordinario naufraga, la atención penetra, esclarece, ilumina. La enseñanza más alta de los maestros se resume en sólo dos palabras: «ESTÁTE ATENTO».

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LA TRANSFORMACIÓN DE LA MENTE


Si la mente no fuera desarrollable, mejorable, transformable, nun­ca habrían tenido razón de ser las técnicas de autorrealización y uno estaría condenado a sus propias deficiencias internas, carencias emocionales y conciencia crepuscular. Pero la mente se puede culti­var y perfeccionar; es posible ejercitar la mente para transformarla. Hay áreas de la mente saludables, silentes, intocadas, que se pue­den recobrar. La psiquis, por muy condicionada que esté y aunque estos condicionamientos a veces sean como huellas o surcos muy profundos y difíciles de borrar, no es una película acabada, no es una función concluida. La mente puede seguir evolucionando en la medida en que uno se prepara y entrena para ello, evitando no sólo su deterioro y petrificación, sino renovándola y poniéndola al servi­cio de la evolución interna. El proceso del cambio mental debe te­ner lugar en cada momento del presente, y la mente ulterior será lo que nosotros hagamos con ella a cada instante. Si cambiamos la mente, cambiaremos nuestra vida interior, nuestra calidad de con­ciencia, nuestra relación con las otras criaturas. Las prácticas meditacionales son ejercicios para transformar la mente. No importa si se cree en ellas o no, pues si se disciplina uno en ellas, éstas trans­forman. Pero la transformación no está en el futuro. Es el ahora quien posterga la transformación para el futuro, aunque sea para mañana, comprueba que nunca llega y que ha pasado su vida ha­blando de la transformación sin haber avanzado una sola pulgada en la vía de la misma. Este instante es el más precioso porque no hay otro. Podría ser de otra forma, pero es así y hay que relacionar­se cuerdamente con él, sin ofuscación, con perceptividad, renovan­do la mente. Así como el pensamiento viaja por el tiempo y el es­pacio, la perceptividad es aquí y ahora. Cada vez que la mente está en el instante, sin resistencias, madura, aprende, se renueva, se re­cobra y se recupera, no envejece, no se herrumbra, no se fosiliza. Al irse transformando la mente, estimulándose el elemento vigílico, uno va conquistando su propio ángulo de quietud y dejando que emerja su inteligencia primordial que, a su vez, colabora más activamente en la transformación misma. Esta inteligencia primor­dial no sólo es válida para la vida interior y la realidad interna, sino para la vida exterior y todas sus circunstancias. Es una inteligencia clara que sabe evitar los conflictos inútiles, que sabe hallar el proce­der más idóneo a cada circunstancia, que sabe adaptarse y fluir. Pero. esa inteligencia primordial no se revela en tanto no van cediendo los sólidos muros del ego y la masa de puntos de vista, adoctrina­mientos, subterfugios, ideas preconcebidas, hábitos mentales coa­gulados, apegos y resentimientos, ofuscación. Uno medita para abrir una vía de comprensión en la bruma de la mente, para hallar una veta de esa inteligencia primordial en la oscuridad de la psiquis. Hay que eliminar tantos velos colocados sobre la lámpara interior, tantas pantallas y trabas. Nuestros condicionamientos internos, todo el fá­rrago que se almacena en el trasfondo de la conciencia, impide la relación fluida con nosotros mismos y con lo que nos rodea, impo­ne sus interpretaciones, roba vitalidad al instante, falsea la realidad momentánea y retrasa la evolución interna. Se requiere tanta ener­gía para parchear nuestras deficiencias emocionales, para capear el temporal de la neurosis, para sobrevivir a la atmósfera enrarecida que hemos cultivado en nuestro interior, que cuando queremos dis­poner de energía para alimentar la verdadera lucidez mental, no sa­bemos cómo hacernos con ella. Nos cerramos, nos contraemos, nos plegamos sobre nuestra propia incertidumbre vital, en lugar de re­lajarnos, bajar las barreras, abrirnos, exponernos saludablemente. Siempre estamos rechazando el instante. No hemos aprendido a que la realidad momentánea nos llene o cuando menos nos sirva para ejercitarnos, somos impacientes, es decir, siempre estamos a la espera de momentos mejores. Estamos obsesionados con nuestra persona (no nuestra realidad existencial), alimentamos actitudes cada vez más egocéntricas. No queremos enfocar los hechos como son, nos retira­mos a la película de nuestra memoria o imaginación. No hemos aprendido a amarnos verdaderamente (no narcisistamente), no sa­bemos relacionarnos con los demás desde la generosidad y la com­pasión. La mente ha seguido un sendero de confusión, recreando sus propias fantasmagorías, extraviándose en acrobacias paranoicas, haciéndose muy experta en composturas, escapismos, amortiguadores neuróticos, enmascaramientos y autoengaños sin límite. Se ha vuelto una vieja zorra fea, necrófila, con algunas artimañas, pero que vive de espaldas a toda vitalidad, realización y plenitud. Una mente así engendra dolor, ¿cómo podría ser de otro modo?; no se relaciona desde el corazón, ¿cómo podría hacerlo?; es voraz, se enreda en pro­blemas ficticios si no los encuentra reales, no sabe de sencillez ni espontaneidad, siempre está persiguiendo o huyendo, es promiscua y no perseverante, superficial y no profunda, flirteante y no leal. Se aferra, acapara, se endeuda con el pasado, tiene sed de futuro y está absolutamente incapacitada para abrirse con naturalidad a la frescura del momento. Eso es neurosis, confusión, insatisfacción. ¿Cómo una mente así va a relajarse, gozar con la quietud, permanecer apacible y clara? Prosigue alimentando sus mecanismos de neurosis, se resiste a todo enfoque correcto y provechoso para la evolución interna, se ceba en el perverso ego infantil al que convierte en su carnaza favorita, emprende sus propias batallas sin sentido, se desgasta, deteriora, que­ma y arruina toda posibilidad de discernimiento, claridad y sabiduría. Se ha acostumbrado a la confusión, caos, frustración, ansiedad y, en suma, el propio infierno que ha creado y recreado para sí misma. Muchas veces ni siquiera está capacitada para intuir o sospechar otra atmósfera de bienestar y apertura.
Había una rana que vivía desde siempre en un pequeño agujero. En una ocasión, otra rana que había viajado mucho y había visto la tierra en toda su hermosura, cayó en su agujero. La rana que allí habitaba le preguntó:
— ¿Existe algo más que este agujero? La rana que había caído repuso:
— No te lo puedes imaginar. Este agujero no es nada. Existe una tierra maravillosa con lagos, dunas, ríos, montañas, bosques, desiertos, ciudades...
— ¡Mientes! —la interrumpió la rana que vivía en el agujero—. ¡Eres una embustera! No puede haber nada más grande que este si­tio en el que yo vivo.
Así es la mente que ha perdido su inteligencia primordial, que se ha extraviado de su rumbo de crecimiento, que se ha tornado malé­vola y destructiva. Pero existe la posibilidad de transformarla, de ejer­citarla para que aprenda otros modos de estar, ser, percibir, pensar, relacionarse. Se la puede reeducar, enseñarle la experiencia de la calma profunda y reveladora, orientarla para que se limpie y rescate la visión clara, mostrarle la vía de la conciencia expandida, la ecuanimidad firme, la generosidad espontánea, el discurrir sin desproporcionadas y feas reacciones que fecundan el fango del subconsciente.
Hay una mente silente. Hay una dimensión de mente que no se rige por la avidez y la aversión. Hay un área mental clara, espa­ciosa, ventilada, fresca, pura. Es aquella mente preconceptual, to­davía no inmersa en la sombra del ego, conectada con la corriente de energía transpersonal, desocupada y libre. Se puede recobrar. Tenemos una experiencia de la misma, aunque sea inconsciente­mente, en el sueño profundo. Es una mente en el contento, la li­bertad, el flujo espontáneo de vida. El que recupera esta mente que desaloja conceptos, ideas, prejuicios y paranoias, experimenta una gratificante sensación de certidumbre. Es la certidumbre de que en el centro del tornado hay un espacio de infinita paz. No es un centro egocéntrico; es un terreno sin límites. Cuando se debi­lita el ego, todos aquellos miedos que le eran propios desaparecen.
Uno halla un reposo que es como una brisa fresca que purifica por dentro, sincroniza, armoniza, remansa. Después de tantos años —o vidas— corriendo frenéticamente para saciar un hambre desatada, uno experimenta una paz inenarrable. Siguen existiendo las sensa­ciones agradables y desagradables —no puede ser de otro modo en tanto existe la unidad psicosomática—, pero el modo de relacionar­se con ellas es muy diferente. No se añade aferramiento ni aversión, no se escapa, no se resiste ni resiente, se aprende a fluir, deja uno de sufrir por no querer sufrir, se goza sin ansiar el goce repetitivo y permanente, se empieza a apreciar el sentimiento cíe la compa­sión, se mira de frente el autoengaño y se resuelve, se asume uno a sí mismo tal cual es (sin autoengaños narcisistas) y desde ahí co­mienza a mejorarse sin incurrir en triunfalismos espirituales. Uno se torna su propio amigo, y desde la amistad por uno mismo se da la bienvenida a los otros. Lo que uno conquista de apacible en su propia mente lo comparte con los demás. Si continuamos siendo un saco de miserias (celos, odio, ira, miedo, ansiedad), ¿qué comparti­remos con los demás?
Desde una mente agitada todo se vive con agitación y se siem­bra asimismo agitación. Si la mente está perturbada, será más di­fícil enfrentar cada situación vital y se tenderá a una despropor­cionada reactividad. Al experimentar sufrimiento, se añadirá una porción de sufrimiento extra e innecesario. Buda lo explica con su habitual claridad en el sermón de los dos dardos. El primer dardo es la sensación desagradable que no depende de nosotros, pero el segundo dardo es el sufrimiento extra que nosotros añadimos resis­tiéndonos y resintiéndonos, añadiendo con nuestro pensamiento dolor al dolor.
Cuanto más egocéntrica es la mente, más se hiere. Las flechas no pueden herir el espacio abierto, pero sí se clavan en la diana. La mente egocéntrica está al servicio del propio narcisismo. Tantas energías pone uno a su servicio, que no se pone ninguna al del ver­dadero crecimiento interior. La mente egocéntrica no sabe relacio­narse, está demasiado ocupada con su autoimportancia, no tiene idea de la verdadera comunicación. Bastante tiene con arroparse narcisistamente, seguir satisfaciendo su voracidad y buscando re­miendos para hacer composturas. Sólo ve las cosas como quiere ver­las; o como ansia, desea o teme verlas. No mira, coloca su propia versión de los hechos sobre los hechos y los distorsiona. No sabe asumir, aceptar, ser. Se relaciona siempre desde la autogratificación, o sea, no se relaciona. Tanto vela por los mecanismos egocén­tricos, tanto custodia su propio edificio de autoimportancia, que no sospecha nada del bálsamo del amor consciente. Para seguir robus­teciéndose, colecciona compulsivamente lo que sea (material o in­material, ¿qué importa?), se satura de conceptos e ideas preconce­bidas, se pierde en recuerdos y ensoñaciones, crea un universo mental de ilusiones y autoengaños, lo instrumentaliza todo para se­guir engordando narcisistamente. El ego es un mitómano y la men­te egocéntrica trata de superarle en mitomanía. La confusión se de­sarrolla y el poseedor de una mente así nunca ve más allá de su mente. Está prisionero en su propia tela de araña, ha enfermado de egomanía, se ha derrumbado en su maraña y barahúnda de ego­céntricas creaciones mentales.
Drenarse, vaciarse, despojarse, arrojar por la borda, purificar la mente. Ése es un buen comienzo, no fácil, pero bueno. Es un pri­mer paso seguro para comenzar a transformar la mente. Hay que perder muchas cosas para ganar otras; hay que morir a muchas cosas para vivir a otras. Si estamos en la multiplicidad de la mente y no en su unidad, es como el que toma los reflejos del sol en el agua, como el sol mismo. No hemos llegado todavía; podemos seguir avanzando. Se requiere un esfuerzo consciente para desarrollar la conciencia; una disciplina asumida libre y responsablemente para transformar la mente. Si esta mente origina confusión y violencia, cambiémosla. No sigamos egotizando la mente ni dejemos que la mente sólo sea un siervo del ego. Hay una mente mucho más pro­funda, amplia, saludable y quieta. Y hay una energía para recobrar esa mente, unos métodos, unas actitudes y toda una estrategia. Por qué la mente ha tomado un derrotero poco saludable importa mu­cho menos que saber que la mente puede purificarse y dar naci­miento a una mente menos perjudicial. Esta mente común sumergida en la ofuscación es sólo una parcela de la mente más vas a y abismal. Como dicen los maestros zen, nos situamos de espaldas al sol y nos preguntamos dónde está el sol. La energía de lucidez pue­de desencadenarse y fundir las negatividades, impedimentos, trabas y obstáculos de la mente. El silencio mental purifica, restablece, re­compone, ordena. El silencio mental expande, acopia nuevas ener­gías, encuentra su poder en la no reacción, conecta con una longi­tud de onda clara y precisa. El silencio interior es el terreno más seguro para una perceptividad pura, para una liberadora visión ca­bal, para una aprehensión de realidades supraconceptuales. Cuan­do los nudos se desatan, el proceso cósmico fluye libremente y re­porta su propia sabiduría. Uno se convierte en lo que los maestros zen designan como un bambú hueco.
Mediante la transformación sagaz de la mente aparece la mente clara. Cuando la energía de precisión de la mente clara comienza a desplegarse, la ofuscación comienza a desvanecerse. Es esa ofusca­ción, como señalaba Buda, la que genera deseo y sufrimiento. Es la ignorancia básica, a la que se refiere Patanjali,  la que nos escla­viza y nos impide la visión pura que libera.
Muchas cosas, muchísimas, no están en nuestras manos. Pero el desarrollo de la mente depende de nosotros mismos. «Tú eres tu propio refugio», declaraba el Buda. Se puede lograr una mutación de la conciencia por la conciencia misma, una modificación de la mente por la misma mente. Tenemos que vernos nosotros mismos atentamente. Ser conscientes de los hábitos que nos limitan, los re­petitivos engranajes mentales que nos condicionan, los viejos patro­nes de conducta y conductas aprendidas que nos constriñen, las ex­periencias traumáticas y heridas que nos hacen demasiado lábiles y timoratos. Hay una codificación que va desde la célula hasta la cús­pide de la mente. Toda la pirámide humana es presa de esa codifi­cación. ¿Qué hacer entonces? No hacer nada. Es el secreto. O sea, no seguir rebobinando, codificando, superponiendo, añadiendo hologramas sobre los hologramas. No-hacer es el wu-wei de los chinos, o el hacer sin hacer de los liberados-vivientes de la India. Difícil empresa, sí, pero la probabilidad de la posibilidad para ha­llar la plenitud total no es un sueño, es posible. Se comienza ahora. Hay aparentes retrocesos, pero si la actitud es la adecuada y el áni­mo consistente, todo retroceso termina siendo avance. lis un trabajo de desarrollo de la conciencia, contramecanicidad, apertura, aten­ción bien despierta. Exige una bondad fundamental, no una mora­lidad convencional y necia. Hay que hallar el centro del tornado, el espacio de quietud en el caos, la claridad en la confusión. Desde ese espacio de quietud hay que mirar y ver, penetrar, conocer y aprehender las actividades, fenómenos y hechos como son. Los grandes maestros de Oriente, sobre todo de la India, han hallado métodos. Todos representan una puesta en marcha de la conciencia conscientemente y un entrenamiento moral y mental para desarro­llar sabiduría liberadora, bienestar y plenitud. La mente es como una gran mansión. ¿Prefieres vivir en el trastero o en sus amplias y hermosas salas? Hay áreas de hábito y conflicto, zonas de confu­sión y caos, pero también las hay de claridad y luz. Tú eliges. Un adagio japonés dice: «A cada gusano su gusto; los hay que eligen las ortigas». Somos herederos de códigos prehumanos, algunos atro­ces; somos herederos de millones de años de confusión humana, a veces espantosa y terrible; somos herederos de un pensamiento ma­levolente cultivado por milenios y milenios que ha cometido horro­res sin fin, ha denigrado, explotado, masacrado, dañado irrepara­blemente el ecosistema. Pero hay una energía que incluso mueve todo ese caos y esa ofuscación y que puede tomar múltiples cami­nos; tiene el signo que le demos; con ella se puede hacer camino hacia un jardín o hacia un estercolero. La mente recobrada es la mente de la quietud y la cordura. La mente que nos proponemos recuperar es la mente de la salud. Si eliminamos obstáculos, impedimentos y trabas; si ponemos «medicamentos» adecuados, la salud surgirá en la mente enferma, la cordura borrará la mente paranoica. Entonces la mente podría dejar de ser una amenaza para nosotros y para los demás. La felicidad está dentro de uno mismo. La felici­dad es una actitud que deviene tras la transformación interna. La felicidad es una fragancia interna. La felicidad exterior es un mito, una falacia, un engaño. ¿Cómo querer hallar felicidad exterior cuando todo cambia, es efímero, transitorio, está sometido a la de­cadencia inevitable? La experiencia que más se puede aproximar a la felicidad reside dentro de uno, pero hay que hallarla allende esa sima abismal que es el subconsciente, en el silencio que hace mani­festarse el oasis en el desierto de la subconsciencia. Se trata de una especie de revolución en lo más interno, no para conseguir nada que ya no esté allí, porque entonces podría volver a perderse, sino para hallar lo que siempre estuvo velado. Pero esta transformación de la mente debe pasar por el autodescubrimiento, la modificación y apertura de la conciencia, el acoplamiento con lo existencia! antes que con lo ideacional, el despertar del propio maestro interior que a menudo se hace sentir cuando el pensamiento cede en su empeño de llegar a lo impensado y, como un león fatigado, se detiene y se relaja. La película del pensamiento obstruye la visión externa y la visión interna; nos separa de los demás y de nosotros mismos. De­jándonos ser tal cual somos, remansándonos para aclararnos, en el campo de la percepción y no de la ideación, meditamos para trans­formarnos. Pero la meditación no finaliza cuando nos erguimos e incorporamos a la vida diaria. Ahí sigue la meditación, porque de­bemos continuar atentos, perceptivos, ecuánimes, activos pero no agitados, en la acción sin ansiedad ni urgencia interior. Si la actitud es la adecuada, toda circunstancia nos ayudará a seguir transfor­mándonos. Nos saldrán al paso mecanismos repetitivos de la men­te, hábitos, códigos y condicionamientos, pero cuantas veces nos desconectemos de la energía del observador atento y ecuánime, tan­tas otras debemos conectarnos con ella. Ganamos con la meditación sentada toques de lucidez y perfecto silencio de la mente para po­der reanimarlos en la vida cotidiana. Así le damos la bienvenida a todo aquello que nos ponga a prueba y que nos ayude a mantener la pasividad en la acción, la actitud contemplativa en cualquier ac­tividad por frenética que resulte. La actitud de silencio quietud perceptividad estará con nosotros y podremos recurrir a ella en cual­quier situación. Esta fábrica de dolor y venenos que es la mente or­dinaria, enraizada en los códigos más siniestros, irá mutándose. Será un gradual proceso de comprensión. No hay que esperar mila­gros. Hay mucho de que despojarse, muchos puntos de vista que variar, muchas opiniones que arrojar por la borda, muchas trabas mentales que superar. Es necesario ir acercándose al propio ángulo de quietud y que él se convierta en nuestra cámara silente en la que poder inspirarnos, recobrarnos, renovarnos y potenciarnos. En lugar de dejarnos desbaratar y confundir por los pensamientos, alertemos los sentidos, mantengamos la mente viva y perceptiva, enfoquémonos en cada momento, evitemos las reacciones mecánicas, demos batalla a la mecanicidad de pensamiento, palabra y acción. Si hace­mos de la meditación una práctica asidua, recobraremos una parce­la clara, silente e inafectada de mente con la que podremos conec­tarnos cuando sea conveniente. Será como la fuente interna en la que recuperar energías. Desde la quietud de la mente y el acrecen­tamiento de la conciencia, daremos un sentido muy diferente a nuestra vida cotidiana. Tendremos claras nuestras prioridades, que en cualquier caso deberían ser:
— La paz interior, porque sin paz nada es disfrutable ni hay satisfacción posible.
— La salud mental y psíquica.
— La salud física.
— La óptima relación humana.
Pero debido a que nuestra visión está empañada y confundimos lo esencial con lo trivial, nos dejamos dominar por bobos apegos y mezquindades, hacemos de nuestra vida una caricatura, una co­pia, un simulacro.
Hay un arte soberbio: ser pasivo en la actividad, ser contemplativo en la acción, en lugar de seguir reaccionando mecánicamente, implicarse y quemarse sin sentido, automortificarse y entrar de lle­no en la espiral de la agitación y la zozobra. Podemos neutralizar muchas reacciones mecánicas y estereotipadas, superar muchos há­bitos coagulados, agotar muchos impulsos dolorosos, establecernos en un lugar mental de quietud y bienestar. Hay que aprender y de­saprender; no dejarse condicionar por esos impostores que son vic­toria o derrota, elogio o insulto; no ceder al fantasma de la autoimportancia ni dejar que el eje de la mente sea como yeso inamovible; no nos instalemos en nuestra neurosis ni nos resignemos a nuestra propia necedad. Como decía Ramana Maharshi: a lo único que hay que renunciar es al ego y a la propia estupidez. En la quietud real emergen nuevas energías, otro modo de percibir y ser. Hay que quebrar las rutinas de la mente y poner al descubierto sus triqui­ñuelas y artimañas. No hay peor rival que la inconsciencia; mayor enemigo que la negligencia; compañero más fatal que la mecanici­dad y la identificación.
En la medida en que transformamos la mente y surge una nue­va manera de percibir y ver, la transformación va alcanzando a toda nuestra pirámide y sus respectivos lados. Superando las viejas es­tructuras de la mente, la reorganizamos a un nivel en el que sean posible la visión pura y el proceder impecable. Del mismo I modo que de una minúscula simiente puede surgir un árbol descomunal, del punto de conciencia del que todos disponemos puede brotar una poderosísima energía-conciencia-sabiduría capaz de proporcio­narnos la estabilidad que nada ha podido darnos hasta este mo­mento. El núcleo de caos-confusión se disuelve y las impregnacio­nes subconscientes se queman. El centro autorreferencial se va descodificando, y un conocimiento, que no depende del pensa­miento dual ni de la lógica binaria, refulge mutando la psiquis. Es entonces cuando hay una muerte para que pueda haber un renaci­miento a nivel psicológico. Y entonces, en palabras de Muktananda: «Te dejarán tu máscara, tu fachada, tu sonrisa seca y triste, tu orgullo y honor, tu presunción y tu ego, tu intolerancia y tu enten­dimiento erróneo que afirma ser la Verdad; todas estas cosas se irán». Tal es la aventura de la conciencia; tal es la proeza de la transformación; tal es la senda sin senda hacia esa felicidad interna, siendo así porque no depende de nada exterior.
Aquí está el terreno de la mente y hay que trabajarlo, abonarlo, cultivarlo. Hay que estar en guardia para que no broten negatividades y estar en guardia para ir superando las ya existentes. Tenemos que cultivar lo sano y erradicar lo perjudicial. Yoguis y budistas sa­ben que hay numerosos impedimentos en la mente que hay que eliminar: avidez, aversión, ofuscación, autopersonalidad, aferra­miento a la vida, aferramiento a la idea de que no exista lo desagra­dable, autoimportancia, malevolencia, duda escéptica, apego a las especulaciones y opiniones, autoengaños, concupiscencia, apatía, desasosiego, acrobacias metafísicas, puntos de vista y enfoques equivocados, conflictos y resistencias inútiles, la negativa a ver los hechos como son, subterfugios de todo tipo, ira y agresividad. Todo ello hay que irlo desenraizando y en su lugar cultivar clari­dad, compasión, despego y quietud. Hay que mantenerse en el propósito de rociar nuestra mente con actitudes positivas y saluda­bles. Renunciar a las negatividades y, simultáneamente, propiciar, mantener y fomentar cualidades bellas. El esfuerzo es necesario para no dar cabida en la mente a los venenos y pensamientos malé­volos y empeñarse, por otro lado, en potenciar las actitudes nobles. Se logra una alquimia mental que hace posible un órgano psico-mental más lúcido. Asimismo, hay que fomentar siempre que sea posible el contento, la energía, la correcta indagación de lo real, la atención, el sosiego, la concentración y la ecuanimidad. Para los budistas, y también para los yoguis, todos éstos son factores de ilu­minación, medios para embellecer la mente. Aquello que hagamos con la mente será lo que recibiremos de ella.

5

LA MENTE: ¿ENEMIGA O ALIADA?


Uno de los grandes patriarcas del Zen declaró: «El cuerpo es el árbol de la sabiduría. La mente es el soporte del espejo brillante. En todo momento límpialo con diligencia, no dejes que se cubra de polvo».
La mente proporciona oscuridad; la mente proporciona luz. La mente es fuente de ignorancia, pero también de conocimiento. Esa singular y contradictoria mujer que fue Blavatski dijo:
«La mente es una buena sierva, pero una mala ama».
Desde luego el universo de la mente es sorprendente. La menté en la superficie es movida, tumultuosa, caótica. La mente en la profundidad se torna silente, serena, reveladora. Cuando la mente nos controla, ella puede hacer lo que le plazca: puede hacer creer a una persona sana que está enferma, a un rey que es un mendigo. Tal es el poder de las creaciones de la mente. De hecho un sueño puede ser más intenso que una escena en la vigilia. Pero esta mente que alucina, confunde, desorienta y extravía tiene también un gran poder liberatorio y te puede proporcionar discernimiento, conoci­mientos múltiples y sabiduría. ¿Somos algo que no sea nuestra mente o que ella no viva o experimente? Ella nos conduce a la es­clavitud y a la libertad; ella nos permite conocer y conocernos, per­cibir y percibirnos. Es una herramienta muy importante y hay que cuidarla, conocerla y utilizarla con cierta precisión. Procura dolor, pero también felicidad; proporciona zozobra y tribulación, pero también calma profunda y beatitud. Puede ser muy experta o muy inútil, muy sabia o muy torpe. Tiene poder para construir y des­truir, para edificar y arrasar. Es como si se tratase de dos siameses de muy distintas intenciones. Pura y sometida, la mente es un rega­lo; contaminada e indócil, la mente es un castigo. Engendra toda clase de tendencias codiciosas, pero también amor y compasión. En suma, puede ser la peor enemiga; puede ser la más excelente alia­da. No es de extrañar que los sabios de la antigua India explorasen a fondo la mente y concibiesen y ensayasen métodos y claves para subyugar la mente, orientarla, ponerla al servicio del crecimiento interior y el bienestar.
La mayoría de las veces vivimos inmersos en el río de los pensa­mientos y éstos nos llevan de un extremo a otro, provocándonos sentimientos contradictorios y muy dispares. Somos y nos sentimos lo que el pensamiento nos dice. Nos creemos lo que pasa por la mente; nos convertimos en esa marea de ideas, conceptos y descrip­ciones, perdiendo nuestro eje interior, nuestra armonía. Entonces, ¿somos algo más que nuestros pensamientos? Pero aún más contro­lados estamos por las corrientes subterráneas que operan en el sub­consciente y que provocan todo ese oleaje pensante de superficie. Somos una hoja a merced de la marea de los procesos psicomentales, apartados de nuestra real identidad. Sin embargo, podemos cultivar otra actitud. Podemos convertirnos en testigos de las modi­ficaciones de la mente y permanecer en la primera y no en la segun­da causa, es decir, en la raíz del pensamiento. Como nubes vienen y van los pensamientos por el firmamento de la mente. No me afectan, no me alteran, no me confunden; tomo o selecciono los beneficiosos o necesarios, pero hago caso omiso de los otros. Al fin y al cabo sólo son ideaciones mecánicas, repetitivas, que obedecen a estratos más profundos en conflicto. ¿Para qué tomar el reflejo por la realidad? Es un ruido de fondo en la mente. ¿Por qué identi­ficarse con ellos, incluso por qué creérselos? En las prácticas de inte­riorización se retrotrae la conciencia y se sitúa en su origen. Los pensamientos entonces pierden su poder. La mente se apacigua; es como un elefante furioso que finalmente se calma y se echa a repo­sar. La mente se interna, se canaliza hacia su propia fuente, queda absorta en la sensación o presencia de ser. Es una cuestión de ejercitamiento.
Uno cuida su cuerpo y debe cuidar su mente. Hay que adies­trarse en el descanso profundo de la mente. De otro modo, la men­te se deteriora, envejece prematuramente e incluso se resiente el cuerpo, que es el cerebro. Hay que alimentar con cuidado la men­te, proporcionándole impresiones positivas, estímulos de crecimien­to, pensamientos, actitudes favorables, bellos sentimientos. La mente es un «estómago» muy especial. Hay que evitarle los alimen­tos tóxicos o venenosos. Y hay que aprender a relacionarse pacien­temente con ella. Es un almacén impresionante de memorias, vi­vencias, inclinaciones, expectativas. En cierto modo es un depósito de detritus y hay que sanearlo, drenarlo y purificarlo. Todas las téc­nicas de ejercitamiento mental tienden a embellecer, afinar, cuidar y entrenar la mente para que procure una sabiduría interior y una sabiduría de vida. Paulatinamente uno descubre que «es» además de los pensamientos. No un ego, sino una energía, es decir, que uno no es esa maraña de ideaciones mecánicas. Uno empieza a des­cubrir que es posible generar los propios pensamientos, cultivarlos, propiciarlos, y que si éstos son los adecuados y como en cierto modo uno es lo que piensa, cambiarán las actitudes internas. Así el practicante de una vía espiritual debe enfocar sus pensamientos en actitudes, emociones y anhelos positivos y hermosos.
El odio y el amor pasan por la mente. Es decir, la mente puede ayudar a propiciar y recrear odio o, por el contrario, compasión y amor. A veces la mente es la gran dificultad para que surja el amor; lo frustra, le impide su manifestación espontánea. Una mente de­masiado egocéntrica, narcisistamente preocupada, no está en dispo­nibilidad de engendrar amor. Es una mente tan obsesionada por sus alteraciones, zozobras, miedos e inquietudes, que no se para a amar, a compadecerse. Pero cuando la mente se descontrae, se ex­pande y está abierta, genera compasión con la misma naturalidad que la flor exhala su perfume. Una mente en paz, armonizada, en libertad, que ha recuperado su inocencia, que se ha «recobrado» a sí misma, da lo mejor de sí. Como sea la mente, así actuará. Si la mente es un basurero, pondrá basura por todas partes, creará con­flictos y se regocijará en su agresividad. Si la mente está tensa, transmitirá tensiones. Si la mente es ávida, evidenciará en todo mo­mento su codicia, su desmedida ambición. Pero cuando la mente está en calma, procura serenidad; cuando la mente está en orden, crea orden y armonía. Con razón los yoguis indios invitan a la revo­lución mental y te dicen que comiences por arreglar tu mente y después ya arreglarás lo que te rodea. Cuando la mente cesa en su agitación, comienza a obsequiarnos con su gran tesoro. Si conside­ramos que percibimos, vemos, sentimos y nos relacionamos por me­dio de la mente, comprenderemos cuan importante es la mente y cuan esencial cuidarla, ordenarla y esclarecerla. Como sea nuestra mente, así vivenciaremos la vida, a los demás y a nosotros mismos. Dentro de la mente hay una especie de diablo que enreda sin cesar. Hay una historia india significativa y simpática:
El tren cruzaba la planicie de la India por la noche; la luz se había apagado en uno de los departamentos y todos los viajeros se dispo­nían a conciliar el sueño. De repente se escuchó una voz:
— ¡Ay, qué sed tengo, ay, qué sed tengo!
El lamento se repetía cada par de minutos, impidiendo al resto de los viajeros conciliar el sueño. Por fin, uno de ellos encendió la luz, cogió un vaso que tenía en la maleta, fue al lavabo, lo llenó de agua y se la trajo al viajero sediento. Después, de nuevo se apagó la luz. Sólo se escuchaba el traqueteo del tren. Los viajeros se dispo­nían a conciliar el sueño. De súbito de nuevo la misma voz de an­tes, lamentándose:
— ¡Ay qué sed tenía, pero qué sed tenía!
Pero en la mente también hay una brisa de paz, armonía y plenitud. En la mente está el sadguru, el gran maestro. La mente debe recobrar su naturaleza de calma y plenitud. Tiene que sanarse. El término meditación en su raíz latina quiere decir «sanar, curar».
Se pueden decir muchas cosas sobre la mente, pero lo impor­tante es actuar sobre la mente. El ejercitamiento es lo esencial, acompañado de genuina moralidad y tendente hacia la captación de la sabiduría. Hay que despojarse del lado siniestro de la mente (que es también la mente de toda la humanidad) y cultivar su lado luminoso. Hay muchas técnicas de autorrealización, numerosos sis­temas sotetiológicos, pero sólo hay una senda. Es la senda del desa­rrollo y cultivo de la mente, que pasa por la virtud y la apertura del corazón, y que conduce a un conocimiento supramundano. Como siempre he dicho, el mejor consejo que nunca pudieron dar­me en la India es: «medita». Es difícil, porque hay que deshabitar a la mente de su precipitación mecánica y sin sentido, pero es la puerta de acceso haría lo pleno.

6

SALUD MENTAL Y AMOR CONSCIENTE


Somos herederos de nuestra mente pasada y dentro de un año o de diez heredaremos la mente que vayamos haciendo, cultivando y reeducando desde ahora. Buda declaraba: «Aplicaos a la medita­ción; no tengáis luego que arrepentiros». Somos en buena parte ar­tífices de nuestra mente. Podemos abandonarla a su suerte y ella se irá habituando más y más, anquilosando y envejeciendo prema­turamente. Pero podemos trabajar sobre ella, liberarla de negatividades y trabas, poner las condiciones para que se renueve, esté fres­ca y perceptiva, joven y creativa.
Hay que orientar la mente, ordenarla y enfocarla con cordura. Los enfoques le hacen mucho daño y nos perjudican mucho. La mente tiene que aprender a confrontar las cosas como son y proce­der en consecuencia. Y tiene que aprender —esto es muy impor­tante para su evolución y bienestar— a manejarse con sus propios pensamientos, por un lado, y con el placer y el sufrimiento por otro. Todos buscamos y perseguimos la felicidad y todos detestamos el sufrimiento. Así es para todos los seres semientes, pero lo que en los animales es más biológico e instintivo, en el ser humano se ve reforzado, para bien y para mal, por su pensamiento sofisticado. Así el ser humano se las arregla para gozar más, pero también sufre mucho más. El pensamiento descontrolado es fuente de sufrimien­to y el ladrón de toda felicidad. Además, hay que saber dónde bus­car y hallar la felicidad. No puede estar en el exterior solamente. La parábola bíblica del hijo pródigo es muy significativa. El hijo descubre que la felicidad no está fuera del hogar (interior) y tiene que volver a casa (a su interioridad) y reconciliarse con el padre (la naturaleza real). En el exterior hay diversiones, placer y otras grati­ficaciones, pero la armonía y la quietud, la fuente de la felicidad es interior. El proceso externo, si no va seguido por el progreso in­terior, no proporciona la felicidad. Por desgracia, interiormente he­mos variado muy poco del cavernícola. Hemos logrado la superindustrialización, la hipertécnica y un notable confort externo, pero ¿dónde seguimos situados interiormente?
Hay que afrontar que la vida nos proporciona placer y dolor. Podría ser de otra forma, sí, tal vez, pero no lo es. El ego infantil se niega a la realidad y alimenta sus autoengaños y resistencias con tal de no confrontarla y bregar con ella. Pero de esa manera se enquista en su propia ilusión y ofuscación, frustrando toda evolución. Lo cierto es que la existencia conlleva alteraciones agradables para nuestro sistema nervioso, que nos placen, y alteraciones desagrada­bles, que nos displacen. Por nuestros códigos y tendencias y por los imperios de la biología ciega, lo que sentimos, creemos o pensamos que nos gratifica, nos causa disfrute, y lo que nos desagrada, nos provoca sufrimiento. Pero lo mismo que nos gratifica nos podría desagradar, si los códigos fueran diferentes; de hecho, a menudo lo que ahora nos entusiasma luego nos puede parecer grotesco, y lo que amamos, más tarde podemos detestarlo. Las ambivalencias amor odio son comunes y nuestras variaciones emocionales tam­bién. Hay una fijación neurótica, eso sí, en nuestro estrecho punto de vista, en los conceptos y las ideologías. Los conceptos son algo muerto, y con lamentable frecuencia un puñado de conceptos divi­den y separan a los seres humanos.
Si el placer y el dolor caminan codo con codo, habrá que apren­der a manejarse con uno y otro, para que la ausencia de placer no provoque automáticamente dolor y para no añadir más sufrimiento
al sufrimiento. ¿De qué depende? De nuestra actitud, de cómo flu­yamos con uno y otro, de nuestra reactividad. Si como dicen los yo­guis pudiéramos situarnos en el centro del dolor y del placer y ser nosotros mismos :i pesar de uno u otro, no habría problema, pero es difícil ganar esa energía precisa y clara de ecuanimidad, a menu­do estamos naufragando tanto con el dolor como con el placer. Nos manejamos mal cuando se presenta el placer; peor cuando se pre­senta el dolor. Investiguémoslo.
Los sentidos (y la mente es el sexto sentido) en contacto con los objetos generan deseo y subsiguiente apego. Cuando el placer viene no nos basta con disfrutarlo aquí y ahora, con lucidez y cierta ecua­nimidad. Queremos repetirlo, intensificarlo, nos aferramos a él, an­helamos reasegurarlo e inmortalizarlo. Surge la desatada avidez, la demanda neurótica de seguridad (cuando ni siquiera es seguro que hoy podamos volver a casa). El pensamiento —el gran coleccionista compulsivo, el desenfrenado codicioso— entra en acción y genera más y más aferramiento. Pero si consideramos que todo es transito­rio y efímero, cambiante y variable, ¿adonde conduce ese aferra­miento? Cuando el placer cesa o se pierde, conduce al dolor. Cuan­do uno lo siente amenazado, también sobreviene el dolor. Si uno se satura, se hastía o cae en la rutina; si no logra saturarse, el ego se siente insatisfecho, frustrado y vapuleado. Ni siquiera el disfrute es disfrute. Nos engancha, nos encadena, nos hace sus adictos, nos vive y toma en lugar de vivirlo y tomarlo. Es un placer mecánico que provoca dolor antes o después. Por falta de correcto entendi­miento, queremos que lo transitorio sea permanente, que en el en­cuentro no esté ya la simiente de la separación y que lo compuesto no se descomponga. Es la actitud del niño que acarreamos con no­sotros; es el enfoque paranoico de la vida. Pero se puede disfrutar desde la lucidez y la ecuanimidad, aquí y ahora, sin dejar que el compulsivo pensamiento anhele proyectar ese placer en el futuro, ni demande excesiva seguridad, ni se aferré neuróticamente a él. Viene el goce y gozo. Deviene la sensación agradable y la disfruto, sin avidez, ni codicia, ni insania mental. Todo es mucho más escue­to y sencillo de lo que quiere el pensamiento codificado con programas de más acumulación, repetición, seguridad. Es por culpa del pensamiento que al comer el cebo nos tragamos irremisiblemente el anzuelo. Ese pensamiento ávido ha sembrado la tierra de dispu­tas, guerras, masacres y dolor sin fin. Hay algo de monstruoso en ese pensamiento egomaníaco, insatisfecho, incapaz de llenar su propio vacío voraz y sin fondo.
Pero, como decía, nos manejamos aún peor con el sufrimiento. ¡Cuánto sufrimos por no querer sufrir! ¡Cuánto parcheamos, amor­tiguamos, enmascaramos, hacemos componendas, nos resistimos con autoengaños y escapismos! Así el sufrimiento es siempre inútil y destructivo. El sufrimiento mecánico mina y deforma. Por nuestra equivocada actitud, nos damos dos golpes por no querer darnos uno, añadimos sufrimiento al sufrimiento. Queremos descartar el sufrimiento inevitable y generamos más tensión. Aun al peque­ño sufrimiento nuestra mente le añade más sufrimiento, pues nos resistimos y nos resentimos, se desencadenan las negatividades mentales, nos lamentamos, nos llenamos de aversión, odio, ira y desesperación. Como dice el Buda, al primer dardo añadimos un segundo innecesario. Sufrimos así dos veces en lugar de una, del mismo modo que el que tiene una obsesión y se obsesiona por no tenerla, suma dos, o el que teme a sus temores y los prolonga ad infinitum. Así es la mente empañada y enemiga. No fluye, no se abre, y en su rigidez se quiebra como una rama seca. Pero es posi­ble conquistar una actitud sabia de ecuanimidad, saber fluir, ser uno mismo ante el dolor y el placer, el triunfo y la derrota, el en­cuentro y la pérdida. Y aunque desde nuestro nivel de conciencia no podamos ni concebirlo, existe una energía especial en el sufri­miento lúcido y dispone de su inspiración y mensaje, pudiendo además ser instrumentalizado para desarrollar ecuanimidad, pa­ciencia, tolerancia, conciencia alerta y limar la autoimportancia y la infatuación. El sufrimiento puede convertirse en un aliado.
Nuestra mente es un hervidero de tensiones; tiene sus códigos, sus herencias, sus manías, sus paranoicas fantasías. Pero la mente es todo. En esa sima sin tiempo, arrastramos las autodefensas prehumanas y se han ido instalando firmemente muchas trabas, que luego el pensamiento humano no sólo no refrena, sino que poten­cia. Pero la misma mente tiene la capacidad de darse cuenta de su desorden e insania y poner remedio. Si conserva un gramo de cor­dura, puede modificarse y mejorarse. De otro modo, seguirá siem­pre alimentando sus celos, odios, iras, resentimientos, complejos de inferioridad superioridad, egocentrismo y oscuridad. Esa negatividad de la mente castiga el cerebro y daña el cuerpo. Hay que en­frentar todas esas emociones negativas y reorientarlas, no reprimir­las. Deben someterse a atenta observación, sondearlas y darles la vuelta. La ira no es más que ausencia de amor, compasión y paz, como el odio o los celos. Ante todo uno tiene que verse tal cual es, sin arrogarse cualidades que no se tienen. Hay que romper los mecanismos ladinos del autoengaño que tratan de mantener a flote nuestro ego idealizado o imagen narcisista. Hay que entrar en uno mismo con la observación clara y ver las herencias prehumanas, los códigos, el poder ciego de la biología, las primitivas reactividades y cómo el pensamiento descontrolado ha ido potenciando todo ese material. Ocultarse la propia realidad psíquica genera más angustia y dolor. Pensamientos y emociones negativos crean surcos de con­ciencia negativos y dañan el cerebro y alteran innecesariamente las sustancias orgánicas. Por el contrario, las emociones positivas son un bálsamo purificador, un tónico reconstituyente, favorecen el ce­rebro y el cuerpo, mejoran la relación humana, integran. Mediante la observación precisa y ecuánime de nosotros mismos vamos refre­nando las reacciones desproporcionadas y negativas y logramos un modo menos mecánico de pensar, sentir y relacionarnos. Y en la medida en que vamos enfocándonos mejor y utilizando mejor el entendimiento, la relación con los otros se facilita, porque ya no lo hacemos desde nuestras fantasías y expectativas infantiles, no crea­mos resistencias inútiles, no involucramos nuestros conflictos y complejos, no hay tanta autoimportancia que se ofende o se resien­te por nada, no hay sentimientos perturbadores de competencia. Nos adaptamos mejor, somos menos vulnerables, no necesitamos afirmarnos narcisistamente ni alimentar el feo y acartonado egocen­trismo, no anhelamos sentirnos esenciales o superiores; somos más felices y hacemos más feliz la relación. Hay que ir descubriendo antedíganos, autodefensas, autoafirmaciones y reacciones egocéntricas que levantan pesados muros entre nosotros mismos y entre nosotros y los demás. La atención aplicada en cualquier momento y circunstancia nos ayuda a mirarnos y sentirnos con imparcialidad tal cual somos. Así nos vamos comprendiendo y poniendo al descu­bierto nuestros neuróticos modos y artimañas para apuntalar la autoimportancia, que nos hace débiles, arrogantes, fatuos y nos dis­pone para sentirnos heridos u ofendidos a la primera de cambio. Hay que explorar en las propias tendencias egocéntricas para irlas neutralizando. Por la autoimportancia somos tan vulnerables, nece­sitamos competir y demostrar, manejamos el complejo de superiori­dad e inferioridad, somos tímidos, cerrados, contraídos, egomaníacos y temerosos. No hay progreso interior ni real maduración sin la superación de esas rígidas estructuras egocéntricas y de autoafirmación. La observación clara de nosotros mismos nos ayudará a descu­brir nuestras inclinaciones en todos los sentidos.
El control del pensamiento y de las emociones es el resultado de la represión, el miedo y las autodefensas, es feo y seco, es una máscara de hierro. Pero el control resultante de la lucidez mental, de la claridad de los enfoques de la ecuanimidad, es fluido, abier­to, bello. Mediante ese control verdadero y no represivo, logramos limpiar el pensamiento de avidez, aversión, malevolencia, autoengaños y mecanicidad y, además, desplazamos las emociones negati­vas mediante el cultivo de las positivas. La mala voluntad que anida en el pensamiento humano desde hace milenios y milenios ha orga­nizado las grandes tragedias de la humanidad. Mediante la con­ciencia despierta, uno puede mantenerse en su espacio de quietud a pesar del placer y el dolor, el agrado y el desagrado, lo favorable o lo adverso. Se evita así mucha tribulación e innecesaria aflicción. Así va sobreviniendo esa fecunda tranquilidad interna que propor­ciona una alegría natural y no depende de factores externos. Soltan­do lastre, iremos completando nuestra evolución interna. Están los lastres heredados de la especie y los lastres psicológicos. Hay que aprender a soltar. No sólo no ocurre nada, sino que uno se libera
de cadáveres perniciosos. Soltarse, aflojarse, plegarse sabiamente como el libro que ni el huracán puede alterar. No oponerse con tensión, no generar conflicto. Saber utilizar bien los medios hábi­les, adaptarse pero no resignarse, aceptar lo inevitable pero no ab­dicar, ser inocente- pero no lerdo, abandonar la vanidad, la sober­bia, la falta de autoestima, el resentimiento. En la medida que maduramos, la comprensión se esclarece, porque ya no hay tantos impedimentos mentales que la distorsionen. Al gozar de una com­prensión más clara, sabremos mejor hacia dónde ir y cómo hacerlo, sabremos hallar las ocasiones más idóneas, daremos su justo valor a lo más esencial en la vida y nos perderemos menos en bobos ape­gos, mezquindades y necias preocupaciones. Al proporcionarle a cada momento su valor específico, habrá menos impaciencia; al comprendernos y comprender mejor a los otros, habrá más toleran­cia, menos manipulación, menos egotismo. Tenemos que afirmar la inteligencia primordial para seleccionar y poner en marcha los factores de crecimiento interior y neutralizar y evitar los de regre­sión. Habrá que descubrir las conductas negativas aprendidas y cambiarlas. Desde la propia aceptación, con amor por la propia energía de crecimiento pero sin el mal entendido amor propio narcisista, sin triunfalismos espirituales pero con un sentimiento de certidumbre en la Enseñanza, debemos comenzar a mudarnos y me­jorar. Hay que proponérselo y además poner los medios para ello. Hay que sondearse y poner al descubierto los prejuicios, preconcepciones, adoctrinamientos encadenantes, evaluaciones egocéntricas, temores infundados, afanes de competencia y manipulación, instin­tos de agresividad y todos los autoengaños que nos hacen pensar que somos amorosos, sinceros, tolerantes, comprensivos, honestos, compasivos y dadivosos, cuando por lo general somos lo contrario y nos complacemos en ser ventajistas aun en las relaciones más genuinas. Hay que librarse lo antes posible de las perversiones poli­morfas del ego infantil. También hay que vigilar la propia manera de conducirse con los demás, el comportamiento, las intenciones más secretas, la tendencia a criticar y censurar, los embustes y los sutiles juegos impositivos o manipulatorios, los reproches y exigencias, las ambivalencias y contradicciones. Hay que ordenarse interiormente y con los demás, dar la batalla a las tendencias neuróticas. Es un aprendizaje lento, pero fecundo. Hay que superar el incons­ciente vértigo a la libertad interior, el miedo a la autorrealización. Si estamos atentos y perceptivos, descubrimos muchas cosas, pero además el permanecer atentos ya es en sí mismo un modo de superar la neurosis. Nos daremos cuenta de los factores que nos producen ansiedad: afán de superioridad, obsesión por los resultados, mantener el prestigio y la imagen idealizada a cualquier costa, temor a ser des­considerados o desprestigiados o censurados por los otros, anhelo de elogios, y tantos otros que impiden la verdadera salud mental. Sólo habrá salud mental real cuando haya armonía. Sólo cuando haya ar­monía aprenderemos a relacionarnos genuinamente y empezaremos a poner los medios para que los demás sean felices.
Si fracasas en la relación humana, has fracasado en tu vida, di­cen los yoguis. La sabiduría de la mente no tiene valor sin la sabi­duría del corazón y es como una larga hilera de ceros sin una cifra que los preceda. Hay un arte que supera a todos: el arte del amor consciente.
El amor consciente se ejercita conscientemente y está en las antí­podas del amor egocéntrico, narcisista, egoísta y que antepone la propia gratificación. Es un amor que hay que irlo purificando de exigencias y reproches, expectativas infantiles, afán de posesividad, celos, inclinaciones de manipulación, ataduras y suspicacias. Es un amor desde la libertad, que requiere un esfuerzo de atención y sen­sibilidad, que pone los medios para que la otra u otras personas sean felices aun a riesgo de perderlas, que facilita su crecimiento y evolución y proporciona libertad y confianza, siempre renovado, sin esquemas ni rutinas, tomando nota de las necesidades ajenas, pro­curando consideración en lugar de reclamarla, sabiendo soltar cuan­do así es necesario, en apertura y disponibilidad. Pero sólo en la medida en que uno evoluciona conscientemente está en disposición de poder dar un amor así, que termina convirtiéndose en una acti­tud, en una especie de aroma que se exhala. Entonces se relaciona uno con madurez y no desde las fantasías narcisistas, ni empeñado en que nos cubran todas las expectativas, uno aprende a aceptar y aceptarse, uno disfruta de cómo le quieren en lugar de imponer cómo querría que le quisieran. Sólo en la medida en que vamos su­perando carencias y podemos amar desde la independencia interior, es posible el amor consciente y la relación genuina. De otro modo la relación está carente de verdadera comunicación y se convierte en un juego de egos o imágenes, siempre paralelas que no se hallan. El amor consciente tiene el marchamo de la seguridad. Puede variar el tipo de relación, pero el amor permanece. No es un compromiso externo, sino voluntario e intenso; es un amor que puede experi­mentarse hacia cualquier criatura y se va haciendo cada vez más ex­pansivo, fluido, compartido. La indulgencia y la benevolencia lo acompañan. Como dijo un yogui: «Porque soy débil, comprendo tu debilidad». Es un amor de cooperación, disponibilidad, lealtad. Un amor así no viene dado para cubrir huecos de soledad, no crea de­pendencias mórbidas ni alimenta carencias, no permite los celos ni las intransigencias, no sabe de servidumbres ni manipulaciones y menos de sutiles tendencias sadomasoquistas. Es un amor para el crecimiento y la plenitud.
Como me decía no mucho antes de morir el venerable Narada Thera, abad de un monasterio cingalés: de la verdadera inteligencia clara resulta el auténtico amor. Cuando un ser humano se realiza y brota toda su inteligencia primordial, descubre que estamos en el camino para ayudarnos y que la ley suprema es la del amor y la compasión. Pero como habitamos en el egocentrismo, las suspica­cias y sospechas, las autodefensas y la avidez más compulsiva, no tenemos ni la menor idea del verdadero sentimiento del amor.
La auténtica salud mental total se gana. La mente que ahora te­nemos es una mente tocada por la perturbación. No es exagerado decir que es una mente enferma, si entendemos por enfermedad ausencia de equilibrio, armonía y bienestar. Y una mente enferma y confusa crea enfermedad y confusión. La suma de mentes enfer­mas y confusas hacen una sociedad enferma y confusa. Las neuróti­cas mentes de los padres hacen mentes neuróticas en sus hijos. Así la mente sigue siendo una fábrica de dolor.
La mente puede cambiar. La mente puede modificarse. La men­te puede experimentar una mutación irreversible. Como indicaba el Buda: hay sufrimiento o insatisfacción y tiene una causa y se le puede poner fin y hay una vía para ponerle término. El sufrimiento está en la tracción de la vida, pero también en la mente. Podemos eliminar el sufrimiento de la mente, ese que viene dado por los en­foques incorrectos, la avidez y la aversión, la ofuscación, la malevo­lencia y la confusión. Tenemos que tomar conciencia de que esta­mos autoengañados, descubrir nuestros autoengaños y poner las condiciones para superarlos. La mente es como un músculo que puede desarrollarse; el cerebro también. En la mente se puede cambiar la conducta, el comportamiento y la relación. Ésa es la conquista de uno mismo, y no resignarse de por vida a la propia estupidez. Volviendo al Buda, declaraba: «Más importante que conquistar a mil guerreros en mil batallas diferentes es la conquista de uno mismo». El que la emprende, desde la propia aceptación y la mansedumbre, es lo que ha dado en llamarse un guerrero espi­ritual (sobre el que damos en el Apéndice una serie de sugerentes aforismos). Se puede seguir una disciplina adoptada libremente y a la luz del correcto entendimiento y avanzar en la evolución inte­rior. Aunque sólo algunos han alcanzado la cima de la conciencia, todos podemos irnos aproximando a ella, cada uno según sus capa­cidades. El proceso ya es la meta. Pero sin un firme trabajo sobre nosotros mismos el cambio interior se torna un mero concepto, o en el mejor de los casos un propósito que no se traduce en la prácti­ca. El trabajo interior es una larga exploración y una difícil alqui­mia, pero en cuanto comencemos a percibir la fragancia de la liber­tad interior y a sospechar la brillantez hermosa de la mente recobrada, acopiaremos nuevas energías para no dejar nunca de perseverar en esa evolución consciente que se convierte en la más bella inspiración de la vida.

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RELAJACIÓN PROFUNDA Y AUTOINMERSIÓN


Aquietar la mente no es fácil. Todo el que lo intente comprobará en seguida cuan difícil resulta, porque la mente ha entrado en una dinámica de agitación y compulsividad. Es por esta razón que en Oriente han surgido tantas técnicas y métodos de aquietamiento mental, tantos procedimientos para poder ir induciendo a la mente a un estado de remansamiento y quietud. Han florecido métodos que inciden sobre el sistema nervioso para pacificar la mente, y otros sobre la mente de modo directo. Los seres humanos con in­quietudes místicas, buscadores de la mente original, en su empeño por recobrar esa mente silente e iluminadora, han ensayado infini­dad de métodos para conducir la mente a un estado supraconsciente o, cuando menos, capaz de facilitar una percepción diferente a la ordinaria. Se trata así de provocar estados alterados de la concien­cia y, más aún, estados muy superiores de la conciencia. Para ello se han ensayado, entre otros métodos:
— La danza que produce trance y éxtasis.
— Movimientos corporales especiales para inducir la mente a otros estados.
— Rituales y ceremonias para conectar la mente con otras realidades.
— Determinados cánticos y músicas.
— Posiciones corporales estáticas (asanas) acompañadas de una adecuada respiración y concentración.
— Técnicas de control respiratorio.
— Técnicas de relajación profunda y autoinmersión.
— La erótica mística.
— El japa o recitación de fonemas místico esotéricos (mantras).
— La meditación en sus muy variadas formas.
En mi obra Ante la ansiedad he hecho una detallada descrip­ción de las principales posiciones corporales estáticas, las técnicas respiratorias y varios métodos orientales y occidentales de relajación profunda. En esta obra mostraré la relajación profunda como méto­do para recobrar la mente pura, y describiré una técnica de autoin­mersión utilizada por los yoguis desde tiempos inmemoriales para viajar al otro lado de la mente.

La relajación profunda

Se puede llegar a la mente a través del cuerpo. Mediante la deten­ción del organismo y su completa relajación se va disponiendo la quietud de la mente y la supresión de las modificaciones mentales. Además de todos los numerosos efectos fisiológicos, psicológicos y mentales que se desprenden de la relajación y los cuales ya aborda­mos minuciosamente en Ante la ansiedad, la práctica de la relaja­ción es un medio muy eficaz para ir silenciando la mente y estable­ciéndonos en la raíz o fuente del pensamiento, desarrollando así una mente quieta y silente. A mayor relajación neuromuscular, más fácil detener los torbellinos psicomentales y hallar el ángulo de quietud total.
Los yoguis fueron los primeros en utilizar la práctica de la rela­jación consciente. Todos los métodos posteriores, incluidos por su­puesto los occidentales, se inspiran en la relajación yóguica.
Mediante la relajación consciente vamos aflojando lúcida y conscientemente todas las zonas del cuerpo; vamos progresivamente descontrayendo y relajando. Para ello hay que ir afinando la capta­ción de cada área del cuerpo e insistir en relajarla. En la medida en que uno se entrena, se consigue una relajación cada vez más profunda y no sólo a nivel periférico o superficial. La relajación tiende así un puente entre el cuerpo y la mente, sincroniza la uni­dad psicosomática y desarrolla la concentración en grado sumo me­diante la percepción de sensaciones. Se pueden obtener grados muy profundos de relajación, y a través de la relajación corporal se va logrando una total unificación de la conciencia y estados de notable absorción mental. En Occidente se ha utilizado la relajación para evitar las tensiones neuromusculares y con fines más o menos tera­péuticos, pero en la India los yoguis la han venido utilizando como método de interiorización y aquietamiento del órgano psicomental, pudiendo así desalojar la mente de toda idea y mantenerla en un estado de máxima quietud.
Mostramos los preliminares, los requisitos y el método:
·         Elija una habitación tranquila, evitando ser molestado, con una luz tenue.
·         Disponga de una superficie que no resulte ni demasiado blanda ni demasiado dura, pudiendo ser: una alfombra, una moqueta o una manta doblada en cuatro.
·         Cuide de que la temperatura de la habitación sea tibia o arró­pese para no sentir frío.
·         Use prendas cómodas y holgadas.
·         Practique mejor con el estómago vacío.
·         Extiéndase en la superficie seleccionada sobre la espalda.
·         Coloque la cabeza en el punto de mayor comodidad, los bra­zos a ambos lados del cuerpo, las piernas ligeramente separa­das, los párpados cerrados.
·         Practique una respiración pausada y uniforme, por la nariz. Si espontáneamente le es fácil hacer una respiración abdomi­nal, adóptela.
·         Dirija la atención mental a los pies y las piernas; sienta estas zonas y relájelas tanto como pueda. Afloje todos los músculos de los pies y de las piernas.
·         Sitúe la mente en el estómago y en el pecho. Vaya aflojando toda la musculatura del estómago y del pecho, más y más, profundamente, profundamente.
·         Tome lúcida conciencia de la espalda, los brazos y los hom­bros. Relaje todos los músculos de estas zonas; siéntalos flo­jos, sueltos, muy relajados, más y más relajados.
·         Fije la atención en el cuello e insista en aflojarlo más y más, más y más.
·         Ahora vaya revisando atentamente las distintas partes de la cara. Sienta la mandíbula y suéltela; afloje las mejillas, los párpados y los músculos de la frente. Relaje más y más todos los músculos de la cara.
·         Una vez concluido este recorrido de abajo arriba, relajando progresivamente las diferentes zonas del cuerpo, proceda a la inversa. Relaje más y más toda la musculatura de la cara, el cuello, los brazos y la espalda, el pecho y el estómago, las piernas y los pies. Sienta y afloje; sienta y afloje, más y más, profundamente.
·         Si es necesario, siga recorriendo el cuerpo hasta que lo sienta más y más relajado. Se puede invertir por sesión de veinte minutos a una hora. Día a día irá logrando percibir mejor el cuerpo e irlo relajando en total profundidad. Es sólo cuestión de adiestramiento.
·         Tras haber hecho dos o más recorridos sintiendo y aflojando las distintas partes del cuerpo, compruebe qué zona o zonas permanecen todavía en tensión, sitúe en ellas la mente e in­sista en sentir y aflojar, sentir y aflojar más y más. Siga pro­fundizando. Cuando adquiera práctica, no será ya necesario hacer varios recorridos, ni siquiera uno. Podrá relajar simultá­neamente todo el cuerpo en poco tiempo y luego seguir pro­fundizando para alcanzar niveles más hondos.
·         Sienta la respiración y el vientre. Déjese llevar por la respira­ción y aproveche cada exhalación para soltarse más y más, más y más. Al ir soltando el aire, siéntase flojo, suelto, dis­tendido.
Con el cuerpo totalmente relajado, puede proceder con la men­te del siguiente modo para evitar divagaciones mentales que vuel­van a tensarle:
• Concentrando la mente en el abdomen.
• Aplicando el ejercicio de la noche mental.
• Concentrando la mente en la sensación táctil de la respiración en la nariz.
• Dejando la mente en la total sensación de relajación pro­funda.
• Aplicando una de las visualizaciones que se recogen en el apartado de técnicas de visualización.
• Cuando vaya a abandonar la práctica de la relajación, formú­lese tal propósito, respire varias veces en profundidad y co­mience a mover lentamente las diferentes partes del cuerpo, evitando incorporarse abruptamente.
Durante la relajación profunda pueden presentarse diferentes fenómenos, vivencias o síntomas que en absoluto deben alarmarle. Entre otros:
— Sensación de peso, de calor o de frío.
— Hormigueo, cosquilleo.
-- Pérdida de la noción del tiempo o del espacio.
— Pérdida de la noción del propio cuerpo o de una parte del mismo.
— Sensación de precipitación.
— Sensación de desdoblamiento o desplazamiento.

 

Autoinmersión

La autoinmersión es como un viaje a lo más profundo de uno mis­mo. Se puede realizar partiendo de la relajación profunda, en la postura de decúbito supino, o en actitud de meditación, pero para aquel que no tiene mucha práctica es más sencilla la primera for­ma. La interiorización plena o autoinmersión consiste en irse reti­rando por completo de los órganos sensoriales, silenciar todas las ac­tividades psicofísicas y enfocarse hacia lo más profundo en uno mismo. Es como ir bajando o descendiendo más y más hasta lo más abismal en uno mismo, con ese sentimiento de internamiento por un lado y alejamiento del exterior, el propio cuerpo y el espacio mental por otro, dejando atrás todo ello. La conciencia, pues, se enfoca hacia adentro, se retrotrae, y permanece unificada hacia su propia fuente. Cuando esta técnica se domina desprende los si­guientes efectos:
— Tranquiliza extraordinariamente el cuerpo en minutos, evi­tando crispaciones y tensiones y logrando una profundísima y total relajación neuromuscular.
— Sincroniza la unidad psicosomática.
— Suprime las ideaciones en la mente.
— Nos conecta con nuestro ángulo de quietud más íntimo.
Para llevar a cabo la autoinmersión o interiorización total, efec­túe primero la relajación profunda, como se la hemos explicado en el apartado anterior. Después de haber relajado el cuerpo, proceda de la siguiente manera:
— Sitúe un tiempo la mente en cada uno de los pies y afloje más y más, penetrando.
— Coloque la mente en cada una de las piernas un tiempo y sienta en profundidad, penetre, para soltar y soltar.
— Sitúe la mente en el vientre y en el estómago y penetre con la conciencia, aflojando profundamente.
• Coloque la atención en el pecho, profundice tanto como pue­da y relaje en la mayor profundidad posible.
• Deposite la atención en una y otra mano sucesivamente, sien­ta en profundidad, penetre y afloje.
• Proceda de igual modo con uno y otro brazo y con uno y otro hombro.
• Sitúe el foco de la conciencia en la espalda y penetrando afloje.
• Sienta el cuello, profundice y relaje, relaje.
• Vaya colocando la mente en cada zona de la cara, sintiendo en profundidad, penetrando y aflojando.
Hasta aquí ha intensificado al máximo la relajación corporal, que es una base importante para la interiorización, sobre todo cuando no se dispone de la práctica necesaria. Ahora mire hacia adentro, vuelva la conciencia hacia lo interno y cultive un senti­miento como de caída, descenso o precipitación en usted mismo, alejándose más y más del mundo circundante, del cuerpo y de los pensamientos. Siéntase caer y caer, bajar, proyectarse hacia lo más nuclear en usted mismo, hacia lo más hondo, como si se deslizase por un pasadizo o túnel hacia lo más abismal en usted mismo. Este sentimiento de descenso en uno mismo habrá que cultivarlo en se­siones repetidas, para irlo intensificando e ir logrando esta bajada cada vez más pronunciada en uno mismo y el alejamiento de todas las actividades psicofísicas y del mundo exterior. Paulatinamente uno va aprendiendo a interiorizarse más y más y a quedar absorto en lo más profundo de uno mismo. Si se necesita, puede recurrirse a una imagen de caída, como si uno fuera una hoja que fuera ca­yendo en uno mismo o un guijarro que fuera deslizándose por las aguas de un estanque hacia el fondo o una imagen similar de auto-penetración. Ese sentimiento de caída en uno mismo, con la con­ciencia enfocada hacia lo interno, se va propiciando para lograr una desconexión de todo lo exterior y permanecer en la profundidad de uno mismo, estimulando un sentimiento de bienestar, calma im­perturbable y quietud inamovible.
El practicante puede permanecer unos minutos, media hora o más en ese estado de profunda, plácida y reconfortante interiori­zación, la mente silente, recogido, absorto en su propia naturaleza de ser.
Para abandonar la práctica, uno se formula: «Voy a abandonar la interiorización», se hace el propósito y empieza a efectuar respi­raciones profundas, seguidas de lentos movimientos de las diferen­tes zonas del cuerpo, hasta volver a la mente de superficie e incor­porarse sin prisas.
Cuando uno se ha entrenado lo suficiente en la interiorización, ésta es posible en postura de meditación. Se retrotrae la conciencia, se desconecta uno de las actividades sensoriales y va depositándose en lo más profundo de sí mismo, cultivando un estado de calma profunda y total.

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LA MEDITACIÓN


Las primeras técnicas de autorrealización del mundo surgieron en Oriente y, dentro de Oriente, en la India. Tienen una antigüedad de cinco o seis mil años. Cuando los buscadores de lo Inefable se dieron cuenta de que la mente se encuentra en un estado de semi-desarrollo y la conciencia en una condición crepuscular, comenza­ron a explorar, ensayar y concebir métodos de autodesarrollo. Como la mente se halla en un estado de dispersión, se ejercitaron en las técnicas de concentración y unificación de la conciencia; como la mente está empañada, aplicaron métodos de esclarecimien­to mental y desencadenamiento de una visión pura; como el sub­consciente es un obstáculo en el progreso interno, pusieron en práctica técnicas para drenar el subconsciente, purificarlo y reacondicionarlo positivamente. En el transcurso de los siglos fueron ensa­yándose toda clase de métodos para completar la evolución de la mente, recobrar su naturaleza pura y lograr que el órgano psico-mental sea fábrica de bienestar y no de dolor. Estos métodos de autodesarrollo se han perpetuado durante milenios y se han ido transmitiendo, desde la noche de los tiempos, de maestro a discí­pulo. Muchos de ellos han sido incorporados a los sistemas religio­sos o metafísicos. Han demostrado su validez y fiabilidad y todos
ellos han sido experimentados y verificados directa y personalmen­te. Este carácter pragmático y experiencial los hace tan válidos y aplicables hoy en día como hace seis mil años. A este cuerpo o con­junto de numerosas técnicas de autodesarrollo se le da el nombre genérico de «meditación», que quizá no sea un término ni mucho menos afortunado, pues induce a error cuando se le da una conno­tación de reflexión o análisis, pero que es de uso general desde hace décadas. Con este término se incluyen todas las técnicas de concen­tración, unificación de la conciencia, absorción, perceptividad, mantras y visualización.
La meditación representa un ejercitamiento de la mente para superar sus habituales estructuras, una «gimnasia» mental muy es­pecial para reestructurar la psiquis a un nivel mucho más alto, un adiestramiento preciso y elaborado para:
— Aprender a manejarse con la propia mente y los pensa­mientos.
— Ordenar la mente.
— Resolver los conflictos del subconsciente y agotar la energía de los impulsos negativos.
— Neutralizar o descodificar los códigos nocivos.
— Superar los hábitos coagulados de la mente y lo filtros socioculturales.
— Aprender a suprimir o atenuar las modificaciones mentales y tranquilizar la mente, proporcionándole salud real y bienestar.
— Desarrollar la capacidad de percibir y esclarecer la visión.
— Proporcionar sabiduría existencial y liberadora.
La meditación es el banco de pruebas para mejorarse interior­mente, la práctica para realizar el crecimiento interior. Se trabaja sobre la mente y, en la medida en que ésta se purifica, también se mejora la emoción y la relación. La mente se vuelve el laborato­rio sobre el que se experimenta, explora y se ponen los medios y condiciones para integrarse. Con la meditación se van creando espe­ciales estados de conciencia que reportan conocimientos internos
para completar la evolución mental y psíquica. La meditación libera la mente de negatividades, trabas, impedimentos y enfoques inco­rrectos; potencia y esclarece las potencias mentales; cultiva la aten­ción y perfecciona el discernimiento. Se aprende a meditar, medi­tando. Hay que observar estrictamente unos requisitos. Cuanto más rigurosamente se observen, más provechoso será el adiestramiento psicomental. La meditación debe trabajar siempre en base a:
— La atención pura.
— La ecuanimidad.
La atención pura consiste en darse cuenta, en lo posible sin ideaciones, sin juzgar ni analizar, sin interpretaciones ni conceptos. Cada vez que la mente se aleje del objeto de meditación, en cuanto el practicante se dé cuenta de ello, debe retrotraer la mente al so­porte meditacional. Hay que estar muy atento para así darse cuenta de las inatenciones. En tal caso hasta las divagaciones se tornan ins­trumento meditacional y toda meditación es buena.
La ecuanimidad, durante la práctica meditacional, consiste en evitar las reacciones, mantener la firmeza de mente y la igualdad de ánimo, no desfallecer y permanecer calmo y sereno. Hay que aplicar la ecuanimidad incluso a la falta de ecuanimidad.
Selecciones una estancia tranquila y no excesivamente ilumina­da para llevar a cabo la práctica meditacional. En lo posible, que no sea uno perturbado durante la práctica. Sírvase de un cojín del grosor que le sea más confortable, y no dude en utilizar más de un cojín si es necesario. Siéntese sobre el cojín con las piernas cruzadas, la columna vertebral erguida y evitando que la cabeza se desplace hacia adelante, atrás o los lados, en línea recta con la espina dorsal. Si tiene dificultades con las articulaciones de las piernas, siéntese sobre una silla o taburete, pero manteniendo la columna vertebral y la cabeza erguidas. LA MEDITACIÓN COMIENZA CON EL CUERPO. Estabilice la postura; aflójese tanto como pueda, pero sin perder la posición correcta de columna vertebral y cabeza. Regule la respira­ción por la nariz. Seleccione la técnica de meditación y proceda con ella durante el tiempo prefijado: treinta minutos o más; mínimo: veinte minutos. Puede hacer una o dos sesiones diarias, según el tiempo o condiciones de que disponga. Es especialmente importan­te cultivar:
— La motivación, porque cuanto mayor sea la motivación de estar mejor, libertad interior y óptima relación con los de­más, será más fácil asumir la práctica meditacional.
— La asiduidad, porque la mente se habitúa a meditar y la me­ditación se convierte en algo natural y espontáneo, facilitán­dose el proceso y el entrenamiento.
— El esfuerzo, que debe ser durante la meditación un esfuerzo mantenido, pero no excesivo. Hay que evitar la indolencia o la dejadez y comprender que la meditación exige cierto es­fuerzo personal que se asume libremente.
— La comprensión o entendimiento de por qué se medita y de qué modo opera la meditación, porque así renacerá constan­temente la confianza en el entrenamiento meditacional.
El practicante debe escoger el horario que prefiera para la medi­tación. Muchas personas prefieren meditar por la mañana al levan­tarse, otras al atardecer o por la noche, y otras a mediodía. Quien lo prefiera puede fijarse un horario; lo realmente importante es me­ditar si es posible todos los días, aunque sea veinte minutos o me­dia hora. Cada practicante irá encontrando qué técnicas son las que mejor se avienen con su naturaleza y las pondrá más asiduamente en práctica o las convertirá en sus técnicas meditacionales fijas. De cualquier modo, el autor de esta obra está dispuesto a contestar a todos aquellos lectores que le escriban para pedirle instrucción al respecto.
Durante la meditación pueden presentarse diversos obstáculos, entre otros:
— Estados de ánimo negativos, como ira, irritabilidad, recuer­dos dolorosos, tristeza y otros. Cuando sobrevengan, se toma conciencia de ellos, pero automáticamente uno focaliza la mente sobre el objeto meditacional y aplica la ecuanimidad. Se sigue con el ejercicio, y los estados negativos quedarán de fondo o pasarán. No ceder a ellos; sirven para probar e in­crementar la energía de la ecuanimidad.
— Ansiedad o agitación, desasosiego. Aplicar la ecuanimidad y seguir con la práctica meditacional. Ya pasarán. Téngase en cuenta que todo lo que se presenta durante la medita­ción es porque está dentro de uno mismo.
— Sopor o sueño. Éste es el enemigo real de la meditación; el único ciertamente, porque los otros se instrumentalizan y cambian de signo. Si se presenta el sopor, es necesario hacer los ejercicios con los ojos abiertos o darse un paseo de unos minutos, o recurrir a la meditación ambulante o dejar la meditación para más tarde si el sueño se hace insuperable.
— Sentimiento de soledad. Aplicar la ecuanimidad y seguir meditando.
— Dolores físicos. Resistirlos hasta cierto grado, aplicando la ecuanimidad y siguiendo la meditación. Están en la mente más que en el cuerpo. Si es necesario, se cambia de posi­ción, pero siempre que sea posible hay que mantener la ma­yor inmovilidad que se pueda.
Los complementos ideales de la meditación o estímulos que la favorecen son los siguientes:
— La alimentación pura, nutritiva y variada.
— La práctica del hatha-yoga.
— El sueño profundo y reparador.
— Las lecturas y compañías motivantes.
Para muchas personas, sobre todo principiantes, resulta más fá­cil meditar en grupo. Pueden reunirse varias personas a meditar con los mismos intereses espirituales. Quizás así sea mucho más fácil al
principio tener más energía, evitar la pereza y la dejadez y asumir un compromiso con los otros que favorezca el propio.
Durante la meditación pueden presentarse, a veces, distintos síntomas o fenómenos como:
— Pérdida de la noción del tiempo.
— Pérdida de la noción del espacio.
— Sensaciones físicas curiosas: hormigueo, deformación de miembros, frió o calor intensos y otras.
— Voces, luces y similares.
El practicante no debe en absoluto perseguir ni rechazar tales fenómenos. Se aplica la ecuanimidad y se sigue con la práctica meditacional. No se presta atención especial a tales síntomas. Toda la atención debe dedicarse al soporte meditacional. Por supuesto, ta­les fenómenos no deben en absoluto despertar temor en el practi­cante, pues pueden presentarse por la abstracción de la mente o la profunda relajación neuromuscular.
Las técnicas meditacionales son numerosísimas. A modo de con­veniencia y claridad, las hemos agrupado del siguiente modo:
— Técnicas de unificación de la conciencia y concentración.
— Técnicas de meditación sobre la respiración.
— Técnicas de observación y receptividad.
— Técnicas de silencio interior y ensimismamiento.
— Técnicas de meditación analítica.
— Técnicas de meditación con mantras.
— Técnicas de visualización.

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EL ALCANCE DE LA MEDITACIÓN


Aunque el propósito firme de transformación y mejoramiento es importante, no basta; aunque el anhelo de cambio interior y acre­centamiento de la conciencia es un primer paso, no es suficiente. Es necesario un ejercitamiento, un método, lo que los maestros in­dios llaman un sadhana o entrenamiento interior. Es necesario po­ner unas condiciones para la mutación de la mente, generar unas actitudes que hagan posible el cambio interior, adiestrar un com­portamiento mental diferente y que posibilite una perceptividad distinta. Ese ejercitamiento es la meditación, que apunta de modo directo al órgano psicomental y que comporta una especialísima gimnasia para ir desarrollando y subyugando las potencias de la mente, esclareciendo su contenido, purificando su discernimiento y haciendo posible una visión liberadora.
La meditación tiene una antigüedad de seis mil años y es básica­mente una técnica de interiorización para abrir la mente a otras rea­lidades y recuperar la armonía interior. El alcance de la meditación es extraordinario. No sólo afecta positiva y saludablemente a la mente, sino también a las energías, al cuerpo y al comportamiento. Ha sido utilizada por todos los sistemas de autorrealización como la práctica más fiable y segura, capaz de producir profundas modificaciones en la psiquis. Está a! alcance de cualquier persona y, des­de luego, es el método de preferencia para recobrar la mente sana. La meditación ejercitada seria y asiduamente hace posible:
— La modificación de la actitud mental.
— La supresión de las modificaciones mentales y el acercamien­to al ángulo de quietud.
— La captación de otras realidades.
— El cultivo armónico y gradual de la atención.
— La purificación del contenido mental.
— El alertamiento de la perceptividad.
— El establecimiento en la firme ecuanimidad.
— La sincronización del cuerpo y de la mente y el equilibrio psicosomático.
— El debilitamiento del ego.
— El desencadenamiento de la visión pura.
— El acoplamiento con la realidad momentánea.
— El libre flujo de energías.
— La relajación profunda del cuerpo, su bienestar y armonía.
Investigaremos a continuación sobre estos diversos logros que hace posible la perseverante práctica meditacional.
La modificación de la actitud mental
La meditación nos enfrenta y confronta con nosotros mismos. Na­die puede meditar por otro. Aunque meditemos en grupo, es nues­tra meditación y estamos con nuestro cuerpo y nuestra mente. Te­nemos que aprender a manejarnos con los pensamientos neuróticos, las emociones y estados de ánimo que se manifiestan, nuestras dis­tracciones y los obstáculos diversos que se van presentando a lo lar­go de la sesión de meditación. Es un trabajo muy personal. Se aprende a meditar, meditando. Muktananda decía: «La meditación te enseña a meditar». Es como una carga de dinamita en profundidad. Impone unas actitudes que van modificando las actitudes mentales habituales. Se trabaja a la luz de la conciencia, de la ecuanimidad, de la captación del momento. La habitual actitud de la mente se caracteriza por la compulsividad, el rebote entre la avidez y la el descontrol de las ideas, el caos y la superficialidad. Todo ello debe ir modificándose mediante una seria práctica meditacional, donde deben estar presentes:
— La perseverancia.
— La atención pura.
— La ecuanimidad.
— La perceptividad plena.
— El esfuerzo.
No se cede a las tensiones, caprichos, divagaciones y acrobacias de la mente. Se va persuadiendo a la mente para que sea más aten­ta, más ecuánime, más dócil, mejor aliada, más perceptiva, más pura, más armónica y equilibrada. La meditación es una vía de transformación interior. Debe modificarse toda actitud mental me­cánica y perjudicial.
El cambio de actitud mental durante la práctica meditacional dejará sus frutos para la vida cotidiana. Esa modificación es como una fragancia que luego permanecerá en la vida diaria, donde nos será más fácil mantener una mente perceptiva, menos reactiva y más ecuánime, estable y sana.

 

La supresión de las modificaciones mentales y el acercamiento al ángulo de quietud

En la medida en que nos identificamos mecánicamente con nues­tras modificaciones mentales, estamos sometiéndonos a esclavitud y distanciándonos de la quietud mental y de nuestra propia naturale­za. Existen numerosas técnicas de meditación para suprimir o al menos atenuar las modificaciones de la mente y poder recuperar el propio ángulo de quietud. Así se van perdiendo las condiciones para remansarse, aquietarse, entrar en lo más profundo y disfrutar de una calma profunda que beneficia la mente, las energías y el cuerpo.

 

La captación de otras realidades

Víctima de toda su masa impresionante de acumulaciones y condi­cionamientos, la mente ordinaria se estrella contra la superficie de los hechos y se pierde en las apariencias. Al estar insatisfecha, ofus­cada y sometida al pensamiento mecánico, lo ideacional toma el lu­gar de lo real, la interpretación falsea lo existencial, el discerni­miento opera distorsionadamente y la mente no está capacitada para captar realidades supramentales. Pero la meditación afirma de tal modo las potencias de la mente que es posible hallar el ojo de buey a otras realidades supralógicas y reveladoras. Se producen así «golpes de luz» o supraconscientes vislumbres que le dan un sig­nificado más pleno a la vida y favorecen la plenitud interior.

 

El cultivo armónico y gradual de la atención

No hay meditación sin atención. La meditación exige darse cuenta, atender, estar alerta. Al principio la atención se fatiga, se pierde, escapa. Mediante el entrenamiento meditacional la atención se va robusteciendo, intensificando, poniéndose bajo el control de la vo­luntad. La meditación:
— Purifica la atención.
— La desarrolla, intensifica y hace más penetrante.
— La pone bajo control.
El desarrollo de la atención mental total pura y consciente es de gran beneficio tanto para la vida interior como para la exterior. Favorece la integración, permite el desenvolvimiento de un entendi­miento más lúcido, desencadena la clara comprensión transforma­dora.

 

La purificación del contenido mental

Mediante la asidua práctica meditacional y manteniendo la actitud adecuada, se quiebra el circuito cerrado y repetitivo de reactivida­des perjudiciales; se agota la energía nociva de los impulsos; se re­frenan los hábitos negativos y se modifican las inclinaciones poco provechosas. La atención y la ecuanimidad se encargan de ir libe­rando la mente de trabas, impedimentos, nudos, obstáculos, pun­tos de vista erróneos, enfoques equivocados y venenos de todo tipo. Esta higienización mental, que alcanza a las profundidades sub­conscientes, propicia:
— La paz interior.
— La visión correcta.
— El equilibrio psíquico.
— El comportamiento armónico.
— La relación genuina.
— El incremento de la compasión.
— La prevención de trastornos psicosomáticos.
— La comprensión clara y la energía de precisión y cordura de la ecuanimidad.

 

El alertamiento de la perceptividad

La percepción es una facultad poderosísima y vital. Porque estamos en el charloteo de la mente, las memorias, las expectativas de futu­ro, las preocupaciones y obsesiones, nuestra capacidad de percep­ción está muy mermada. Los sentidos permanecen embotados; la captación sucede a posteriori muchas veces y no es plena, desnuda, total. Pero mediante el entrenamiento meditacional se va desarro­llando en grado sumo la perceptividad, resultando más penetrativa, justa, precisa. Le proporciona así un nuevo color y brillo a la exis­tencia, le concede su propio paso específico a cada momento, pre­viene contra las resistencias a la realidad momentánea.

 

El establecimiento en la firme ecuanimidad

Los dos factores básicos que deben intervenir en la meditación son: la atención y la ecuanimidad. La atención es el darse cuenta aquí-ahora, y la ecuanimidad es la firmeza y equilibrio de la mente, la igualdad de ánimo, la estabilidad psicomental, la arreactividad que hay que cultivar durante la meditación, evitando aferrarse, resentir­se, mostrar simpatía o antipatía, implicarse o ser parcial. La ecuani­midad durante la meditación representa la base del mirar atento e inafectado. En la medida en que uno se establece en la ecuanimi­dad durante la meditación, luego es posible ser más ecuánime y equilibrado en la vida diaria, no reaccionando desproporcionada­mente, sabiendo mantener el ánimo firme y estable ante todo tipo de situaciones, circunstancias y acontecimientos, sin dejarse involu­crar por los extremos.

 

La sincronización de la mente y el cuerpo y el equilibrio psicosomático

La meditación comienza por el cuerpo y sigue por la mente. Se aquieta e inmoviliza el cuerpo, para remansar las energías y tran­quilizar la mente y la psiquis. Se descontraen los músculos, se de­tienen los movimientos, se sueltan los nervios, se eliminan las ten­siones y crispaciones. Así la mente va también reencontrando su calma, su detención, su punto de quietud. Se produce una benefi­ciosa sincronización de la mente y el cuerpo, de la cual deviene un notable equilibrio psicosomático. La meditación así no sólo previene o ayuda a combatir trastornos psíquicos, sino también enferme­dades de origen psicosomático. Numerosísimas pruebas científicas efectuadas sobre meditadores han evidenciado que en el cuerpo se producen múltiples modificaciones durante la práctica meditacio­nal, que incluso inciden en los lactatos de la sangre, el ritmo car­díaco y las pulsaciones, la frecuencia respiratoria y otras funciones o sustancias. Sólo por sus beneficios psicosomáticos ya deberíamos adoptar la práctica meditacional como una actividad diaria más, aun cuando no se tuvieran miras espirituales.

 

El debilitamiento del ego

Ego y pensamiento son como gemelos: se retroalimentan. El pensa­miento engorda el ego, y el ego hace al pensamiento egocéntrico, egoísta y perverso. El ego impide la expansión, apertura y bienestar de la mente, pero toda práctica meditacional tiende a reducir las corrientes pensantes y a ir debilitando el ego. Paulatinamente el meditador se sitúa en un estado de percepción menos egocéntrico y menos contraído. El ego va perdiendo su gran poderío, va dejan­do de ser el rígido tirano que es. El ego se alimenta de la identifica­ción con el cuerpo, las actividades psicomentales, la imagen, los adoctrinamientos y puntos de vista, los logros. Como el meditador se sitúa en un plano no autorreferencial durante la práctica medita­cional, el ego va perdiendo sus fuentes de alimentación y van ce­diendo sus apuntalamientos. El ego va tornándose más flexible, más funcional y menos dictador. Al romperse el circuito de la ofus­cación, la avidez y la aversión, la infatuación y los autoengaños, el ego pierde su terreno seguro y comienza a ayunar y debilitarse.

 

El desencadenamiento de la visión pura

La visión pura de los fenómenos tal cual son es portadora de libera­ción y sabiduría. Nuestra ignorancia y ofuscación enturbian la visión, empañan la mente y nos impiden la captación existencial. Por eso no maduramos y nos debatimos en nuestras zozobras, preocu­paciones e ilusiones nocivas. Preferimos la ensoñación a la realidad, lo supuesto a lo fáctico, lo ideacional al instante vital. Así estamos anclados y reengolfados en la dinámica del ego infantil, siempre evitando responsabilizarnos, llenos de escapismos y subterfugios, hábiles en pretextos y autoengaños, dispuestos a ofendernos y re­sentimos por todo, codiciosos e impositivos, profundamente egoís­tas. Todos los grandes maestros insisten en la necesidad de seguir una práctica que al purificar la mente y desenraizar y superar todos sus venenos, alertando, además, el elemento vigílico y propiciando ecuanimidad, pueda proporcionar lo que Patanjali llamaba visión pura y que es la visión cabal y penetrativa (vipassana) del Buda. Esa visión supraconsciente y que penetra hasta lo más profundo de los fenómenos y las causas y efectos, reporta la comprensión total y di­recta, que libera e ilumina. La meditación pone las condiciones para ir drenando todo el fango de la mente, todos los residuos ne­gativos, condicionamientos muy enraizados e impulsos destructivos. La mente acumulativa y condicionada superpone tantas «películas mentales» a la visión, que la distorsionan por completo. Así no puede haber visión justa, cabal, penetrativa, ni esclarecedora. Sólo visión perturbadora que añade confusión a la confusión. Eso es la ofuscación, la ceguera mental, la miopía espiritual. La mente toma por reales sus propias creaciones narcisistas y genera una urdimbre sofisticada de autoengaños que a la larga sólo provocan síntomas displacenteros como la ansiedad y la depresión e impiden el creci­miento interno. La meditación higieniza, ordena, esclarece. Saca­mos mucha basura, muchos filtros, muchos condicionamientos, para ir conduciendo la mente a su estado de inocencia, libre de he­ridas y adoctrinamientos, de autodefensas y conductas aprendidas, de viejos patrones y estructuras acartonadas.

 

El acoplamiento con la realidad momentánea

Si no puedes estar en este momento, no podrás estar en ningún otro. Éste es tu instante, tu lugar, tu realidad. Pero la mente gusta de estar divagando por el espacio y el tiempo, saltando de lo ante­rior a lo posterior y burlando la realidad momentánea, recordando, anhelando, pero resistiéndose al instante, que por ser el instante de ahora aquí es ya el supremo instante, sea agradable o desagradable. Esa sutil pero contumaz resistencia de la mente al momento recrea una dinámica de tensión y movilidad continuas y neurotizantes, además de desgastadoras. Una mente que pasa por alto el instante, no se somete a un saludable aprendizaje de maduración, sino que se pierde en sus propios laberintos de suposiciones. En sus conti­nuos enredos, charloteos mecánicos y ensoñaciones, la mente se de­teriora, se introduce en un surco repetitivo de conciencia, se desertiza. Nada hay en ella de original, creativo, vital y fresco, aunque ella guste pensar lo contrario.
Pero no hay meditación en el antes o en el después, en la diva­gación ni la ensoñación. Sólo hay meditación aquí-ahora, en este instante, momento, lugar, de segundo en segundo. Todas las técni­cas de meditación te centran y concentran en el momento, te acon­sejan que evites las divagaciones, van reduciendo las ideaciones me­cánicas y abriendo la mente al instante. Así la mente se ejercita en no resistirse a la realidad momentánea, aprende a no divagar tanto en el tiempo y el espacio, se hace receptiva al instante, se reeduca para vivir más y con un nuevo brillo e intensidad de momento en momento, sin escapar, sin retirarse de los hechos, abordando con intrepidez cada circunstancia, sabiendo proporcionarle su peso es­pecífico a lo actual.

 

El libre flujo de energías

Mente, cuerpo y energías forman parte de la meditación. Se trabaja con la mente, pero la práctica meditacional alcanza al cuerpo y a todos los campos de energía. El ejercitamiento meditacional serio y continuado favorece la circulación de energías, libera energías la­tentes, elimina energías nocivas y superfinas y evita bloqueos, nu­dos y cortocircuitos de energía. Por otro lado, la meditación cuenta con su propia energía de transformación, purificación y liberación, que va proporcionando en la medida en que nos vamos adiestrando en ella. Esta energía restaña las viejas heridas abiertas, desenraiza miedos y venenos, catapulta la comprensión a niveles más altos y panorámicos.

 

La relajación profunda del cuerpo, su bienestar y armonía

Mente y cuerpo se sincronizan con la meditación. Ambos se asocian para llevar a buen término el arte de la detención. En la medida en que aprendemos a meditar, se produce una profunda relajación neuromuscular en el cuerpo, la respiración se regula, el pulso se equilibra, las sustancias físicas se equilibran y hasta el metabolismo se ve favorecido. La meditación previene contra numerosas enfer­medades psicosomáticas, descansa el cuerpo en profundidad, le previene de tensiones y crispaciones y se torna fuente de salud so­mática.

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TÉCNICAS DE MEDITACIÓN


1. Técnicas de unificación de la conciencia y concentración
La conciencia, por lo general, aparece diseminada, dispersa. No sólo está fragmentada, debilitada y contaminada, sino que divaga de un lado para otro. La concentración es la fijación de la mente en un solo soporte con exclusión de todo los demás. Ejercitando la mente en este sentido, se va combatiendo la dispersión y unifican­do la conciencia, con lo que gana en penetración, intensidad y po­der. Del mismo modo que toda fuerza canalizada (calor, agua, luz), adquiere mayor intensidad, lo mismo sucede con la energía mental. Aunque todas las prácticas meditacionales exigen de la concentración y aumentan la capacidad para concentrarse, hay téc­nicas concretas cuya finalidad directa es enseñarle a la mente a con­centrarse, vaciándose de todo para llenarse del soporte de la con­centración; retirándose de todo para enfocarse sobre el objeto de concentración, cualquiera que éste sea. Pero las técnicas de concen­tración no sólo previenen contra la divagación mental y acopian las energías mentales, sino que cultivan la atención, intensifican la ca­pacidad de perceptividad, queman las latencias del subconsciente, reducen las ideaciones, calman el contenido mental y hacen a la mente más poderosa para resistir las influencias nocivas del mundo circundante. Las técnicas de concentración exigen la fijación de la mente en el soporte seleccionado, evitando divagaciones, reflexio­nes o cualquier tipo de análisis. Se trata de representarse mental­mente el objeto de la concentración, pero no de indagar ni reflexio­nar sobre él.
Cualquier soporte es válido para llevar a cabo la concentración de la mente, favoreciéndose así más y más su unidireccionalidad. Los ejercicios, pues, que pueden llevarse a cabo son innumerables. Hacemos referencia a algunos de ellos.
• Concentración sobre una figura geométrica: Elija una figura geométrica (cuadrado, círculo, rectángulo, etcétera) y represéntesela mentalmente. Si no logra visualizar, no importa, con tal que man­tenga la mente fija en ella. No cambie de figura geométrica durante los minutos que conceda al ejercicio. Cada vez que la mente se vaya, agárrela con firmeza y retenga la figura geométrica seleccionada.
• Concentración sobre varias figuras geométricas: Puede selec­cionar varias figuras geométricas y representárselas. Por ejemplo, un triángulo dentro de un círculo o un rombo dentro de un círculo dentro de un triángulo.
• Concentración sobre colores: Elija un color y mantenga la mente fija en él. Puede empezar por su color preferido y así el ejer­cicio le será más fácil.
• Concentración sobre figuras geométricas y colores: Puede ele­gir una figura geométrica y situarla sobre un fondo de color, por ejemplo un círculo sobre un fondo azul o un triángulo sobre un fondo negro. También puede concentrarse en círculos o discos de color: un disco azul, rojo, amarillo, etcétera.
• Concentración sobre el entrecejo: Ésta es una técnica de con­centración muy antigua y útil. Dirija la atención mental al entrece­jo y trate de mantenerla allí con tanta firmeza como pueda. Cada vez que la mente se vaya y la descubra, agárrela y condúzcala de nuevo a la zona indicada. Si aparece (pero no la imagine) una sen­sación en el entrecejo, céntrese en ella más y más. Si no aparece, no importa; continúe con la mente canalizada hacia el entrecejo, evitando, en lo posible, las divagaciones.
• Concentración sobre un punto luminoso a la altura del entre­cejo: Represéntese un punto luminoso a la altura de entrecejo y ponga toda su atención en el mismo, evitando, en lo posible, dis­tracciones.
• Concentración en un punto sobre un fondo blanco: Dibuje un punto negro sobre una cartulina blanca y colóquela ante usted. Mire con fijeza el punto y concéntrese visualmente en él durante un par de minutos o tres. Cierre los ojos y represéntese el punto negro mentalmente, recuperándolo cada vez que la mente se dis­perse.
• Visualización y concentración sobre la llama de una vela: Co­loque una vela encendida a unos treinta o cuarenta centímetros de sus ojos. Parpadeando lo menos posible, pero sin forzarse en exce­so, observe fijamente la llama de la vela, evitando distracciones y quedando absorto en la misma. Proceda así durante tres minutos aproximadamente y luego cierre los ojos y presione levemente los ojos con la parte superior de las palmas de las manos. Al presentar­se la imagen retenida en la retina, obsérvela tan atentamente como pueda y cuando se pierda, trate una y otra vez de recuperarla. Cuando se haya perdido por completo, repita de nuevo el ejercicio: mire unos minutos la llama de la vela y luego cierre los ojos y con­céntrese en la imagen que aparece. Cuando uno se ha entrenado lo suficiente en esta técnica, puede complicarse tratando de colorear a voluntad la imagen que permanece y tratando de acercarla y ale­jarla en el campo visual interno.
• Concentración en un área del cuerpo: Se selecciona una zona del cuerpo y se mantiene la mente fija en ella tan atentamente como sea posible. Cada vez que la mente se escape y uno lo descu­bra, se la atrapa y se la lleva a la zona seleccionada.
• Concentración en una sensación: Se elige una sensación táctil y se concentra la mente sobre ella, tan firme e intensamente como sea posible, retrotrayéndola a la sensación seleccionada siempre que se escape de la misma.
• Concentración sobre un fondo negro: Los ojos cerrados, la luz débil, concéntrese en un fondo negro y vaya oscureciendo el entupo visual interno tanto corno le sea posible. Se trata de ir tiñendo de ­negro el campo visual interno; a este importante ejercicio de reabsorción de los pensamientos se le ha llamado «la noche mental». Si lo requiere, puede servirse de un soporte para llevar a cabo el ejerci­cio: un velo negro, el espacio negro, el firmamento en la noche, una pizarra o encerado.
• Concentración sobre la luminosidad: Concéntrese en un des­tello o nube de luz blanca, pura, refulgente, que absorbe toda su mente.
• Concentración sobre la transparencia: Trate de ir absorbiendo su mente en la imagen o idea de transparencia. Puede servirse de un soporte mental como una barra de hielo, el espacio vacuo, una plancha de cristal o similar.
• Concentración en una flor: Seleccione una flor y represéntese­la mentalmente con tanta fidelidad como le sea posible. Puede co­menzar por cualquiera de los ejercicios de concentración; puede efectuarlos de diez a quince minutos.

2. Técnicas de meditación sobre la respiración
Efectúe siempre respiraciones naturales, espontáneas, y preferible­mente por la nariz. No hay que cambiar intencionadamente el rit­mo respiratorio. Son técnicas meditacionales que se sirven del proceso de la respiración, pero en absoluto ejercicios respiratorios.
a) Meditación sobre la respiración contando
• Enfoque la mente en la respiración. Permanezca muy atento a la inhalación y la exhalación. Al inhalar, cuente mentalmente 1; al exhalar, 2; al inhalar, 3; al exhalar, 4, y así sucesivamente hasta 10. Al llegar a 10 recomience la cuenta por 1. Puede realizar este ejercicio quince o veinte minutos.
• Enfoque la mente en la respiración y tome lúcida conciencia de la inhalación y la exhalación. Cuente solamente las exhalaciones, poniéndoles mentalmente el número correspondiente del 1 al 10. Se toma el aire con toda atención y al exhalar, 1; se toma de nuevo y al exhalar, 2, y así sucesivamente hasta 10. Al llegar a 10 recomience por 1. Efectúe el ejercicio de diez a quince minutos o más.
• Enfoque la mente sobre la respiración. Al inhalar, cuente 1, al igual que al exhalar. Inhale de nuevo y cuente 2, al igual que al exhalar, y así sucesivamente, aplicando el mismo número a la inhalación y a la exhalación hasta 5. Al llegar a 5, recomience la cuenta por 1 hasta 6. Al llegar a 6, recomience por 1 hasta 7. Al llegar a 7, recomience por 1 hasta 8; al llegar a 8, recomience por 1 hasta 9, y al llegar a 9 recomience por 1 hasta 10. Al contar hasta 10 inhalaciones y exhalaciones, se recomienza contando hasta 5 y así sucesivamente.
Puede realizarse este ejercicio de cinco a quince minutos.
b) Meditación de pura perceptividad sobre la respiración
Las técnicas meditacionales sobre la respiración incluidas en este apartado exigen pura y simple perceptividad, evitando en lo posi­ble ideaciones, reflexiones o análisis. Se trata de registrar, evitando conceptos y distracciones. Estas técnicas no sólo concentran la men­te, sino que la purifican, cultivan la atención mental directa, sedan el sistema nervioso y tranquilizan el sistema emocional. Son todas ellas realmente excepcionales para recobrar le mente armónica.
• Inhalando y exhalando con toda naturalidad por la nariz, fije la mente en el proceso respiratorio y tome lúcida conciencia de la inhalación. Al exhalar, asocie que va soltando el aire con irse sol­tando y aflojando física y mentalmente, hasta sentir que se expande y se funde con el espacio total. Aunque la inhalación es importan­te, se acentúa la atención sobre la exhalación y se aprovecha ésta para cultivar una sensación de soltarse, aflojarse y expandirse. Es un fabuloso ejercicio para desbloquearse, evitar crispaciones y obtener una óptima relación física y mental. Tiempo: de diez minutos a media hora.
• Enfoque la mente sobre la respiración. Al inhalar tome lúcida conciencia de que está inhalando, y al exhalar, lúcida conciencia de que está exhalando. Se trata, pues, de registrar muy consciente­mente cuándo se está inhalando y cuándo se está exhalando. Si lo necesita, porque su mente es muy dispersa, puede servirse de la fórmula mental: «Yo inhalo», al hacerlo, y: «Yo exhalo», al hacerlo. Tiempo: De diez a quince minutos.
• Perciba lúcidamente el proceso respiratorio siguiendo su cur­so. Entre mentalmente acompañando la inhalación y salga mental­mente acompañando la exhalación. Acentúe al máximo su atención sobre el instante en el que la inhalación engancha o se funde con la exhalación y la exhalación lo hace con la inhalación. Trate de percibir esa fracción de segundo en la que la inhalación da paso a la exhalación y la exhalación a la inhalación. No analice, no refle­xione, sólo perciba lúcidamente. Efectúe el ejercicio de quince a veinte minutos.
• Acople la mente a la respiración y fije una base o centro de conciencia en lo profundo de usted mismo, justo allí donde llega la inhalación y de donde parte la exhalación. Ese será su puesto de observación. Tome ese lugar como su sede para atestiguar. Observe cómo la inhalación viene hacia usted y cómo la exhalación parte de usted, igual que la persona que está en una playa y contempla cómo la ola viene y parte. Manténgase atento e inafectado; mero testigo de la respiración que viene con la inhalación y parte con la exhalación. Realice el ejercicio quince minutos.
• Enfoque la mente sobre la respiración. Perciba muy atenta­mente la respiración. Trate ahora de sentir el factor que percibe, la energía de la percepción, el elemento perceptor, sin dejar de per­cibir la respiración. Realice el ejercicio diez minutos.
• Tome conciencia del proceso respiratorio. Trate de estar muy atento y percibir el comienzo, el medio y el final de cada inhala­ción, y el comienzo, el medio y el final de cada exhalación. Proceda con mucha perceptividad, ecuánime, detectando el comienzo medio final de cada inhalación y de cada exhalación. Puede efectuar el ejercicio de diez a quince minutos.
• Respire con naturalidad y tome lúcida conciencia de la respi­ración. Permanezca atento a todos los pormenores de la respiración: si es leve o más intensa, corta o larga, cuándo es inhalación y cuán­do exhalación, cualquier modificación que se produzca. Concéntre­se así alrededor de diez minutos.
• Respire con toda naturalidad y fije la mente alrededor de los orificios nasales, en las aletas de la nariz. No deje que la mente se aparte del área indicada. Enfóquese sobre la sensación táctil o leve roce del aire de la respiración, allí donde se produzca, y perciba esa sensación tanto como pueda, evitando reflexiones, o ideaciones. Afine más y más la sensación, absorbiendo toda la mente en ella. Puede efectuar este ejercicio de veinte a treinta minutos, o más.
Puede trabajar meditacionalmente con las técnicas más apropia­das para usted. Cuando uno descubre qué técnicas se avienen mejor con la propia naturaleza, se puede trabajar a fondo con ellas, pues no es necesario manejar todas las técnicas que exponemos para que el lector conozca el gran arsenal de métodos meditacionales con los que se ha contado a lo largo de los siglos para recobrar la mente pura y desencadenar la visión supraconsciente.

3. Técnicas de observación y perceptividad
Existen numerosísimas técnicas basadas en la contemplación ecuáni­me, la observación y la perceptividad, pero nos centraremos sobre:
— La contemplación del cuerpo
— La contemplación de la mente.
— La contemplación de todos los fenómenos psicológicos.
— La meditación ambulante.
Todos estos métodos meditacionales de contemplación u obser­vación exigen una pura y muy alerta percepción desde la ecuanimi­dad más firme, es decir, evitando juicios, interpretaciones y, en lo posible, reacciones. No hay que imaginar o proyectar, sino contem­plar o sentir. Cuanta mayor inmovilidad del cuerpo se logre, tanto mejor, pero si hay que variar de postura, se debe tomar lúcida con­ciencia del movimiento, efectuándolo con lentitud. Se trata de registrar lúcidamente, sin necesidad de nominar y haciendo caso omiso de pensamientos o ideaciones. Es, en suma, un alerta y ecuá­nime darse cuenta.
a) La contemplación del cuerpo
Adopte la postura de meditación, aflójese y manténgase tan inmó­vil como le resulte posible. Tome plena conciencia de la postura del cuerpo y perciba todo su esquema corporal. Sienta el cuerpo, desde la ecuanimidad, por partes y luego en bloque. La mente totalmente enfocada sobre el cuerpo, evitando divagaciones y quedando absor­ta en el propio organismo, sin demostrar ningún sentimiento de simpatía o antipatía por lo que sienta y concienciando siempre cómo se halla situado el cuerpo. Puede proceder con el ejercicio de diez a quince minutos.
b) La contemplación de las sensaciones
En los ocho ejercicios de contemplación de las sensaciones que mos­tramos a continuación debe estar muy alerta, perceptivo y claro, evitando ideaciones o reacciones, dejando las sensaciones en las sen­saciones mismas, es decir, no interpretando ni demostrando simpa­tía o antipatía por las mismas, aplicándose al ejercicio con el mayor rigor, pero desde la calma profunda. No imagine, no proyecte, no piense, sienta con lucidez.
Cada uno de los ejercicios que se muestran a continuación son independientes, aunque se puede concatenar uno con otro si se de­sea, pero no mezclar. Se puede uno aplicar a una de estas técnicas
de veinte minutos en adelante. La inmovilidad favorece la capta­ción de sensaciones. Las sensaciones pueden ser placenteras, displa­centeras o neutras, pero el meditador no debe demostrar gusto o disgusto por ellas, aunque sí percibir de qué tipo son.
• Manténgase en una actitud de máxima receptividad, captan­do, de momento en momento, las sensaciones que van surgiendo en el cuerpo. No las busque directamente, no las persiga; solamen­te permanezca muy atento y ecuánime registrando, con la pura toma de conciencia y sin nominaciones, las sensaciones que vayan surgiendo, tanto las burdas como las sutiles. Usted permanece en el puesto de observador atento y ecuánime, imperturbado, concien­ciando lúcidamente las sensaciones que van brotando. Uno puede centrarse sólo en las sensaciones físicas o, también, contemplar los contenidos mentales y distracciones que se. presentan e incluso, con mucha práctica, las reacciones e intenciones, ampliando así la con­templación a las actividades psicofísicas en su conjunto.
• Se seleccionan algunos puntos del cuerpo que van a servir como soporte para sentir en esas zonas las sensaciones. Un ejercicio muy clásico es tomar como soporte de captación las siguientes seis zonas: las dos orejas, las dos manos y los dos pies, y se van sintiendo suce­sivamente y en rotación de izquierda a derecha. Vaya desplazando el foco de la atención a la oreja izquierda, la mano izquierda, el pie izquierdo, el pie derecho, la mano derecha y la oreja derecha y así sucesivamente. Se va colocando la mente unos segundos en cada zona y se trata de sentirla tanto como sea posible, pero con ecuani­midad, sin reacciones, sin análisis ni denominaciones.
• Recorrido del cuerpo anterior y posterior: Se va desplazando el foco de la atención por la zona anterior del cuerpo, partiendo de la cima de la cabeza: rostro, pecho, zona anterior de los brazos, vientre, zona anterior de las piernas. Se desciende, pues, captando sensaciones, pero no imaginándolas, desde la cima de la cabeza hasta el dedo grueso del pie. A continuación se hace el recorrido desde el talón del pie hasta la cima de la cabeza, ascendiendo por la zona posterior del cuerpo: parte de las piernas, nalgas, espalda,
zona posterior del cuello y occipucio, hasta la cima de la cabeza. A continuación se reemprende el recorrido hacia abajo y luego, de nuevo, por detrás, hacia arriba. Se procede así durante los minutos asignados a la práctica meditacional. Hay que mantener en todo momento la atención y la ecuanimidad, afinando la toma de con­ciencia, pero sin apego ni aversión.
• Recorrido del cuerpo de arriba abajo: Vaya desplazando la mente por todas las zonas del cuerpo, sin que ninguna pase inad­vertida, desde la cima de la cabeza hasta el dedo grueso del pie, con el máximo de atención y ecuanimidad, captando las zonas por las que va pasando. Deslice la atención mental por la cara, la parte posterior de la cabeza, un hombro, un brazo y mano; el otro hom­bro, brazo y mano, el pecho, la espalda, el vientre, las nalgas, una pierna por todos sus lados y el pie, la otra pierna y el pie. Concluido el recorrido, se pasa el foco de conciencia de nuevo a la cima de la cabeza y se reemprende el siguiente recorrido. No hay prisas ni urgencias ni se trata de sumar recorridos. Proceda con atención, calma y ecuanimidad, sintiendo pero no imaginando. Cuando una parte no se siente, se sabe que no se siente y se sigue adelante. Poco a poco irá sintiendo las sensaciones y no reaccionan­do a ellas.
• Recorrido del cuerpo de arriba abajo y de abajo arriba: Se procede como en el anterior ejercicio hasta llegar a la punta del dedo grueso del pie. Cuando se finaliza el recorrido de arriba aba­jo, en lugar de llevar en ese momento el foco de la atención a la cima de la cabeza, se efectúa el recorrido a la inversa: una pierna hasta la ingle, la otra pierna hasta la ingle, vientre, nalgas, pecho, espalda, una mano, un brazo y hombro, la otra mano, el brazo y hombro, el cuello por todos sus lados, la cabeza y cara por todos sus lados hasta la cima de la cabeza, y se reemprende el recorrido.
• Recorrido del cuerpo de dos zonas simultáneamente: Se trata de ir recorriendo el cuerpo, con mucha atención, lucidez y ecuani­midad, tomando para ello dos zonas simultáneamente, y pudiendo realizarse de arriba abajo, o de arriba abajo y de abajo arriba. Se realiza del siguiente modo: Se coloca la atención en la cima de la cabeza y se va desplazando lentamente y sin urgencia al mismo tiempo por:
La parte de delante de la cara y el occipucio.
Los dos lados de la cara.
La zona anterior y posterior del cuello.
Los lados izquierdo y derecho del cuello.
Los dos hombros.
Los dos brazos.
Las dos manos.
El pecho y la espalda.
El vientre y las nalgas.
Las dos piernas.
Los dos pies.
Se procede así, ya sea haciendo el ejercicio sólo de arriba abajo, o de arriba abajo y de abajo arriba, sintiendo tanto como sea posi­ble, pero sin reaccionar. Cuando una zona no se sienta, se sabe que no hay sensación y se sigue adelante.
• Recorrido de la columna vertebral: Partiendo de la cima de la cabeza, vaya desplazando la mente, con mucha atención y ecua­nimidad, por la columna vertebral, paso a paso, sin prisas ni urgen­cias, hasta llegar a la base de la misma. A continuación, vaya su­biendo lentamente por la columna vertebral, sintiéndola paso a paso. Cuando no sienta una zona, se sabe que no se siente y se pro­sigue. Mucha atención y mucha ecuanimidad.
• Recorrido del cuerpo en espiral: Vaya recorriendo el cuerpo con el foco de la atención como si lo fuera vendando, rodeando y sintiendo, desde la cima de la cabeza a los pies. Se va deslizando la mente con lentitud alrededor de toda la cabeza, cuello, tórax y espalda, cada uno de los brazos y manos, el vientre y las nalgas y cada una de las piernas y pies. Se puede hacer el recorrido de arri­ba abajo, o de arriba abajo y de abajo arriba, sintiendo, pero no imaginando ni denominando.
c) La contemplación de la mente
Este es un soberbio ejercicio. Adoptada la postura seleccionada para la meditación, enfóquese sobre su propio espacio mental, pero to­mando cierta distancia de él y manteniéndose firme en el observa­dor. Contemple, con mucha atención, desapego y ecuanimidad, sin aprobar ni desaprobar, ni aceptar ni rechazar, todo aquello que vaya surgiendo y desvaneciéndose en la mente. No intervenga para propiciar los pensamientos ni para suprimirlos. Limítese a ser un testigo implacablemente atento y desapasionado de todo lo que desfila por su mente, ya sean ideaciones, imágenes, recuerdos, pro­yectos, emociones o estados anímicos. No juzgue, no analice; ob­serve. Si la mente se queda en silencio, contemple su silencio; si comienza a funcionar, véala funcionando. No se deje implicar y menos enganchar o arrastrar por los pensamientos; pero si sucede, en cuanto lo descubra, retrotráigase a su puesto de observador.
d)  Contemplación de los fenómenos psicofísicos
Una vez que haya adoptado la postura seleccionada para la medita­ción, debe convertirse en un muy atento y ecuánime espectador de todos los fenómenos que vayan surgiendo y desvaneciéndose en su cuerpo y en su mente: movimientos, sensaciones, pensamientos, es­tados anímicos, emociones. Sea testigo desapegado y muy percepti­vo de todos los procesos psicofísicos que vayan brotando. No de­muestre ninguna simpatía o antipatía, no juzgue, no analice. Permanezca muy alerta y en calma profunda, como inafectado tes­tigo que capta sin reaccionar.
e) La meditación ambulante
Es éste un ejercicio meditacional muy interesante para ir percibien­do las sensaciones con el cuerpo en movimiento. También las sensa­ciones mentales y no sólo las físicas. Esta técnica es de gran utilidad para combinarla con la meditación sentada cuando se llevan a cabo períodos intensos de entrenamiento. Existen diversos métodos de marcha consciente y lúcida, pero haré referencia al que directamen­te he aprendido de mi admirado amigo el monje budista cingalés Piyadassi Thera. Consiste en:
• Tornar conciencia de que uno se va poniendo de pie al hacer­lo. Se juntan los pies.
• Se dejan los brazos sueltos a lo largo del cuerpo y se toma conciencia de la postura.
• Se adelanta lentamente el pie izquierdo, tomando conciencia del movimiento, sin despegar la punta del suelo. Un pie va lenta­mente siguiendo al otro. Cabeza y tronco erguidos.
• Se va tomando lúcida conciencia de las fases que cubren cada pie y que son: levantar (sin hacerlo con la punta), desplazar y con­tacto al apoyar de nuevo la planta del pie. Es decir: levantar desplazar contacto. Hay que experimentar lúcidamente las tres fa­ses: levantar, desplazar, contacto.
• Al llegar al final del recorrido y cuando se hace necesario ya dar la vuelta, se va girando lentamente, con plena conciencia del movimiento. Cuando uno se detiene, se toma conciencia de la de­tención y también, previamente, de la intención de detenerse. Cuando uno va a comenzar a caminar, se toma conciencia de la in­tención de comenzar a caminar y de cómo se comienza a caminar. Si surgen distracciones, puede uno fijar unos instantes la mente en la respiración, tomando conciencia de su sensación táctil.
• Al ir a suspender la marcha, se toma conciencia de tal inten­ción y de la suspensión de la misma. Se toma conciencia de cada movimiento cuando uno regresa a la posición de meditación senta­do; conciencia de cómo uno se agacha y adopta la postura medita­cional.
También se puede tomar conciencia de los procesos mentales que surjan. No se juzga, ni analiza, ni denomina, sólo se siente con plena y ecuánime atención.

4) Técnicas de silencio interior y ensimismamiento
Existen numerosas técnicas para ir suprimiendo las ideaciones de la mente, retrayéndose de los órganos sensoriales y absorbiéndose en la quietud total y el perfecto silencio interior. Algunas de las técni­cas más fiables y antiguas son las que incluimos.

a) La meditación del silencio
Adopte la postura de meditación seleccionada. En primer lugar tome conciencia de su cuerpo y aflójelo tanto como le sea posi­ble. Conviértase en testigo de su propio cuerpo, pero mantenién­dose inafectado y sereno. Después sienta la respiración, contém­plela con profunda calma, observando cómo va y viene. Usted es el testigo impávido y calmo de su cuerpo y de su respiración; el espectador imperturbable y sereno. Siéntase más y más flojo, tranquilo, espectador atento y desapasionado, testigo siempre in­afectado.
Sea también testigo de su mente. En su espacio mental los pen­samientos se despliegan, vienen y van, pero usted los observa desde la calma profunda e imperturbada, sin dejarse implicar, ni arras­trar, ni distraer. Es usted el apacible testigo imperturbado del cuer­po, la respiración y la mente, pero más allá del cuerpo, la respira­ción y la mente. Nada le perturba.
Ahora retrotráigase, enfóquese hacia adentro, desconéctese de la vida cotidiana y no preste atención a la dinámica sensorial. Afló­jese hacia adentro, abandónese a su interioridad. No combata con­tra los pensamientos, sino que vaya retirándoles todo su interés, energía y atención, que debe poner hacia adentro. Sitúese en la fuente de los pensamientos, aflójese e interiorícese más y más, que­dando cada vez más absorto en su propia presencia de ser, interiori­zado, cultivando y recreando un estado de profunda quietud y si­lencio interno. No deje que los pensamientos, con su fuerza centrífuga, le saquen. No se exteriorice. Entre más y más en usted mismo, sintiéndose en lo profundo, deleitando un estado de silencio y quietud, en su propio proceso de ser y existir, más allá del cuerpo y la mente.
Este ejercicio puede efectuarse de veinte minutos en adelante.

b) La observación de los espacios en blanco en la mente
Enfóquese sobre su espacio mental. Tome conciencia de los pensa­mientos que surgen y se desvanecen, pero sobre todo trate de perci­bir los intervalos en blanco, los espacios, por cortos que sean, entre los pensamientos. Quizá sean muy fugaces, pero trate de captarlos y de prolongarlos tanto como le sea posible.

c) La mirada en el infinito
Tratando de parpadear lo menos posible, pero sin esfuerzos excesi­vos, pierda la mirada en el infinito, sin prestarle ninguna atención a los procesos mentales que puedan presentarse e ignorándolos por completo, pero no esforzándose en rechazarlos ni combatirlos. Dé­jese llevar por la mirada en el infinito, la respiración tranquila, la musculatura relajada al máximo. Paulatinamente el espacio mental se irá aquietando y vaciando. Deléitese en el estado y sensación de calma profunda, tranquilidad mental, vaciamiento.

d) Cortar de raíz los pensamientos
Permanezca muy atento, alerta, perceptivo. Enfoque la atención so­bre el espacio mental. No le haga el juego a los pensamientos, no se deje pensar ni llevar por ellos, no se someta a las ideaciones me­cánicas, sino que trate de erradicar el pensamiento en cuanto surja, córtelo en su misma raíz, niéguese a seguirle el curso. No importa que al cortar un pensamiento de raíz surja otro que también deberá cortar. No ceje en el empeño. Persevere. Permanezca en la energía del observador y guillotine cada pensamiento que brote, evitando sobre todo que forme un río de ideaciones.

5) Técnicas de meditación analítica
En este tipo de meditación se utiliza el pensamiento, pero no el pensamiento mecánico, repetitivo, cargado de parcialidad y pertur­bación, sino un pensamiento claro, lúcido, escueto, ordenado y controlado. Es el difícil arte de pensar, en lugar de ser pensado por los mecánicos pensamientos. El practicante debe utilizar el pensa­miento bien dirigido, subyugado, directo, escueto, lúcido, libre de interpretaciones personalistas y autorreferencias. Es difícil para la gran mayoría de los seres humanos en tanto la mente no ha sido ordenada con otros ejercicios meditacionales. Estos ejercicios consis­ten en pensar y discurrir lúcida y conscientemente sobre el tema se­leccionado. Referimos algunos temas de gran interés para el creci­miento interior y la evolución consciente.

a) El gran valor del nacimiento humano y la fortuna de haber sabido de la Enseñanza
Se reflexiona lúcidamente sobre los siguientes puntos:
• El valor del nacimiento humano, ya que así se cuenta con unas potencialidades anímicas y una conciencia para ser desarrolla­das y poder alcanzar la iluminación. Uno tiene en sus propias manos el poner las condiciones para crecer interiormente y des­arrollar factores de iluminación e ir completando el camino de realización.
• La fortuna de que ha habido grandes seres realizados y por tanto dispone de una Enseñanza fiable; y tiene la gran fortuna de encontrarla y poder aplicarla.
• Ya que uno ha tenido nacimiento humano y ha tenido la gran fortuna de hallar la Enseñanza, hay que darle prioridad total a la búsqueda interna y aprovechar para seguir un camino de reali­zación y recobrar la mente de sabiduría e iluminación.

b) La muerte
Se reflexiona sobre los siguientes puntos:
• La muerte es segura y alcanza a todos los seres semientes, porque todo lo constituido y compuesto tiende a desaparecer.
• La muerte es imprevisible y puede suceder en cualquier mo­mento, lugar o circunstancia, a cualquier edad.
• La muerte es siempre hoy, porque el día que se produzca no será mañana sino hoy.
• La muerte es irreparable y definitiva.
• La muerte es siempre un acto en solitario; es la propia muerte y ahí sí que nadie puede compartir o ayudarnos.
• Por tanto, hay que aprovechar la vida que, es corta, y distin­guir entre lo esencial y lo trivial, lo prioritario y lo accesorio, lo im­portante y lo mezquino, evitando apegos bobos y ñoños estados de ánimo, valorando mucho más a los seres humanos y a los seres que­ridos, que podemos perderlos o nos pueden perder en cada mo­mento; propiciando compasión y amor, y no llenando la vida de censuras, enredos, actos despiadados y necedades.

c) Lo necesario y bello del amor, la benevolencia, la compasión, la ecuanimidad y las emociones puras que, cultivadas por todos, cambiarían la faz del mundo

6. La meditación sobre mantras
No hay sonido más sutil que el original sonido cósmico, denomina­do en la India «Sabda» y del que parten todos los sonidos, desde los más sutiles a los más burdos, desde la primera pulsación vibración ultrasutil hasta la palabra. Un mantra es un fonema mís­tico que se utiliza para su recitación mental, semiverbal o verbal, a fin de cultivar la atención mental, unificar la conciencia, desper­tar energías aletargadas y estimular el sentimiento de cosmicidad.
Mediante el mantra, el meditador concentra la mente y se identifi­ca emocional y mentalmente con aquello que el mantra designa. La recitación tiene que ser muy atenta, pues de otro modo la repeti­ción mántrica se hace mecánica y se torna una adormidera. Hay que combinar, pues, la atenta recitación mántrica con el sentimiento de aquello que el mantra designa. Aunque hay innumerables mantras, el meditador suele servirse de mantras que desarrollen su senti­miento oceánico, el acrecentamiento y expansión de su conciencia, el retorno a su fuente o el establecimiento en su propia naturaleza real, aquella que es a la vez personal y transpersonal.
Cuando surgió el universo, emanó el sonido. El universo es vi­bración y no hay vibración que no genere sonido. Toda forma de vida provoca un modo de vibración de lo más sutil a lo más tosco. El sonido primordial es el sustratum de vibración de todo el univer­so. El mantra se utiliza como puente hacia la supraconciencia, hacia una percepción de orden superior, más allá de la mente dual. Con­centrando la mente en el mantra, se estimulan determinadas ener­gías latentes, se liberan nudos energéticos, se unifican las potencias de la mente, se reacondiciona positivamente el subconsciente, se es­timula la emoción positiva y se dispone la mente hacia una apertu­ra en lo inmenso. El mantra es un instrumento liberatorio, un so­porte del cultivo de la atención. Mediante la recitación mántrica lúcida y consciente, la mente se va desprendiendo de los objetos ex­ternos y se retrotrae sobre sí misma, conectando con la realidad más íntima, saturando la conciencia con su significado, combatiendo la dispersión mental y enfocando al meditador sobre su espacio inte­rior. En todas las tradiciones se ha utilizado el mantra, que debe ser recitado correctamente y, sobre todo, acompañado de genuina motivación. No cabe duda de que la eficacia de la recitación mán­trica será tanto mayor cuanto mayor sea la purificación de la mente, la intencionalidad mística, la genuina aspiración, la firme resolu­ción y la constancia en dicha recitación. El mantra también tiene una función de higienización mental y, atentamente recitado, pe­netra hasta las más profundas esferas del órgano psicomental, reo­rientando las energías emocionales hacia lo incondicionado. Así el mantra ayuda a drenar el subconsciente y a que el meditador se desplace de la mente caótica y superficial a la mente silente y pro­funda. Hay que recitar el mantra con actitud yóguica, con sincera motivación. La vibración mántrica va alcanzando el contenido men­tal, la psiquis e incluso todas las células del cuerpo. El mantra dis­pone de una capacidad transformadora, y deja impresiones y latencias positivas en la sustancia mental. Además, la recitación mántrica serena, tranquiliza. El mantra limpia las impurezas de la mente, filtra impresiones positivas al subconsciente, estimula la capacidad concentrativa, favorece la interiorización. El mantra tiene también el poder que uno quiera procurarle, el sentido que uno quiera pro­porcionarle. El mantra hay que revitalizarlo y energetizarlo median­te la asidua recitación. Así el mantra se torna un signo meditacional para reconectar con nuestro ángulo de quietud y estimular nuestro elemento vigílico. Existen numerosas modalidades de mantras, se­gún sus sílabas y aquello que designan, incluso según su propósito. Aunque se pueden utilizar diferentes mantras, el meditador que sea proclive a la recitación mántrica debe poner su énfasis en uno de ellos. En meditación utilizamos mantras que hacen referencia a lo Incondicionado, que designan lo Indefinible. El mantra deja su semilla en la mente profunda, y con la recitación esta semilla va germinando y desparramando su esencia por todo el órgano psico­mental. El mantra se torna vehículo hacia nuestro núcleo ontológico, recordatorio de nuestro espacio transpersonal. El mantra es por igual energía y sentimiento y va consiguiendo para la mente un es­tado especial de captación suprarracional.
Los mantras vibran en determinadas longitudes de ondas que afinan la conciencia y limpian la mente. Estas vibraciones que ema­nan del mantra se propagan por el cuerpo y la psiquis. El mantra es medio de acrecentamiento de la conciencia y recuperación de es­tadios más elevados de la misma. Los mantras utilizados para la meditación deben conectar la mente con el poder nuclear, el uno sin dos, lo incondicionado. La ciencia del mantra es muy vasta. Es el denominado mantra yoga o yoga del sonido. Aquellos que quie­ran profundizar más en el tema pueden consultar mi obra Los yogas esotéricos, que incluye un soberbio trabajo del médico y psicoana­lista Augusto Colmenares.
Haremos referencia a los principales mantras para la medita­ción. La recitación, como hemos indicado, puede ser verbal, semiverbal o mental. La mental es la más poderosa, pero a veces la ver­bal es la más sencilla y la que más atrapa la mente dispersa. El practicante puede optar por uno u otro método o combinarlos.

 

OM

Om es la vibración cósmica, el sonido de la energía universal que todo lo penetra, la sílaba mística con la que se designa al sustratum cósmico, la Totalidad, y que se halla desde lo más sutil a lo más burdo, desde lo más inmenso a lo más infinitesimal, incluso en los elementos subatómicos más minúsculos. Es el mantra de lo Inefa­ble, de lo Incondicionado. Evoca el Cosmos, la energía toda, y para los creyentes el Divino, la Mente Única, el Tao. Se puede recitar de muchas maneras; exponemos algunas de las más destacadas:
• Adoptada la postura meditacional, pase el aire por la nariz. Al inhalar, repita en la mente, alargándolo, OMMMM; al exhalar, repita en la mente, alargándolo, OMMMM. Así se recita, alargán­dolo, una vez el mantra Om por cada inhalación y una por cada exhalación, enfocando la mente allí donde el mantra brota y tratan­do de evocar su carácter de cosmicidad y plenitud, expandiendo la conciencia. Paulatinamente, el mantra se va adhiriendo a la mente y penetrando hasta lo más íntimo. También puede hacerse esta re­citación sin acomodarla a la respiración, repitiendo el mantra cada uno con el ritmo y frecuencia que más convenga, pero siempre con suma atención y evocando aquello que representa.
Se puede efectuar la recitación del mantra Om, propagando su vibración por los distintos centros de energía (base de la espina dor­sal, boca del estómago, corazón, entrecejo y otros) o por todo el cuerpo. También se puede hacer su recitación, visualizando el fone­ma como luz blanca y radiante, y asociándolo con la inhalación y la exhalación.

 

HAM SA

Es el sonido de la respiración, el mantra del proceso de inhalación y de exhalación, el manirá natural y espontáneo que todos los seres que respiran efectúan. Se procede de la siguiente manera: Al inhalar, repita mentalmente, alargándolo, HAM. Al exhalar, repita mentalmente, alargándolo, SA Siga con mucha atención el proceso de inhalación y de exhala­ción, pero enfatice su atención al máximo en tratar de captar el mo­mento en el que HAM (inhalación) se funde con SA (exhalación) y en el instante en que SA (exhalación) se funde con HAM (inhala­ción). Esa fracción de segundo debe ser captada con plena atención. Paulatinamente, la recitación del mantra se hará más sutil, llegan­do un momento en que no es necesario recitar directamente el HAM SA, sino que él se recita y se hace escuchar. Interiorícese tan­to como pueda.

OM NAMAH SHlVAIA

Es el mantra para invocar evocar convocar a la propia naturaleza real, aquella que es como un espacio abierto y transpersonal más allá de toda actitud egocéntrica o autorreferencial. Es el mantra más repetido en la India desde la noche de los tiempos e invoca el poder nuclear o naturaleza de iluminación —el maestro— existente en todo ser humano. Al recitarlo, hay que interiorizarse tanto como sea posible, viajar al fondo de la mente, situarse en la raíz del pen­samiento. Se puede asociar o no a la respiración, según se prefiera. Si se asocia a la respiración, se recita una vez con cada inhalación y una vez con cada exhalación.
Con los mantras expuestos es posible trabajar muy bien en la meditación pues son palabras místicas (cargadas de energía, ya arquetípicas), pero la persona que quiera bucear y explorar en otros mantras puede recurrir, como ya he indicado, a mi obra Los yogas esotéricos, donde también se exponen los denominadas bija mantras o simientes de los mantras, así como mantras a la energía divina y Shakti y otros mantras de poder, tanto hindúes como tibetanos.

7. Técnicas de visualización
Las técnicas de visualización recrean una imagen para, a través de ella, ir logrando un estado emocional positivo y positivamente reacondicionar el subconsciente. Hay técnicas de visualización muy sencillas, pero otras son extraordinariamente complejas y sofistica­das, requiriendo una enorme reeducación mental. En todo ejercitamiento de visualización se trata de ir conformando una imagen para, tomándola como soporte inspirador, recrear un estado de áni­mo constructivo y beneficioso, capaz de calar en las profundidades de la psiquis. De ahí que las técnicas de visualización se sirvan de la imaginación para desencadenar especiales estados anímicos. La imagen es un medio, un instrumento. Incluimos algunas de las téc­nicas de visualización más comunes, un número de ellas asociadas al proceso respiratorio. El practicante puede seleccionar entre algu­nas de estas técnicas, si su naturaleza mental le inclina por la prácti­ca de las mismas. Cada técnica puede realizarse de diez a quince minutos.
• Visualización de la infinitud: Visualice la bóveda celeste, in­mensa, clara. Deje que su mente se diluya en ella como el azúcar en el agua. Ábrase, expándase. Cultive un sentimiento de pleni­tud, inmensidad, infinidad, más allá de toda idea o vivencia autorreferencial. Déjese ir, abandónese, fomente el sentimiento de tota­lidad y cosmización.
• Visualización de la energía: Visualícese inmerso en un océano de luz blanca y refulgente. Visualice que el aire que respira es flui­do luminoso que le satura de vigor y poder. Asimismo visualice que todos los poros de su cuerpo son penetrados por haces de luz blanca y refulgente, llenándole de vitalidad. Siéntase en unidad de in­mensidad con el océano luminoso y sin límites. Usted es uno en la energía cósmica.
• Visualización de la luz verde: Visualice un punto de luz ver­de clara que brota en su corazón; visualice que este punto de luz comienza a desarrollarse y llena de luz verde su pecho, sus miem­bros, su cuerpo en general. Visualice su cuerpo como un cuerpo de luz verde clara. Absorba su mente en la luz verde y cultive un sen­timiento de quietud e imperturbabilidad.
Este ejercicio se puede completar disponiéndolo para el cultivo de la benevolencia y el amor o compasión. Para ello, tras haber efectuado la técnica indicada, proyecte esa luz verde y sus mejores sentimientos de amor y benevolencia a los seres que seleccione, arropándolos con la nube de luz verde y con su sentimiento de in­condicional entrega y compasión.
• Visualización de expansión: Visualice un punto de luz blanca y refulgente que nace en su corazón; visualice lenta y apaciblemen­te que el punto de luz se va conformando en una mancha de luz que abarca todo su cuerpo y que se extiende más allá de él, propa­gándose por toda la habitación, la ciudad, los campos, dunas, de­siertos, océanos. La nube de luz blanca y pura sigue desarrollándose sin límites, sin orillas, en todas las direcciones. Vaya cultivando un sentimiento de expansión y expansión. Visualice un océano de luz blanca, pura, refulgente, en todas las direcciones y sin límites, y siéntase parte de él, más allá de la estructura física y egocéntrica, parte de la totalidad, de la inmensidad sin fin.
• Seleccione una cualidad positiva que quiera desarrollar. Al inhalar, sienta que se satura de tal cualidad positiva y, al exhalar, sienta que expulsa de usted la cualidad opuesta, o sea la negativa. Si, por ejemplo, selecciona la serenidad, al inhalar siéntase saturado de serenidad, y al exhalar visualice que expulsa de usted toda in­tranquilidad.
• Enfoque la mente sobre la respiración. Visualice la inhalación de color rojo y la exhalación de color verde. Asocie la inhalación con el sentimiento de energetización y vigor, y la exhalación con un sentimiento de quietud y relajación.
• Enfoque la mente sobre la respiración. Asocie la inhalación con la vivencia de que la energía del universo penetra en usted y le satura, produciéndose un sentimiento de cosmización y plenitud. Asocie la exhalación con la vivencia de que usted se proyecta sobre el universo y se diluye en él, cultivando un sentimiento de expan­sión y totalidad.
• Enfoque la mente sobre la respiración. Visualice que está in­merso en un océano de luz refulgente y pura. Visualice asimismo que el aire que inhala y exhala es fluido luminoso. Potencie un sen­timiento de totalidad, de cosmización, de conciencia sin fronteras.

APÉNDICES


APÉNDICE 1: LAS ENSEÑANZAS DEL GUERRERO ESPIRITUAL


Las enseñanzas que presento al lector en este apéndice son las que nos han ofrecido a lo largo de la historia de la humanidad aquellos que escalaron la cima de la conciencia y obtuvieron la liberación to­tal. Se han perpetuado desde la noche de los siglos y han sido cus­todiadas en toda época y latitud. La esencia es la misma; varían los conceptos y las interpretaciones. A aquel que se ha esforzado por hallar su naturaleza real y conquistarse se le ha denominado guerre­ro espiritual. Los primeros grandes guerreros espirituales, hace más de cinco mil años, fueron los yoguis que se lanzaron a la búsqueda interna, abocándose a la difícil pero prometedora empresa de la autoconquista y el autoconocimiento. Los buscadores de todo el mundo son los que mantienen viva la corriente de energía despierta y velan por la sabiduría perenne. Estas enseñanzas, que he dispues­to a modo de aforismos, son inspiradoras y cada uno las asume li­bremente a la luz de su entendimiento, sin ningún sentido coerciti­vo. Son un «instrumento», del mismo modo que el código de conducta interior expuesto en un apéndice de mi obra Ante la an­siedad. Un «instrumento» para «recordar» que uno ha decidido se­guir la vía del crecimiento interior, el autoconocimiento y la auto­conquista y que tal exige una actitud interior positiva y un talante firme para no desfallecer en el caminar por la senda de la evolución consciente. Estas instrucciones inspiradoras estimulan el sentimien­to de búsqueda y apuntan hacia la plenitud interior.
• La conquista sobre uno mismo y la consecuencia de la liber­tad interna es el propósito esencial del guerrero espiritual. Le pro­porciona así un especial significado a la existencia, que comienza a contar y tener su propio peso específico de segundo en segundo, de momento en momento.
• Pata alcanzar la "libertad interior y completar la conquista de uno mismo y la evolución consciente, el guerrero espiritual instrumentaliza toda actividad, circunstancia y situación para crecer, elevar la conciencia, desarrollar la comprensión lúcida y disponerse para ser tocado por la Sabiduría. Así da la bienvenida a todo lo que se pre­senta en su camino existencial, por doloroso que resulte. Nada en sí mismo es un obstáculo si se convierte en soporte de realización.
• Cultiva su temple. Es a la vez recio y manso, controlado y fluido. No descuida la actitud de coraje, enfrentando los miedos y temores. Aprecia la destreza y bruñe su carácter de guerrero con la meditación, la verdadera motivación y la apertura a la comen fe de energía despierta. Aprende a navegar en el nivel de lo cotidiano y en el de lo supracotidiano.
• Desconfía del ocio y no se entrega a la indolencia. Está pres­to. Se adiestra. Siempre preparado para la autoconquista. Pero ja­más es rígido ni compulsivo. Jamás es más indulgente consigo mis­mo que con los otros. Él es su propio desafío y su propio reto. La apatía no tiene hueco en su ánimo. No cede a los achaques de la negligencia. Preserva el filo del discernimiento y sabe que la Sabi­duría se gana y no se adquiere gratuitamente. Así no deja que su voluntad se agriete.
• Si algo valora, por encima de todo, el guerrero espiritual es la paz interior. Nada es superior a un destello de autentica paz. Nada es comparable. Pero esa paz es el resultado de una lucha sin tregua contra su propio ego. Se gana con dolor y con tesón. Es el oasis al final del desierto. No es el patrimonio de los débiles, y por eso aun en su propia debilidad encuentra fortaleza. No se permite su debilidad como pretexto, sino que de la debilidad extrae la fuer­za para continuar caminando. Se obtiene ventaja incluso de lo más desventajoso.
• El ánimo siempre vivo. El ánimo renovado. Aunque las heri­das sean profundas y largas como un río, el ánimo inquebrantable. Tal es el ánimo del guerrero. Del fracaso se hace una enseñanza: de la derrota, una victoria; de la pérdida, una lección de ecuanimi­dad. Un ánimo vital, pero sosegado. Un ánimo que previene contra las vacilaciones inútiles y que permite encarar las circunstancias ad­versas de la existencia sin ansiedad. Un ánimo que se mantiene in­cluso ante la muerte y que permite reconciliarse con ella con ele­gancia y lucidez. Ése es el ánimo que permite superar la angustia que atenaza a todo ser humano ante las situaciones especialmente difíciles. El guerrero espiritual procede como si esa angustia no se presentase... aunque se presente.
• La conquista de uno mismo es la más elevada y la más noble. Así lo sabe el guerrero, y así se sirve de todos sus recursos para irla haciendo posible. Invoca a la Energía haciendo uso de todas sus po­tencias. Así que el guerrero se abandona, pero no se abandona. Del mismo modo que espera sin esperar. De igual forma que cree en todo sin creer en nada. Es una paradoja viviente, porque la vida es en sí misma la gran paradoja por la que peregrina. Asume, pero no desfallece. Se emplea a fondo cuando es necesario; se retira a su intimidad abismal cuando las circunstancias lo requieren. A ve­ces es asaltado por la inmensa soledad propia de todo guerrero. Pero ésa es la batalla que mejor sabe librar. Soledad sí, pero no des­valimiento. Hay un sabor de plenitud e infinitud en la desenfrena­da soledad del ser humano. El guerrero se alimenta con ese sabor.
• El guerrero es un explorador de toda posibilidad, de toda ex­periencia, de todo itinerario. Su curiosidad es muy viva, aunque no compulsiva. Todo lo mira, de todo aprende, a todo le saca la inspi­ración. De ahí que nunca haya lugar para el aburrimiento; mucho menos para la timidez o el ánimo timorato. En su explorar consu­me mucha energía, pero debe aprender a renovarla. Sabe acumular energías y hacer uso de todos sus recursos. Cuando se siente débil se conecta con la Fuente Primordial. De ella toma su fuerza, su co­raje sereno, su intrepidez para penetrar en universos vedados para el ser humano común. El es instrumento de esa Fuente Primordial. Es humilde pensando que sólo es una mota en los vastos universos. Pero se tonifica sintiendo que esa mota forma parte de la unidad de la Fuente Primordial. Sabiéndose el instrumento de un poder más alto, no se identifica con la acción ni mucho menos con los re­sultados de la misma. Pero procede con destreza y hace lo mejor que puede en cualquier momento. Hace sin hacer, participa sin participar. No se entrega a desconcertantes aprensiones; no se deja desbordar por la inquietud. No se lamenta, no se autocompadece. No abre los portones de la duda por la duda. Confía en su energía de criatura viviente. Si sus fuerzas están a punto de agotarse, se re­fugia en la cueva del corazón y escucha la voz de la Amada (Energía Cósmica) que le infunde nuevos ánimos. Recupera así el espíritu del guerrero, que es su mayor tesoro, su más espléndida riqueza.
• El guerrero espiritual toma la vida como un maestro. Se acep­ta en principio como es, y desde la aceptación comienza su sendero de autodesarrollo, no al margen de la vida, sino en roce continuo con la vida. Jamás acepta la injusticia, cultiva el sentido de servicio y cooperación, hace la paz interior para compartirla, permanece en conexión con la más íntima realidad de iluminación y al tener que enfrentar situaciones ordinarias de la vida, lo hace desde la simpli­cidad que permite aprender. No gusta del artificio ni de la presun­tuosidad. Refina sus relaciones con los otros y consigo mismo y ape­la a la bondad que reside dentro de sí mismo y de los demás. Habla de corazón a corazón, y sabe que tiene en común con todos los seres sentientes del mundo la Sabiduría que surge de la Fuente Primordial, de lo Incondicionado e Inefable. Es el Conocimien­to que guía al guerrero espiritual y que está en simiente en todos los seres.
• El guerrero espiritual aprecia su cuerpo, lo atiende, lo dispo­ne, lo prepara. Sin apego, sin obsesión. También cuida su mente, la cultiva con esmero. Impone una dignidad a su carácter y examina
su conducta. Mediante la meditación recobra su armonía básica. La postura meditacional es símbolo del talante del guerrero. Desde la tierra en la que se apoya quiere proyectarse hacia la Totalidad. La meditación le permite potenciar su elemento vigílico, poner orden en su mente, abrir su corazón, sincronizar todas sus energías. Todos los guerreros espirituales se sirven de la meditación, pero cada uno a su manera.
• La intrepidez del guerrero espiritual consiste en abrirse, no en parapetarse, ni mucho menos atrincherarse. Asume el riesgo y espe­ra lo que ocurre, sin dejarse dominar por las frustraciones del pasa­do o las expectativas del futuro. Procede con precisión según las cir­cunstancias lo requieren. Es a la vez recio y manso. Vigila su pensamiento y su conducta. Aprecia en grado sumo la relación hu­mana. Sabe que no hay peor enemigo que un ego que se desborda, y que nada debilita tanto como la infatuación y la autoimportancia. Utiliza el discernimiento para abrirse camino aun en la confusión; apela al entendimiento que le proporciona la Enseñanza para arro­jar luz a través de la ofuscación. No ahoga jamás sus pasiones; las reorienta. Aprovecha todo momento para estimular el proceso de autoconocimiento.
• No crea resistencias, está. De nada sirve parchear y perderse en componendas: se enfrenta y asume el riesgo de rodar por el cam­po de batalla. Pero sin resistencias, los sucesos tal como son y sin ser distorsionados por la alucinación del pensamiento desordenado. El guerrero se adiestra viendo las cosas como son, para extraerles toda su sabiduría. No deja que su psicología se superponga a los acontecimientos y los falsee. Por eso no gusta de escapismos, sub­terfugios, autoengaños. No es negando el mundo fenoménico como éste se supera, sino penetrándolo con la atención muy des­pierta y ecuánime.
• No hay peor bruma que el autoengaño. El autoengaño ad­quiere caracteres de mayor gravedad en la senda del guerrero, por­que no hay que imaginar que se está caminando si no se está avan­zando ni una sola pulgada. La honestidad es el antídoto del autoengaño. Un guerrero espiritual puede dejar de ser todo menos honesto. Mejor es apartarse de la Enseñanza que estar en la Ense­ñanza sin comprometerse rigurosamente con ella. El guerrero espi­ritual desarrolla un gran sentido del humor, pero no juega con la Enseñanza.
• El guerrero espiritual se mira a sí mismo sin subterfugios. Es doloroso ponerse al descubierto, examinar las propias mezquinda­des, miedos, actitudes egocéntricas, tendencias neuróticas. Abre su psiquis en canal ante sí mismo. Se desgarra ante la propia visión de su interioridad y ahí halla toda su fuerza para emerger hacia una dimensión de veracidad. Se encara a todos sus fantasmas internos. No alivia ni amortigua sus miedos. Los instrumentaliza. Pone fin a las componendas. No se refugia en su torre de marfil psicológica, sino que emerge rompiendo las corazas que lo aprisionan y ahogan. Mira su mente, sus surcos repetitivos de conciencia, sus infinitos há­bitos autoprotectores, su impresionante urdimbre de autoengaños sutilmente tejidos. Reconoce su enrarecida atmósfera interna de miedos, resquemores, ansiedades, pretensiones falaces y egoísmos. Porque es un guerrero se enfrenta con sus deficiencias, no desfalle­ce, no se conforma. Contempla la necesidad de cambiar y comienza a modificarse. Ésa es su contienda. Conquistar el mundo no es nada al lado de lo que representa la conquista de uno mismo. Re­curre al poder de la mente y al del corazón. Aprende a pensar y dejar de pensar; a amar y ser compasivo. Recurre a su intuición de buscador.
• El guerrero espiritual alterna en sí mismo sensibilidad y cora­je. Con sensibilidad vive todas las situaciones; con coraje supera las circunstancias adversas. Porque es un observador diligente, aprende de cualquier circunstancia. Porque no se permite mantener su men­te embotada, sabe en todo momento cuál es su meta y con qué me­dios cuenta para caminar hacia ella. Porque mantiene muy viva la motivación de libertad interior, supera las fascinaciones de la vida cotidiana, acopia fuerzas y sigue caminando hacia la Realización.
• El guerrero espiritual trata de mantener su mente limpia. Nada de dogmas, ni ideologías ni obsesiones. Todo ello le roba su brillo, su fuerza, su talante. Nada de prejuicios ni adoctrinamientos. Todo ello le roba su frescura, su destreza. Confía en la observa­ción penetrante, más allá de filtros y acumulaciones. Sabe que el mejor consejero es la armonía interior, y la mejor lámpara, la com­prensión lúcida. Se apoya en la disciplina y el esfuerzo no coercitivo ni compulsivo.
• El guerrero pone los medios para ganar una dimensión de conciencia no contaminada por el apego y la aversión. En esa di­mensión de conciencia no hay angustia, y por tanto uno se puede relacionar con la vida y con las otras criaturas desde la cordura que proporciona la serenidad interior. Desde esta dimensión de con­ciencia, que no se pierde en ensoñaciones ni obsesiones, es posible acoplarse a la situación tal cual es y sacarle toda su inspiración y en­señanza. Cuando se procede así, todo es un acto meditacional. Hay un mensaje a cada instante y sobreviene una nueva espontaneidad que nada tiene que ver con el instinto ni la mecanicidad. Hay una refrescante adaptabilidad. Se adentra uno con destreza en el labe­rinto de lo mágico. No hay aferramiento; no hay resentimiento. Las cosas se viven con frescura, sin desgarramiento interior. Se sufre, se goza, desde la ecuanimidad y confiando en la propia energía y cali­dad de ser humano. Se es a pesar de todos los condicionamientos; permanece uno conectado con su naturaleza real, a pesar de todas las circunstancias. Cada situación adquiere relevancia, más allá de la rutina y el aburrimiento.
• El guerrero espiritual valora mucho la inteligencia pura, no los conceptos ni el pensamiento ordinario. La inteligencia pura es el arte de ver con claridad, de comprender con lucidez, de penetrar los fenómenos tal cual son. Esa inteligencia da por resultado el ver­dadero amor, el comportamiento honesto, la óptima relación con nosotros mismos y con los demás. Esa inteligencia permite que aflo­re una disciplina espontánea y natural, una mansedumbre no fingi­da ni artificial, una fluidez contagiosa y saludable. El guerrero espi­ritual se ejercita en cualquier modo de meditación para estimularla. Esa inteligencia pone al descubierto la realidad tal cual es y permite desplazarse hasta lo incondicionado. Desmantela el ego, disuelve el apego, quema los falsos ropajes y disfraces. Con esa inteligencia la mente no cree sus propias proyecciones, no hay posibilidad de infa­tuación, se deja de confiar para siempre en la agresividad o el afán de poder. Una inteligencia tal purifica; hace la actitud amorosa, pone armonía y orden dentro de uno mismo.
• Cuando el guerrero se siente o sabe solo, se conecta con el li­naje de los guerreros espirituales, se siente uno dentro del círculo interno de la humanidad, toma inspiración y fortaleza de aquellos que despertaron y realizaron su heroicidad espiritual. Entonces el guerrero recobra su valentía, su intrepidez, hasta su osadía. Los re­trocesos en la búsqueda sólo son aparentes. La consistencia es lo que cuenta. Toda la energía que los otros consumen en la autoimportancia, la obsesión, la competencia, el afán de aparentar y do­minar, el apego y la aversión, toda esa energía el guerrero la reo­rienta hacia la evolución consciente. Ese rico caudal de energía interior permite la conexión con la energía de todos los seres vivien­tes y así nunca se agota, sino que se renueva e intensifica. Amplian­do la conciencia con todo lo que está a su alcance, el guerrero des­cubre la afabilidad, el sentido de una brizna de hierba, la plenitud de lo impersonal y no referencial, la lucidez de la vigilia atenta y ecuánime, la sensación de libertad de la apertura sin barreras, el sa­bor reconfortante de enfrentar los hechos como son, sin subterfu­gios; el placer que proporciona le capacidad de explorar todo lo mágico sin dejarse contaminar, empañar o seducir por los fenóme­nos y sin perder la conexión con el ángulo de quietud y cordura.
• Aun los acontecimientos más triviales le sirven al guerrero para retomar el hilo de la conciencia. Al vaciarse de todo se llena de su propia realidad existencial. Al no tener la compulsiva necesi­dad de demostrar nada, todo sucede por sí mismo. Controla y flu­ye. Es de todos y de nadie demasiado. Está sin estar. Desarrolla una visión plena, no fragmentada. Confiando en su intuición primor­dial no necesita blindajes psíquicos. Muchas veces le asaltan los pensamientos neuróticos que forman las milenarias memorias de todo ser humano, pero aprende a manejarse con ellos. La medita­ción le capacita para no dejarse atrapar y encarcelar por las imáge­nes mentales.
• Buena parte del sufrimiento está en la mente. Así lo sabe el guerrero, y sabe que en la mente hay que resolverlo. De tanto mi­rar al pasado y al futuro, el ser humano no se dispone sagazmente para el presente. Habitando en la ofuscación e insatisfactoriedad de la mente, no puede haber comunión ni con uno mismo ni con los demás. El guerrero espiritual enfrenta su mente, se encara a lo con­ceptual, refrena la compulsividad del pensamiento reactivo, aplica la ecuanimidad a sus viejos impulsos, comprende que la mejor de­fensa es no alimentar neuróticas autodefensas, se entrena en dina­mitar los fundamentos del ego: identificación con la forma, el nombre, la imagen idealizada y la autoestima, la infatuación, los condicionamientos y adoctrinamientos, las reacciones y hábitos mentales, y otros.
• El guerrero aprende a estar en sí mismo, desde la serenidad. Si no aprendemos a estar con nosotros mismos, ¿adonde podremos ir que nos sintamos bien? El guerrero espiritual se desnuda psicoló­gicamente para ir más allá del fardo de su psicología. Sabe que no hay proceso sin sufrimiento, pero no genera sufrimiento sobre el sufrimiento. No cede a las fantasías, construcciones y coleccionis­mos del ego. Sabe que para ser hay que no ser.
• Las dificultades son las oportunidades de oro para el guerre­ro. Le estimulan a ser diestro, preciso, superar los temores, confiar en su energía para relacionarse sabiamente con la situación, apelar a su resistencia, paciencia y ecuanimidad. Las dificultades le ento­nan, le robustecen, le evitan que el ánimo enmohezca, le brindan la oportunidad para poner a prueba si realmente está evolucio­nando.
• La mente produce ofuscación y confusión, como la humedad recrea el musgo. Por eso el guerrero espiritual entra en su mente para en ella resolver la oscuridad y hacer la lucidez de la conciencia. Según la condición de la mente, lo que a uno ata a otro lo libera. La actitud de la mente es esencial. El guerrero la cuida como a una orquídea única e irrepetible. Meditar es resolver los problemas de la mente y descubrir toda la sutil estructura del ego para habitar más allá de sus reacciones y sus paranoias. Es el ego el que persigue y huye. Es el ego el que se aferra a los logros y se frustra; se sacia y se aburre. Pero cuando el guerrero se sitúa más allá de su ego y aprende a estar, descubre la inmensidad sin orillas que todo lo penetra.
• El guerrero alimenta un sentido de profundo respeto por sí mismo y por los demás. No hay verdadero amor sin respeto. Respe­tar es no dañar, no exigir, no obligar, no agredir, ni siquiera en la forma más sutil. Respetar es no manipular, no ser ladino, no servir­se de artimañas ni subterfugios para explotar material o psicológica­mente a los otros. Respeta a una piedra, una flor, un riachuelo, una criatura viviente. Su actitud de respeto exhala su fragancia incesantemente. Es por esa inquebrantable actitud de respeto que el guerrero jamás se muestra arrogante ni mezquino, ni se ampara en falaces remordimientos ni culpabilidades. Porque se respeta, es responsable y no se lamenta sin sentido. Porque se respeta, se com­promete a modificarse y pone realmente los medios para la muta­ción interior. El guerrero que no se respeta está al margen del arte de la guerra espiritual.
• El guerrero espiritual medita en la muerte como inevitable, imprevista, definitiva e irreparable, porque así potencia cada se­gundo de su vida y lo pone al servicio de la búsqueda. No hay tiempo que perder. Inspirándose en el mensajero divino de la muerte, el guerrero fortalece su propósito, pule su actitud, no bus­ca consuelos inútiles ni se deja seducir por los fenómenos, no se pierde en trivialidades, cultiva una conducta adecuada, no enreda con mezquindades, no cultiva emociones negativas, instrumentaliza todo para hallar el Conocimiento liberador, mejora sus relacio­nes, no pierde su tiempo en recuerdos o fantasías mecánicas, está siempre presto a la conquista de sí mismo, se crece ante la adversi­dad; fomenta sin tregua la atención y estimula la conciencia. Sabe que cuando logre morir a sus condicionamientos y a su ego, incluso el miedo a la muerte habrá desaparecido.
• El guerrero espiritual domina el arte del mirar inafectado. Manteniéndose en la energía del observador desidentificado, es li­bre. Esa libertad es su ganancia, es su logro, es su enjundia. En el
mirar inafectado, en el atestiguar desidentificado, no hay conflicto no hay tensión. Sólo hay la voluntad de ser. Esa energía del obser­vador adquiere toda su potencia cuando la mente aprende a silen­ciarse. Si cesa el charloteo de la mente y la atención se intensifica hasta su límite, el guerrero alcanza con su visión más allá de esas apariencias que a los otros detienen. En esa mente tan abismalmente silenciosa, tan inmensamente atenta, brota una energía transper­sonal que acrecienta la conciencia y ensancha la comprensión. Lo inefable, lo Incondicionado toma al guerrero. El fuego interior se despliega y quema las impurezas de la mente, deflagrando los há­bitos coagulados y permitiendo que surja una explosión de com­prensión que proporciona un giro a la mente y una manera hasta entonces insospechada de ver.
• El guerrero espiritual aprende a considerar, pero es indiferen­te a si le consideran o no. Como está en el intento de superar la autoimportancia, la infatuación y las actitudes egocéntricas, no se resiente ante juicios adversos, censuras, burlas o insultos de los de­más. No necesita insuflar su imagen idealizada. No necesita de máscaras y camuflajes. Se adiestra en el amor consciente, el que pone los medios para que los demás también completen su evolu­ción y sean felices.
• El guerrero espiritual hace su sendero de momento en mo­mento. Es la suya la senda sin senda. Requiere golpes de luz que le orienten, verdades para el esclarecimiento, claves para desarrollar la conciencia. Sabe que el destino juega con él, pero que él tam­bién puede llegar a jugar con el destino. Está preparado para que la muerte no le tome por sorpresa. Eso quiere decir que si la muerte llega y él previamente ha matado su ego, ¿qué podrá la muer­te arrebatarle?
 • Cultiva la paciencia porque nada espera que no sea lo que ocurre y porque este momento, por el hecho de serlo ahora, es el mejor para la realización) El guerrero cultiva la energía, porque sin ella toda apertura es imposible y el miedo le hará mella una y otra vez. Cultiva la confianza en la Enseñanza porque sin ella es como el amante que se extravía al no disponer de su amada. Cultiva la ecuanimidad como la cualidad de cualidades, como el equilibrista se entrena para no precipitarse a uno u otro lado. Se asemeja al ria­chuelo que, sagaz, sabe hallar los puntos de menor resistencia para seguir fluyendo hacia un cauce más generoso. Se parece a ese cielo que sabe permanecer en sí mismo sin que las nubes consigan arras­trarlo. El guerrero es como la montaña: firme, sólido y consciente, y como la nieve, esponjoso y amable.
• Está el guerrero en continuo aprendizaje, instrumentalizando lo cotidiano para su crecimiento interior, familiarizándose con lo desconocido y asomándose a lo incognoscible. Busca el signo más allá del signo. En el nivel de lo cotidiano usa la razón; en el nivel de lo supramundano se sirve de la intuición mística. Aprende a ca­balgar sobre el tigre de la vida; enfrenta la muerte con lucidez y conciencia. Desconfía de los sentidos; confía en la percepción pura, incondicionada. Da la bienvenida a todo lo que le ayuda a templar el ánimo; a todo lo que le proporciona sobriedad y ecuanimidad. Da la bienvenida a lo que le hace sentir humildad, a lo que lima su vanidad. Cualquier momento lo considera oportuno para adies­trarse en la superación de las interpretaciones personales y poder ver las cosas como son.
• Toda la energía que se pierde en mezquindades, pequeñeces, preocupaciones y heridas narcisistas, el guerrero debe aprovecharla para poder disponer de ella en el camino de la autorrealización. No se ofende, no se irrita, no recoge los insultos de los otros, pero es resistente en su no violencia, inquebrantable en su pasividad.
• Como el guerrero espiritual sigue la senda sin senda y hace camino a cada paso, recompone su estrategia espiritual siempre que su grado de evolución o las circunstancias lo requieran. Sólo algo se mantiene fijo: su carácter de honestidad consigo mismo.
• El guerrero espiritual pone los medios para poder emerger de la atmósfera de ilusión que hay en su mente condicionada. Tiene que superar adoctrinamientos, patrones de conducta, reacciones coaguladas, esquemas y condicionamientos, descripciones petrifi­cadas.
• El guerrero gusta de ponerse al borde del precipicio para que todos sus resortes de intrepidez le vengan a la mano. No pierde ja­más la conciencia, porque sabe que la negligencia es el puente ha­cia la oscuridad. Si el desfallecimiento le asalta, recuerda su propó­sito. Si la angustia le atrapa, en lugar de contraerse, pone su osamenta en manos de la Energía Cósmica. Si el miedo le aborda, se establece en la energía del que mira inafectadamente.
• Desarrolla a cada momento la comprensión de su meta; la comprensión de los medios hábiles; la comprensión de lo idóneo a hacer en cada momento y circunstancia. Se entrega, pero no se que­ma. Se da, pero no se desertiza. Jamás cultiva relaciones de depen­dencia; se niega a hacerle el juego a sus propias carencias psicológi­cas o a las carencias de los demás. No pierde las oportunidades; no deja pasar la bandeja de la providencia. Aprende a adaptarse. Sabe escuchar la sabiduría de su cuerpo, de su mente y de su corazón. Vela por su bienestar físico y mental. No desaprovecha sus energías. Cuenta con la atención bien dispuesta como el gran rival contra el desequilibrio y el desorden.
• El guerrero aprende a desestructurarse para volver a estructu­rar en el nivel que precisa. La disolución no le espanta; sabe que es una fisura hacia lo Inmenso. Reconoce los distintos niveles de percepción y sabe en cuáles debe confiar y en cuáles no. Descubre que más importante que aprender es desaprender, que aún más importante que ser es no ser. Se propone despertar del sueño psico­lógico. Es un guerrero espiritual el que lo intenta y pone los medios para ello. Desconfía de las leyes hechas por los hombres dormidos, de las reglas fabricadas por mentes embotadas. Sabe que nada hay tan peligroso como el dogma y la creencia ciega. Aprecia más que nada la ternura y sabe que lo mejor que se puede hacer por los otros es amarlos conscientemente.
• El guerrero espiritual no malgasta su tiempo en tratar de bus­car una respuesta a los imponderables. Su vida anterior o su vida posterior no cuentan cuando se está viviendo el momento presente y proporcionándole un sentido de búsqueda. No cree en conceptos, sino en vivencias que modifican la mente y la conducta. Sabe que la vida sin un sentido es atroz. Que esa misma atrocidad es una bendición si se utiliza para acrecentar la conciencia y recobrar la Sa­biduría.
• Lo peor que puede hacer un guerrero es traicionarse a sí mis­mo; traicionar su fortuna, su destino. Ha escuchado la Enseñan/a, tiene medios para ponerla en acción y acrecentar la conciencia, ha adquirido un compromiso. Si se traiciona, ¿que peor enemigo pue­de haber para él que él mismo?
• El guerrero no alimenta ilusiones. Sabe que en el espacio ex­terno la mayoría de los acontecimientos y eventos escapan a su con­trol. Es por eso que apunta hacia la mente y es su mente la que trata de cambiar. Es un alquimista de sus profundidades; es un mago de su psiquis. Ante lo inevitable, no guerrea; asume. Lo que debe ser modificado y puede modificarlo, lo hace. No cree en las palabras; mucho menos en las promesas. Cree en la actitud y en los actos. Desde su ser inafectado mira la vida como un sueño, un car­naval. Sortea los reflejos, mantiene la clara conciencia en el juego deformante de imágenes de la mente condicionada. Toma la vida por asalto. Cierra los oídos a los elogios y a las increpaciones. Valora el esfuerzo personal cuando es el resultado de la impresión y de la independencia. Embellece su mente con emociones positivas. No hace de su mente un estercolero, ni un erial de su corazón. Limpia su hogar interior y lo abre a los demás.
• No engaña, no falsea los hechos, no se sirve de subterfugios y artimañas, no trata de presentarse mejor de lo que es para ganar méritos. El es su propio juez, su propio testigo. Si algo no debe ser un guerrero es ser mezquino. La mezquindad descalifica al guerre­ro. Debe hallarle el gusto a la generosidad, pero su generosidad ja­más es debilidad. Nunca se presta a las manipulaciones, exigencias o reproches de los otros.
• El guerrero es un peregrino en la Vía Láctea hacia el Conoci­miento. Su mayor inspiración es la libertad interior, Camina codo con codo con todos los guerreros espirituales de la tierra. La no violencia es su fuerza más poderosa. Cada momento de paz infinita es su recompensa más elevada. Sabe que al nacer a esta vida murió a otra forma de ser, y que al morir nacerá a otro modo de ser. Porque no tiene armadura y es como el espacio abierto, se siente segu­ro; no hay dardo que pueda herirle. Camina veloz, pero no se im­pacienta. No se agota, aunque se fatigue, porque dispone de toda la energía de la corriente de conciencia despierta. Forma un eslabón con la inmensa cadena de los guerreros del espíritu. Aboga por las tolerancias y la indulgencia. No cree en las espadas ni en las lanzas, pero confía en la bondad primordial de los seres humanos. Toda criatura viviente habita en su corazón. Porque se sabe incompleto, aspira a la Plenitud.

APÉNDICE 2: NARRACIONES MÍSTICAS DE LA INDIA


Él arte de la observación

Un discípulo se dirigió al maestro y le dijo:
—Maestro, te ruego me ofrezcas instrucción para aproximarme a la Verdad. Tal vez tú dispongas de alguna enseñanza secreta.
—El gran secreto —repuso el maestro— está en la observación. Nada se escapa a una mente observante. Ella misma se convierte en la enseñanza.
—¿Qué me aconsejas hacer? —preguntó el discípulo.
—Observa. Siéntate en la playa, a la orilla del mar, y observa cómo el sol se refleja en sus aguas. Permanece atento observando tanto tiempo como te sea necesario, tanto tiempo como te exija la apertura de tu comprensión.
Durante días el discípulo se mantuvo en completa observación. Observó el sol reflejándose en las aguas tranquilas y sobre las aguas encrespadas, sobre el mar en calma y sobre el mar en tempestad, sobre las olas apenas visibles y sobre las olas descomunales. Observó y, finalmente, se abrió su comprensión.
Agradecido, el discípulo regresó hasta el maestro, que le dijo al verle:
—Te estaba esperando. ¿Has comprendido a través de la obser­vación?
—Sí —dijo el discípulo lleno de agradecimiento—. Llevaba años efectuando ritos, asistiendo a ceremonias sagradas, leyendo las escrituras, pero no había comprendido. Unos días de observación me han hecho comprender. El sol es nuestro ser interior o naturale­za real, siempre brillando, autoluminoso, inafectado. Las aguas no le mojan y las olas no le alcanzan; es ajeno a la calma y a la tempes­tad aparentes. Siempre permanece en sí mismo.
—Esa es la enseñanza sublime —dijo el maestro—, la enseñan­za que se desprende del arte de la observación.

 

El perro aterrado

Nuestra mente ofuscada es fábrica de confusión. Nos obliga a vivir a través de nuestras proyecciones y no de la realidad. La siguiente historia del perro aterrado es muy significativa para comprender hasta qué punto a nuestra mente le sucede lo mismo que al animal de este relato.
En una ocasión un perro entró en un palacio cuyas paredes esta­ban cubiertas de espejos. El perro entró corriendo y en ese momen­to vio que numerosos perros corrían hacia él en dirección contraria a la suya. Aterrado, se volvió hacia la derecha para tratar de huir, pero entonces comprobó que numerosos perros estaban también en esa dirección. Se volvió hacia la izquierda y comenzó a ladrar des­pavorido. Decenas de perros, por la izquierda, le ladraban amena­zantes. El perro sintió que no tenía escapatoria posible. Estaba ro­deado de perros enemigos. Miró en todas las direcciones, y en todas ellas contemplaba innumerables perros que no dejaban de ladrarle. En ese momento el terror paralizó su corazón y el perro murió. Su falsa percepción y su carencia de correcto discernimiento le habían provocado la muerte.

 

La llave de la felicidad

El Divino quería sentirse acompañado y creó unos seres para que le hicieran compañía. Pero estos seres encontraron la llave de la feli­cidad, el camino hacia el Divino y se absorbieron en Él. El Divino convocó a los dioses y les expuso la cuestión: «Voy a crear al hom­bre, pero quiero esconder la llave de la felicidad en algún lugar donde no se le ocurra buscarla. ¿Dónde os parece?». Uno de los dioses dijo: «En el fondo del mar». Otro de ellos: «En una gruta en los Himalayas». Un tercero: «En algún remotísimo lugar del es­pacio». Aquella noche el Divino reflexionó y comprendió que el hombre terminaría buscando en los océanos, los Himalayas y otras galaxias a través de los agujeros negros. No, en ninguno de esos lu­gares estaría segura la llave de la felicidad. El hombre la hallaría y Él volvería a quedarse solo. Pero entonces se le ocurrió el único lu­gar donde jamás el hombre buscaría la llave de la felicidad: dentro del mismo hombre. Y allí la colocó.

 

El yogui ladino

Ésta es la historia de un yogui que había desarrollado grandes po­deres psíquicos, aunque no había obtenido la conquista de su pro­pio ego. La siguiente historia muestra hasta qué punto el ego se nos impone cuando no aprendemos a debilitarlo.
Después de una larga vida entregado al autodominio, también llegó la hora para el yogui de esta historia. Yama, el Señor de la Muerte, envió a uno de sus emisarios a atrapar al yogui, pero éste intuyó con su poder clarividente la llegada del emisario de la muer­te y, experto en el arte de la ubicuidad, creó treinta y nueve formas semejantes a la suya. Así, el emisario de la muerte contempló cua­renta yoguis iguales y no pudo saber cuál era la forma verdadera, y por tanto cuál era la que debía atrapar. Fracasado, regresó junto a Yama y le contó lo sucedido. Entonces Yama le habló al oído y le dio unas instrucciones bien precisas. El emisario partió hacia donde estaba el yogui. Cuando llegó, se encontró con el mismo truco del ladino hacedor de proezas. Había cuarenta imágenes iguales. El emisario, siguiendo instrucciones de Yama, comentó: «Muy bien, pero que muy bien, ¡una gran proeza!». Y tras una bre­ve pausa, agregó: «Pero hay un pequeño fallo». Entonces el yogui, herido en su orgullo, replicó: «¿Cuál?». Y el emisario de la muerte pudo atrapar la forma verdadera y conducir al yogui al reino de la muerte.

 

Pleito a la luz

La oscuridad pensó que la luz cada día le estaba robando más terre­no y entonces decidió ponerle un pleito. Así lo hizo y llegó el día marcado para celebrarse el juicio. La luz llegó a la sala del juicio antes de que lo hiciera la oscuridad. Allí estaba el juez y los respec­tivos abogados. Esperaron y esperaron. La oscuridad permanecía fuera de la sala, pero no se atrevió a entrar. Simplemente no podía. Así que pasado un tiempo, el juez falló a favor de la luz.
La luz es la conciencia y la sabiduría. La oscuridad es la incons­ciencia y la ignorancia. Estas últimas sólo son la ausencia de aqué­llas. No tienen luz propia. Si se desarrolla la conciencia, ¿cómo puede compartir el mismo lugar la inconsciencia? No es posible, así como la oscuridad no pudo entrar donde estaba la luz.

 

La paloma y la rosa

En un pequeño y hermoso templo de la India se coló una paloma. Todas las paredes estaban adornadas con espejos y en ellos se refle­jaba la imagen de una rosa que había en el centro del templo, en el santuario. La paloma, tomando las imágenes por la rosa, se aba­lanzó sobre una y otra, chocando tan violentamente contra las pare­des que terminó por reventar y morir. Entonces su cuerpo, final­mente, cayó sobre la rosa.
El ser humano, por ignorancia e ilusión, se comporta a menudo como la paloma. Toma por real lo que no lo es, por esencial lo que es trivial. Persigue los espejismos que le hacen morir espiritualmente, busca la rosa de la felicidad en los reflejos, fuera de sí mismo, pero no en la propia interioridad.

 

El pez pregunta a la tortuga

Aunque debido a nuestros autoengaños se nos oculta la real natura­leza interior, debería sernos tan evidente como el agua para el pez de la siguiente historia.
Un pez se deslizaba por el agua. De repente sacó la cabeza y vio una tortuga en la playa a la que preguntó:
—Tortuga, ¿qué es el agua? Y la tortuga repuso:
—Has nacido en el agua, en el agua estás viviendo y en el agua morirás. Fuera de ti hay agua; dentro de ti hay agua. Te alimentas de lo que encuentras en el agua. ¡Pez necio, me preguntas a mí qué es el agua!

 

El hombre ecuánime

Esta es la significativa historia del hombre ecuánime. Era dueño de un caballo, pero cierto día por la mañana se despertó, fue al establo y comprobó que el caballo había desaparecido. Entonces vinieron los vecinos a condolerse y decirle:
—¡Qué mala suerte has tenido! Sólo tenías un caballo y se ha marchado.
Y el hombre dijo:
—Sí, sí, así es, así es.
Pasaron unos días y una mañana el buen hombre se encontró con que en la puerta de su casa no solamente estaba su caballo, sino que había traído otro. Vinieron los vecinos y le dijeron:
—¡Qué buena suerte la tuya! Ahora eres dueño de dos caballos.
El hombre repuso:
— Sí, sí, así es.
Ahora, al disponer de dos caballos, el hombre podía salir a montar a caballo en compañía de su hijo. Pero un día, el hijo se cayó del caballo y se fracturó una pierna. Vinieron los vecinos y le dijeron:
— ¡Mala suerte, muy mala suerte! Si no hubiera venido ese se­gundo caballo...
El hombre, tranquilamente, dijo:
—Sí, así es.
Pasó una semana y estalló la guerra. Todos los jóvenes fueron movilizados, menos el hijo herido al caer del caballo. Y vinieron de nuevo los vecinos a verle y le dijeron:
— ¡Tú sí que tienes buena suerte! Tu hijo se ha librado de la guerra.
—Sí, sí, así es —repuso serenamente.

¡No, mi hijo está conmigo!
Un hombre tenía un hijo. Por determinados motivos se vio obliga­do a viajar y tuvo que dejar a su hijo en la casa. Unos bandoleros aprovecharon la ausencia del padre para entrar en la casa, robar, destrozarlo todo y llevarse al joven con ellos. Después incendiaron la casa. Al poco tiempo volvió el padre y se encontró la casa quema­da. Buscó entre los restos y encontró unos huesos, que creyó que eran los de su hijo quemado. Introdujo los huesos en un saquito que ató a su cuello. Llevaba el saquito de huesos junto al pecho. Jamás se separaba del saquito, al que abrazaba con entrañable afec­to, convencido de que aquéllos eran los restos del muchacho. Pero el hijo consiguió huir de los bandoleros y llegó hasta la puerta de la casa en la que viviera ahora su padre. Llamó a la puerta. El pa­dre, abrazado a su saquito de huesos, preguntó:
—¿Quién es?
—Soy tu hijo— repuso el muchacho.
—No, no puedes ser mi hijo, vete. Mi hijo ha muerto.
No, padre, soy tu hijo. Conseguí escapar de los bandoleros. El padre aprisionó aún más el saquito de huesos contra sí.
—He dicho que te vayas, ¿me oyes? Mi hijo está conmigo.
—Padre, escúchame, soy yo. Pero el hombre seguía replicando:
—¡Vete, vete! Mi hijo murió y está conmigo. Y no dejaba de abrazar el saquito de huesos. En su apego por lo irreal e ilusorio el ser humano procede como ese padre y se niega a ver la Realidad.

 

El hombre que se disfrazó de bailarina

Una gran fiesta se celebraba en la corte del monarca. Iba a comen­zar la danza cuando sucedió que la bailarina enfermó de gravedad. Nadie quería decir al rey lo que había pasado, pero tampoco en­contraban a otra bailarina para sustituir a la enferma. Entonces, los colaboradores cercanos al monarca cogieron a uno de los sirvientes y le pidieron que se vistiese de bailarina y se pintase y adornase como tal. Así lo hizo el sirviente y, como una bailarina, danzó ante el rey.
La pregunta es: ¿Dejó, mientras actuaba, de saber que era un hombre y no la mujer de la que se había disfrazado? No es posible responder, pero el ser humano común es como si el sirviente se hu­biera creído que era una mujer por una total identificación y una completa carencia de autoconciencia. El ser humano se identifica con el cuerpo, la mente, el nombre y la forma y pierde la concien­cia de su naturaleza real. Tanto se identifica con la máscara de su ego, con la vestidura de su personalidad, que se olvida de su autén­tico y genuino ser interior.

 

Los acróbatas

Ésta es la historia de una niña y un hombre acróbatas. Viajaban por los pueblos de la India exhibiendo sus habilidades. El hombre sos­tenía un palo muy largo y la niña trepaba al extremo superior. Un día, el hombre le dijo a la niña:
—Para evitar que nos ocurra un accidente, lo mejor será que yo me ocupe de lo que tú estás haciendo y tú de lo que estoy haciendo yo cuando efectuemos la prueba.
Pero la niña replicó:
—No, eso no es lo acertado. Yo me ocuparé de mí y tú te ocu­parás de ti y así, estando los dos muy atentos a lo que cada uno de nosotros hace, no nos ocurrirá ningún accidente.
Atentos, conscientes de sí mismos y vigilantes, así deben estar los buscadores del crecimiento interior y la madurez interna.

 

Una insensata búsqueda

Una mujer estaba buscando algo en el suelo junto a un farol. Pasó por allí un hombre y se paró, curioso, a observar a la mujer, que afanosamente buscaba y buscaba. Intrigado, después de un rato, el hombre preguntó:
—Buena mujer, ¿podrías decirme qué buscas? Y la mujer repuso:
—Busco una aguja que he perdido en mi casa, pero como allí no hay luz, he venido a buscarla junto al farol.
Como esa mujer proceden la mayoría de los seres humanos, buscando la felicidad donde no es posible hallarla, en lugar de buscar en su propio hogar interno, por oscuro que resulte al principio.

 

Un preso muy singular

Este es el caso de un preso muy singular. Era un hombre que había sido encerrado en un calabozo de un pueblo. Un ventanuco enreja­do daba al exterior. Todos los días el preso se asomaba al ventanuco y comenzaba a reírse de la gente que veía en la plaza del pueblo. Extrañado, el guardián le preguntó:
—¿Puedes decirme de qué te ríes? Y el preso repuso:
—¿Cómo de qué me río? De todos ésos. ¿No ves que están pre­sos detrás de estas rejas?
El hombre común en su estado de semidesarrollo se autoengaña como el preso de esta historia, autoarrogándose una libertad y una armonía de las que carece, e incluso pudiendo subestimar a aque­llos mucho más evolucionados que él mismo.

 

El recluso

Ésta es una historia muy antigua. Refiere el caso de un recluso que tenía que ser trasladado de cárcel, para lo que tenía que atravesar toda la ciudad. Le colocaron un cuenco de aceite hasta el borde so­bre la cabeza y le dijeron:
—Un verdugo con una espada caminará detrás de ti y en el mis­mo momento en que derrames una gota de aceite te rebanará la ca­beza.
El recluso emprendió el camino. Se hallaba en el centro mismo de la ciudad cuando llegó un grupo de hermosísimas bailarinas. La pregunta es: ¿Logró el recluso diligentemente no ladear la cabeza y salvarla, o por el contrario, negligentemente, miró a las hermosas danzarinas y la perdió?
Este relato invita a mantener en todo momento la autoconciencia, la mente alerta y diligente. Debemos aprender a estar tan aten­tos como si la vida nos fuera en ello.

 

El árbol celestial

Un hombre llevaba muchas horas viajando a pie y estaba cansado y sudoroso bajo el sol implacable del día. Extenuado, se echó a des­cansar bajo un árbol. El suelo estaba duro y pensó qué agradable sería tener una cama mullida en la que reposar. Era aquél un árbol celestial que hacía los pensamientos realidad, así que la cama le fue concedida al exhausto viajero. Acostado en la agradable cama, pen­só que sería muy grato para sus cansadas piernas que una joven le proporcionase un masaje sobre ellas, y en seguida una mujer estaba aliviando la tensión de sus piernas. Bien descansado, el hombre sin­tió hambre y pensó en lo placentero que sería poder degustar una opípara comida. Surgieron los alimentos y el viajero comió hasta sa­ciarse. Se sentía feliz. Había reposado, una bella joven le había dado un masaje, y había llenado el estómago con sabrosos manja­res. Su mente comenzó a divagar. De repente le asaltó un pensa­miento: «Mira que si un tigre me atacara ahora». Apareció un tigre y lo devoró.
Tal es la naturaleza de la mente común.

 

Los monos

El discípulo fue hasta el maestro y le dijo:
—Te ruego que me proporciones un tema de meditación, ya que voy a retirarme durante varias semanas al bosque y meditaré muchas horas por día.
El maestro dijo:
—Puedes meditar en todo lo que quieras. Todos los temas de meditación están ahí para ti, pero lo único que te pido es que no pienses en monos.
«Eso es muy fácil», se dijo el discípulo, «puedo pensar en todo menos en monos». Se retiró al bosque.
Al cabo de varias semanas volvió hasta donde estaba el maestro, quien le preguntó:
—¿Qué tal te ha ido?
Y el discípulo, desalentado, contestó:
—Trate incansablemente de meditar en algo que no fuesen mo­nos, pero era en lo único que lograba pensar. Ésa es la mente indócil y superficial.

 

El barquero inculto

Un joven muy erudito y petulante tomó una barca para cruzar un río. De súbito pasó una bandada de aves y el joven preguntó al barquero:
—  ¿Has estudiado la vida de las aves?
—No, señor —repuso el hombre.
—Vaya, has perdido la cuarta parte de tu vida —dijo el joven. Poco después vieron unas plantas flotando en las aguas y el jo­ven preguntó:
— ¿Sabes botánica? ¿Has estudiado la vida de las plantas?
—No, en absoluto, señor.
—Pues has perdido la mitad de tu vida. Pasado un tiempo, preguntó el joven:
—¿De las aguas? ¿Qué sabes de las aguas?
—No sé nada, señor.
— ¡Oh, barquero! Sin duda has perdido las tres cuartas partes de tu vida.
En seguida la barca comenzó a hacer agua. Entonces fue el bar­quero el que preguntó:
—Señor, ¿sabes nadar?
—No —repuso el joven.
—Pues me temo, señor, que has perdido toda tu vida.
El saber libresco y la erudición sirven de bien poco. No es a tra­vés del conocimiento intelectual como uno recupera la mente origi­nal y se transforma interiormente, sino a través del conocimiento directo y vivencial.

 

El tigre que bala

Al atacar un rebaño, una tigresa preñada dio a luz y luego murió. El tigre creció entre las ovejas, y se comportaba como tal y se tenía a sí mismo por una oveja. Era sumamente apacible, balaba, pacía e ignoraba por completo su verdadera naturaleza. Pero un día llegó un tigre hasta el rebaño y lo atacó. Cuál sería su sorpresa al ver un tigre que se comportaba como una oveja. «Oye —le dijo—, tú eres un tigre.» Pero el tigre no hizo ningún caso y baló asustado. Enton­ces el tigre condujo al tigre oveja ante un lago y le mostró su propia imagen. Pero él seguía creyéndose una oveja, hasta tal punto que cuando el otro tigre le dio un pedazo de carne cruda, no quería probarla. Pero por fin se decidió a hacerlo y la carne cruda desató sus genuinos instintos y reconoció su propia naturaleza.
Como el tigre oveja es el ser humano común. Su naturaleza ori­ginal le pasa inadvertida, pues está, por ignorancia, totalmente identificado con sus actividades psicomentales, su ego y sus in­correctos enfoques.

FIN

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Este libro fue digitalizado para distribución libre y gratuita a través de la red
Revisión y re edición Electrónica de Hernán.
Rosario - Argentina
129 de Diciembre 2002 – 13:43

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