ANTONIO BLAY
PLENITUD
EN LA
VIDA
COTIDIANA
Caminos y senderos
hacia la
autorrealización
humana
Segunda edición:
año 1981
Í N D I C E
PRÓLOGO
CAPÍTULO I.- LA
INVESTIGACIÓN DEL SENTIDO DE LA. VIDA
La pregunta
Las reacciones
a) Los que no quieren saber nada
b) Los que ya lo saben todo
c) Los que
saben algo, pero no saben exactamente qué
d) Los que sólo saben que no se puede saber
e) Esos
pocos que sinceramente tratan de ir aprendiendo algo
Los hábitos ideológicos
¿Qué podemos decir con seguridad sobre el sentido de
la vida?
¿Es útil o necesario tener
un ideal?
Los inconvenientes del ideal
Entonces, ¿qué hacer?
Características del ideal
correcto
CAPÍTULO II.-CÓMO DESCUBRIR
EL OBJETIVO DE LA VIDA POR NOSOTROS MISMOS
Resumen del capítulo
anterior
Cómo descubrir el verdadero
ideal
Mirando la vida que nos
rodea
Mirando la vida en nuestro
interior
El objetivo de la vida y
dónde hay que buscarlo
Nuestro problema
¿Cómo realizar el objetivo?
Variedad de técnicas de
trabajo
En resumen
CAPÍTULO III.- LO QUE NOS
HACE FALTA
Resumen del capítulo
anterior
¿Por qué funcionamos mal?
Las soluciones hechas
Crítica de las soluciones
hechas
No funcionamos mal, sino
poco
A) Falta de crecimiento en amplitud
B) Falta de desarrollo en profundidad
C) Falta de desarrollo en altura
D) Falta de
integración o unificación del psiquismo
Consecuencia: el fenómeno de la identificación
Nuestro trabajo: atención y
apertura
A) Atención
B) Apertura
El camino libre
Preguntas
CAPITULO IV.- TÉCNICAS
BASADAS EN LA CONCIENCIA FÍSICA
Trabajo horizontal y trabajo
vertical
El trabajo de
autorrealización y sus posibles caminos
Clasificación de las
técnicas de autorrealización
Técnicas basadas en la
conciencia física
Características generales
El Hatha-Yoga
Asanas, bandhas y pranayama
Efectos del Hatha-Yoga
Asanas
Pranayama
Preguntas
CAPÍTULO V.- TÉCNICAS DE
CONTRAPOSICIÓN
Qué son las técnicas de
contraposición
La concienciación total
El Judo y los deportes, camino
de autorrealización
Aplicaciones a nuestra vida
diaria
CAPITULO VI.- LA
EXPRESIVIDAD, CAMINO DE AUTORREALIZACIÓN
Resumen del capítulo
anterior
La expresión humana como
técnica
Qué es la expresión
Normas para utilizar la expresión como técnica realizadora
Efectos de la expresión
Vida cotidiana y expresión
Técnicas especiales de
expresión
El Subud
Cultivar el arte
Gimnasia rítmica expresiva
La música clásica y moderna
¿Y el baile?
La música como medio de profundización de la
conciencia
Nuestra vida diaria como
expresión creadora
CAPÍTULO VII.- EL AMOR COMO TÉCNICA DE
REALIZACIÓN (I)
¿Qué es amor?
Cómo se expresa el amor
Desarrollo y fases del amor
El amor, camino directo
hacia el centro de los demás
¿Cuándo el amor es una
técnica de realización?
Impedimentos al pleno
desarrollo del amor
a) El miedo
b) Inconsciencia
c) Falta de
integración mente-sentimiento-vitalidad física
d) Hostilidad por experiencias negativas anteriores
Preguntas
CAPÍTULO VIII.- EL AMOR COMO
TÉCNICA DE REALIZACIÓN (II)
Cómo convertir las energías
negativas en amor positivo.
Dificultades
1. Crispación sobre el yo
2. Yo muy elevado y rígido
El amor ha de ir acompañado
de un desarrollo intelectual
1. En amplitud
2. En estabilidad mental
3. En profundidad
El amor ha de ir acompañado
de un desarrollo de la voluntad ..........
El amor por el amor, o el
amor como actitud
El amor dirigido a alguien
I. El amor
a Dios, centralizador y purificador de mi vida afectiva y de todo el psiquismo
¿Cómo se cultiva el amor a
Dios?
1. El ejercicio
2. La meditación intuitiva
3. La oración
¿Qué es la oración?
a) Todo yo hacia Dios
b) Todo Dios hacia mí
c) Dios a través de mí hacia el mundo
d) Dios a través del mundo hacia mí
e) Dios se disfraza de todo
Observaciones sobre la
perfección
II. El amor hacia el cónyuge
CAPÍTULO IX.- EL AMOR COMO TÉCNICA DE REALIZACIÓN (III)
El amor conyugal, como medio
de realización
La actitud básica en la vida
conyugal
Cómo aprender día a día a amar de nuevo y de mejor manera
1. Mantener una distancia interior que permita la visión
2. Vivir
también muy cerca de la persona amada
3. Mis varios niveles en la vida conyugal
A) El amor físico
B) Amor egocéntrico: posesión y servicio al yo.
C) Amistad y colaboración: convivencia
D) Amor al otro por sí mismo
E) Amor a Dios en el otro
La seguridad del amor contra
toda prueba
Preguntas
CAPITULO X.- LA MENTE CAMINO
DE AUTORREALIZACIÓN
La mente, ¿medio u obstáculo?
La mente como obstáculo
La mente en evolución
Los valores superiores,
contactados por la mente
Centramiento y liberación
El yo que nos descentra
La mente, medio de
realización
La atención intencional
Algo en lo que todos estamos
de acuerdo
La realización abrupta,
instantánea
La técnica progresiva
El desarrollo de la atención
intencional
La atención intencional,
camino de realización
Otros efectos y ventajas de
la atención
Técnicas especializadas en
la mente
De la atención a la concentración
Concentración,
meditación intuitiva e iluminación
Puntos
sobre los que se aplica la concentración
Efectos de la concentración
Necesidad de un Maestro
Preguntas
PRÓLOGO
El presente libro está constituido por las charlas
que hemos dado a unos grupos de alumnos en nuestro Centro de Formación
Psicológica «Dharma» de Barcelona.
Varias de estas charlas estuvieron circulando algún
tiempo en forma de copias mecanografiadas, pero la insistente demanda de
alumnos y otros amigos nos ha determinado, al fin, a ofrecer los textos
disponibles al público en general.
Los textos se ofrecen tal cual fueron pronunciados,
simplemente transcritos y sin apenas corrección alguna. Por ello esperamos que
el lector se hará cargo del estilo quizás excesivamente directo y familiar en
que van redactados. También hemos dejado deliberadamente las repeticiones de
las ideas fundamentales por creer que ello puede actuar a modo de refuerzo
didáctico.
Como se verá, los temas tratados han sido abordados
de manera espontánea, simplemente por el interés que presentaban y fueron
desarrollados desde el ángulo particular que sobre la marcha parecía más
adecuado. Por esta razón, tampoco hay que buscar en el texto una visión
completa ni sistemática de todos los temas que se abordan.
A pesar de todo ello, numerosos asistentes a las
charlas han manifestado con reiterada vehemencia el gran interés que para ellos
han tenido las ideas y experiencias expuestas y la definida utilidad práctica
que de las mismas han obtenido en su vida diaria.
Al dar estas páginas ahora al Editor, nuestro deseo,
pues, no es otro que el poder prestar algún servicio a un número mayor de
personas en esa ardua tarea -que muchos sienten ya como imperiosa necesidad- de
hacer algo concreto para mejorar, tanto los aspectos internos como los
externos, de su propia vida cotidiana.
EL AUTOR
CAPÍTULO PRIMERO
LA
INVESTIGACIÓN DEL SENTIDO DE LA VIDA
La
pregunta
Todo ser racional, en un momento u otro de su vida,
tiene que detenerse a pesar de su más o menos agitado ritmo de vida diaria,
para enfrentarse con la pregunta clave que, surgida en innumerables tonos y
matices desde su interior, acaba al fin por imponerse ante su razón como el
enigma fundamental que exige una respuesta clara, inmediata y contundente: «Yo,
¿por qué existo?, ¿para qué estoy
viviendo?, ¿cuál es el sentido de mi existencia?, ¿qué es la vida?»
Las
reacciones
Son realmente muy diversas las reacciones que esta
pregunta y sus variantes provocan en las personas.
a) Los que no quieren saber nada
Son numerosas las personas que ante preguntas «tan
extrañas, tan desusadas», después de otear brevemente su horizonte intelectual,
después de revisar rápidamente su archivo de datos y experiencias personales, y
presionados al mismo tiempo por los problemas inmediatos a resolver o por su
rutina habitual de la acción, zanjan la cuestión con un elocuente encogimiento
de hombros y prosiguen las actividades, las luchas y los problemas que llenan
el detalle de su vida, siguiendo sin comprender nada de esa vida en la que
luchan y por la que luchan, sin esforzarse en descubrir lo más mínimo sobre el
sentido que pueda tener su existencia, y más bien sintiéndose aliviados al
alejar de sí tales pensamientos perturbadores.
b) Los que va lo saben todo
Otras personas, las más, se contestarán a sí mismas
de acuerdo con las lecciones aprendidas en su período infantil o juvenil de
formación. Y aquí encontramos varios grupos.
El grupo en el que prevalece la formación, digamos
científica, se satisfará -y quizás con aplomo- afirmándose que la vida no es
más que un proceso de lucha por la supervivencia, de adaptación progresiva al
medio ambiente, de procesos orgánicos en curso de indefinida evolución, etc.
El grupo en el que predomina el aspecto religioso
tradicional, de acuerdo con la formación recibida en su infancia, nos repetirá
quizás, que la vida es el campo de experimentación creado por Dios, para que el
hombre, luchando eficazmente por el bien y en contra del mal, merezca de la
divina misericordia ganar la felicidad eterna en el cielo. Y si, por el
contrario, no impone en último término su voluntad sobre el mal, será condenado
a las penas del infierno por toda la eternidad.
Existe también el grupo de los que mantuvieron
durante un tiempo una visión idealista de la vida, pero que ante los fracasos y
desengaños, o bien presionados por sus incentivos más inmediatos y materiales,
abandonan aquella postura inicial para caer en una especie de escepticismo y
adoptan una filosofía que denominan «más realista».
c) Los que saben algo, pero no saben exactamente qué
Hay otras personas que después de haber hecho
«sabias incursiones en el terreno de las más variadas escuelas filosóficas al
objeto de «aclararse un poco más» y después de haberse adherido por turno
quizás a tres, cinco o diez de los «mejores» filósofos acaban con un lío tan
tremendo en su cabeza que ya no consiguen mirar nada por sí mismos y solamente
saben pensar en términos de tal o cual «autoridad».
Algo parecido ocurre con otro grupo, que después de
haber descubierto que en todas las grandes religiones, como también en la
teosofía y en el ocultismo, hay cosas excelentes, y que algunas verdades y
aspectos éticos son comunes o similares, acaban aceptando «un poco» de todo,
resultando de ello un confuso y espeso «potaje intelectual», que por su
contenido de dudas e ideas contradictorias, anula toda posibilidad de trabajo
espiritual concreto y positivo.
d) Los que sólo saben que no se puede saber
Hay también, claro está, ese grupo enorme formado
por los agnósticos, grupo que con una pirueta lógica asombrosa, toma como punto
de partida la conclusión firme de que al hombre le es totalmente imposible
llegar a conocer nada verdadero sobre el sentido de la vida, si es que la vida
pudiera tener realmente algún sentido. Y partiendo de esta postura «tan
racional» ahogan desde su nacimiento cualquier deseo de investigar, cualquier
intento de enfrentarse ante el problema con la mente abierta.
Hay muchos grados y matices en esta postura. Desde
el que trata de avalarla con argumentos sacados de las ciencias naturales o de
la historia de la humanidad, hasta el que ni siquiera trata de apoyarla en
nada. Son los militantes más o menos declarados de este grupo los que proclaman
«slogans» tan miopes y tan infantiles, pero pronunciados con la convicción de
que se trata de verdades profundas y definitivas, como los siguientes: «Hay que
vivir con filosofía: aprovechar los buenos ratos que la vida nos depare y
aguantar con resignación los malos tragos que no podamos esquivar.» «No hacer
daño a nadie y que nadie se meta conmigo.» «Yo, ir a por lo mío y que cada cual
solucione sus problemas.» «La vida es una tragedia irremediable, aunque algunos
se empeñen en engañarse con sueños dorados.» «Lo único que tiene sentido es
vivir intensamente, lo que sea y como sea», etc.
e) Esos pocos que sinceramente tratan de ir aprendiendo
algo
No es mi intención con todo esto desconocer o
menospreciar los estupendos logros ni las valiosas ayudas que las ciencias, la
religión o la filosofía, dentro de sus respectivos terrenos, han prestado ala
humanidad en general y a muchas personas en particular que con sincera
dedicación e inteligente entrega han buscado a través de ellas un mejoramiento
personal y social.
Ni tampoco trato de ignorar la existencia, creo que
cada día más numerosa, de personas de todas edades y de todos. los niveles
sociales y culturales, que sincera y honradamente buscan nuevas ideas, valores
y experiencias, que les aproximen a una mayor autenticidad, que les acerquen a
una más clara comprensión y que les permitan una mayor eficacia en el
cumplimiento del destino de sí mismos y de la Humanidad, destino que a la vez
tratan de descubrir y de crear.
Pero creo que a veces puede ser conveniente
destacar, mediante contrastes, aquellas posturas que, por lo frecuentes,
tienden a diluirse en el «magma» de la opinión común y que a fuerza de
repetirse llegan a aceptarse como normales hasta impedirnos el poder ver su
falta absoluta de autenticidad, su estrecha parcialidad o bien su peligrosa
superficialidad.
En las personas de los grupos indicados más arriba,
y creo que todos conocemos abundantes casos reales de todos ellos, podemos
constatar la tendencia a adoptar una actitud de afirmación personal, como una
necesidad de afirmarse a sí mismos en aquello que afirman o niegan.
Y parece que la necesidad de esta afirmación
personal es para ellos de más importancia que la misma respuesta afirmativa o
negativa al problema en cuestión; incluso más importante que el mismo problema.
Creo que es principalmente esta actitud la que incapacita
a la persona para ver y descubrir nada realmente nuevo. Es el gesto de
hincharse a sí mismo en la pretensión de ser y estar completo en sí mismo. Y,
verdaderamente, en esta situación, en este estado, no hay sitio para nada más.
La otra actitud que también incapacita para ver y
descubrir, es precisamente la opuesta, esto es, la de encogerse. Es la actitud
del miedo, es la actitud de quien está en el mundo sintiéndose con el riesgo
constante de ser gravemente lesionado, física o moralmente. Y necesita estar
defendiéndose, ocupar el menor sitio posible: el menor sitio físico, afectivo y
mental. Y por esto, tampoco hay aquí sitio para nada nuevo.
Las únicas personas que tienen una oportunidad de
descubrir alguna nueva verdad son las que con sencillez y sinceridad son
capaces de enfrentarse con el mundo, con la vida, en esa disposición, mezcla de
curiosidad, interés y admiración, que siente el niño ante cada cosa nueva que
se le presenta en su experiencia cotidiana, viendo en ella algo mágico y maravilloso
que a la vez le atrae y exige ser desentrañado. Son las personas que ante la
importancia del descubrimiento que presienten se olvidan de sus propias
cualidades, defectos y problemas, para entregarse con todo su ser, abierto y
receptivo, primero al tímido acercamiento y tanteo, y luego a la incondicional
búsqueda y total penetración del misterio.
En este terreno, como en toda búsqueda sincera y
directa de cualquier realidad, las actitudes rígidas o preconcebidas resultan
absolutamente perjudiciales: la actitud afirmativa resulta negativa y la
actitud negativa, igualmente negativa. Porque en ambos casos la persona está
cerrada en sí misma. Descubrir implica abrirse, soltarse y mirar con hambre de
comprensión todo el tiempo que haga falta hasta que la cosa quede descubierta
ante nuestra mente. Hemos de abrirnos primero a ella, si queremos que ella se
descubra a nosotros.
Por eso nuestra tarea tiene que basarse en un
trabajo personal de investigación y de maduración. Todo cuanto vamos a hablar
se refiere a normas, a consignas, a consejos, para que cada uno pueda seguir
descubriéndose a sí mismo y a la vez vaya descubriendo la vida, y no se
contente con decir simplemente: «la vida es esto». No; hay que llegar hasta
allí y verlo por sí mismo. Más que definiciones o tesis de ninguna clase, lo
que se impone es un trabajo personal de progresivo desarrollo, de
descubrimiento permanente, y estimo que esta es la única manera de conseguir
que cada uno pueda llegar a estar seguro de lo que ve, porque entonces lo que
llegue a saber será una comprobación de su misma experiencia, de la evidencia
de su mismo vivir.
Los hábitos ideológicos
Hemos visto en el apartado anterior la necesidad de
adoptar de entrada una actitud totalmente abierta y sincera para poder llegar a
comprender de verdad toda la problemática que nos planteada vida. Esto no es
fácil por varias razones.
Ante todo porque estamos acostumbrados a agarrarnos
a nuestras ideas, no porque hayamos llegado a ellas a través de una maduración
o por elección hecha con toda objetividad, sino porque nos hemos adherido a
algunas ideas entre las varias que se nos han ofrecido porque ellas nos daban,
aparentemente al menos, una mayor garantía de seguridad, Lana compensación, un
bienestar, una cierta plenitud, quizá. Cada cual tiene en esto sus propias
motivaciones. Pero ocurre que raras veces se llega a las ideas que uno tiene
-hablo en términos generales- a través de una investigación sincera, profunda,
objetiva, desapasionada, total. Casi siempre nos encontramos ya con unos
valores a los que nos adherimos; y es verdad que estos valores nos ayudan -de
lo contrario no nos apegaríamos a ellos-, pero también es cierto muchas veces
que, paralelamente a la ayuda que nos prestan, se convierten en cárceles, en
muros que nos aprisionan y que nos impiden ver qué hay más allá de esa propia
ideología, de esa forma de ver el mundo o de vernos a nosotros mismos.
No pretendo ir contra ninguna ideología, en
absoluto. Personalmente no voy «contra» nada. Quizá, sólo contra la
inconsciencia, que puede revestir muchas formas, y que a veces se manifiesta,
no sólo en el hecho de aceptar a ciegas una cosa u otra determinada, sino en
estar defendiendo unos principios, unas ideas, por pura rutina, por inercia,
por la costumbre que se ha adquirido de considerar aquello como lo único
válido.
Vivir es transformarse, crecer, desarrollarse,
madurar. Todo junto quiere decir estar constantemente destruyendo formas
antiguas para edificar otras nuevas. La vida implica ese proceso permanente de
destrucción y nueva construcción. Y eso no sólo es una verdad biológica de
nuestro organismo, de nuestra fisiología, sino que también lo es, o habría de
serlo, una verdad de nuestra vida afectiva, mental y espiritual. Cuando la vida
deja de tener este ciclo permanente de renovación, destrucción y recreación,
aunque siga llamándose y pareciéndonos vida, no es en realidad sino todo lo
contrario: cristalizaciones que detienen el proceso activo, dinámico,
centrífugo del vivir.
Nos cuesta seguir este proceso porque en la vida no
sólo nos gusta tener unas ideas, sino que necesitamos adherirnos a ellos. El
mal está en que estas ideas no se nos desprenden nunca. Y entonces somos
nosotros los que quedamos encerrados dentro de ellas, en vez de conservarlas y
mantenerlas tan sólo a condición de que aún sigan teniendo vigencia según
nuestra perspectiva actual. Generalmente nos sumergimos en una actitud cómoda,
más o menos pasiva, y desde ella consideramos que las ideas siguen teniendo el
mismo valor que les dimos el día que las recogimos o nos las entregaron por
primera vez. Somos víctimas de la inercia, de la apatía, o de la pereza. Y de
este modo la idea que en su momento fue estupenda se convierte. ahora para
nosotros en un elemento de retraso, se está muriendo dentro y nos está haciendo
morir a nosotros juntamente con ella, bloqueando toda posibilidad de desarrollo
ulterior.
¿Qué
podemos decir con seguridad sobre el sentido de la vida?
Si nosotros nos adherimos a una fe y la seguimos,
sea en la forma religiosa católica, sea en otra forma religiosa o en otra
ideología, poseeremos en seguida todo un cuadro de definiciones y estructuras
conceptuales. Pero seguir esas definiciones no nos impide, ni siquiera nos
exime, de buscar por nosotros mismos, de querer ver mejor qué es esa verdad, esa
vivencia, sea cual sea el nombre que tenga. Incluso diré -hablando para las
personas que siguen de un modo total la forma religiosa católica- que la
persona que lleva una vida auténticamente religiosa en sentido netamente
católico, en la medida en que esté interiormente creando y recreando su propia
fe católica, en la medida en que se esté formando e informando cada vez de un
modo diferente de las verdades que constituyen la fe, sigue el proceso dinámico
de la vida. Y esto no es una afirmación mía, sino que constituye el verdadero
sentido de la vida cristiana, que es una constante transformación, una
superación, no sólo en la virtud, sino también en nuestra forma de ver y de
actuar, en nuestra actitud básica ante la vida, lo cual implica tanto nuestra actitud
moral como nuestra postura intelectual. Y para los idealistas que no siguen una
forma religiosa tradicional, también la vida tiene sentido, el sentido quedes
da la ideología a la que se adhieren.
Pero al hablar de ideologías no me refiero
propiamente a su estructura externa ya que en el fondo yo no busco hacer
filosofía ni formular teorías abstractas. Hablo, sobre todo, del sentido que
tiene la vida, no desde un punto de vista teórico, sino desde el punto de vista
de nuestra conducta diaria, de nuestras reacciones de cada momento.
Todas nuestras acciones y reacciones tienen una
motivación muy clara, una razón de ser. Al terminar una acción, llega en
seguida otra motivación que nos empuja a una nueva acción, y así parece que se
vaya actuando en circuitos pequeños, cada uno completo en sí mismo. Pero cuando
aprendemos a mirar con más amplitud estas mismas acciones aisladas, vemos que
detrás de todas ellas hay un denominador común, una tónica, algo que les da
unidad y sentido, que les infunde un profundo significado. Y es que todos
nosotros en la práctica -no en la teoría- obramos siempre de acuerdo con alguna
consigna, con algún ideal, sin darnos cuenta de ello la mayoría de las veces. A
esto es a lo que me refiero, no a lo que ahora, al discutir y teorizar, podamos
aceptar o rechazar. Hablo del ideal que informa de hecho nuestra vida
cotidiana.
Observemos nuestros estados de ánimo. ¿Por qué nos
enfadamos tanto en unas ocasiones y en otras no?, ¿por qué hacemos tal cosa y
no otra?, ¿por qué en tal momento de nuestra vida reaccionamos así y no de otra
manera? Existe una razón que explica todas las pequeñas acciones y esta razón
es la consigna que hay a lo largo de toda la trayectoria individual. Ese es el
verdadero ideal, el verdadero sentido de la vida, no el que viene de la
aceptación o no aceptación teórica de una ideología. La aceptación teórica
desde nuestro punto de vista de la psicología experimental, y en relación con
nuestro propio desarrollo, no tiene prácticamente importancia. Es sólo un
testimonio de que las personas tenemos una ideología, que la mayoría de las
veces no tiene nada que ver con la ideología práctica y real que se manifiesta
a la hora de actuar. Y por lo tanto la persona lleva una dicotomía, una
dualidad en su interior, es decir, que no está centrada en un único eje, no
está integrada, no vive en la unidad. Para nosotros es sobre todo una prueba de
que la persona necesita encontrarse a sí misma, reunificarse y empezar a actuar
como un ser, uno solo en sí mismo, no como una multiplicidad dispersa.
Si buscamos qué ideología tenemos en la práctica, no
en la teoría, podemos comprobar que casi todos vivimos tras unos objetivos casi
inmediatos, a corto alcance. Para cada uno de nosotros existen pequeños
objetivos en un momento dado; uno desea estudiar una carrera y conseguir un
título; otro encontrar la mujer con quien fundar un hogar; aquél hallar una
vivienda con suficientes ventajas según su condición, o conseguir tal cargo,
una situación económica determinada, cuidar de la familia, etc. Objetivos que
van viniendo y animando nuestra conducta inmediata. Es evidente que todos
tenemos objetivos de este estilo, pero esto no basta porque no explica el
sentido de todo el conjunto de tales objetivos ni del porqué de su selección ni
de los medios que elegimos en cada momento para tratar de conseguirlos.
¿Es
útil o necesario tener un ideal?
¿Es suficiente tener esa serie de objetivos menores
o es necesario y útil, en algún sentido, poseer además la visión de un objetivo
más elevado y general, que englobe toda nuestra vida y nuestra existencia? ¿Es
útil realmente tener un ideal en la vida? O, por lo contrario, ¿es perjudicial?
Inmediatamente la tendencia de todos es decir: «claro que es útil». Pero, ¿por
qué decimos esto?, ¿por qué tendemos a afirmar en seguida, a decir que sí es
necesario y útil tener un ideal? Si lo miramos con imparcialidad veremos que
tendemos a afirmar eso por varias razones
1) porque se nos ha enseñado así, y
2) porque todos vivimos con esa inclinación a
adherirnos a un ideal.
Pero esto no es razón suficiente, no demuestra su
utilidad. Es preciso que examinemos con imparcialidad, con cierta objetividad
los pros y los contras de tener un ideal.
¿Qué ventajas tiene el poseer un ideal? Muchas.
Tener un ideal significa por de pronto que la persona tiene un objetivo que la
dinamiza, lo mismo en su capacidad de acción, que de lucha. Todas sus
facultades se ponen en movimiento para conseguir tal objetivo. Por lo tanto ya
tenemos que el ideal se convierte en un elemento activador, actualizador de las
propias capacidades, que quedan localizadas hacia ese objetivo concreto; en
este sentido el ideal estimula el actuar, vivir, experimentar y desarrollar las
facultades.
Conocemos por experiencia que hay algunas personas
que no tienen ideales. Son personas apáticas, sin ganas de hacer nada, que
viven en una especie de inercia, de abandono cada vez mayor. A estas personas
les falta tener algo por qué luchar, algo que defender. Si lo tuvieran estas
personas se animarían. La experiencia demuestra que cuando se consigue que una
persona acepte un ideal, inmediatamente se moviliza; la persona se yergue y
empieza a actuar con mayor vigor.
Los
inconvenientes del ideal
Pero digamos también los inconvenientes que tiene el
poseer un ideal. Sí, aunque nos duela aceptarlo, podemos afirmar que tiene
inconvenientes.
En primer lugar el ideal fija un límite en el
camino, levanta una muralla. Quiero ir a tal sitio y nada que no sea ese sitio
me interesa, ni lo valoro, ni lo conozco. Limita mi campo de visión, de
comprensión, de valoración. Por eso vemos, en general, que apenas podemos
hablar a las personas, más que de las cosas que están dentro de la línea de su
ideal. Las otras cosas no les interesan, aunque sean quizá muy importantes.
Otro de los inconvenientes del ideal es que nos lo
fijamos en un momento determinado, en un punto de la trayectoria de nuestra
vida. Y naturalmente, establecemos ese ideal de acuerdo con la valoración, las
experiencias y las ambiciones de aquel momento; es decir, el ideal responde inevitablemente
a lo que hemos vivido hasta entonces y a lo que somos en aquel instante. Y el
ideal así construido lo erigimos en el norte de nuestra vida.
No discutimos ahora si el ideal que nos forjamos era
correcto o no. Exponemos simplemente el hecho tal como sucede. De aquí se
deriva que casi siempre que nos fijamos en un ideal, en cuanto hemos conseguido
una madurez algo mayor, deja de ser adecuado para nosotros. Y se debe
precisamente a que lo construimos según la perspectiva que teníamos en un momento
dado. Naturalmente, a medida que luego vamos viviendo, creciendo en todos
sentidos, madurando interiormente, nuestras valoraciones cambian. No es que
entonces tengamos que pasar del blanco al negro; pero el blanco tiene muchos
matices. Así resulta que el ideal, cuanto más fijo y vigorosamente estaba
instalado en nuestro interior, con mayor fuerza, empieza a convertirse en un
enemigo del propio desarrollo, y de la propia plenitud. Es un hecho importante,
porque si yo me he fijado un ideal tan intensamente que no puedo cambiarlo, o
me cuesta mucho hacerlo por la fuerza y profundidad con que está incrustado en
mi mente, entonces quedo todo yo supeditado al servicio de este ideal. Ahora
bien, si interiormente no me desprendo, sino que sigo estando ligado a él, a
pesar de que se me ha quedado pequeño, entonces me encuentro limitado s,
encerrado precisamente por mi propio ideal.
Si me cuesta tanto renunciar al ideal, es porque he
ido asociando a él una serie de valores importantes, como la superación de mí
mismo, la realización de la plenitud, tinos contenidos espirituales
determinados; y dejarlo me parece que sería tanto como sacrificar todo lo
bueno, todo lo positivo que le he ido asociando, como si con él me arrancasen
todos los valores fundamentales de mi vida. En estas circunstancias mi ideal se
convierte para mí en algo que gravita sobre mi personalidad, la cual quizás
está buscando algo de mayor amplitud, o quiere mirar en otra dirección, o desea
mayor profundidad, y, no obstante, se encuentra atada en sus movimientos por la
fórmula ideal que hemos solidificado en nuestro interior.
No estoy hablando de cosas que pasan sólo alguna
vez. Si examinamos un poco nuestra vida, veremos que todos los desengaños que
nos hemos ido llevando, todos, son producto de idealizaciones que teníamos
hechas en nuestro interior y que no se ajustaban a la realidad. Y esto nos ha
ocurrido siempre, en todos los sentidos.
Entonces,
¿qué hacer?
Hemos visto que el ideal, aparte de sus ventajas,
tiene el inconveniente de convertirse en una camisa de fuerza, pues lo que en
un momento dado nos parecía un palacio o un traje real, llega un momento en que
nos aprisiona, nos impide movernos y corta nuestra libertad interior.
¿Qué hemos de hacer? Sí, el ideal nos reporta
beneficios muy grandes, pero tiene también graves inconvenientes. ¿Qué camino
podemos seguir?
Creo que es importante investigar a fondo, con más
cuidado, con más sinceridad sobre este tema del ideal. Pienso que es necesario
llegar a ver cuál es la consigna, el sentido de la vida, cuál es el auténtico y
único ideal de la vida, para poder prescindir de todos los demás. Si nosotros
pudiéramos tener una visión correcta de la verdad -de la verdad auténtica, con
mayúscula- y de la razón de ser de las cosas, entonces nuestros ideales no
tendrían que estar constantemente contradiciéndose, rectificándose, no nos
veríamos obligados a volver siempre a revisarlos y por lo tanto a sufrir con
esas continuas búsquedas y desorientaciones.
Nuestros ideales podrían ser escalonados, pero todos
ellos en una dirección correcta. El problema es precisamente éste: ¿cómo llegar
a tener una perspectiva de la verdad que polarice, que dé un sentido correcto a
nuestros pequeños ideales y a nuestro progresivo descubrimiento del verdadero
ideal?
Esto lo podemos conseguir, pero no mediante la
aceptación de una ideología. Aunque mientras tanto podemos seguir adhiriéndonos
a la que nos parezca mejor ya que sin ideal se nos hace más difícil vivir. Pero
al mismo tiempo tenemos que esforzarnos en investigar y en descubrir lo que
está más cerca de nosotros mismos: la verdad de la vida que está en nosotros.
No se trata de dar respuesta a una cuestión filosófica, sino de descubrir esa
verdad de un modo real, directo, experimental, tal como experimentamos el gusto
del azúcar, o el de la leche; se trata de una experiencia directa. ¿Cómo
sabemos lo que es tener frío o lo que es tener hambre o sueño? Pues con ese
mismo carácter de evidencia, de experiencia inmediata que se incrusta en
nosotros y que vivimos desde lo más profundo de nuestro ser con la misma
urgencia, con la misma claridad con que surgen de nuestro interior las ansias
de vivir y de defender nuestra propia existencia en un momento de peligro, así
hemos de buscar la verdad de la vida.
Hemos de aprender a investigar, a acercarnos cada
vez más a la respuesta de esa pregunta fundamental: ¿cuál es la verdad en mí?
¿Cuál es la verdad encarnada en mi vida? Porque esto nos situará en una
perspectiva, de momento quizá limitada, pero correcta, cierta, auténtica, que
forma parte del trayecto y que está ya en dirección hacia el objetivo más
amplio de la verdad total. También hemos de aprender a buscar la verdad tal
como se expresa a través de la vida que nos rodea.
Es cierto que la vida que nos rodea no podemos verla
en sí misma, pero sí podemos percibir y observar sus gestos, sus movimientos,
sus manifestaciones. Y esto nos proporcionará los datos necesarios para deducir
que de la misma manera que en mí la vida que yo siento se va expresando y se
manifiesta al exterior, también esos datos corresponden a la expresión de una
realidad interior análoga a la mía o tal vez idéntica.
Entonces podremos ir descubriendo cómo funciona la
vida, qué y cómo se va manifestando en el exterior. Podremos ajustar un poco
más nuestra perspectiva mental y descubrir el sentido que existe dentro de este
conjunto de fenómenos que observamos en la vida interiormente y en sus
manifestaciones externas. Y así podremos empezar a ver claramente cual es el
ideal. Entonces los ideales concretos que nosotros podamos ir construyendo, por
estar edificados sobre realidad, sobre este patrón auténtico de nuestra propia
evidencia interior, se hallarán sobre buen camino. Y corno nuestra propia
evidencia interior va cambiando con el tiempo, de igual modo nuestra proyección
del ideal se irá transformando paralelamente. Pero ya no ocurrirá que yo acepte
por una parte una ideología externa, aunque buena, y por otro lado me encuentre
en una fase en la que mi experiencia interna vive en desajuste con el ideal
propuesto. No sobrevendrá esa separación, esa dualidad, sino que iré penetrando
hacia el interior de todas las ideas, de todas las formaciones intelectuales
que me han sido dadas, seleccionando y asimilando aquellas que estén conformes
con mi evidencia interior.
Y esto no es quitar valor a las ideologías. Es
precisamente dar la clave para encontrar el verdadero valor de esas mismas
ideologías. Porque la ideología solamente es válida y buena en la medida en que
responde a la verdad, a la evidencia, no cuando es bonita, o nos gusta, o nos
sirve para algo.
Características
del ideal correcto
Creo que en líneas generales, la filosofía o el
sentido de la vida que hemos de descubrir ha de ser compatible con todos los
aspectos de la vida. Generalmente el ideal va hacia un sector determinado y
prescinde de todo lo que está fuera y hasta tiende a negarlo. A mi parecer no
hay posibilidad de tener un ideal correcto, una visión justa, una perspectiva
auténtica y verdadera, si en ese ideal no están incluidos todos los aspectos de
la vida.
Es un problema muy parecido a la visión que tenemos
o que se nos ha dado de Dios. Es una visión de Dios estupenda que ojalá la
viviéramos de verdad. Pero es tina visión parcial hecha a la medida de un niño
pequeño que necesita protección y seguridad. Todos los valores religiosos que
conservamos -si ustedes se fijan- se basan en el amor, pero en un amor
concebido siempre en el sentido de protección personal, que nos hace salir de
los apuros, de los problemas, de las dificultades, proporcionándonos de este
modo un bienestar personal.
Pero como contraste con esta visión parcial ocurre
que nuestra vida práctica nos ofrece unas experiencias muy desagradables, que
no podemos comprenderlas ni integrarlas en nuestro ideal. Así cuando a una
madre se le muere un hijo, o asistimos a una gravísima desgracia, o a una
catástrofe inesperada en la que mueren gran cantidad de personas, ¿qué sucede
entonces, qué ocurre con esa noción de Dios que cuida de la criatura y la
protege de un modo personal? Sí -nos dicen- «es la voluntad de Dios», «es una
prueba», «es un castigo». Se pueden dar muchas razones, pero en nuestra
experiencia interior estos hechos no quedan aclarados, porque sólo tenemos
experiencia de una relación de hijo a padre para con Dios, relación de
protección, de seguridad. Y cuando sobreviene una desgracia, se nos rompe la
idea de protección en ese sentido personal al que estábamos aferrados, pues
vemos que allí ha habido una no-protección aparente, una vida impotente que se
trunca, un padre que muere y deja a la familia tal vez abandonada, en la
miseria; mil desgracias, en fin, que son hechos reales de cada día y que no
podemos soslayar. Entonces, ¿qué pasa con nuestra noción de Dios? Nos sentimos
confusos, tan confusos como cuando tenemos un problema importante y le pedimos
a Dios en la oración que nos solucione y precisamente de la manera que nosotros
hemos concebido como la única solución satisfactoria; y aunque ponemos todo
nuestro desespero y nuestra perseverancia en esa oración, vemos que el problema
no se soluciona como nosotros queríamos. En estos casos, tan frecuentes como
reales, ¿qué ocurre con nuestra noción de Dios? ¿Esa noción que hemos ido
asociando todos nuestros ideales de bondad, de protección, de seguridad
personal? Entonces comprobamos que esa noción no se ajusta a la realidad cruda
que se desprende de un modo directo y sin subterfugios de los hechos. ¿Y por
qué ocurre esto? Porque nuestra idea de Dios no es correcta.
Por eso digo que nuestro ideal de la vida ha de
incluir todos los aspectos de la realidad, no abarcar sólo un sector sin querer
ver el resto, ni tampoco tratar de explicar la realidad buscando unas razones
que pueden ser ciertas, pero que, por el hecho de no vivirlas, no son verdad
para mí.
Esto supone que hemos de llegar a un ideal que no
sea fruto de una simple aceptación o conformidad externa, sino que brote de una
actitud interior total que ve y comprende la razón de ser positiva de todas las
cosas.
Sólo entonces, cuando yo mismo vaya viendo si hay o
no hay sentido en las cosas, y cuál es ese sentido, y todo lo vaya
experimentando directa e inmediatamente en mi propio ser, entonces el ideal que
descubra será auténtico, a prueba de cualquier circunstancia, porque será un
ideal que me lo habrá dado la vida misma vivida con totalidad. Será realmente
la representación exacta de mi ser en el mundo.
El ir descubriendo todo esto puede parecer un
trabajo arduo y difícil. Aún más, de momento lo único que se puede hacer es
plantearse el problema tal como ahora tino lo ve y lo vive. En realidad esta es
la postura de partida más correcta.
Sin embargo, es posible sugerir caminos para
acercarse cada vez más a esa experiencia capital, a ese; descubrimiento directo
y evidente de la verdad de la vida. Todo hombre es capaz de llegar a ese
descubrimiento, y lo es en la medida en que siente una necesidad verdadera, una
inquietud más o menos profunda por llegar a conseguirlo.
Una cosa que podríamos hacer con este fin es pasar
revista a las teorías materialistas y espiritualistas que pretenden darnos una
visión de la vida; pero en realidad esto no tiene importancia para nuestro
objetivo. Tanto en unas como en otras, aparte de sus ventajas relativas,
podemos encontrar varios inconvenientes.
Así la persona que vive de acuerdo con el sentido
materialista -y hay muchas personas que se dicen religiosas y viven de este
modo; quiero decir, que externamente se adhieren a una forma religiosa, pero
que en su vida práctica siguen de hecho un ideal exclusivamente materialista-
tiene más acusados determinados rasgos psicológicos. Uno de ellos es el de
poseer un sentido realista extraordinario, una aptitud más desarrollada para la
concreción, para la acción dentro del mundo material. En general, diríamos que
es capaz de hacer cosas. Tiende a verlas, por lo menos las que se refieren a su
propia experiencia, de un modo muy claro, muy preciso, y sabe manejarlas bien
para conseguir resultados. En este sentido, digo, su capacidad de realización
es extraordinaria.
Pero esta cualidad tiene sus inconvenientes. El
principal es que la vida de estas personas carece de sentido. Hay una serie de
cualidades que no desarrolla nunca y que, no obstante, están en su interior:
valores espirituales, reales, auténticos, no simples ideas teóricas, sino una
capacidad real de alcanzar experiencias y estados intrínsecamente
espirituales.: Y no las desarrolla a causa de su propia actitud, porque él
mismo se está mutilando. Además esa misma actitud materialista le impide
encontrar un sentido general de la vida. Puede conocer las leyes de la materia,
su mecanismo, pero no sabe profundizar en la existencia, en tanto que fenómeno
complejo más rico. Así no le queda más remedio que decir: los valores que
llamamos intelectuales, morales y espirituales son una manifestación más de la
materia. Y de este modo se deja escapar el verdadero sentido de la existencia,
porque nunca lo que es una manifestación de la materia puede darnos su razón de
ser. La razón, la idea, la filosofía en este caso no sería más que un producto
de la materia y si sólo es un producto, justamente en esta medida no puede
darnos la explicación. Es más, el significado mismo del sentido de la vida
resultaría absurdo, pues este sentido sería siempre menos importante que la
materia por ser un subproducto de la misma.
Las personas que viven siguiendo una teoría
espiritualista de verdad -no los que se adhieren sólo imaginativamente a
ellas-, poseen una serie de cualidades estupendas. Algunas las hemos enumerado
antes. Desarrollan sus facultades, dinamizan su energía interior y actualizan
unos valores que están en nosotros y que solamente se pueden desarrollar si se
vive en función de dichos valores.
Pero en cambio tiene el inconveniente de que
tienden, en general, a delimitar su perspectiva de la vida negando o
disminuyendo otros valores reales. Y muchas veces también a convertir la vida
espiritual en una compensación de las experiencias reales desagradables que
experimentan en la vida concreta. En lugar de vivir las experiencias hasta el
fondo, de conocerlas y manejarlas bien, sucede con frecuencia que ante las
dificultades que les plantea la vida se refugian en los valores de tipo
espiritual para conseguir un éxito que no pueden obtener en el orden material;
y en este sentido, podemos afirmar que huyen de muchas situaciones, evadiéndose
de un nivel real a otro de tipo ideal.
En nuestra búsqueda de la verdad de la vida hemos de
prescindir tanto de las ideologías de tipo material corno espiritual. Esa
separación que la gente hace entre lo material y lo espiritual desaparece
cuando uno busca la experiencia de su propia vida, porque ésta no hace
separación artificial entre materia y espíritu. La vida es, ciertamente, un
fenómeno muy rico, muy complejo, pero único. Las separaciones que introducimos
son siempre producto de la mente que tiende a especular, pero que no está
viviendo de verdad, sino que se sitúa fuera como simple espectadora. La mente
puede especular, puede razonar, pero es preciso que en el momento de hacerlo no
se separe del proceso dinámico de la vida, sino que permanezca integrada en las
fuentes de la vida de donde brota y de la que forma parte.
Hemos de aprender a descubrir el sentido de la vida
abriéndonos mentalmente hacia dentro, para que sea la vida misma, desde dentro
de nosotros mismos, la que nos dé el verdadero sentido de todo cuanto existe.
La vida arrastra consigo un conjunto de fenómenos energéticos que se están
produciendo en nosotros en todos los niveles de nuestra personalidad, desde el
más elemental y material, hasta el más elevado y espiritual y que están
constantemente en funcionamiento. Si aprendemos a mantenernos abiertos a ese
proceso vivo que está teniendo lugar siempre en nuestro interior, iremos viendo
y descubriendo, de un modo constante, sin pensar, sin especular, qué es eso que
llamamos vida, cuál es la realidad que está detrás de esos fenómenos. Porque
toda vida vivida conscientemente se convierte en sabiduría. Para vivir así hay
que hacer pasar la vida de un modo directo por la mente, prescindiendo de la
representación de ideas, pensamientos, juicios o teorías. ¿Qué quiere decir que
una cosa se convierte para mí en realidad vivida de un modo inmediato? Cuando
me hago daño, cuando tengo un dolor de muelas, o cuando hablo, vivo estas
realidades directamente. Pues de la misma manera se puede llegar a un
conocimiento evidente, inmediato de lo que es el sentido de la vida, de lo que
ella busca y quiere; es decir, de la verdad que no es sino la contraparte
intelectual de ese conjunto de fenómenos energéticos y dé conciencia que
llamamos vida.
Para llegar aquí, evidentemente, hay que realizar un
trabajo, largo muchas veces, pero en el que cada paso está recompensado, cada
esfuerzo obtiene su fruto inmediato. Quizá no sean fáciles estas soluciones
como pudiera serlo el hecho de rechazar una teoría o el de adherirme a otra que
me parezca más cómoda o más atractiva. Pero en cambio uno aprende a trazarse un
caminó que será permanente, aprende a ser él mismo su propio camino. Tal será
el tema sobre el que iremos ahondando poco a poco en sucesivos capítulos.
CAPÍTULO II
COMO
DESCUBRIR EL OBJETIVO DE LA VIDA POR NOSOTROS MISMOS
Resumen
del capítulo anterior
Hemos hablado en el capítulo anterior del problema
general que se nos plantea cuando queremos ver el sentido que tiene la vida.
Decíamos que es muy fácil -y lo que todos hacemos o hemos hecho- adherirnos a
una ideología que nos ofrezca el sentido de la vida de un modo pasivo para
nosotros, ya hecho y prefabricado. Puede ser en sí mismo excelente; pero aunque
el sentido de la vida que dicha ideología nos brinde sea cierto, para nosotros
es falso porque el sentido de la vida sólo es auténtico cuando uno lo descubre
por sí mismo de un modo directo, inmediato, personal. Mientras sea algo que nos
venga dado de fuera, aunque en sí sea excelente, siempre será una cosa de
segunda mano, ajena, extraña y lejana a nosotros mismos.
Ahora bien, el sentido de la vida no puede ser algo
que esté alejado de nosotros, sino que es nuestro mismo ser esencial
aprehendido y captado en su dinámica, a través de nuestra mente consciente. La
vida tiene en sí misma su razón de ser y su mensaje, que no consiste en
explicaciones que se puedan dar desde fuera, por ser éstas siempre
abstracciones y por lo tanto un alejamiento del vivir en sí mismo. La vida
tiene toda su explicación, todo su sentido y todo su significado en el mismo
hecho de su existencia, en cada instante de su manifestación.
Si nosotros pudiéramos vivir continuamente
centrados, tomando conciencia de cada momento de nuestro vivir, la vida para
nosotros se llenaría de sentido y de plenitud. Esto que digo, de momento puede
parecer también una fórmula más que ofrezco y por eso, en cuanto fórmula, hemos
de evitar el adherirnos a ella de un modo ciego, o como consecuencia de unos
razonamientos, por atractivos y sugestivos que sean. Así, pues, incluso desde
esta perspectiva que planteamos, es preciso hacer una investigación directa,
personal, para que la investigación se convierta en autotransformación y, por
lo tanto, en autodescubrimiento.
Dijimos que los ideales tienen lados excelentes,
magníficos, pero que también encierran a veces un aspecto negativo; y que por
eso hemos de aprender a buscar un sentido a la vida, que sea auténtico, pleno,
amplio, que no encierre contradicciones, en el que quepa todo fenómeno, de
forma que no nos haga falta volvernos de espaldas para no mirar ciertas cosas
porque no encajan con la ideología que se nos ha dado. Es preciso que el
sentido de la vida que andamos buscando sea válido para todo lo que hay en
ella: lo mismo para las desgracias, las inmoralidades, las injusticias, el mal,
el dolor, que para el bien y el bienestar, de modo que todo encuentre su razón
de ser, y esté encajado dentro de una unidad.
Cómo
descubrir el verdadero ideal
También decíamos que hemos de aprender a descubrir
el ideal, mirando directamente la vida, tanto la vida en derredor como la vida
en nosotros. Es cierto que mirando la vida que nos rodea no podremos saber
directamente cuál es su sentido, porque lo que podemos observar a nuestro
alrededor no es propiamente la vida, sino sus manifestaciones externas y
fenoménicas; precisamente las manifestaciones que la ciencia estudia. Sin
embargo, hemos de observar todo lo que llega a nosotros para ver si con todos
estos datos podemos vislumbrar alguna explicación que nos proporcione cierta
luz sobre el sentido auténtico de la vida.
Pero sobre todo hemos de aprender a mirar en
nosotros mismos, pues la vida, no como concepto abstracto o teórico, sino como
experiencia directa e inmediata, de cada uno de los momentos, es algo interno,
muy íntimo, que tenemos que mirar y ver en nosotros mismos.
Por lo tanto haremos distinción entre estos dos
aspectos: la vida externa, la vida que nos rodea, que en el fondo no es más que
una serie de manifestaciones fenoménicas, y la vida interna, tal como se
expresa en nosotros y como nosotros la experimentamos a través de una serie de
manifestaciones de tipo subjetivo. Los dos aspectos han de complementarse, y no
puede ocurrir de ningún modo que los datos que nos dé la observación externa de
la vida se contradigan en absoluto con los que nos proporcione nuestra
conciencia interna, pues los dos son manifestaciones de la misma vida y, por lo
tanto, el sentido ha de ser idéntico para ambos.
Mirando
la vida que nos rodea
Si miramos la vida que nos rodea -y al decir esto me
refiero a todo cuanto tiene vida: vegetales, animales, hombres, grupos
sociales, etc. podremos observar que todo sigue un ciclo claro, evidente:
nacimiento, desarrollo, plenitud, madurez, reproducción, declinación, muerte.
Todo ser vivo sigue esta curva evolutiva e involutiva.
Si observamos la vida que nos rodea desde un punto
de, vista más amplio, en un ciclo más largo, con perspectiva histórica, podemos
advertir exactamente el mismo fenómeno: nacimiento de una cultura, de un grupo,
de unos valores: desarrollo, plenitud, irradiación, decaimiento y desaparición.
Y todo cuanto estudia la ciencia, como cuanto observan nuestros sentidos, no se
refiere más que a los fenómenos particulares que se producen en cada fase de
este ciclo permanente que se da en la naturaleza.
Es un proceso que se verifica constantemente. Parece
como si toda la naturaleza estuviese organizada para asegurar este proceso. Si
la estudiamos, atentamente veremos que hay en ella una inteligencia
extraordinaria, que se manifiesta primeramente en los cuidados primorosos, en
las verdaderas filigranas con que se prodiga para asegurar ese proceso de
reproducción, nacimiento y protección del nuevo ser cuando aún es pequeño, y
para proporcionarle luego todos los medios de subsistencia mientras dura su fase
de crecimiento; y, en fin, para que nada falte al feliz desenvolvimiento de
cada una de las fases. Esto nos dice el estudio de la naturaleza, en los reinos
vegetal y animal. En la vida humana podemos observar exactamente lo mismo. Para
nosotros el ser que nace tiene un carácter sagrado. Hay algo en nosotros que
nos hace mirar con sumo respeto a ese ser pequeñito que, de momento, no nos
trae más que molestias, pero que por otro lado tiene un encanto, un atractivo y
una grandeza extraordinarios. Hay en nosotros un sentido innato de protección
de la vida incipiente y de obligación de cuidar de aquella vida.
De un modo u otro en toda la gama inmensa de formas
de vida que existen, observamos siempre lo mismo. Yo diría que examinando la
vida sin ninguna ideología preconcebida, la lección o plan aparente que nos
revela la naturaleza parece consistir en procurar que cada individuo, que cada
forma de vida, se desarrolle y alcance su plenitud, y al mismo tiempo en
asegurar la supervivencia de la especie de manera que el proceso continúe sin
interrupción.
Esto lo vemos en todos los planos de la existencia,
lo mismo en el reino vegetal y animal, como en lo relativo a la vida humana y a
sus diversas manifestaciones sociales y culturales; lo mismo se trate de
individuos aislados, como de colectividades, grupos o culturas. Siempre el
mismo proceso repetido incansablemente. Todo nace, se desarrolla, alcanza su
plenitud y muere.
¿Pero qué significa esa plenitud? Observando la
evolución histórica de los grupos humanos comprobamos que esa evolución sigue
invariablemente un proceso en el que cada vez las formas van adquiriendo
una mayor complejidad, y al decir esto quiero decir también mayor amplitud,
mayor finura, mayor precisión en sus mecanismos de ajuste y de adaptación. Es
decir, que no sólo dentro de cada vida o de cada grupo particular, sino a
través de toda la línea evolutiva en su conjunto se ve que las formas de vida
avanzan y se perfeccionan, alcanzando grados cada vez más elevados, y dando
lugar, a pesar de algunos retrocesos momentáneos, a una mayor perfección de las
especies y de los grupos.
En una palabra, siempre percibimos que la vida,
tanto de los individuos, como de los animales y plantas está ordenada a
que las formas nazcan, crezcan, lleguen a su plenitud y después desaparezcan
para luego convertirse en nuevas formas. Me recuerda esto un poco el juego de las aguas en las fuentes
luminosas. El agua sube, adquiere una configuración y entonces esa misma agua
cae para volver otra vez a subir y tomar de nuevo las mismas
formas o similares. Si se fijan, el proceso de la vida es muy parecido. Es como
si todo estuviera subordinado a mantener una plenitud de formas, un juego
incesante de creación de nodos de vida. Detrás de toda esta creación y
recreación, de este ir y
venir, se adivina una constante que es la vida misma. Ella es lo permanente,
las formas son las variantes, su manifestación accidental. Como si el único
argumento central fuese vida: vida que se manifiesta a través de
las formas. Exactamente como el agua que se expresa en mil caprichosas figuras.
Nosotros vemos las formas y decimos: ¡qué fuente tan bonita!; pero en realidad
lo que tiene más consistencia allí es el agua, esa agua que va cambiando
constantemente, no el cambio o la forma, que de por sí es efímera.
Quizá podríamos sacar de esto más conclusiones de
las que iremos extrayendo. Pero aquí me limitaré solamente a las que todos a
primera vista podemos deducir si miramos las cosas sin demasiadas ideas
preconcebidas.
Mirando
la vida en nuestro interior
¿Qué vemos cuando miramos la vida que surge, que se
manifiesta en nosotros, cuando examinamos la vida vivida por dentro? Por de
pronto muchos fenómenos y muchas formas, impulsos y estados nuestra vida es muy
compleja. Pero si nos proponemos buscar lo que viene a ser el denominador común de todos nuestros
cambios internos y nuestros fenómenos de conciencia, es decir, de toda nuestra
vida consciente, podemos reducir todos los fenómenos, formas y cambios a una
serie de dualidades entre las que nos movemos constantemente. En el mundo
físico variamos sin cesar entre la dualidad: placer-dolor; en el nivel afectivo
nos movemos siempre entre la dualidad: amor, atracción, y odio, rechazo,
repulsión; en el nivel intelectual entre la dualidad: verdad-mentira; en un nivel
más difícil de concretar, que podríamos llamar de voluntad, podemos decir que
nos movemos entre la dualidad: ser y no ser, esto es, conciencia
de realidad de uno mismo y negación de esta conciencia de sí mismo.
Y toda nuestra vida consiste en un esfuerzo
por retener los primeros términos de la
dualidad placer, amor, verdad, ser, y en rechazar, huir y alejar de
nosotros los segundos términos de dichas dualidades dolor, odio, mentira, no
ser. Tanto es así, que si miramos nuestra dinámica interior, veremos que toda
ella está movida por esos estímulos, por la búsqueda de alguno de esos
elementos de la dualidad -los positivos- y por el esfuerzo de separarnos de los
otros, de alejar los términos negativos. Toda nuestra motivación gira alrededor
de este centro. Naturalmente hay infinitos modos de ser, muchas formas de
verdad, muchas modalidades de placer, muchas clases de amor, pero los modos no hacen nada más que dar
matices a esta constante. Y si reflexionamos bien, veremos que detrás de
cualquier acto de nuestra vida hay siempre esta motivación. Todos buscamos
placer, amor, conocer, ser.
Pero ¿cómo lo buscamos? Es fácil comprobar la
afirmación general de que nos movemos atraídos por el primer término de las
dualidades y tratamos de retenerlo; pero la forma en que cada cual intenta
vivir ese primer término varía mucho, es muy diferente en cada persona. Para
una persona el placer será tener asegurado un buen plato en la mesa y
estar cómodo. Para otro el placer consistirá en unos refinamientos y
unas delicadezas de otro tipo. Unos concebirán el amor sólo en su
vertiente física, sexual. Para otro, en cambio, el amor es esa capacidad
extraordinaria de sentirse y de participar con el otro, de darse cuenta de que
forma una unidad con él y de ayudarle a ser más sí mismo. La verdad para
unos consistirá en tener una idea clara de cómo organizarse su vida concreta y
de las cosas inmediatas que le rodean. Para otros el ansia de la verdad se
hará sentir en la necesidad de llegar a encontrar algo que explique su vida,
que explique su papel, su función, su lugar, en el mundo.
Cada una de estas cosas, a su vez, la vivirá cada
cual matizada de una forma exclusivamente personal; pero siempre, de un modo u
otro, estaremos buscando todos los mismos estados interiores: placer, amor,
verdad, ser. Parece, pues, que si miramos a nuestra vida interior, la vemos
empujada y movida por un ansia de plenitud, de totalidad en cada uno de esos
aspectos. A la plenitud de placer la podemos llamar felicidad; a la plenitud de
amor, beatitud; a la de verdad, sabiduría; y a la de ser, poder.
En la India concretarían todo esto en las tres
palabras clásicas con que definen la naturaleza de Atman, es decir, la
naturaleza esencial del ser humano: Sat-chit-ananda. Sat quiere decir
ser; chit, conocimiento en el sentido espiritual, y ananda, felicidad suprema.
Lo que nos empuja a vivir es el logro de estos
fines. En unas personas puede dominar más la búsqueda del conocimiento, en
otras la del bienestar, del placer y en otras la del amor. Pero todos buscamos
todo. Lo que puede ocurrir es que en una persona domine la búsqueda de una de
esas cualidades por encima de las demás. Fíjense que digo que buscamos estas
cosas y que las buscamos como un ideal real, operativo, no como un ideal
teórico, abstracto, pues ya en páginas anteriores señala que habíamos de
separar bien la teoría y la abstracción de lo que es nuestra auténtica consigna
que nos mueve de verdad en la vida. Y este es precisamente el ideal inmediato,
vivo, el que nos hace mover en todas las cosas. Cuando buscamos mejorar el
sueldo, perseguimos ese ideal; cuando pretendemos pasar un rato agradable en
una tertulia de amigos, andamos tras el mismo ideal; y no es otra cosa lo que
buscamos cuando leemos un libro o asistimos a una conferencia o intentamos realizar
una buena operación comercial. Incluso el hombre que comete una acción
delictiva busca también a su modo conseguir ese mismo ideal.
Bajo formas muy diversas todos andamos tras el bien
y todos vivimos buscando el amor; sólo que el bien podemos vivirlo de una forma
muy limitada, muy pequeña, - de tal modo que este bien nuestro particular se
contraponga al bien social y entonces tendrá el nombre de mal; pero, en el
fondo, nosotros lo buscamos, como bien, y en tanto que bien, aunque a veces nos
perjudique en otro sentido. Lo que sucede a menudo es que en la medida que
nuestra mente se limita a una perspectiva pequeña y estrecha, nuestra visión
puede contraponerse a la perspectiva general de la sociedad en lo que se
refiere a algunos valores reales de la vida. Pero también puede ocurrir que la
perspectiva social no coincida con la de la vida, con su realidad evolutiva y
esto da lugar muchas veces a las grandes crisis sociales, políticas, etc.
Por ejemplo, un problema que han estudiado
historiadores y sociólogos, es el del efecto del maquinismo en cuanto tiende a
deshumanizar por completo el valor de la persona. El tipo de vida a que esto
conduce, y que cada vez se extiende más, va diluyendo la familia. Pero puede
ser que se llegue a otra clase de valoración de la sociedad, en la que la
piedra fundamental no sea la familia, por más que de momento esto nos pueda
parecer extraño.
Dejando esto aparte, el hecho es que aunque hay
cosas que van, o parecen ir, contra lo que es la ley, la norma y el sentido
general de la vida establecida, si miramos bien a nuestro interior, veremos que
la nota dominante que aparece en nuestra vida es siempre la búsqueda de una
plenitud a través de la verdad, del conocimiento, del amor y de la realidad. Y
esto está detrás de todo, incluso de las acciones más nimias, más pequeñas y
aún de las más extrañas. Es lo que todo el mundo intenta buscar, lo que
verdaderamente nos mueve. Observando qué cosas son las que más nos llenan,
veremos que son precisamente las que se aproximan más a este ideal. Y,
viceversa, las que nos producen un dolor mayor, las que nos causan más hondo
pesar y una depresión más profunda, son las cosas que nos alejan de esta
realidad o ideal.
El
objetivo de la vida y dónde hay que buscarlo
Por la observación aparece bastante claro que el
sentido de la vida en su aspecto interno es llegar a una plenitud de
conciencia, sea de un modo u otro, y en su aspecto externo, es expresar esa
plenitud de conciencia a través de una plenitud de forma; aunque la expresión
de la vida a través de las formas tiene siempre un carácter accidental y
efímero, pues las formas son simplemente eso, una expresión, una manifestación.
Solamente cuando se vive la vida en su misma fuente, allí de donde brotan todas
las formas, es cuando se percibe que es más completa, más llena en sí misma. La
vida no tiene sentido por el hecho de dirigirse hacia un lugar determinado.
Muchas veces nos preguntamos: ¿cuál es nuestro fin?, ¿hacia dónde nos
dirigimos?, ¿a dónde iremos a parar?, como si el lugar hacia el que nos
dirigimos nos pudiese dar por sí solo el verdadero sentido de nuestra vida
actual. El verdadero sentido de la vida no está en el término de ella, sino en
el instante presente, detrás de todas las necesidades, de todas las leyes y de
todas las manifestaciones de la vida misma. No hemos de apoyarnos en el futuro
ni en el pasado para descubrir el sentido que pueda tener nuestra vida, puesto
que el pasado y el futuro sólo son imágenes en nuestra mente y sólo el presente
tiene plena realidad. La verdad de nuestra vida la hemos de descubrir ahondando
en el presente.
Este ahondar en el presente es realmente lo único
que nos permitirá llegar al fondo, a la fuente misma de la vida, más allá del
tiempo y del espacio, más allá del pasado y del futuro, más allá de toda
manifestación concreta. Allí es donde encontraremos lo único que da un
significado pleno y total a cada uno de los instantes y a cada una de las
formas a través de las cuales se va manifestando la vida.
Las formas, lo exterior, nos puede dar una cierta
satisfacción y plenitud, pero será siempre de un modo muy relativo. Puedo comer
mucho de lo que más me agrade, y sentirme muy satisfecho. Pero llega un momento
en que ya no puedo comer más, mi apetito tiene un límite y comer más me causa
repugnancia. Para mí es ya un mal.
Lo mismo que ocurre con ese ejemplo, sucede
absolutamente con todas las cosas externas que dan plenitud, porque la procuran
no a nuestra conciencia profunda, sino a nuestros mecanismos, a nuestras
formas. Puedo llegar a acumular muchos datos, tener muchos conocimientos
científicos y cada vez que voy adquiriendo más me siento más satisfecho, si mi
tónica personal me induce al desarrollo mental, pero llegará un momento en que
me daré cuenta que esto no puede darme la plenitud, porque ésta no se obtiene
con la cantidad sino que es una cuestión de profundidad, consiste en llegar al
centro, y la acumulación nunca conduce al centro.
En el afecto ocurre exactamente igual. Hay
muchas personas, la gran mayoría, que toda la vida se la pasan amando mucho y
sufriendo mucho por ello sin llegar nunca a la plenitud. ¿Por qué?, porque algo
hay en esas personas que les impide que su afecto les sirva de camino que las
conduzca al centro. Tienen momentos plenos, apasionados, exaltados, magníficos,
pero les sucede lo que expusimos en el ejemplo de comer, aunque en otro plano
superior.
Se consigue así la satisfacción de algunos niveles
de nuestra estructura humana: la del nivel biológico, por ejemplo, a través de
los alimentos y de las sensaciones agradables, la del nivel afectivo a través
de sentimientos y emociones de cariño. Y aunque el hombre precisa de estas
cosas y su uso es normal y legítimo, no obstante, no llegan a producir en él
una plenitud auténtica, estable, profunda, porque suelen utilizarse solamente
para satisfacer unos mecanismos, para llenarlos y saturarlos como si fuera a
presión. Y así no se puede alcanzar la plenitud verdadera. Porque la plenitud
verdadera no es la que sacia los mecanismos, sino la que a través de ellos nos
conduce hasta el centro mismo que los anima y sustenta.
Nuestra vida es un proceso centrífugo, va
constantemente del centro a la periferia, y toda explicación de lo que ocurre
en la periferia la hemos de buscar en el centro. El no darnos cuenta de esta
verdad es la causa de que no encontremos la verdadera plenitud y felicidad. Es
un problema que radica en nuestra pequeñez mental que nos impide tener una
visión del conjunto. En la medida que nuestra mente, a causa de su cortedad de
visión, se fija límites y objetivos estrechos no puede lograr más que
satisfacciones momentáneas que, además, prontamente le producen una saciedad y
le obligan a buscar nuevos estímulos y objetivos. Porque al fin y al cabo
ninguno de estos pequeños objetivos es el auténtico, sino sólo aspectos parciales
de la plenitud central que buscamos y que en el fondo es la que nos motiva y
nos empuja.
Nuestro
problema
Nuestro problema reside en que por una parte ya
existe en nosotros esa fuerza, esa realidad, que es la que nos impulsa a buscar
la plenitud total; pero por otra parte no hemos desarrollado suficientemente
nuestros mecanismos, de modo que no podemos captar ni expresar toda la
amplitud, toda la fuerza y todo el contenido de nuestra realidad central. En
consecuencia sólo vivimos y nos preocupamos por la consecución de cosas
pequeñas y parciales, y por lo tanto, las satisfacciones que nos puede dar la
consecución de esos objetivos pequeños se limita a unas felicidades también
parciales. Parece como si el conseguir la plenitud estuviera subordinado a la
calidad y a la capacidad de nuestros mecanismos. Si nuestra mente es pequeña no
puede intuir ni ver un objetivo mayor. Si nuestra afectividad es reducida no
puede asimilar un afecto más amplio, más profundo. Y no obstante sentimos
ansias de algo más, porque de lo contrario no nos sentiríamos insatisfechos. El
problema de la angustia, del malestar, el problema de que la vida sea todavía
un valle de lágrimas como se dice, no consiste más que en este hecho de que
algo en nosotros anda mal, algo está encogido y nos impide funcionar a pleno
rendimiento. Porque no hay duda de que en todos nosotros existe la posibilidad
de llegar a realizar esa plenitud porque ella no es algo que hayamos de
conseguir mediante la asimilación o adquisición de cosas exteriores, sino que
ha de ser el resultado de la toma de conciencia, de la apertura total de
nuestras facultades, de nuestros mecanismos mentales, a lo que es nuestra
propia fuente de vida, a lo que constituye nuestro centro.
En el momento en que podamos sintonizar y abrirnos a
esta fuente central de vida, nuestra mente se aclarará con una intuición
permanente, constante del sentido de la vida y de las cosas; y nuestra
afectividad vivirá en un estado de plenitud consecuente a esta conciencia de
unidad que está detrás de todas las formas separadas y nuestra vida recibirá
directamente, sin distorsiones, todo el empuje y toda la energía que brota de
esa fuente profunda interior. Encontramos aquí, por lo tanto, el camino que nos
conduce a la plenitud.
Esto mismo, expresado en otro lenguaje, podríamos
decir que es el modo de llegar a Dios pasando a través de nuestro núcleo
central. Habría que cambiar las etiquetas, los nombres. Pero es secundario el
nombre que le demos. Si alguien tiene necesidad de llamar a estas cosas con determinados
nombres, que lo haga; pero lo más importante es atender al hecho vivo, no a los
nombres. Estos sólo son una convención, algo que señalan, que indican, pero que
nunca pueden expresar la cosa en sí misma. Por desgracia nosotros nos
conformamos con
harta frecuencia con los nombres. En cuanto hacemos
unas cuantas combinaciones con unos cuantos nombres y unas cuantas ideas, nos
parece que ya hemos encontrado el porqué. Y no encontraremos nunca el verdadero
porqué, eso positivo, eso vivo, si no vamos más allá de los nombres hasta la
vida misma, hasta la fuerza que nos hace vivir, y que mantiene en movimiento
todo cuanto existe.
¿Cómo
realizar el objetivo?
Todo esto parece muy interesante; y lo es en verdad.
Pero el problema concreto de cada uno de nosotros consiste en saber cómo
podemos convertir todas estas inquietudes y aspiraciones en experiencias reales
y vivas.
Muchos o algunos han llegado a esta evidencia o
realización. Su testimonio es siempre un aliento y un estímulo. Pero este
testimonio no tiene valor para los demás más que como mera hipótesis de
trabajo. Lo único válido para nosotros será nuestra propia realización
personal.
Hay modos de trabajar. Si estudiamos los mecanismos
que interfieren la toma de conciencia con nuestra realidad central, podremos
conocer los medios que existen para quitar estos estorbos, estas limitaciones y
obstrucciones que nos impiden contactar y descubrir directamente eso que somos
nosotros mismos. Esto requiere trabajo, interés y sobre todo no asustarse.
Exige, en suma, buscar y buscar por encima de todo. Sólo conseguirá la
realización interior aquel que la quiera más que las demás cosas, porque, sino,
convierte las demás cosas en su dios. Y hemos de ver claro cuál es nuestro
dios. No a quién damos este nombre, sino el que tiene fuerza en nosotros, el
que nos anima, nos empuja y polariza nuestra actividad; no el que teóricamente
aceptamos sino aquél hacia el cual basculamos, el que es el centro- de toda
nuestra conducta, como si nos atrajera con su magnetismo.
Para unos puede ser la gloria, para otros el
demostrar su superioridad, o el conseguir una posición social determinada, o
alcanzar un cierto grado de independencia, o introducir en la sociedad una
forma económica revolucionaria, o el llegar a una visión más clara de la vida,
o el vivir una conciencia de amor que trascienda todas las formas transitorias,
o el alcanzar un estado firme y estable de plenitud interior, o, en fin,
cualquier otra cosa.
Cada uno ha de ver diáfanamente cuál es el objetivo
más fuerte que le impulsa, porque es absurdo que, si el objetivo real que anima
por dentro a una persona está en el Norte, se esfuerce en ir hacia el Este. Por
eso es evidente que uno necesita definirse interiormente. En realidad ¿qué es
lo que busco?, ¿busco realizar esta plenitud interior?, ¿llegar a vivir
totalmente el sentido que tenga mi vida sea cual sea este sentido?, ¿es esto
para mí lo más urgente? Porque si no lo es, resulta lastimoso que pierda el
tiempo, ya que podría dedicar todas mis energías a luchar, a conseguir
acercarme al verdadero objetivo, al que sea mío.
Por eso es importante definir y fijar el objetivo.
Si uno no lo ve claro -y eso nos ocurre con frecuencia- hay que mirar cuál de
todas las cosas que conocemos o hemos leído es la que en nuestro interior despierta
mayor atractivo. Cuando no hay clara evidencia interior, a pesar de haberla
buscado, conviene actuar por tanteo, por aproximación. Es lo mejor que uno
puede hacer. Y no importa que después tenga que rectificar, porque esto no
significará nunca un retraso, sino que será siempre una maduración, una fase de
aprendizaje. Lo malo es que uno se empeñe, porque ha oído que tal cosa es la
mejor, en seguir insistiendo hacia allí, cuando en realidad lo que su interior
está deseando de veras es otra cosa muy distinta.
Hemos de aprender a ser más sencillos, más sinceros
con nosotros mismos. No empeñarnos en que nuestro ideal sea la idea, a, b o c.
No, no nos traicionemos a nosotros mismos. Para esto lo mejor es que después de
haber leído libros o escuchado conferencias, y después de haberlos procurado
entender, prescindamos totalmente de todo ello y comencemos a pensar por
nosotros mismos. Lo que hemos aprendido puede ayudarnos, sirviéndonos de datos,
con tal de que no nos adhiramos a ninguna opinión movidos por razonamientos más
o menos teóricos. Esto es lo primero que hemos de hacer para empezar a ser
nosotros mismos, para saber qué camino hemos de elegir y en qué dirección
tenemos que andar.
Hay muchas personas que sienten la atracción del
desarrollo espiritual, del perfeccionamiento. Está bien, pero es que uno se
puede perfeccionar de múltiples maneras y muchas veces la mejor forma de
perfeccionarse consiste en no preocuparse de la perfección. Quiero decir que no
hemos de hipnotizamos con ideas, sino que debemos aprender a mirar contenidos
vivos, aunque esto de momento nos desconcierte o nos desoriente. Y es que nos
hemos acostumbrado a agarrarnos a las ideas y a no dejarlas, a no ser también
por otra idea. Riámonos de las ideas, pero tengamos un máximo respeto hacia
nuestra verdad interior; sea cual sea la idea o la forma intelectual que puedan
adoptar, nosotros debemos permanecer continuamente en actitud de escucha,
siempre intentando ver más, descubrir más; sin adherirnos a ninguna idea como
algo definitivo.
Nos agarramos con fuerza cuando tenemos miedo.
Sepamos que a nosotros no nos sostienen las ideas, somos nosotros los que las
producimos. Por lo tanto, cada vez que yo me aferro a una idea, a la idea de mi
importancia, o a la de mi función social, o de mi futuro, u otra cualquiera,
estoy invirtiendo completamente los términos.
No necesito las ideas para que sostengan mi ser. Yo
soy sostenido por la vida que me está creando, me está manteniendo, y me está
dando la verdad a raudales. Y no es agarrándome a las ideas como descubro esta
verdad, sino actuando con toda la simplicidad desde mi interior sin cogerme a
nada, con la soltura de un niño que dócilmente se deja llevar. En la medida en
que uno se deja llevar y aprende a mirar con esta simple mirada, esta simple
toma de contacto o de conciencia con las fuerzas vivas que le mueven, le da más
sabiduría que todas las ideas obtenidas en los libros.
Es preciso llegar a esa simplicidad interior. Y para
eso hemos de aprender a soltarnos de todas las ideas. No a condenarlas, pues
ello es otro modo de adherirnos, sino a soltarnos de ellas, como una parte del
trabajo en la búsqueda de la verdad, y de la plenitud. Porque las ideas son muy
necesarias para desenvolverse en el mundo concreto de las cosas. Pero en esa
dimensión interior de autorrealización, se convierten en un impedimento. El
haber leído centenares de libros de filosofía, de psicología, de Yoga o de
otras materias parecidas, no supone haber adelantado ni un solo paso. Pero el
que se ha mirado interiormente por un instante y ha abierto su mente para
mirar, y buscar en silencio eso está ya enfrente del camino, o está entrando en
él. No son las ideas las que nos hacen adelantar. El máximo bien que pueden
hacernos consiste en demostrarnos y conducirnos a esa actitud interna que nos
permite despojarnos de las ideas para encontramos a nosotros mismos. Nosotros
somos los productores de ideas, por lo tanto ninguna idea será nunca la
explicación de la realidad central.
Estamos tan habituados a agarrarnos a las ideas que
nos parece que todo el truco consiste en encontrar más ideas, en combinarlas,
en barajarlas hasta dar con la clave. Pero esto no es así en modo alguno.
Aumentando o combinando cosas relativas jamás llegaremos a la noción de
realidad, a la noción de absoluto. Sólo lo conseguiremos el día en que
descubramos que todo nuestro proceso de pensar está enraizado y brota de algo
muy real y muy profundo, que está más allá de todas nuestras ideas y de todas
nuestras pequeñas verdades.
Por lo tanto, no he de buscar la solución en las
ideas, sino haciendo un gesto interior de apertura ante la conciencia de mí
mismo y ante mí mismo en cada circunstancia. Cuando yo no quiera filtrar todas
mis experiencias a través de la mente -sino que por el contrario tome
conciencia directamente de lo que ocurre en mí por detrás de la mente-, sólo
entonces daré con la solución, con la verdad, con el ideal vivo que ando
buscando. Esto requiere un acto de entrega, de apertura, como aquel que se
lanza desde un trampolín superior, con el corazón y con los brazos abiertos,
sin miedo ni encogimiento.
Variedad
de técnicas de trabajo
Hay procedimientos y técnicas diversas que nos
permiten preparar nuestros instrumentos, e ir venciendo sus resistencias.
Algunos son abruptos, rápidos, sobre todo para aquellas personas que de un modo
u otro están ya preparadas. En realidad todos estamos preparados para algo.
Pero hay personas que se encuentran más preparadas para este tipo especial de
trabajo y llegan a la verdad de una forma abrupta, en el momento en que reciben
un shock o les ocurre algún suceso totalmente inesperado. Estos hechos vencen
la inercia que les hacía apoyarse en el exterior y les impedía tomar conciencia
directa de su centro. Siguen esta trayectoria el método Zen y el de
Krishnamurti.
Pero no importa el nombre que podamos dar al método.
Una vez más no nos supeditemos a nombres. Citamos sólo estos nombres para hacer
ver que históricamente, es decir, de hecho, este camino ya existe y que hay
testimonios de este tipo de trabajo.
No obstante, no es el único modo de llegar al mismo
fin. Hay otros muchos. Por ejemplo: Una preparación progresiva de nuestra
efectividad para que aprenda a profundizar. Siguen esta senda el cultivo bien
orientado de la vida afectiva y de la vida religiosa.
Podemos asimismo aprender a desarrollar el silencio
mental para tomar contacto con lo que hay detrás. Se tratará en este caso
de una vía de superación mental, que en Oriente recibe el nombre de ciencia del
Raja Yoga.
Podemos aprender también a llegar a la realidad a través
del discernimiento, pero no de un discernimiento especulativo, sino aplicado a
cada instante y a cada experiencia de la vida. Así es el verdadero Jñana Yoga o
Yoga de la sabiduría.
Y también mediante una progresiva entrega de
nosotros mismos a través de la acción, tomando conciencia de esa entrega total,
o lo que es lo mismo, de nuestra desidentificación con respecto a nuestra
actividad. Tal es el camino del Karma Yoga.
Existen otros caminos, pues hablar del Yoga es
hablar de una serie de técnicas específicas. Hay muchas formas de llegar al
mismo resultado. Al citar las técnicas no hago más que apuntar posibilidades,
sugerir unos caminos, pero no lo cito para que nadie tenga que atenerse
necesariamente a una técnica determinada. Una persona puede utilizar una
técnica, pero nunca debe colocarse de forma absoluta bajo ella, porque entonces
sería muy difícil aprender a conocerse a sí misma. Eso sí, podrá llegar a
conocer bastante bien la técnica... Es preciso que la técnica nos conduzca a
algo que la supere, que la trascienda y esto que supera a la técnica es la
conciencia profunda del yo, de mí mismo como sujeto que utiliza la técnica. Por
lo tanto, ya de entrada, conviene no mirar las técnicas como algo absoluto,
como divinidades sustitutivas, como una especie de dioses auxiliares que nos
han de conducir ante la divinidad mayor. La divinidad mayor ya está presente.
Las divinidades auxiliares, también existen, pero muchas de estas divinidades
están ya actuando a través de nuestras facultades, y en cierto sentido son
estas mismas facultades superiores; y hemos de aprender a apoyarnos en ellas, a
trabajar en ellas, y a profundizar en ellas para que a su vez nos conduzcan
también a su fuente. Y esto es lo que trataremos de explicar con cierto detalle
en sucesivos capítulos.
En
resumen
Resumiendo lo anterior diremos que el sentido de la
vida es algo que hemos de aprender a descubrir por nosotros mismos, aunque ya
por simple observación este sentido de la vida parece consistir en el aspecto
interno en la completa realización interior de una plenitud que anhelamos, que
de hecho ya nos empuja y que puede adoptar varias formas: conocimiento,
belleza, amor, potencia. Y en el aspecto externo, en la progresiva
manifestación o expresión de esta plenitud interior a través de una
proliferación de formas cada vez más aptas para poder expresar esta mayor y más
elevada plenitud de conciencia.
Después vendrán las escuelas filosóficas y nos
dirán: es la forma la que determina la calidad de la conciencia; a una
configuración más completa, corresponde una conciencia más delicada, más sutil,
más elevada. Los mentalistas dirán: ¡cuidado, no!; es la conciencia la que
configura la forma; a una conciencia más elevada, una estructura también más
compleja y más perfecta. Es igual, aquí no vamos a tratar de estas
especulaciones. Lo importante es mirar, tratar de ver por nosotros mismos qué
sentido tiene la vida, no la vida abstracta, esa vida de la que hablan los
libros de filosofía, sino nuestra propia vida, la de cada instante. Esa es la
filosofía que nos interesa, ése es el ideal que hemos de descubrir y ésa la
toma de conciencia que hemos de realizar: la verdad, la realidad y la plenitud
que existen detrás del trato con mis semejantes detrás de mi sentimiento de
soledad, de mi desconcierto, de mi alegría, de mi llanto, de mis
preocupaciones, de mis tristezas y de mis esperanzas. Esa es la verdadera, la
única filosofía que me interesa, la que anima, la que motiva, la que está
detrás de mi vida, la que existe en cada instante de mi vida llenando cada
hecho de sentido y realidad. Y este sentido y realidad los podemos encontrar
aprendiendo a mirar de forma directa y penetrante el incesante proceso que la
vida misma está creando y recreando en cada uno de nosotros.
Esto podemos realizarlo todos exactamente en la
medida de nuestra aspiración, porque la aspiración no es nada más que la
presión que hace esa realidad central a través de nuestra conciencia, es decir,
a través de nuestros mecanismos. En la medida en que no hay presión, no puede haber
aspiración; o sea, que la aspiración es justamente la medida de la presión. Si
ese deseo de llegar a algo más viene de esa fuerza interior que se está
expresando, quiere decir que tenemos la capacidad de contactarla y de abrir así
un camino para que esa realidad central se actualice y se instaure de lleno en
nuestra conciencia cotidiana, llenándola de energía, de discernimiento y de
plenitud.
Por tanto, todos podemos llegar a realizar la
plenitud que deseamos sinceramente, no la que buscamos sólo de palabras, sino
la que realmente anhelamos. La sola presencia de esta aspiración es ya el
testimonio y la garantía de que se puede realizar. Si fuera algo que
quisiéramos conseguir sólo porque lo hemos visto o nos lo han dicho, entonces
no tendríamos ninguna, seguridad de su posible realización, puesto que
podríamos no estar capacitados para ello y las circunstancias podrían
favorecernos o no. Pero desde el momento en que sólo se precisa una apertura a
algo que ya está en nosotros y que está actuando desde nuestro interior, quiere
decir que tenemos la posibilidad de abrirnos a ello, y que solamente hemos de
aprender a «trabajar», en el sentido correcto, contrarrestando el sentido con
que la inercia, la educación o la inconsciencia nos están induciendo a actuar.
CAPÍTULO III
LO
QUE NOS HACE FALTA
Resumen del capítulo anterior
Vamos a proseguir el tema de la vida como búsqueda
de plenitud. Dijimos que en realidad todos tenemos a nuestro alcance el poder
de descubrir por nosotros mismos cuál es el sentido de la vida, qué significado
encierra en sí misma y también dijimos que para conseguirlo es preciso que
aprendamos a mirarlo manteniendo en todo momento un espíritu de investigación.
Pues aunque la facultad de ver directamente la realidad la tenemos todos, quizá
lo que nos falta es actualizarla en la dirección debida, aplicar nuestros
esfuerzos de la forma más adecuada para lograr el resultado de un modo total.
Hicimos hincapié en el hecho de que no se trata de
concebir una teoría más o menos agradable que halague nuestros deseos de cosas
elevadas, de misticismos o idealismos. Sino de intentar ahondar en nosotros
mismos, de descubrir de un modo inmediato y directo qué cosa es la vida en su
sentido profundo, qué intencionalidad puede tener y qué posibilidades tengo yo
de vivir de un modo actual la plenitud de esta vida.
Así, aunque esta postura parezca más bien un poco
prosaica, en último término comprueba que es la actitud más ventajosa puesto
que es la única que está realmente al alcance de toda persona que quiera de
veras trabajar.
Vimos que la intencionalidad que parece ser
manifiesta en la vida, tanto en su expresión externa como en la interna o
subjetiva, apunta hacia la necesidad de una plenitud interior. Plenitud que
buscamos de mil modos diversos a través de los innumerables hechos de la vida
cotidiana. Un deseo de plenitud, de afirmación, de realización interior y una
exteriorización de ella a través de mil formas diversas. En primer lugar a
través de nuestros mecanismos, esto es, de la estructura de nuestra
personalidad -mente, afectividad, cuerpo-, y después a través de las obras que
externamente realizamos.
¿Por
qué funcionamos mal?
Si éste es el objetivo, la intencionalidad que
parece estar subyacente en nuestra vida porque así se descubre y manifiesta
cuando la miramos atentamente, ¿por qué hay tantas personas que no logran
realizar esa plenitud?, ¿por qué ha llegado a ser entre los hombres un lugar
común, es decir, que la vida es un valle de lágrimas, una morada de dolor?,
¿por qué vemos tan poca felicidad auténtica en el mundo que nos rodea?, ¿por
qué, si ése es el objetivo de la vida, hay tan pocas personas que lo alcanzan?
Parece una cosa contradictoria, absurda, mal concebida y organizada.
Si realmente la intencionalidad de toda, la vida es
alcanzar esa plenitud y por doquier sólo vemos tristeza, dolor, angustia, miedo
mil formas diversas de estados negativos; y en cambio, lo positivo, la alegría,
el bienestar, la ilusión y el amor aparecen, no como factor dominante de la
vida, sino en dosis mínimas, suficientes tan sólo para que la vida sea
soportable, y haya algún incentivo, que más parece espejismo que realidad, la
contradicción es evidente, y muestra la existencia de un problema que exige
urgente respuesta: ¿qué es lo que anda mal? O de otro modo, ¿por qué
funcionamos mal?
Las
soluciones hechas
Esta pregunta muchas personas la tienen ya resuelta
por el mero hecho de adherirse a una ideología, a una filosofía:
A) Funcionamos mal, dicen unos, porque en la
naturaleza, en la vida, todo está en un proceso de maduración. La naturaleza se
concibe para ellos como una serie de combinaciones de fuerzas bioquímicas en
constante lucha de experimentación hacia una progresiva adaptación. Es la
teoría del evolucionismo materialista que, en el fondo, sigue también el
científico. Nosotros, según ellos, funcionamos mal porque no tenemos motivo
para hacerlo bien.
Gracias que funcionemos así, ya que estamos en una
fase, dicen, de formación, de progresivo y lento perfeccionamiento.
B) Para otras personas el problema está resuelto,
pero en otro sentido. Funcionamos mal porque según nos dicen las Sagradas
Escrituras hubo un pecado original. En consecuencia es natural que toda la
humanidad se resienta de esta lesión, de la que deriva nuestra inclinación al
mal y la pérdida de nuestra facultad paternatural de ver y actuar
espontáneamente bien. Nuestra naturaleza está funcionando defectuosamente
debido a esta lesión que recibió en nuestros primeros padres y que constituye
el pecado original.
C) Un último grupo de personas se han adherido a la
creencia de que funcionamos mal porque todo cuanto existe no es más que la
expresión de la divinidad, de lo absoluto, que se manifiesta a través de un
proceso ascensional, evolutivo, por fases o períodos hasta llegar a retornar de
nuevo a lo absoluto, es decir, a una nueva absorción en la divinidad. Mientras
dura este periplo o ciclo larguísimo de involución y evolución, la humanidad y
las personas pasan por muchas etapas progresivas que tienen lugar gracias a
nuevas y múltiples reencarnaciones. La persona se encarna una y otra vez, va
madurando, creciendo y aprende nuevas lecciones, liquidando lentamente el karma
o débito atrasado por el mal anterior, hasta llegar a estados excelsos que
culminarán en la absorción o fusión en lo absoluto, de donde ha surgido todo.
Crítica
de las soluciones hechas
No es mi intención defender ninguna de estas tres
soluciones, porque muy posiblemente las tres tienen razón. Digo posiblemente,
aunque quizás estén expresadas desde un punto de vista muy distinto. Una misma
cosa cuando se mira desde varios ángulos se ve desde cada uno de ellos de muy
diferente manera. Por lo tanto no nos hemos de escandalizar ni tampoco hemos de
intentar cerrarnos en una formulación concreta. Como decíamos en páginas
anteriores las formulaciones, las ideologías, son algo estupendo y muy
interesante, pero es un error el querer apoyarse exclusivamente en ellas, y
edificar toda su vida y seguridad sólo sobre unas ideas, por elevadas y buenas
que sean. No negamos que hay ideas excelentes, sólo decimos que quien se
desarrolla apoyándose sólo en ellas se enajena, se forma fuera de sí mismo.
Por lo tanto, no hay que apoyarse en las ideas, sino
en sí mismo; y este sí mismo no es ninguna de nuestras ideas. Es la conciencia
directa, inmediata del ser central. Las ideas sólo son medios, instrumentos
para desenvolverse en el camino, pero nunca la base ni la misma realidad del
ser. Cuando estos medios o instrumentos se toman equivocadamente como objetivo
final o como base de principio, se trastorna el orden y entonces la persona
deja de estar centrada en sí misma, se convierte en alienada, se coloca fuera
de sí misma.
Por eso creo que tiene poca importancia resolver
teóricamente el problema que habíamos planteado. Es posible discutir y debatir
interminablemente.
Acerca de la reencarnación unos la considerarán como
algo absurdo; otros, sin embargo, verán en ella una doctrina defendida por
algunos sabios y que parece ofrecer una solución bastante satisfactoria y
coherente.
Hay quien verá el pecado original clarísimo y
convincente, y quien pensará que esta explicación envuelve una injusticia
patente: ¿qué culpa tengo yo y por qué hemos de sufrir todos las consecuencias
de lo que hicieron Adán y Eva?
Para un científico el punto de vista evolucionista
será evidente; otros considerarán que estas teorías están contagiadas del más
grosero materialismo.
Podríamos agotar todos los argumentos en pro de una
u otra opinión, pero no es seguro, ni siquiera probable, que llegásemos a una
conclusión clara y definitiva. Y es que éste no es el camino para llegar a la
verdad.
No nos apoyemos en teorías, dejémoslas. Si queremos,
después de buscar la solución de un modo vital, sólo después, discutamos,
juguemos a pensar, a ser filósofos, pero sólo como eso, como juego, como mera
diversión y recreación. Nunca confundiendo la acrobacia mental con lo que
constituye la verdadera realización, el descubrimiento directo de la vida. Nada
puede sustituir a la experiencia directa.
Y es que hay un hecho muy importante que se olvida
con frecuencia. Nuestra mente puede ser muy ágil, muy elevada -todos creemos
que la nuestra es así-, pero el hecho es que a medida que nuestro estado
interior cambia, a medida que nuestro nivel de experiencia evoluciona, nuestra
capacidad para ver e intuir las cosas también se transforma. Lo que veo hoy de
un modo claro, innegable, y me parece una verdad contundente, sin discusión
posible, si paso por una experiencia interna un poco más profunda, aparece de
pronto ante mis ojos como un andamiaje sin consistencia, como algo ridículo y
que no merece la pena observarse. Todos hemos pasado por la experiencia de ver
cómo se viene abajo, superadas nuestras construcciones ideológicas primeras.
Recordemos como pensábamos diez años atrás. Teníamos algunas ideas que
considerábamos muy sólidas, muy seguras, creíamos que no admitían discusión.
Eran axiomas para nosotros. Después hemos cambiado, incluso varias veces. ¿Por
qué? Seguramente porque hemos madurado, y siempre ocurre que cuando hay un
nivel de vivenciación interna más profundo, más elevado, automáticamente la
perspectiva se transforma y por lo tanto las ideas cambian.
Por eso digo que no nos apoyemos tanto en las ideas,
que aprendamos más bien a trabajar directamente en nuestro centro interior de
experiencia, en nuestro campo de experimentación interna. Porque cuanto más
trabajamos en este campo, cuanto más aprendamos a ahondar, a profundizar en él,
con mayor claridad veremos las cosas.
En primer lugar tendremos una base interna
vivencial, directa, cosa importantísima pues la experiencia interna es lo único
que no puede contradecirse con ninguna idea. Pero es que además, a medida que
ese trabajo se profundice, adquiriremos la capacidad de abarcar un horizonte
intelectual muchísimo más amplio. El mero hecho de agarrarse a una idea
equivale a levantar una barrera. Una cosa es adherirse a una idea y otra muy
distinta que yo formule mi estado actual interior a través de determinadas
ideas. Esto último es correcto pero coger unas ideas y agarrarnos a ellas de
modo que las ideas nos definan es encerrarnos, limitarnos, y esto es lo que
actualmente estamos haciendo y lo que hemos de superar.
He de aprender a descubrir algo más sólido en mi
interior en que apoyarme, algo desde donde brotan y se fabrican las ideas, pero
no hacerlo en las ideas mismas.
No
funcionamos mal, sino poco
De lo dicho parece desprenderse que nuestra vida
interna nos empuja a conseguir una felicidad que existe y que todos
necesitamos, y por otro lado que si no la conseguimos realizar se debe -creemos
a primera vista que funcionamos mal.
Pero ocurre que si examinamos el problema más de
cerca, buscando en qué consiste este mal funcionamiento, descubrimos algo
sorprendente: que no es que funcionemos mal, sino que nuestro mal está en
funcionar poco, que es muy distinto. El funcionar poco es un problema de
cantidad, el funcionar mal es un problema de calidad. Hay personas que
funcionan mal, sin duda alguna, pero no podemos decir lo mismo de la persona
normal y corriente; como no podemos decir de un niño que, por el hecho de ser
niño y de no tener las capacidades de un adulto, funcione mal. En cierto
sentido el problema del niño es que con respecto al hombre funciona poco, o
funciona menos.
De este modo el problema cambia. No hay error por
parte de la naturaleza o de Dios. Funcionamos bien, pero funcionamos poco.
¿En qué consiste este poco funcionamiento? Sigamos
con la comparación anterior. El niño en sí mismo es completo y su
funcionamiento es correcto. Lo malo sería que un adulto funcionase con la
mentalidad o con la afectividad de un niño. En estos casos podríamos decir que
se trataría de una persona retrasada. Pero si este fenómeno se hiciese general
podríamos afirmar que a la humanidad, le faltaría maduración psicológica. Este
creo que es precisamente nuestro problema. Que, en general, nos falta esa
maduración psicológica. Y al decir psicológica me refiero a la mente y a
la afectividad, que se traducen en una actitud y en una conducta deficientes.
Esta falta de maduración consiste por un lado en una
falta de crecimiento mental y afectivo, pero un crecimiento en amplitud, en
profundidad y en altura y por otro lado en una falta de integración o
unificación de nuestras estructuras psíquicas.
A) Falta de crecimiento en amplitud
Todos nosotros hemos experimentado que a medida que
hemos ido creciendo hemos adquirido una visión más amplia. Comparándonos con lo
que éramos diez o veinte años atrás, podemos constatar que se ha ensanchado
nuestro horizonte. Y si nos examinamos con más detalle comprobaremos que hay días
en que nuestro horizonte es, más amplio que otros, y quizá también podamos
recordar que en algunos momentos determinados hemos tenido intuiciones en que
nuestra visión era todavía mucho más amplia de lo que normalmente conseguimos
cuando nos encontramos bien. Esto quiere decir, pues, que hay una posibilidad
de ampliar, de ensanchar el horizonte mental; es una posibilidad que todos
tenemos en un grado u otro. La dificultad radica en que generalmente estamos
crispados, vamos con la mente rígida. Es un punto éste muy sutil del que uno no
suele llegar a darse cuenta. Sólo quizá lo percibe cuando, mucho después,
compara los distintos momentos, una vez pasado su estado de tensión. Entonces
dice: he estado todo el rato fruncido, tenso, apretando como si estuviera
agarrando algo para que no se me escapara.
El estado de tensión, de crispación mental, nos
impide funcionar con nuestra amplitud actualizada, la que ya hemos conseguido
en nuestro desarrollo normal.
Pero además podemos ver también que existe la
posibilidad de una amplitud mayor de la que solemos alcanzar normalmente
incluso cuando no estamos tensos. Esta posibilidad se manifiesta siempre que
somos capaces de intuir que existe un horizonte más amplio del que actualmente
poseemos, o cuando nos admiramos sinceramente ante alguna persona por su gran
amplitud de visión.
Cada vez que presiento algo nuevo o admiro la
amplitud de otra persona, es que algo en mi propia mente está hurgando desde
dentro, está moviéndose, pugnando por actualizarse de algún modo. Yo no podría,
en manera alguna comprender que aquello es más amplio si no tuviera la
capacidad de ver esa amplitud y por lo tanto el simple hecho de verlo implica
la existencia en mí de una capacidad mayor de visión. Lo que sucede es que esa amplitud
no la tengo todavía manifestada, no está funcionando en mí en cada momento del
día. La admiro en el otro; en cambio yo en mi vida diaria no la utilizo. ¿Por
qué? Porque es una capacidad que no está en mi núcleo consciente, sino detrás;
la poseo sólo potencialmente, pero es esta potencialidad la que me permite
captar la amplitud en otros.
Es un fenómeno que nos pasa desapercibido y que es
muy interesante, porque indica que toda esa cualidad que estoy admirando en el
otro está en mí y la puedo desarrollar de un modo total, precisamente en el
mismo grado en que yo la aprecio o admiro en la otra persona. Así yo puedo
desarrollar mi amplitud de visión mental en el mismo grado en que la admiro en
un pensador, pues si mi visión interna no diera más de sí, no podría ver que la
del pensador es más ancha, porque mi propia capacidad es la que utilizo para
medir las cosas. Si mi medida y capacidad es pequeña, no puedo medir lo que es
mayor ni intuir que en algún sitio hay más grandeza y más amplitud. La amplitud
que veo sirve de estímulo a mi grandeza interior no actualizada.
Se deduce de aquí que todos podemos desarrollar en
nosotros la amplitud o grandeza de las cualidades que admiramos en los demás.
B) Falta de desarrollo en profundidad
Otro problema de nuestra mente es que funciona de un
modo superficial. Este defecto se debe tanto a la crispación de la que hemos
hablado antes como a la agitación con que vivimos. Nos hemos acostumbrado a
vivir constantemente de estímulos que se renuevan, que cambian,
que van sucediéndose sin parar, uno tras otro.
Buscamos variedad en las cosas. Parece como si quisiéramos vivir a expensas de
la cantidad de nuestros cambios internos, de los estímulos, sensaciones, y de
toda clase de fenómenos y percepciones, y no de la plenitud de una percepción,
ni de la totalidad del acto de vivir. Esto se traduce en una necesidad
constante de cambiar de sitio, de variar de ideas, de lecturas, de
espectáculos, cansándonos pronto de todo. La televisión, por ejemplo, nos
ofrece un mosaico variado de estímulos constantes y, sin embargo, los programas
llegan a cansarnos. Es un problema que se les plantea también a los productores
de películas, que se devanan los sesos para saciar el hambre de nuevos
estímulos que todos tenemos. Problema igualmente de los autores literarios y de
los editores, que están siempre buscando nuevo material y nuevos temas que
animen y distraigan a la gente. Necesitamos distraernos, salir de nosotros
hacia algo que nos estimule.
Pero ¿por qué sentimos esta necesidad? Es que
interiormente estamos bloqueados y cerrados y sólo nos sentimos vivir en la
medida en que se produce una repetición de estímulos y de respuestas, o sea, en
la medida en que existe una gran frecuencia de experiencias. Por eso
necesitamos número, cantidad de experiencias. Antes una persona podía
permanecer centrada, absorta, contemplando un estado interior o un paisaje
tranquilo y pasar así las horas sin darse cuenta, viviendo su estado de
plenitud. Ahora esto parece casi inconcebible; una cosa está vista y entendida
en seguida, e inmediatamente buscamos otra cosa y otra.
Esta necesidad artificial que sentimos de estímulos
incesantes es un testimonio de nuestra superficialidad.
Nos ocurre que si vivimos de un modo superficial y
tenemos pocos estímulos, nadamos en la pobreza y desnudez psíquica más
absoluta. Ya que vivimos superficialmente, por lo menos que sea a un ritmo rápido; ello nos permitirá
sentirnos vivir un poco más. Por eso lo necesitamos; este ritmo nace como
compensación de nuestra falta de profundidad.
C) Falta de desarrollo en altura
También diría que nos falta desarrollo en altura. De
hecho vivimos todo el día mirando hacia abajo. Todos hablamos de ideales, de
filosofía, de belleza, de arte, de fe, de amor, de espiritualidad, de Dios.
Cada cual hablará de las cosas bellas, grandes que de algún modo necesita
sentir y buscar en su interior. Pero ¿qué ocurre en la vida práctica, en la
vida real, que es la única vida que estamos viviendo de momento? El 95 por 100
del tiempo que permanecemos despiertos, estamos ocupados, preocupados y hasta
obsesionados por cosas de tipo muy concreto, de tipo material. Nuestra
conciencia está centrada continuamente en lo que hemos de hacer, en lo que
hemos de decir, en cómo nos van las cosas. Y como durante todo el día solamente
pensamos en esto, resulta que los otros valores quedan para nosotros cada vez
más desdibujados, más reducidos a una simple idea, a una mera aspiración.
Y es que nosotros solamente podemos vivir como
realidad aquello que estamos percibiendo con cierta continuidad. Es una ley, un
fenómeno interno muy importante que para nosotros las cosas tienen
realidad sólo en la medida que llevan una carga energética. Por ejemplo, mis
padres tienen para mí tanta importancia, porque durante muchos años he ido
asociando a su imagen cargas muy intensas de energía emocional, de afectos,
disgustos, rabietas, admiración, etc. De modo que si mis padres tienen relieve
y realidad para mí es gracias a la energía que he infundido a su imagen a
través de tantas emociones, reacciones vitales, etc. Esta imagen despierta una
gran carga de energía en mi interior y por esto tiene para mí una gran
realidad. La ley de la realidad de las cosas es que para nosotros las cosas son
reales sólo en la medida en que llevan carga energética.
Por lo tanto ¿qué pasa si sólo estamos viviendo
durante el día cosas de la vida material? Que únicamente cargamos con energía
interna las imágenes del mundo material. De donde resulta que, aunque pensemos
y especulemos sobre cosas elevadas, por más que en sí cualitativamente tengan
una mayor prioridad y grandeza, en el mundo real de nuestra valoración, es
decir, a la hora de movernos y de obrar cada día, no tendrán apenas ninguna
operatividad, pues lo que tiene operatividad y fuerza es lo que lleva más
energía. Y no he vivido suficientes experiencias de esas cosas elevadas como
para que a su idea se asocie una gran cantidad de energía.
En cambio, si yo me dedico a estar atento y
consciente de mi noción de Dios, de mi noción de tal cualidad, de tal virtud,
de tal belleza, en la medida en que yo piense, sienta, viva y me abra de hecho
a este mundo superior, en esa misma medida iré vitalizándolo, iré invirtiendo
en él toda mi energía y cargando la imagen, o la idea correspondiente con
asociaciones de energía; y a medida que las voy cargando esas cosas van
adquiriendo una noción mayor de realidad en mi interior.
Pero como durante el día no tengo tiempo de vivir el
mundo espiritual, porque las exigencias, la prisa y la inercia me requieren y
me exigen estar pendiente de cosas muy concretas, resulta que lo único que
vitalizo es mi noción del mundo material. En estas condiciones, aunque
interiormente pueda tener una gran aspiración, en el momento en que me digan
una palabra desagradable, toda mi aspiración y mi estado de meditación y de
oración se va por los suelos. En aquel momento lo único que sale es mi furia
interior, mi protesta contra quienes han pisado mi yo. ¿Por qué? Porque esa
persona, esa situación y los sentimientos que tengo de afirmar mi personalidad
frente al mundo son de hecho más importantes para mí, tienen más energía
interior que mi noción de Dios. Sin que obste para que si me preguntan qué es
lo más importante para mí, responda: ¡Dios!, y hasta me dé por ofendido si
alguien lo pone en duda, aunque en realidad Dios no esté allí y lo único que
esté mirando y vitalizando sea mi yo.
Nuestra falta de desarrollo se manifiesta en estas
tres deficiencias de nuestra mente: mente estrecha, mente superficial y mente
elemental. Naturalmente estos problemas de la mente producen sus correlativos
en la afectividad. Si la mente tiene un objeto pequeño, una perspectiva
minúscula, la afectividad sólo podrá adherirse a aquel objeto pequeño, a
aquella perspectiva minúscula. Es cierto que en nuestro interior existen
aspiraciones elevadas. Pero a la hora de concretar estas aspiraciones, en el
momento de querer expresar estos afectos y darles una forma concreta, como esto
siempre lo hace la mente, si ésta es estrecha y rígida, por caudaloso que sea
el nivel afectivo y la potencia de nuestro interior, nuestras formas afectivas
se adaptarán a la naturaleza y estructura de la mente y por lo tanto serán
también pequeñas y rígidas.
D) Falta de integración o unificación del psiquismo
¿Qué significa esta falta de integración? Que
nuestras facultades, es decir, nuestra mente en sus diversos sectores internos
no funciona como un todo unitario, como una unidad compacta. Y esto es cierto,
aunque nos sorprenda y quizá nos ofenda. O sea, que en realidad nos vivimos a
nosotros mismos por sectores completamente separados y tenemos una noción de
nuestro yo completamente diferente en unos momentos que en otros.
Cuando, por ejemplo, actúo en la vida social, tengo
unas reacciones conmigo mismo, me siento vivir a mí, tengo un sabor de mí
completamente distinto que cuando estoy solo, o cuando estoy en la iglesia, o,
en fin, cuando estoy pensando en algo superior. No es que sólo exteriormente
cambie mi actitud, mi postura, no, sino que también interiormente me vivo a mí
mismo de modo diferente. Tanto es así que cuando en un sitio adopto la actitud
que corresponde a otro, me siento ridículo. No es sólo efecto de la situación
exterior, sino del modo como me vivo a mí. ¿A qué se debe esto? A que he ido
adquiriendo una noción distinta de mí mismo según los tipos de experiencia que
he ido viviendo.
En el sueño tenemos a veces una noción de nosotros
tan distinta de cuando despertamos que nos parece extraño como podíamos
entonces creernos que éramos así. Lo mismo nos ocurre de día, sólo que estando
despiertos los aspectos de las situaciones por las que nos sentimos pasar son
más completos, perfectamente trabados.
Así pues, en nuestro interior, la mente está
dividida en una serie de sectores independientes y lo mismo puede funcionar con
el papel de un sector que con el otro, lo mismo puede disfrazarse de
subordinado, de amigo o de jefe. Yo me siento diferente en cada uno de estos
papeles. Por eso, si estoy haciendo de subordinado, me cuesta mucho adoptar de
pronto el papel de jefe, pues he de cambiar de máscara, conmutando todo mi
gesto interior. Es como si me viviera y me sintiera otra persona distinta.
Esta divergencia, esta dispersión mental se traduce
en una disgregación de energía y por lo tanto en una pérdida de eficacia, de
rendimiento, en una disminución del caudal de potencialidad. No es sólo porque
la energía se inhibe, sino porque las experiencias que corresponden a cada
sector no las podemos aprovechar en todo momento. Por eso cuando estamos en el
trabajo se nos ocurren con facilidad soluciones de problemas que corresponden a
experiencias que hemos tenido en casa. Son sectores separados.
Esto que explico comprendo que suene un poco
extraño, porque no estamos adiestrados a estudiarnos, a observarnos, aunque
todos nos creamos lo contrario. Pero en la medida en que estas cosas nos
parecen extrañas es que es menor nuestro desarrollo, o que no se ha
actualizado, por lo menos en esa dirección, nuestra capacidad de observación.
Consecuencia:
el fenómeno de la identificación
¿Cuál es el resultado de este funcionamiento
superficial, rígido de la mente de la afectividad? En primer lugar, que vivimos
crispados mentalmente, o sea, que toda nuestra realidad la intentamos vivir a
través de la pequeña cosa que vivimos en un instante determinado. Llamamos identificación al fenómeno de crispación
o de limitación mental, y de proyección de toda nuestra noción de realidad en
el objeto que vivimos en aquel momento. Identificarse es por lo tanto confundir
la propia realidad con la realidad de un fenómeno interno o externo.
Por ejemplo, si cuando estoy en el cine sigo con
interés una película que me resulta muy interesante, todas las vicisitudes del
héroe o de la heroína producirán en mí una gran sensación hasta el punto de
emocionarme, conmoverme, animarme o exaltarme, y es porque vivo aquellas
escenas con un verismo, con una realidad que me hace olvidar por unos instantes
mi propia realidad. Precisamente cuando la olvido es cuando más me emociono,
cuando más intensamente reacciono ante una película bien hecha. Pero, ¿qué
ocurre en esos instantes en que sólo percibo lo que veo en la pantalla, en que
estoy contento, alegre o asustado, según se desenvuelva el argumento?
Sencillamente que he olvidado mi noción de realidad, y aunque sigo teniéndola
no la vivo como mía sino que se la doy al personaje con el que me identifico.
Confundo mi noción de realidad con la suya. Estoy literalmente hipnotizado por
aquella imagen, por el personaje que representa, y toda mi noción de realidad
en vez de vivirla como mía, la vivo como perteneciendo a él. Yo, en aquel
instante, creo ser él.
No siempre se da esta identificación absoluta. Pero
recuérdense Vds. mismos en el cine y traten de averiguar cuánto rato han estado
conscientes de ustedes mismos durante la proyección de una película: ¿cuánto
tiempo ha estado consciente de que estaba en el cine, de que había gente
alrededor? Verán que, si la película está bien hecha, ocurre un doble fenómeno:
el de completo olvido de sí mismo y del ambiente inmediato, y simultáneamente
un sumergirse totalmente en la pantalla, en las imágenes que nos apasionan.
Este fenómeno es una identificación. Identificación
que es el producto de una mente estrecha y que no vive en profundidad, antes
por el contrario lo que hay en lo profundo, la realidad, la energía interior-
la proyecta hacia fuera, la vive como si perteneciera al exterior.
El fenómeno de la identificación es una
manifestación fundamental de nuestro infantilismo. Y el factor básico de esta
identificación es otra identificación: la que todos tenemos con la idea y
noción de nosotros mismos. ¿Cómo me identifico yo conmigo mismo? ¿Acaso no soy
yo el mismo? Hablo de la identificación que establecemos con nuestra idea e
imagen de nosotros mismos. Pero, ¿es que no puedo identificarme con mi idea de
mí mismo? Lo que sucede es que no me doy cuenta de que tengo una idea de mí
mismo y ahí está precisamente la identificación. Creo que yo soy eso que
pienso. Si no estuviera identificado, vería que tengo una idea, pero
precisamente debido a la identificación no me doy cuenta de que tengo una idea
a la que estoy agarrado y crispado y que me vivo absolutamente todo yo según
esa idea. Si automáticamente me crispo y me agarro a multitud de ideas según
sean favorables o no al contenido de mi idea del yo, es porque estoy
fundamentalmente agarrado a esta idea del yo. O sea, que yo no vivo
directamente mi realidad vital, mi realidad central, energética, espiritual, de
donde brotan mis impulsos de un modo puro, auténtico, espontáneo. Mi mente se
ha acostumbrado a quedar centrada sobre la idea que me he formado de mí, porque
esta idea es la que me sirve de barrera y a la vez de tamiz para relacionarme
con el mundo y dejar entrar y salir sólo lo que me convenga.
Por este mecanismo de seguridad que representa para
mí la idea del yo a la que estoy agarrado constantemente, me impido poder
vivirme a mí mismo de un modo pleno. Es como si un crustáceo se confundiera con
su caparazón. El verdadero animal no es el caparazón sino lo que hay dentro. El
caparazón sólo es un mecanismo defensivo para protegerle, para evitar que su
naturaleza blanda reciba daño de la dureza del exterior. Pues así, nuestra idea
de nosotros mismos se ha convertido en una especie de caparazón protector. Pero
lo usamos con tan poca habilidad, porque todavía no sabemos manejarlo, que
resulta que nos hemos confundido a nosotros mismos con el caparazón y nos
creemos ser su forma. Esto dicho así, de repente, como no tenemos la vivencia
clara de este fenómeno, suena mucho a teoría; y, no obstante, todo lo que digo
es producto de una larga experiencia, algo que puede cada tuno descubrir
directamente en sí mismo.
¿Por qué nos cuesta tanto aprender a estar sin
pensar? Hagan la prueba y lo comprobarán. No sólo es el problema de la inercia,
de la costumbre que tenemos de pensar, sino que sentimos miedo al silencio,
verdadero pánico. Claro que este pánico se disimula de muchas maneras y la
forma más benigna es justificarlo diciéndonos a nosotros mismos que nos
aburrimos o que como somos muy inteligentes necesitamos estar siempre pensando
en algo. Podemos aducir otras muchas razones, pero la realidad es que tenemos
pánico a permanecer en silencio mental.
Silencio quiere decir ausencia de ideas. ¿Por qué no
aprendemos a mirar qué hay detrás de las ideas? ¿Por qué no intentamos escuchar
qué hay cuando no hay ideas? Porque en el fondo estamos convencidos de que todo
es idea, de que lo único que vale son las ideas y de que todo depende del color
de las ideas, de su combinación y número; y además porque estamos agarrados a
una idea que es la que sirve de patrón para determinar toda nuestra conducta,
la idea de nosotros mismos. Y sin embargo todo el secreto del descubrimiento
interior consiste en descubrir que hay algo más allá de las ideas, no de la
noción consciente, no de la inteligencia, sino más allá de las ideas en tanto
que formas.
Las ideas son estupendas, ya lo he dicho, pero aquí
estamos hablando de un trabajo de autodescubrimiento que consiste en buscar qué
soy yo realmente y llegar a vivir eso que soy de un modo directo, inmediato,
pleno. Para eso, las ideas son siempre un estorbo. El único bien que nos pueden
hacer es darnos a entender su propia relatividad, su propia impotencia, su
propia inadecuación para conducirnos a esta realización. Estamos confundiendo
nuestra realidad con la idea de nosotros y no ha de ser así. Yo soy una
realidad interior con una capacidad de conocimiento, pero una cosa es esa
capacidad de conocimiento y otra muy distinta el conocimiento formulado. El
conocimiento formulado es ya una fórmula, es decir una forma, un producto. Pero
yo no soy nunca nada de esto, por lo tanto no soy ninguna idea. Cada vez que me
agarro a una idea, esa idea no es verdadera; es errónea y mala respecto a lo
que es la verdad y el bien de mi realización interior, de mi descubrimiento
directo.
Y como me estoy confundiendo con la idea de mí, miro
a todo el mundo según la idea que tengo de mí, trae consigo que lo que va a
favor de esta idea, las personas que la afirman, las que van en la misma
dirección, las considero como mis amigos, los buenos, los que valen; mientras
que los que van en contra son los indeseables o no gratos. Y por el hecho de
vivir pendiente de esta idea de mí, necesito apoyarme en las ideas de los
otros, y en las ideas de las cosas.
Tan cierto es esto que si no sé el nombre de algo,
sufro. Estoy oyendo, por ejemplo, música. Aunque la composición sea bonita, si
no recuerdo el título comienzo a dar vueltas a la cabeza y sufro. Sí, ya sé que
es bonita, pero tengo la necesidad urgente de remover mi mente hasta que dé con
el nombre. Entonces se habrá acabado la música, y todo quedará en silencio,
pero yo no me habré quedado tranquilo si no puedo exclamar: ¡claro era tal
composición!
Veo a alguien, le conozco, pero, ¿de qué?, ¿cómo se
llama?, ¿quién es? Tengo necesidad de determinar su nombre, de fijar su
recuerdo. Y esto, no porque la situación exija que yo sepa concretamente quién
es, de dónde procede, las circunstancias concretas, no, es un automatismo que
hay en mi mente, porque me he acostumbrado a apoyarme en un sistema cerrado de
ideas. Por eso cuando me encuentro con alguien y no sé exactamente de qué
conozco a esa persona, me quedo en la duda de si ponerle buena o mala cara,
porque no sé si es amigo o si no lo es. En estas ocasiones pasa uno por un
momento de desconcierto, haciendo mil gestos, hasta que, por fin, no siempre a
tiempo, encuentra la filiación perdida y se tranquiliza.
Pero, ¿por qué depender tanto de definiciones, de
ideas? Porque estamos lejos de vivir lo que es nuestra nota fundamental,
nuestra melodía interna, nuestra propia realidad y necesitamos apoyarnos en las
burbujas exteriores. Por eso necesitamos catalogar, cuadricular, ordenar todo
nuestro mundo exterior, lo que, a su vez, nos impide percibir nada de lo real
del mundo. Hay personas que ven una flor, pero no saben disfrutar de ella.
Aunque eso sí, necesitan inmediatamente saber cómo se llama y qué valor tiene.
Me lo decía un día un gran músico, un gran
concertista: «Cuánto sufro por conocer tanta música, porque me estorba, me
dificulta. Cuando oigo música en vez de abrirme a ella, se me impone el
automatismo interior de comprobar el ritmo, el tono, la instrumentación, la
ejecución, de comprobarlo todo, y esto me impide gozar la música de manera
directa e inmediata». Fíjense, eso que para otros es precisamente lo que les gusta
de la música, él lo veía como un impedimento. Observemos lo que pasa en los
conciertos; muchos de entre los entendidos, aunque por suerte no todos,
necesitan estar mirando a ver qué tal se ejecuta un compás que es muy difícil o
un cambio de tiempo. Se pasan todo el rato examinando algo, tomando notas,
medidas, haciendo todo menos saborear la música directamente dejándola resonar
dentro para vivirla, para que nos conduzca a vivir una vez más el centro de
donde surge toda la música.
Quien dice la música, dice cualquier cosa. Estamos
necesitando apoyarnos en las ideas, en definiciones y esto nos aleja de lo que
es la vida que hay detrás de las formas, el impulso directo, la realidad
central. En resumen, esa tendencia que tenemos, ese hábito a que nos hemos acostumbrado
de apoyarnos en la idea de nosotros mismos es de graves consecuencias porque
nos impide descubrir la vida de un modo directo e inmediato. Automáticamente
hemos de tomar ya como punto de referencia las ideas. Y son siempre una
representación, algo de segunda mano, a no ser que uno las viva directamente
desde los planos superiores.
Nuestro
trabajo: atención y apertura
Si todo el mal reside en el empequeñecimiento, en la
rigidez mental, en el alejamiento del centro y en la superficialidad en que nos
hemos encerrado, es evidente que lo único que nos puede redimir, el único medio
para redescubrirnos, para volver a ser nosotros mismos, es una doble actitud:
de apertura y de atención, porque esto sigue la dirección inversa de lo que nos
está ocurriendo. Si estamos cerrados y oscuros, para corregirnos tendremos que
abrirnos y estar más despiertos. Esta es la clave de la combinación de la
puerta de nuestra mente. Si aprendiéramos a estar más abiertos ensancharíamos
nuestro horizonte y si aprendiéramos a estar más despiertos descubriríamos
mejor la naturaleza de todo cuanto existe dentro y alrededor nuestro. Pues
no se trata de adquirir nada más, sino simplemente de descubrir lo que existe.
Para eso se requieren sólo dos cosas: abrir y mirar. Y para poder mirar claro
hay que estar mentalmente despiertos. O sea, que realmente lo que nos falta es
cultivar más y mejor lo que ya tenemos: saber mirar y saber abrir.
Puntualicemos estas dos cosas por partes.
A) Atención
En primer lugar hablemos sobre el mirar. Todo
cuanto nosotros conocemos es en virtud de nuestra capacidad de toma de
conciencia. Nuestro foco mental se dirige hacia fuera, hacia dentro, hacia
arriba o hacia abajo y toma conciencia de algo que vive como realidad, sea una
idea, una percepción exterior, un sentimiento muy elevado, lo que sea. He dicho
que nuestra mente normalmente está adormilada, funcionando a media luz. Lo
primero que hemos de aprender a hacer es que nuestro foco de atención, que es
el instrumento que nos sirve para tomar conciencia de todo, para darnos cuenta
de todas las cosas, luzca más, pues ahora está funcionando a un potencial
bajísimo. En otras palabras, tenemos que despertarnos más, hemos de estar más
lúcidos.
Observemos los hechos. Todos podemos constatar que
ahora mismo, si queremos podemos estar un poco más abiertos, más despiertos,
más lúcidos, más atentos, sólo un poco más. Este poco podemos vivenciarlo cada
uno de nosotros. Mas, ¿por qué estoy unos ratos más lúcido, más despierto, y
otros más dormido, más distraído y oscuro? Sencillamente porque estoy dejándome
llevar de la inercia, de los hábitos que he adquirido, porque en la vida
corriente he comprobado que viviendo así voy tirando y saliendo de apuros y
que, además los demás viven también así. Si los demás fueran más rápidos que
yo, me acostumbraría a estar atento y procuraría ser tan rápido como los otros.
Si los demás fueran más listos que yo, me esforzaría en ponerme a su altura.
Habría un estímulo externo que me obligaría a dar de mí mismo el máximo
rendimiento en este sentido de estar más despierto. Pero como he encontrado ya
mi «modus vivendi» mi fórmula de equilibrio social aunque no me guste, aunque
me queje de ella, voy tirando, y me quedo amodorrado, adormilado en mi postura
cómoda pero incompleta. Claro, la gran ventaja nuestra es que hemos adquirido
hábitos y cuantos más hábitos y mejor adquiridos están, más tranquilos vivimos
y menos hemos de pensar, porque todo se hace automáticamente.
Pero es que los hábitos aunque son necesarios para
que podamos hacer una cosa y atender a otra, no han de servir para ponernos a
dormir encima de ellos. Hemos conseguido la gran ventaja de adquirir unos
hábitos para tratar a la gente, para contestar al teléfono, para ir por la
calle, para conducir, y gracias a ellos, en lugar de despertarnos más o atender
a otras cosas, lo aprovechamos para vivir dormidos.
El que tenga sincero anhelo de encontrar algo más
real, más sustantivo en sí mismo y en la vida, ha de saber bien que lo primero
que ha de hacer es despertarse, aprender a vivir al máximo su potencial de
atención consciente. Y esto no en un momento de peligro o en una situación
apurada, sino en cada instante de su vida. No hay absolutamente ningún motivo
para que la conciencia en unos momentos esté muy clara y en otros muy oscuros.
Si tengo interiormente el mismo potencial, éste lo he de actualizar y ha de ser
para mí una constante. He de aprender a estar todo yo presente a mí mismo, todo
yo despierto y lúcido en cada instante, aunque lo que esté haciendo sea liar un
cigarrillo o tumbarme para descansar. ¿Por qué cuando estoy tumbado he de dejar
de ser plenamente consciente?, ¿por qué he de estar interiormente durmiendo?,
¿por qué no puedo estar todo yo plenamente consciente y presente al hecho de
que me estoy durmiendo? Esto se puede hacer; ¿por qué no he de aprender a tomar
conciencia clara, lúcida, todo yo, de cualquier cosa que esté haciendo, sea
soñar, reír, gozar, llorar, tener miedo o lo que sea?
Si nos miramos un poco, veremos que nuestra mente
sufre un apagón casi constante. Por eso, repito, la primera providencia de
quien quiera trabajar es despertarse y aprender a hacer que su mente esté
funcionando con la máxima amplitud que sea capaz de dar de sí, con el máximo
potencial. Que no parezca una bombilla de diez o quince bujías si tiene un
potencial de doscientos.
Esto no quiere decir que uno esté siempre con los
ojos muy abiertos para que no se le escape nada. La atención es un estado
interior, no es en absoluto un gesto exterior. La atención es el resultado de
actualizar todo yo mi capacidad de conciencia interna, no de poner toda mi
capacidad hacia fuera. Es tenerla actualizada, vivirla, ser consciente de ella.
En un momento dado necesitaré proyectarla hacia fuera y en otro momento tendré
que dirigirla hacia adentro. Esto es secundario. Lo importante es que en todo
momento la luz esté funcionando con los doscientos watios, no que lo haga unos
ratos a doscientos, otros a quince y otros a veinticinco.
Ahora bien, esto sólo se puede conseguir mediante
una práctica sistemática, y una repetición incesante del gesto de despertarse,
de estar más presente a sí mismo en todo momento.
B) Apertura
El segundo remedio básico contra nuestra
identificación y nuestro egocentrismo es aprender a estar más abiertos. ¿Qué
quiere decir esto? Justamente lo contrario de estar crispado, cerrado. Estar
abierto es vivir en una actitud suelta, con un gesto interior de máxima
apertura mental y afectiva. Es un estado de relajación psíquica, aunque la
palabra relajación tiene sus connotaciones a veces negativas de pasividad o
inercia, que se oponen a la verdadera apertura.
Nos crispamos siempre que tenemos miedo. Y lo malo
es que después nos crispamos ya sencillamente porque estamos acostumbrados a
hacerlo y aunque haya desaparecido el miedo nos mantenemos en la actitud
interior de quien ve constantemente peligro en algún sitio. La crispación no
lleva nunca consigo una mayor capacidad defensiva ante el peligro. Al
contrario, en los momentos de peligro la crispación produce un estado de
ceguera mental. Sólo una mente abierta permite ver e intuir soluciones, recoge
más datos y por lo tanto puede extraer del interior mayor número de posibles
soluciones. Así que, incluso ante situaciones de peligro, en lugar de querer
huir -reflejo que todavía nos queda de nuestra infancia y que nos empuja a huir
de las situaciones y a replegarnos y cerrarnos- hemos de aprender a tomar
conciencia clara de las cosas, pues ésta es la única forma de poder manejarlas
bien.
Evitemos este gesto automático de regresión a
nuestros mecanismos infantiles, no nos cerremos ni nos crispemos. Abrámonos y
mantengámonos abiertos. Tenemos miedo de hacerlo porque confundimos el abrirnos
con el estar pasivos frente al ambiente, el ser generosos con el no controlar
nuestras reacciones sentimentales. Aquí se trata de estar abierto al mismo
tiempo que estar perfectamente lúcido. Y si estamos plenamente lúcidos nunca
saldrá ni la más pequeña reacción que no sea conveniente o que no esté adecuada
a la situación.
Es preciso reeducarnos en abrir la mente y el
corazón a la vez que mantenemos la atención más despierta, siempre actualizada,
renovando una y otra vez esta actitud de estar despierto. Entonces, cuando se
aprende a vivir manteniendo esta apertura y este estar continuamente despierto,
se produce un fenómeno extraordinario: el de la penetración interior. No hay
que hacer nada más que estar despierto, muy despierto y abrir y aprender a
mantenerse abierto. Y entonces empiezan a aparecer de un modo directo,
constante, sin necesidad de ideas ni de opiniones, de un modo evidente,
transparente, todos los contenidos que hay en nuestro interior; y detrás de
estos contenidos -muchos de los cuales son resultado de embrollos anteriores,
de cosas a medio liquidar- viene la luz, la fuerza, la fuente misma de nuestra
realidad.
Así que la única forma de penetrar es aprendiendo a
mantener este sencillo gesto de abrirnos y de permanecer con la máxima lucidez
de nuestra mente, que no piensa sino que mira, que está consciente, que
observa.
El
camino libre
Sólo la conjunción de estos dos elementos, la
apertura interior progresiva y el estar cada vez más despiertos, más conscientes,
nos libera de nuestra pequeñez y nos hará ver el sentido de la vida. Si
aprendiéramos a ir así, aunque de momento no realizáramos ninguna otra cosa
útil,
cómo cambiaría nuestra vida! Todas las trampas que
nos estamos haciendo, todas esas limitaciones que ahora tenemos,
desaparecerían. Aumentarían nuestros recursos mentales, nuestra capacidad de
hablar, de expresar las cosas, de recordar; entonces se produciría un
desbloqueo automático de nuestra memoria, de nuestra inteligencia e incluso de
nuestra capacidad motriz. La persona funcionaría de un modo libre y total, en
lugar de estar como ahora bloqueada en varios niveles. Es un milagro cómo ahora,
todavía, podemos seguir marchando, algo así como si en una maquinaria
hubiéramos puesto trapos, papeles, y que a pesar de todo la máquina siguiese
funcionando. Interiormente estamos llenos de trapos, de impulsos, de
sentimientos, de emociones y temores antiguos que están metidos entre los
engranajes. ¿Cómo no hemos de tener limitaciones y angustias, cómo no hemos de
encontrar obstruido el camino que conduce a vivenciar nuestra realidad central?
Por eso liemos de aprender a limpiar todo esto. Mas
para limpiarlo es preciso verlo. No se puede limpiar una casa sin que entre la
luz, sin ver qué es lo que hay que quitar. Del mismo modo, para limpiarnos
interiormente, la mente debe abrirse y así entrará la luz y se iluminará ese
trasfondo que ahora no vemos ni nos damos cuenta siquiera de que esté sucio. De
este modo es como se va despejando el camino que conduce a la percepción
directa e inmediata de sí mismo.
Este es el camino de la realización interior, que
puede tener muchas formas y muchos nombres pero cuyo eje central consiste
siempre en que la mente aprenda a estar más despierta y más abierta. Y al decir
que la mente debe abrirse nos referimos a que desde la mente se abran también
todos los resortes fundamentales de la personalidad, especialmente la afectividad.
Como esto de despertar y abrirse parece tan
sencillo, no lo hacemos. Encontramos más a nuestro gusto una cosa que sea
complicada. Por eso necesitamos que nos den unas técnicas muy elaboradas, que
consistan en hacer tal cosa o tal otra, un programa muy definido, muy concreto.
Lo que hemos dicho parece que no puede ser tan fácil, tan sencillo, y creemos
que debe haber un truco encerrado en algún sitio. Pero no; todo está encerrado
dentro de nosotros y la forma de liberarlo es únicamente ésta. Nos cuesta ver
toda la fuerza que tiene ese despertar, ese abrirnos, y aún nos cuesta más
aprender a ponerlo en práctica de un modo constante en cada momento. Por eso
convendrá quizá, examinar algunas técnicas que han sido consagradas por el
tiempo, técnicas por las que han pasado millares de personas y que por su medio
han logrado ese estado de realización interior del que venimos hablando.
Así veremos de qué manera las diversas tradiciones
han sistematizado la práctica de despertarse y de abrirse interiormente.
Preguntas
-¿Considera imprescindible que una persona esté un
momento al día sola y que piense en sí misma?
-No lo considero esencial. He dicho que éste es un
medio para descubrir que normalmente necesitamos esta agitación, esa
multiplicidad de estímulos; para ver que tenemos miedo a su ausencia. Pero no
porque hacer esto sea una cosa absolutamente necesaria, pues hay otras maneras
de llegar al silencio. Existe una forma de conseguir el silencio dentro de la
barahúnda de la vida, ya que el silencio de que hablamos, al fin y al cabo, no
es este silencio de ruidos ni de voces exteriores, sino que en el fondo se
trata del silencio de la mente. Y éste se puede conseguir cuando estoy
hablando, mientras voy cruzando la calle en medio de autobuses y de la gente, o
en cualquier otra actividad.
Lo esencial es esto tan sencillo que he dicho. Lo
que pasa es que uno ha de descubrir en qué consiste realmente este estar más
despierto, que no estriba de ningún modo en crisparse, ni en presionar, sino
simplemente en ser consciente, ser más yo mismo, en estar yo mismo presente, ¿a
qué?, a lo que sea, a cualquier cosa. No hay que acentuar la cosa exterior que
yo hago en aquel momento; no importa hacia donde se dirija la mente, da lo
mismo su punto de apoyo. Que yo esté allí, que sea consciente de mí, que
pienso, pero no que esté pensando en mí, tampoco se trata de pensar,
simplemente de hacer lo que hacemos en los momentos solemnes de nuestra vida
sentimos corno una resonancia interior en que nos vivimos muy presentes en
aquel entonces.
¿Por qué guardar esa mayor conciencia de sí mismo
para los momentos solemnes? Hemos de aprender a hacerlo constantemente, porque
si yo soy esa plenitud de conciencia potencial que hay en mí, ¿por qué no la he
de vivir constantemente? ¿Por qué he de esperar que me vengan a despertar
zarandeos ajenos? Cuanto más pronto despierte, antes quedaré libre de los
condicionamientos automáticos del exterior.
Hay muchas cosas que nos ayudan pero no olvidemos
que todo lo que ayuda puede convertirse en un obstáculo porque son cosas
relativas. Estos capítulos pueden ser una ayuda, pero también un obstáculo. Una
cosa es ayuda en la medida en que predispone a la mente a adoptar una actitud,
a pasar de la idea al gesto; pero en cambio es un obstáculo si uno empieza a decirse:
«esto es así, esto es contrario a lo otro...», se hace un enjambre de ideas. Si
cree que haciendo eso adelanta, se equivoca. Para la persona esta lectura se
convierte en algo muy perjudicial, aunque lo que esté haciendo -teorizar,
comparar las ideas- puede ser en sí una cosa buena en su propio plano. Pero
respecto a su trabajo interior, a su búsqueda de la realización, es perder el
tiempo o ir hacia atrás, es enmarañarse más, y lo mismo sucede en todas las
prácticas. Las cosas mejores pueden convertirse en malas si la disposición
interior no es correcta y viceversa.
Lo que hace buenas o malas las cosas no son ellas
mismas, no es su naturaleza, sino nuestra actitud respecto a ellas. Esto es
algo que es duro, nos cuesta vivirlo. Ahora lo vemos, pero a la hora de la
verdad, de nuestra vida diaria, si los demás no hacen lo que nosotros
consideramos bueno, inmediatamente viene la necesidad de críticas y protestas.
-¿Al querer actualizar la atención hay peligro de
identificarse con la idea de la atención?
-En efecto. Hay que hacer directamente el gesto de
estar más despierto, cada vez más. Huir de la especulación. Al principio está
todo mezclado. Uno no puede hacer ese gesto, si no se acuerda de que ha de
hacerlo y este recuerdo ya es una idea. Pero una cosa es que el recuerdo venga
para movilizar el gesto y otra cosa que la idea venga y uno empiece a darle
vueltas. Esto es lo malo.
La idea es útil tan sólo en la medida que se traduce
un gesto en acción. «¡He de hacer esto! ¡Ya está hecho!» Es el hacer lo que
importa, el estar, el ser.
Como lo que nos dificulta es el hábito adquirido de
tantos años, no hay otra alternativa que contrarrestarlo practicando y
repitiendo tenazmente actos conscientes a lo largo de todo el día. Y al día
siguiente volver a empezar; y el otro y el otro, hasta que el nuevo hábito
queda establecido definitivamente.
-¿Existen épocas en que uno está más atento y otras
en que no?
-Sí, parece que las hay en que el viento sopla a
favor y otras en contra. Pero es bueno saber que cuando sopla en contra es
cuando se aprovecha más el esfuerzo que uno hace para estar más atento, aunque
aparentemente no se consiga ningún resultado. Porque entonces uno se esfuerza y
con su esfuerzo está desarrollando y robusteciendo su capacidad para ser
consciente con total independencia del hábito y de los estímulos. En cambio si
sólo está atento en los momentos en que por dentro siente la emoción y la
aspiración, evidentemente va bien, pero se está apoyando en un condicionamiento
emocional y en el momento en que le falle éste veremos lo que queda de trabajo
de atención.
La atención es algo que no ha de depender nada más
que de la actitud directa de hacerla, parte de circunstancias, de gustos y
disgustos. Cuando uno se ha ejercitado en esto unas cuantas veces, es suficiente
para encontrar la propia fuente en sí mismo. Se da cuenta de que cuando aprende
a estar así, uno realmente es más sí mismo y de que en este ser más sí mismo
hay una fuerza, una grandeza que, aunque no se viva con plenitud al principio,
ni mucho menos se intuye o se empieza a intuir que allí existe un mundo inmenso
y que éste es precisamente el más genuinamente nuestro. Por esta razón al cabo
de un tiempo de práctica tenaz ya no se necesita otro estímulo que el mismo
resultado del trabajo realizado. Pero al principio no es así, y durante los
primeros tres o cuatro meses todas las ayudas nos parecen pocas para
determinarnos a ser más conscientes en cada momento del día.
-¿Estar despierto quiere decir estar atento a todas
las cosas a la vez?
-No digo eso, sino que uno debe estar presente a sí
mismo. No me refiero nunca a las cosas, me refiero a uno mismo. Uno ha de tener
la luz encendida pero no hace falta que la dirija más a la derecha o a la
izquierda, arriba o abajo. Que la luz esté plenamente encendida. Y esto es con
total independencia de si yo estoy pensando en un asunto o en otro. Lo que
sucede es que este tener la luz encendida, de momento, requiere un pensamiento
y el hablar con el vecino requiere otro, y la dificultad que surge al principio
es que, como no está establecido en nosotros directamente el gesto y el hábito
de estar despiertos, hay que renovarlo con actos que exigen un pensamiento
previo y éste a veces puede interferir el hecho de estar atento y pensar en
cosas en las que necesitamos pensar en nuestra vida concreta.
A pesar de que al principio esto sea una dificultad,
a medida que uno va practicando, se da cuenta de que aprende poco a poco a
estar despierto y consciente de un modo que no perturba para nada la capacidad
de pensar del todo en otra cosa. Uno se da cuenta de que esa lucidez interior
ocurre en un plano más profundo que no es el que actúa a la hora de tratar con
la gente y por lo tanto es perfectamente compatible el estar atento a sí mismo
y a la vez actuando en otra cosa, sin que pueda haber mutua interferencia. Para
llegar a esta evidencia de plano profundo se requiere un trabajo previo de ir
alumbrando poco a poco. Es como si para conseguir que una bombilla alumbre más
tuviéramos que ir soplando, o sea, haciendo actos aislados, y hasta que uno no
ha soplado todo lo necesario, de momento, tiene que estar atento a soplar y a
la vez comer, hablar y caminar.
El que lo practica no tarda muchas semanas en
comprobar que se establece interiormente el hábito de estar despierto, como
antes existía el de vivir medio dormido.
Parece difícil pero es cuestión de hábito, como lo
es el que unas personas vivan angustiadas y otras estupendamente bien. Hay
personas que se han acostumbrado a vivir mal. ¡Qué le vamos a hacer!, es efecto
puramente de la costumbre. Si analizamos sus casos, sus situaciones actuales
internas y externas, veremos que no hay absolutamente motivación alguna para
ello, pero les ha quedado el gesto, un encogimiento interior, esa actitud de
estar sufriendo y cuando se les acaban los problemas, no tienen más remedio que
buscárselos nuevos. Si no lo hacen así, parece que encuentran la vida aburrida.
Aunque, claro está, casi nunca la persona es claramente consciente de lo que
hace y de lo que le ocurre.
-¿El hábito de estar despierto puede adquirirse en
unas semanas?
-Lo que he dicho es que en unas semanas una persona
puede darse cuenta de que su mente adquiere un automatismo que le ayuda a estar
despierta con total independencia de la actividad concreta externa. Para que
este hábito quede establecido de un modo firme hay que trabajar un poquito más,
aunque no dependen de un más o un menos, sino de un mejor.
A medida que una persona trabaja interiormente, se
produce una maduración y toda maduración exige una transformación de ideas,
hábitos y actitudes. Esto requiere un tiempo de ajuste y durante éste pueden
ocurrir fricciones porque uno todavía no está adaptado y puede tener reacciones
un poco inadecuadas. Esto es inevitable. Pero también nos ocurre cosa parecida
cuando pasamos de la adolescencia a la madurez y no por eso decimos a nadie que
se quede en la adolescencia. Son crisis necesarias en toda fase de maduración,
es un mal que hay que pasar y cuanto más conscientemente estemos, más rápido
transcurrirá, pero no hay forma de evitarlo.
-¿Se mantiene algún estado de conciencia durante el
sueño?
-La sensación que usted tiene de que ha dormido bien
es porque mientras dormía había de algún modo un estado de conciencia. Si no
hubiera registrado en su conciencia el hecho de dormir, ni siquiera sabría
subjetivamente que había estado durmiendo. Nosotros no solamente tenemos
constatación de que hemos dormido porque comparamos las horas, o sea por
testimonio externo; lo comprobamos también por un estado interno, por una
experiencia, que no la podríamos definir. Pero en realidad tenemos conciencia
de que hemos dormido y además bien, y esto no se refiere al momento de
despertar sino al tiempo mismo de dormir.
No tendría noción de que he dormido bien, si no
hubiera de algún modo una experiencia de mí. Sólo la tendría de que me he
despertado bien. Y no obstante, el testimonio interior es que uno lo ha pasado
bien, que ha dormido profundamente. Hay una sensación de bienestar, uno tiene
la conciencia positiva de que de algún modo ha pasado la noche perfectamente,
no sólo de que se despierta bien. Esto es importante. Examínelo con calma, pero
no pensando, sino mirando el fenómeno directo. Analicen si hay una
reminiscencia directa de haber dormido y verán que ésa existe y, además,
acompañada de un sabor agradable. Y es ella precisamente la que nos hace decir
que hemos dormido bien o profundamente.
Cuando lo hayan podido mirar con calma un día y otro
verán que de algún modo subsiste en nosotros un estado de conciencia, incluso
cuando estamos durmiendo profundamente. No es que, de momento, esto aclare gran
cosa nuestro trabajo pero nos permite ver la posibilidad de que, incluso
durmiendo, se puede tener algún estado especial de conciencia que no sea
incompatible con el sueño, sino que sea inherente quizás al estado de descanso
profundo.
Estar despierto y dormir son dos cosas
contradictorias, es evidente. Lo que ocurre es que a medida que uno va
trabajando en esta disciplina de estar más despierto desde un plano más
profundo y éste de lucidez es por completo independiente de nuestra actividad
externa mental, compatible con toda actividad mental y no mental. Cuando se ha
producido este estado es cuando se puede dormir manteniendo conciencia de este
hecho.
Es un estado que muchas personas no creen que pueda
existir, pero que se puede adquirir. No es que uno haya de tratar, cuando
duerme, de darse cuenta de que duerme. La cosa es más sencilla. Se trata sólo
de ser más uno cuando uno quiere serlo. Al fin y al cabo, ¿qué es lo que nos
diferencia de los demás seres de la creación que conocemos? Nuestra capacidad
de mayor conciencia. ¿Qué es lo que nos hace más hombres? El ser más
conscientes.
Por tanto, trabajar en este sentido de ampliar,
afianzar, ahondar positivamente nuestra conciencia no es nada más que llegar a
ser más nosotros mismos, y por ello capacitarnos para hacer mejor cualquier
cosa.
¿Podemos prolongar el estado de atención o estar
despiertos aun durmiendo?
-El estado de atención sólo se puede prolongar
estando despierto, o sea, que no hay nada que podamos hacer durmiendo para
despertarnos. Lo único que podemos hacer es aprovechar los instantes en que por
estar un poco más despiertos nos damos cuenta de que estamos dormidos. Y esto
no por la noche sino durante la actividad del día. Es la lucha contra la fuerza
de nuestra inercia de estar ausentes. Pero es muy bueno que sepamos que esto se
puede conseguir, que no es una posibilidad remota, sino un trabajo muy
concreto, muy definido; hay muchas personas que están trabajando ya en ello y
muchas que han conseguido los resultados positivos en un grado u otro. Si
queremos trabajar, tenemos ya un poco más de estímulo, si es que nos faltaba.
Uno se da cuenta de que muchas personas sufren,
viven angustiadas, se acongojan por sus problemas y situaciones porque les
falta una mayor apertura interior, les falta ver las cosas de un modo más
amplio y vivirlas de un modo más profundo, contactar esta realidad que hay
detrás de todas las cosas externas que sentimos. Y uno quisiera dar un tirón al
otro por dentro para que se despertara.
En el fondo, todos acabamos por vivir aquello que
sentimos necesidad de vivir, y todos llegamos a donde queremos llegar.
CAPÍTULO IV
TÉCNICAS
BASADAS EN LA CONCIENCIA FÍSICA
Hemos visto que si queremos llegar a un conocimiento
claro, evidente, del sentido de nuestra propia realidad y del sentido o
argumento que tiene la vida, es necesario que llevemos a cabo un trabajo en
nosotros mismos que nos permita llegar a esta conexión con nuestro centro, con
el eje de donde surge toda la argumentación, todo el sentido, toda la fuerza de
nuestra vida. Esto requiere una labor de transformación, de profundización y de
elevación de nuestra mente.
Pero hay muchas formas de verificar este trabajo,
muchas clases de técnicas y además podemos proponernos muchos objetivos
distintos con estas técnicas de trabajo interior. En general existe una gran
confusión sobre estos temas: trabajo interior, vida interior, perfeccionarse,
madurar, evolucionar, todos estos son términos que se barajan indistintamente sin
llegar a precisar para nada su verdadero sentido. Es importante que tengamos
ideas claras, porque de lo contrario no podremos andar por el camino seguro.
Por eso comenzaremos examinando algunos aspectos
prácticos que nos servirán de introducción al estudio de las diversas técnicas
de trabajo.
Trabajo
horizontal y trabajo vertical
En primer lugar hemos de distinguir dos tipos
fundamentales de trabajo. Hay un trabajo que tiende a conducirnos a un
descubrimiento en nuestro ser del eje central, a un contacto directo con este
eje. Se trata pues, de establecer una conexión entre algo que ahora funciona
externamente y una realidad central. Por lo tanto es un trabajo central o de
interiorización.
Este trabajo tiene muchas formas y grados. Puede
hacerse a varios niveles: hay una posibilidad de interiorización o de
realización de sí mismo en el centro a un nivel exclusivamente vital,
biológico. También cabe la posibilidad de contactar con él a un nivel afectivo,
o a un nivel mental o a un nivel intuitivo, e incluso a un nivel superior al
que ahora hemos llamado intuitivo.
Consiste este trabajo de interiorización en que mi
mente consciente llegue a conectarse no con el aspecto periférico de mi
personalidad, que llamamos acciones, impulsos, ideas, no con la fenomenología
externa que está hecha de meros productos; sino con el centro del cual surge
cada uno de estos fenómenos. Pues todo esto mana de un centro, distinto según
el tipo de fenómenos de que se trate, ya que cada plano tiene su propio centro,
y cada acción de nuestra personalidad proviene del centro correspondiente.
Según esto, hay un tipo de trabajo de interiorización que puede conducirnos al
centro de nuestro nivel mental, otro al centro vital, otro al centro de nuestro
nivel afectivo, etc. Son trabajos todos en el sentido horizontal, que conducen
al individuo hacia el encuentro consigo mismo a ser del todo sí mismo, pero en
este sentido de interiorización que nos proporciona como resultado final, una
conciencia de plenitud, de libertad y de espontaneidad, que denominamos
autorrealización.
Pero además de este trabajo de interiorización, hay
otro trabajo de ascensión hacia planos o niveles más elevados. Es un trabajo
que sigue el curso ascendente de nuestra evolución. Yo, que vivo normalmente
conectado con mi mente concreta o con mi afectividad personal, puedo llegar a
descubrir que hay una mente impersonal que está por encima de mi mente
personal, puedo descubrir que hay un afectividad impersonal muy por encima de
toda mi gama de afectos personales. Estos niveles superiores son algo
cualitativamente distintos, situados más arriba, en un plano realmente
diferente del que acostumbramos a vivir. Por lo tanto esforzarse para llegar a
descubrir, a conectarse y a situarse en este plano superior constituye un
trabajo de evolución, de desarrollo, de maduración.
Una cosa es, por lo tanto, el trabajo en profundidad
y otra el trabajo en altura. Son dos tipos de trabajo distintos, los dos
excelentes, evidentemente. Gracias al trabajo en profundidad descubrimos
nuestra realidad actual, y gracias al trabajo dirigido hacia arriba descubrimos
lo que estamos llamados a ser.
Lo que pasa es que ahora no vivimos ni lo que
estamos llamados a ser ni siquiera lo que somos ya de hecho. Porque nuestra
conciencia permanece circunscrita a un pequeño campo de fenómenos externos,
tanto de nuestra propia personalidad como del mundo que nos rodea, dentro de
los cuales nos movemos de un modo superficial. En realidad la profundidad con-
que podemos captar el mundo que nos rodea es siempre la misma con que
percibimos nuestro interior. Es imposible percibir la profundidad de nada
exterior si no nos vivimos profundamente a nosotros mismos, porque lo único que
nos sirve para ahondar en cualquier cosa es nuestra propia profundidad. Nuestra
mente y nuestra mirada son el vehículo para mirar la dimensión profunda de las
demás cosas. Y si yo no tengo en mí ese desarrollo en profundidad me será
completamente imposible descubrir lo que hay de más profundo y más real tanto
en las personas como en las cosas o en la vida en general.
El
trabajo de autorrealización y sus posibles caminos
El trabajo horizontal de profundización o de
autorrealización hemos dicho que puede hacerse a través de varios niveles. Y
aquí empiezan a surgir ya problemas concretos a la hora de escoger caminos.
Porque puede muy bien ocurrir que a una persona le
satisfaga completamente llegar a autorrealizarse, por ejemplo, a través del
nivel afectivo, y el llegar al centro de este nivel sea el summum de aspiración
y de su capacidad. En consecuencia al llegar aquí se sentirá totalmente llena y
autorrealizada. Pero esto que para esa persona es la medida total, puede ser
que para otra no sea adecuado por tener exigencias en un plano, por ejemplo,
mental. Y no porque sea superior, pues esto de superior o inferior es muy
relativo, sino sencillamente porque cada uno está en una etapa diferente de
maduración. No obstante, podemos decir en general que el hombre sólo llega a
una autorrealización completa cuando ha conseguido descubrir el centro de su eje
a través de todos los niveles elementales, pero sobre todo en el nivel mental y
desde el centro de ese nivel puede contactar con el centro de los niveles que
están más abajo. Esto es lo que produce, en general, el estado más elevado de
autorrealización. Claro que hay otros grados o estados superiores, pero
hablamos ahora de él como la culminación de una autorrealización general;
humana. Después vienen planos, niveles, realidades que se hallan por encima de
lo mental, en el sentido en que entendemos ahora este término.
Una vez más hago hincapié en que todo esto no es
corolario de ninguna teoría, ni de ninguna adhesión a filosofías ni a dogmas de
ninguna clase. Es sencillamente producto de la experiencia. Todo el mundo que
trabaje podrá constatarlo por sí mismo. Y solamente en este sentido doy el
presente esquema de trabajo a fin de tener una orientación previa aproximada
del camino que vamos a seguir y del sistema o del método a que nos atenderemos
en la exposición de las técnicas de trabajo. Pero cuanto digamos no pasará de
ser una mera hipótesis que solamente tendrá realidad para cada uno en la medida
en que llegue luego a una realización personal y por lo tanto a un
descubrimiento directo, evidente, de las cosas que antes se habían propuesto.
Empecemos por hablar del trabajo de interiorización
o de búsqueda y descubrimiento del centro de sí mismo, es decir, de las
técnicas de autorrealización.
Si toda nuestra vida está surgiendo constantemente
desde el centro a la periferia, si se está manifestando a través de cada uno de
los niveles dando lugar a toda nuestra compleja manifestación personal,
-acciones, sentimientos, emociones, deseos, impulsos, ideas, aspiraciones,
intuiciones- si, en el fondo, todo esto surge del centro, resultará que cada
una de estas manifestaciones se convierte automáticamente en un medio adecuado
para poder llegar hasta el centro.
Si todo surge del centro todo puede ser camino para
conducirnos al centro, al punto de origen. De ahí que existan muchas técnicas,
muchas formas de trabajar, todas correctas y todas eficaces. Creo que las
personas que se interesan en serio en realizar un trabajo de esta clase, que no
buscan sólo que les deleiten los oídos con cosas dulces, elevadas, místicas,
las personas que quieren trabajar de verdad, encontrarán muy útil conocer cada
una de las técnicas. Después veremos -como ya lo hemos indicado anteriormente-
que en el fondo, todas las técnicas tienen un denominador común, aunque luego
cada una es un modo particular de aplicar este principio común, y también cómo
podemos aprovechar estos modos particulares para incorporarlos a nuestra forma
de vida concreta, según nuestra necesidad interior y nuestras posibilidades.
Por ejemplo, veremos que podemos convertir en un método de realización nuestra
vida física como también podemos hacerlo con nuestra vida de relación humana y
lo mismo con nuestra vida profesional o con nuestra vida de aislamiento y
recogimiento interior. Todas estas cosas y muchas otras de nuestra vida
cotidiana pueden servirnos de medio de realización. No es que uno quiera ir por
muchos caminos, sino sencillamente que los utiliza todos para llegar al mismo
sitio. Puede de este modo aprender a hacer un trabajo completo de síntesis de
su personalidad para llegar al centro.
En este sentido el estudio de las técnicas, incluso
de las que en principio pueden parecer más disparatadas, alejadas y extrañas a
nuestra mentalidad, tienen para quien sabe mirar y ver elementos sumamente
útiles que se pueden incorporar a nuestra vida.
Clasificación
de las técnicas de autorrealización
Intentamos ahora hacer una clasificación de estos
posibles caminos que pueden conducirnos a la autorrealización. Atendemos en
ella al nivel de conciencia que cada camino toma como base o punto de partida
Técnicas de autorrealización o de búsqueda de
nuestro centro, que trabajan a partir de la conciencia física, hay varias: el
Hatha-Yoga, el Judo, el deporte, la vida activa corriente y diaria.
Técnicas que trabajan apoyándose en una conciencia a
la vez física y afectivo-estética: el baile, el ballet, la gimnasia rítmica
expresiva, las danzas sagradas, modalidades todas ellas de un mismo camino.
Técnicas que se fundamentan en la conciencia
puramente afectiva: el amor a Dios; el amor a sí mismo; el amor a los demás.
Técnicas que se basan en la conciencia puramente
afectivo-estética: la expresión artística por medio de la música, de la
pintura, poesía, decoración, etc., cuando se vive realmente de una forma
activa, no sólo de un modo receptivo o contemplativo sino como expresión
artística del mismo artista, en tanto que ejecutante. Ya veremos que es una
cosa que podemos aplicar a nuestra vida aunque en apariencia, de artistas
tengamos bien poco, ya que aparte de las expresiones de arte más o menos
consagradas hay un auténtico arte de vivir.
Muchas de estas técnicas pueden estudiarse desde
otro ángulo de gran importancia y que constituye lo que podríamos llamar la
técnica dinámica fundamental de la vida humana: la expresividad. Le dedicaremos
un capítulo especial.
Hay después otras técnicas que se apoyan en la
conciencia energética y son: la ascesis en el sentido austero de la palabra; el
Tantra-Yoga.
Otras técnicas se apoyan en la conciencia mental: la
meditación; el control de la mente, técnica distinta de la meditación, ya que
la meditación sería el Dhyana-Yoga, mientras el control de la mente viene a
coincidir con el Raja-Yoga. Ambos son dos caminos que tienen lugares comunes
pero que son diferentes. También se basan en la conciencia mental el método del
discernimiento o Jñana-Yoga y el camino del Zen o de la contraposición mental.
Varias de estas técnicas pueden ser utilizadas
también para el trabajo de tipo vertical, pero por el momento nos limitaremos
más bien a su análisis como medios de interiorización o de trabajo hacia el
centro.
Como ven, se divisa un panorama inmenso de trabajo y
de posibilidades. Cada cosa que hemos dicho es todo un mundo. No podemos
abarcarlos todos a la vez, pero sí por lo menos ver qué pautas fundamentales
siguen y cuál es el principio básico de cada una para poder sacar aplicaciones
prácticas para cada uno. Porque, repito, una vez más, si no aprendemos a
incorporar estas cosas a nuestra vida, estamos perdiendo miserablemente el
tiempo. Todo lo que oímos, si no se convierte en experiencia, es un lastre que
cargamos a nuestra mente y a toda nuestra personalidad. Cada vez que adquirimos
un conocimiento aumentamos nuestra responsabilidad, nuestro karma. Si un
conocimiento no se traduce en experiencia, en realización interior, ése se
convierte en una carga que nos producirá mal. No podemos jugar con el
conocimiento. Una persona no puede adquirir mayor comprensión de las cosas,
aunque sea un intelectual, y seguir igual que antes en su estrechez y
superficialidad, porque entonces se estaría haciendo trampa a sí mismo y a la
vida. Y la vida es lo único que no acepta trampas. Uno puede hacérselas a sí
mismo, y también a otros, pero a la vida no se le puede engañar. Todo lo que
comemos lo hemos de digerir, lo hemos de transformar en carne y sangre nuestra
o lo hemos de eliminar. Igualmente sucede con las ideas, con los conocimientos
que adquirimos: o los hemos de incorporar y asimilar y traducirlos luego en
experiencias vivas, en realización auténtica o, sino, los hemos de eliminar,
cosa difícil y dolorosa.
Aquí deseo dejar claramente sentado que estas
palabras, que este libro, quiere tener una intención y un sentido de trabajo
auténtico. Por eso aconsejaría a las personas que no tienen realmente ganas de
trabajar que no se dedicasen a leer sobre estas materias. Pues aunque personalmente
mi deseo es ilustrar y ayudar al mayor número de personas, si alguien no tiene
un gran interés de comprender estas cosas para luego ponerlas en práctica, es
mejor que se abstenga de leerlas. Que un día hojee un libro, quizá por
curiosidad, no tiene importancia; pero el que se dedica a la lectura de estos
temas por avidez intelectual pero sin un verdadero interés no sólo no sacará
ningún provecho, sino que puede resultarle perjudicial.
Técnicas
basadas en la conciencia física
Empecemos ya con las técnicas que se apoyan en la
conciencia física. Hemos enunciado varias: el Hatha-Yoga, el Judo, el deporte,
la actividad externa.
Características generales:
¿Qué características comunes tienen estas técnicas
de trabajo sobre el plano físico?
A) Todo impulso a la acción surge del centro. Por lo
tanto es un camino para llegar a él.
En primer lugar el fundamento es que todo impulso a
la acción surge del centro de nuestro plano vital. Así cada acción se convierte
en un camino para que podamos llegar a tomar conciencia de este centro de cual
surge el impulso y así conseguir la autorrealización en este plano vital.
B) Hasta ahora la atención regula el movimiento
desde fuera. Se trata de vincularla por dentro, tomando conciencia progresiva
de su origen.
Nuestra mente está acostumbrada a seguir el
movimiento físico, la acción, pero sólo por fuera. Por ejemplo, me hago
consciente de que me pica la nariz y me la rasco. Esto supone que mi mente ha
dado orden al brazo y a la mano de rascar la nariz y una vez dada esta orden,
que va con su idea correspondiente, efectúo automáticamente el movimiento. Así
nos ocurre con todos los movimientos que hacemos. Nuestra mente los sigue sólo
desde el exterior. En realidad todo trabajo de profundización que se basa en la
conciencia física debe conseguir que la mente aprenda a estar atenta al
movimiento no sólo por fuera -esto también- sino sobre todo por dentro, puesto
que el movimiento es consecuencia de un impulso y se trata de tomar conciencia
del impulso sin interrumpir el movimiento. Es decir, tengo que procurar que mi
mente aprenda a estar más abierta hacia dentro, a la vez que lo está hacia
fuera, pero sin volverme de espaldas al exterior para estar atento al interior.
Se trata de mirar, de atender de un modo consciente
hasta llegar a ver y sentir el impulso en sí mismo y la fuente de donde brota.
Entonces tenemos la sensación de actuar y de vivirnos de un modo más entero.
Esto hay que ir practicándolo un día y otro hasta
que poco a poco vayamos tomando conciencia de la energía cada vez más pura, más
indiferenciada que es la base de todo movimiento, de toda acción. Y en el
momento, en que, como resultado de la interiorización progresiva, lleguemos a
establecer esta conexión de nuestra mente consciente con el centro del cual surge
el impulso, tendremos la autorrealización en un plano vital.
Esto no es algo absolutamente desconocido para
muchas personas. Quien ha tenido experiencias positivas de la realización
sexual en el orgasmo ha vivido ya la experiencia de lo que es la autorrealización
en un plano vital. Porque el orgasmo no es más que el momento en el que mi
mente puede penetrar hasta el centro vital sexual y tomar conciencia de él. Y
si no llega a conectar con este centro no hay orgasmo. Puede haber tensión,
satisfacción, placer, muchas cosas, pero no orgasmo. El orgasmo es un instante
en que se vive con conciencia impersonal, un instante de conciencia intensísima
de realidad, en el que sólo se vive la realidad completamente aparte del yo y
del tú. Y esto es precisamente la realización en ese plano vital sexual.
Lo digo porque muchas veces hablamos de cosas como
éstas que nos parecen lejanas, muy extrañas y no obstante de algún modo las
hemos tenido cerca; si no todos, por lo menos muchas personas.
Una de las características de la autorrealización en
cualquier plano que sea, es siempre una noción de intensísima realidad, de
fuerza profunda, una evidencia de que en ese instante lo único real es aquella
energía, aquel estado. En aquel momento desaparece la noción individual y la
del mundo. Antes estaba después vuelve a estar de nuevo, pero por un instante
se supera y desaparece la noción de yo en tanto que distinto del tú.
Pues bien, el orgasmo es un estado análogo al que se
produce en cada uno de los niveles cuando se llega realmente a conectar con el
centro. Siempre se encuentra esta característica de intensísima realidad que se
vive con carácter casi absoluto, y, a la vez, una conciencia de impersonalidad.
Aunque a muchos pueda asustar la palabra impersonalidad porque les parece que
pierden algo, no obstante no comporta la pérdida de algo, sino la ganancia
extraordinaria de lo positivo que hay en nosotros, de la noción de realidad, de
la noción de fuerza, y de presencia por la que uno llega a ser sí mismo. Y esta
noción es la que se amplía hasta un grado extraordinario en la autorrealización;
sólo que, como el orgasmo es un producto de la evolución de la raza y lleva
muchos siglos de trabajo y de consumación, estamos adiestrados hereditariamente
para llegar a él y dura sólo un instante. Pero es precisamente ese instante el
que nos condiciona fuertemente. El recuerdo y la fuerza de este instante, que
pervive en la memoria racial, es lo que nos empuja con tanta fuerza a la
procreación o al acto sexual. Y ésta es la fuerza y la técnica de que se vale
la vida para asegurar la especie.
C) Tenemos una conciencia más clara de lo físico. Y
mayor dominio sobre él. Es el camino más fácil para empezar.
Otra característica de las técnicas que se apoyan en
el plano físico es que aprovechan la conciencia que ya tenemos de nuestra
realidad física y que suele ser al principio más clara que la que tenemos de
las demás cosas y realidades. Por lo tanto, para comenzar a trabajar, el apoyar
nuestra mente en el cuerpo resulta ya una cosa en parte familiar. Aunque nos
falte mucho hasta conseguir una auténtica habilidad, un verdadero
adiestramiento en profundidad, no obstante estamos ya entrenados a trabajar
bastante en este sentido, a controlar nuestros impulsos, a hacer movimientos
voluntarios, a llevar a cabo aprendizajes de tipo físico y por lo tanto ofrece
la ventaja de una mayor facilidad como elemento de trabajo, por lo menos al
principio.
D) En general mejorar nuestra salud y nuestra forma
física.
Las técnicas que se apoyan en el plano físico tienen
también la ventaja de que, como todo lo que requiere un ejercitamiento de lo
físico, producen una activación y una mejora en el estado de salud, un aumento
de resistencia física, permitiendo a la persona mantenerse en mejor forma. Esto
dejando aparte otros efectos especiales que puedan tener estas técnicas, como
la curación de enfermedades, la eliminación de la tensión, etc., pues aunque
estos efectos son o pueden ser muy importantes, se separan de nuestro actual
punto de vista, en tanto que camino de trabajo de autorrealización o
descubrimiento interior.
E) También refuerzan la conciencia positiva del Yo.
Además las técnicas que se apoyan en la conciencia
física producen todas ellas un efecto muy interesante desde el punto de vista
psicológico: refuerzan de un modo constante, permanente y progresivo la
conciencia positiva de uno mismo. Así, si no son técnicas resolutivas, por lo
menos sí son técnicas paliativas de todos los estados de inseguridad, de
depresión, y de otros problemas derivados de tener un yo que sea más débil que
las circunstancias o que el propio interior. Estas técnicas fortifican el yo
consciente porque todo lo que se hace consciente y deliberadamente se convierte
en experiencia positiva que incrementa el caudal de conciencia del yo. Además
esta es la única forma de conseguir que uno llegue a tener una conciencia clara
y positiva de sí mismo; el vivir experiencias completas, reales, de un modo
consciente.
La práctica de las técnicas que se apoyan en el
plano, físico, en la conciencia física, se convierte en experiencias que uno se
obliga a realizar apoyándose en esa conciencia física que para nosotros es la
más concreta, la más real y por lo tanto es la que da de un modo más eficaz y
definido fuerza y seguridad al yo. Otras técnicas, que veremos, también tienen
este efecto, pero tardan más tiempo en lograrlo.
Gracias a estas técnicas es mucho más fácil
conseguir una notable capacidad de concentración mental porque el mismo
ejercicio se convierte ya en un entrenamiento ya que por un lado la atención
que hemos de dedicarle neutraliza la tendencia que tenemos a dar vueltas con la
mente a las ideas, a dejarnos llevar por la constante agitación mental, y por
otro lado da a la mente un soporte sólido, que es la conciencia física, siendo
ambas cosas una preparación excelente para la concentración mental.
F) Producen mayor tranquilización mental.
Además, estas técnicas que se apoyan en el plano
físico, precisamente por la integración que exigen de la mente con el cuerpo,
producen todas ellas una mayor tranquilización mental. Nuestra mente está
siempre agitada porque está desconectada de nuestra realidad concreta personal.
Solamente estamos atentos al cuerpo cuando reclama urgentemente algún cuidado.
Pero normalmente nuestra mente anda completamente disociada, dando vueltas.
El trabajo que se apoya en el cuerpo, de un modo u
otro, exige que la mente esté atenta, conectada, unida con el cuerpo, y esta
integración o unificación produce automáticamente un descanso para la mente.
Entonces deja de estar agitada, con pensamientos continuos y se tranquiliza.
Esa es una de las constataciones que hacen todos los que practican Hatha-Yoga
medianamente bien: que pueden tranquilizarse sin gran esfuerzo.
G) El camino de la conciencia física implica también
en cierto grado el de los otros niveles, puesto que toda acción consciente
comporta igualmente una participación de la mente, de la afectividad y de la
voluntad.
No creamos que las técnicas físicas han de consistir
exclusivamente en el desarrollo de la conciencia física. En primer lugar la
palabra conciencia implica siempre un contenido mental, es siempre la
relación que se establece entre la mente y algo. No puede haber en el hombre
conciencia sin mente. De este modo, el trabajo, aunque sea en el plano físico,
implica siempre un ejercitamiento de la mente. Pero además no hay ninguna
acción que de un modo u otro no exija también la actividad del nivel afectivo e
incluso la de cierto nivel volitivo. Así, aunque las llamamos técnicas del
plano físico, hemos de entender y saber que correlativamente al plano físico
tienen una acción sobre los otros planos. Esto es excelente porque resulta la
forma mejor para que el trabajo no se limite ni se circunscriba a un plano
aislado, lo cual produciría un efecto monstruoso, el de un desarrollo sólo
unilateral, sino que, aunque el desarrollo sea preferentemente en el plano
físico, simultáneamente produce también una profundización en los demás planos.
EL
HATHA-YOGA
Vistas va las características generales de las
técnicas de trabajo en el plano físico, podemos empezar a mirar con algún
detalle la primera técnica que hemos enunciado: el Hatha-Yoga.
Evidentemente no vamos aquí a describir ejercicios.
Para eso pueden consultar los libros que hay y acudir a los sitios donde se
enseña Yoga. Aquí vamos sólo a ver cómo actúa el Hatha-Yoga, cómo produce el
trabajo de interiorización.
Asanas, Bandhas y pranayama
El Hatha-Yoga es una de las formas de Yoga originadas en Oriente, concretamente
en la India, que consiste en una serie de prácticas y ejercicios
físico-mentales distribuidas principalmente en tres grupos: asanas o posturas, bandhas o contracciones y pranayama o control
del ritmo respiratorio.
Efectos del Hatha-Yoga
Asanas: Los asanas
son posturas; tienen un carácter estático a diferencia de los movimientos que
son dinámicos: Esto es lo que las distingue de la gimnasia con lo que muchos
confunden el Yoga. No hay duda de que guarda cierta semejanza exterior con los
ejercicios que conocemos aquí en Occidente como gimnasia. Pero es sólo en su
apariencia exterior. Los asanas o posturas tienen un carácter estático. Son
modos de estar para llegar a un modo interno de ser. Hay muchas posturas,
centenares. En la práctica se han resumido en ochenta y cuatro posiciones y de
ellas hay catorce que son las más importantes, algunas de las cuales
reproducimos gráficamente en las páginas siguientes.
Los aspectos tradicionales de las posturas son algo
más secundario; lo importante es que estas posturas ejercen una acción
estudiada, extraordinariamente bien calculada, sobre nuestros sistemas
nerviosos central y vegetativo. No sólo los estimula sino que produce también
su través de tres ramas diferentes del sistema nervioso: el central y el
vegetativo, que se divide a su vez en parasimpático. A través de estas tres
ramas se mueve toda la actividad del organismo la consciente y voluntaria, la
receptiva sensorial, la que cuida de la conservación del organismo y toda clase
de actividad en general. Diríamos que el sistema nervioso es la gran central
eléctrica que está dividida en tres estaciones, en tres ramas diferenciadas.
Pues bien, el problema que tenemos nosotros planteado es que en nuestro
interior cada cosa anda por su lado. A esto se deben precisamente las famosas
distonías neurovegetativas tan generalizadas hoy en día. Distonías que se
traducen en malas digestiones, problemas respiratorios, alteraciones de
circulación, etc. Todo esto es el resultado de que los diversos sistemas dejan
de funcionar de un modo equilibrado, del modo armónico que les corresponde,
especialmente el simpático y el parasimpático. Cuanta mayor tensión tenemos,
más predominio hay en nosotros de todo lo que es estar atento al exterior y a
punto de actuar, y por tanto más se inhiben y disminuyen las funciones de
conservación y sostenimiento del organismo. Y esto es lo que produce la mayoría
de los trastornos de salud que los médicos han de atender.
El Yoga mediante los asanas y las bandhas o
contracciones, no sólo ejerce una acción estimulante sobre el sistema central y
vegetativo, sino que además, por el hecho de exigir una atención al sistema
nervioso central con sus movimientos voluntarios y al control de la musculatura
visceral y a los estados internos del organismo, va produciendo la integración
en la mente de estas ramas que normalmente están disociadas. De este modo se
produce una auténtica unificación de los sistemas nerviosos, lo cual equivale a
decir que la persona empieza a funcionar como unidad. Si uno trabaja con
constancia pueden curar de raíz todos sus trastornos de tipo neurovegetativo,
absolutamente todos, sin intoxicar el organismo, antes por el contrario,
dándole mayor fuerza, resistencia y agilidad.
Los asanas, pues, por un lado ejercen este control
sobre el sistema nervioso central y sobre el vegetativo. Por otro lado, tienen
también una acción evidente sobre el aparato locomotor, sobre articulaciones y
miembros, ya que se trata de posturas que implican flexiones o presiones de los
miembros o del tronco. Igualmente producen un efecto beneficioso sobre las
vísceras interiores, especialmente sobre el aparato digestivo, pues debido a la
presión que hacen determinadas posturas sobre los órganos internos, efectúan
una comprensión-masaje que estimula su funcionamiento. Además en algunas
posturas, concretamente en las invertidas, la misma fuerza de la gravedad hace
que los órganos que se van quedando a medio funcionar, por irse enquistando
unos dentro de otros, y lo mismo algunos repliegues intestinales que no
funcionan suficientemente, bien tiendan a desprenderse y reactivarse
plenamente.
Es un efecto elemental, sencillo, natural pero que,
curiosamente, nada lo sustituye. Hay una gran diferencia entre la persona que
tiene que estar tomando purgantes o laxantes, con el efecto irritante que esto
produce constantemente en el organismo, y la persona que con sólo colocarse en
una postura invertida unos pocos minutos al día consigue que su organismo
funcione con una regularidad total.
Además de estos efectos, el Hatha-Yoga produce
también otro muy notable sobre los aparatos circulatorio y respiratorio, en
especial a través del pranayama.
Pero todas éstas son aplicaciones menores, que
apenas tienen importancia comparadas con la verdadera finalidad del Yoga. El
Yoga no ha nacido para curar enfermedades ni siquiera para conservar la línea,
por muy importante que esto pueda ser en determinadas ocasiones. El Yoga no es
esto, sino que es un camino para llegar a la autorrealización, para descubrir
la verdad central de uno mismo.
Desde un punto de vista interno de trabajo, ¿cuál es
el efecto del Hatha-Yoga?
El Hatha-Yoga tiene por objeto hacer que el
organismo se purifique, que funcione mejor. Es un hecho que no pensamos sólo
con nuestro cerebro, sino con todo nuestro organismo. Y por lo tanto es un
error creer que el pensamiento está localizado solamente dentro de la cavidad
craneana. Pensamos con todo el organismo, tanto es así que el día que estamos
más intoxicados que de costumbre tenemos la cabeza turbia, mientras que cuando
estamos más despejados, nos encontramos más ágiles y con la mente más clara. Es
suficiente practicar un poco de ayuno para constatar esto con mucha evidencia.
Guarden un día o dos de ayuno y verán como la mente se aclara, la sensibilidad
se agudiza y todo uno está muchísimo más despierto.
¿Por qué tiene tanto interés el Yoga en purificar el
cuerpo? Precisamente para que la mente gane en transparencia, en estabilidad y
en profundidad. A medida que se va purificando el organismo, a medida que
«prana», la energía sutil, funciona de un modo más libre a través de todo el
organismo, la mente adquiere mayor viveza, mayor claridad y transparencia. Es
decir: penetra con más claridad en las cosas y en el hombre mismo y tiene un
mayor poder de estabilización.
Pranayama: Es el control de los
movimientos respiratorios. El pranayama, combinado con los asanas, intensifica
la circulación del prana y favorece su acumulación en determinados
centros del cuerpo. Prana o energía sutil, es la energía vital, que penetra en
nuestro interior especialmente por la respiración. Pues bien, sobre todo en los
momentos de retención del aire se permite que la mente quede concentrada casi
de un modo automático sin esfuerzo alguno en determinadas zonas para poder
profundizar en ellas. Porque la mente sólo puede profundizar si nuestra biología
está por un instante inmóvil. En la práctica del Pranayama hay dos movimientos,
el de Purak y el de Rechak, nombres que se dan respectivamente a
la inspiración y a la exhalación, y que se corresponden con nuestro ritmo
normal psíquico de interiorización y de expresión hacia afuera. Pero siempre,
incluso en la vida normal, existe un instante en el que no estamos ni
inspirando ni exhalando, un momento que podemos considerar como punto neutro, y
que es en realidad, para quien aprende a estar despierto, una puerta que se
abre para poder penetrar hacia dentro y ganar hondura en este nivel de
profundidad del que ahora estamos hablando.
Nuestra mente está de ordinario tan distraída, tan
preocupada con las cosas que considera importantes, que esta puerta se abre y
se cierra constantemente y ni siquiera se llega a dar cuenta de su existencia.
Y, lo que es más grave, anda buscando de un modo angustiado una puerta por
donde entrar. Uno se gasta mucho dinero comprando libros, yendo a conferencias
o haciendo consultas, es decir, buscando puertas. Y en realidad la puerta está
delante, la tenemos enfrente, pero no nos damos cuenta, ni sabemos penetrar. Si
cultivásemos esta actitud de estar realmente atentos, despiertos,
descubriríamos que en ese instante neutro de retención en nuestro ritmo
respiratorio hay un vacío, un vacío que parece oscuro. Pero lo parece por el
modo que lo miramos desde nuestra conciencia externa; pues si entrásemos un
poco más adentro, si lo observáramos más de cerca, veríamos que detrás de esta
oscuridad hay un resplandor y más allá una luz muy potente. El momento del
kumbak o retención, es un momento de silencio, de inmovilidad en nuestro vaivén
respiratorio, es el momento óptimo para poder introducir nuestros sentidos en
un estado más profundo de conciencia.
Esto ocurre incluso en la respiración normal. Pero
cuando uno se ha entrenado en serio y bajo control en las prácticas de
pranayama, aumenta extraordinariamente la conciencia del ritmo respiratorio y
de sus distintas fases, ya que al hacer circular una cantidad muchísimo mayor
de prana maneja mucha más energía que la ordinaria. Entonces si en el
momento en que ha entrado prana retiene la respiración, este prana le sirve de
vehículo sólido para poder penetrar con mucha más fuerza en un nivel de mayor
profundidad.
La técnica de pranayama es todo un mundo inmenso,
pero por eso mismo una cosa sumamente peligrosa en la que de ningún modo puede
nadie aventurarse a ciegas, por muy buena voluntad que tenga. Se necesita la
asistencia de alguien que haya trabajado personalmente en este camino -y no en
otro- y que haya recorrido todas sus fases hasta el final. No basta que haya
leído libros o que conozca muchas teorías, pues esto no da ninguna autoridad en
el pranayama.
Es interesante ver que una cosa que parece tan
normal, tan sin importancia, la tenga tan grande. Es un caso más, entre tantos,
en que no sabemos ver la importancia de las cosas que vivimos corrientemente.
Son puertas grandiosas, avenidas amplísimas que nos pueden conducir al
descubrimiento interior, pero aunque nos las pongan delante, al principio no
las vemos por ningún lado. Ocurre como cuando yendo en coche por carretera
divisamos a lo lejos dos árboles que parece que están tocándose uno al otro y
tenemos la, impresión que por medio de ellos no se puede pasar; pero a medida
que nos acercamos aquellos árboles van separándose hasta que descubrimos que
entre los dos hay una distancia grande y que están a lados opuestos de la gran
avenida por donde todos avanzamos.
Cuando vislumbramos algo en nuestro interior lo
vemos oscuro, muy estrecho; y nos asustamos, y pensamos que tenemos que buscar
por fuera. Y no, en realidad el camino está allí. La autorrealización es lo
único que no exige nada exterior; requiere solamente el esfuerzo de abrir la
mente para acabar de vivir lo que uno ya es ahora. Se diferencia en esto del
trabajo evolutivo, pues éste lleva consigo un desarrollo, una maduración de
facultades, es un proceso temporal que cada uno sigue individualmente y a la
vez paralelamente al resto de todo cuanto existe, ya que todo está en
maduración, en evolución continua.
Pero el trabajo de llegar al centro lo podemos hacer
ahora, porque él está ya ahora mismo en nosotros tanto como en cualquier otro
momento. No necesitamos ninguna facultad nueva, no tenemos que ser más
inteligentes, ni siquiera poseer más voluntad. Lo tenemos ya todo. Sólo
necesitamos la inteligencia y la voluntad que tenemos y aprender a utilizarlas,
lo cual significa, sobre todo al principio, aprender a despertarse, a estar
atentos.
A medida que se va produciendo este progreso de
purificación, gana la mente en capacidad de concentración y uno aprende no sólo
las posturas en su configuración externa, sino a ser más consciente de cómo se
están produciendo en él los movimientos que hace. Yo no tengo que decir: «ahora
levantar los brazos», y luego hacerlo, sino que veo muy bien la idea de
levantar los brazos, y simultáneamente tomo conciencia de mí mismo que estoy
proyectando energía gracias a la cual se está produciendo la energía que estoy
enviando porque quiero, y siento cómo está yendo hacia allí y cómo está
produciendo el movimiento; esto es lo que da un poco más de profundidad a mi
conciencia, aunque sea sólo en el nivel vital. A medida que vaya ejercitándome
en esta línea y pueda seguir el movimiento desde dentro, se me hará cada vez
más fácil seguir esta energía desde un poco antes, no sólo desde que empiezo a
mover los brazos, sino incluso viendo de dónde surge mi impulso antes de
moverlos. Así, este trabajo de progresiva apertura y de progresivo mirar hacia
dentro, sin dejar por eso de mirar también hacia fuera, nos permite descubrir
que hay en nosotros una fuente de energía que es la misma que se está
expresando cuando estamos hablando, cuando reímos, cantamos, cuando respiramos,
cuando hacemos cualquier cosa y cuando no hacemos nada.
De este modo llegamos a tener una conciencia
directa, una experiencia real -no sólo una idea, o una creencia- de que la
energía de la vida no es algo teórico, filosófico, sino mi propia savia, la
energía que me está nutriendo, la vida que se está expresando a través de mí, y
entonces voy abriendo mi mente a esta fuente inagotable de energía, una fuente
que trasciende con mucho la pequeña concepción que tengo de mi personalidad.
Preguntas
-¿Es cierto que puede uno descansar mientras está
trabajando?
-Descansar es un concepto muy amplio. Pero, en
efecto, se puede llegar a descansar mentalmente en cualquier tipo de trabajo.
Todos sabemos que en un trabajo manual la mente puede descansar muy bien y a la
vez realizar perfectamente el trabajo.
Si hay una regularidad en el trabajo, aunque tenga
un período largo, una persona puede llegar a educarse para que su mente siga
con atención todos los pasos del trabajo, pero dedicando sólo
el sector adecuado para mantener dicho control y el resto de la mente puede
permanecer mientras tanto perfectamente tranquila. Incluso se puede conseguir
esto mismo cuando realiza un trabajo puramente intelectual. Una persona puede
estar estudiando con toda atención y al mismo tiempo descansando mentalmente.
Digo esto como curiosidad, no porque sea una cosa que podemos empezar a hacer
en seguida.
Cuando se profundiza en el plano mental, se descubre
que más allá del campo de las actividades mentales existe una región en la que
la mente está toda ella presente, en estado actual, serena, inmensa y de esta
región inmensa y serena surge una parte que es la que hace el trabajo en un
momento dado. Pero la actividad de esta parte no excluye la continuada
presencia del resto más importante de la mente. Uno puede estar suficientemente
abierto para percibir y apoyarse de algún modo en el campo grande mental, a la
vez que su parte mental concreta está trabajando en otra actividad de la vida
ordinaria.
-¿A qué se debe nuestro miedo a conocernos?
-Toda persona tiene un pánico cerval a conocerse
porque antes de llegar al conocimiento de sí mismo uno tiene que atravesar una
zona sumamente difícil. En todos los cuentos infantiles ocurre que antes de que
el héroe consiga llegar al castillo le salen al paso bandidos, gigantes,
dragones, etc. Todas las fábulas y construcciones imaginativas de la tradición
universal no son, en este sentido, más que una transposición de nuestra
problemática humana profunda. Llegar al castillo significa llegar a la autorrealización,
a descubrir lo fundamental, lo valioso. Y los dragones, los ogros, los gigantes
que salen son las fuerzas hostiles que hay en nosotros y que se interfieren en
el camino. Esas fuerzas no son otras que nuestra propia agresividad, el apego a
nuestras pasiones y sensaciones, nuestra pequeña mente limitada que se agarra a
insignificantes cosas como si fueran sus únicos dioses. Para poder llegar
adentro hay que derrotar o despreciar al enemigo, no asustarse, ni tambalearse
ante esas amenazas, sino seguir el camino recto hacia dentro.
-¿No ocurre con frecuencia que no queremos
conocernos porque tenemos una sobrevaloración de nosotros mismos?
-Efectivamente, en muchos casos ocurre así, que uno
tiene una sobrevaloración de sí mismo que no es más que el deseo de huir de los
propios fracasos y debilidades. Uno prefiere vivir engañado y feliz y seguirá
manteniéndose así hasta que la realidad externa o interna le obligue a afrontar
la verdad. De hecho nadie puede llegar adentro, si lo de dentro no es más
importante para él que las otras cosas. Esto es evidente. Mientras yo necesite
creer que soy rey es imposible que descubra que soy persona. Para uní este
juego será lo más importante. Es lo que hacen al fin y al cabo, los dementes.
Viven obsesionados, centrados en una idea de sí mismos y prefieren mantenerse
en ella aunque sepan que no resiste ninguna prueba, aunque por lo menos creen
que tras ellas se esconden y aparentemente parecen ser felices aunque a la
larga sea siempre lo contrario. Venimos a parar a lo que decía antes no se
puede hacer trampa a la vida. Hacerlo sería convertir la verdad en mentira y
esto es de todo punto imposible. La verdad es lo que al principio, al final y
en todo momento hace que las cosas sean como son. Una pequeña mentira termina
finalmente por hacernos dar de narices contra la verdad. Puede durar algún
tiempo oculta, pasando como verdad y mientras dura en este estado, camuflada,
la persona puede creerse lo que quiera, pero estará incapacitada para trabajar.
Solamente puede trabajar con perspectivas de éxito
aquél para quien esta realización interior sea más importante que las demás
cosas. Mientras sea sólo un complemento, no se perfeccionará, no madurará, no
se autorrealizará. Esta requiere una entrega total de sí mismo, una utilización
de toda su energía, dedicación, de toda su capacidad de esfuerzo, en un momento
dado por lo menos. Hay una prueba suprema: llega un instante en que en su
interior uno llega al límite de- sus defensas y entonces es cuando pasa el
apuro, el momento dramático que viene siempre en la vida de todas las personas.
Ocurre lo mismo que en las grandes obras dramáticas: se pasa siempre por una
situación extrema en la, que la persona lo pasa mal, muy mal, pero siempre para
ir a desembocar en algo completamente nuevo y positivo. El sentido del drama,
su grandeza, no está en lo que se dice, en lo que se canta ni en lo que se ve,
sino en lo que se calla, en lo que viene después, cuando uno lo ha gritado
todo, cuando lo ha dado todo, en el momento en que se baja el telón.
-¿Por qué la mente tiene tanto miedo a que demos un
paso hacia adelante?
-Porque nosotros somos ciertamente un producto del
pasado, pero a la vez llevamos dentro unas fuerzas progresistas que tienden a
impulsarnos al desarrollo y estas fuerzas siempre están en pugna con lo que
hemos conseguido antes, hasta aquel momento.
Pongamos un ejemplo: Un niño se acostumbra a vivir
con todos los problemas resueltos; es cierto que tiene disgustos, que debe
procurar que no le castiguen, ha de estudiar, no tiene más remedio que ser
obediente, pero, al fin y al cabo, en sus ratos libres tiene la expansión de
jugar sin mayor responsabilidad. Sin embargo, cuando crece tiene que asumir
responsabilidades porque la fuerza de su desarrollo interior le va inclinando a
encontrar gusto en afirmar su individualidad, pero pasa mucho tiempo añorando
la posición cómoda de antes, en que no tenía que correr riesgos, con todos o
muchos de sus problemas solucionados. En esta nueva fase de la vida, la
adolescencia, se pasa por una lucha constante entre las fuerzas progresistas y
las de regresión o permanencia en el estado anterior.
Una lucha análoga existe también en nosotros ahora,
en cada instante. Hay algo que nos empuja adelante, pero también que tiende a
detenernos en lo que estamos ya acostumbrados y que se nos hace más cómodo. El
resultado de identificarnos con unos estados que hemos experimentado durante
bastante tiempo es inercia y nuestra resistencia al desarrollo, y la fricción
entre estas dos fuerzas es lo que produce el movimiento hacia adelante.
-Pero entonces, ¿es que la mente se engaña creyendo
lo que no es cierto?
-No es que la mente se crea unas cosas; es que las
descubre y, de momento, se agarra a ellas como si aquello fuera la única
realidad. Y al hecho de agarrarse encuentra gusto, experimenta una serie de
sensaciones agradables que le hacen querer retener sus ideas, su visión de las
cosas o los estados de que se trate. Por un lado siente exigencias de cosas
nuevas y mejores; por otro le duele dejar las antiguas. Es lo mismo que nos
pasa a todos cuando nos ofrecen un empleo mejor, decimos «esto me conviene,
ganaré más dinero, tendré más libertad o más responsabilidad, etc.»; por otra
parte tenemos miedo, no sólo de fracasar -que sería un miedo racional y
comprensible-, sino miedo sencillamente a dejar lo que tenemos, porque de un
modo u otro estamos ya adaptados a ello, aunque no nos guste, aunque
encontremos muchos defectos a nuestra actual situación.
Más que endiosados estamos cómodamente dormidos,
como el niño que tiene su juguete y no le gusta crecer porque sabe que tendrá
que trabajar y no podrá jugar. Estamos acostumbrados a tener nuestros juguetes,
nuestro mundo de satisfacciones y aunque haya otras cosas que vemos que son
mejores, nuestro mismo apego a lo que ya tenemos o a lo que teníamos antes
sigue poniéndonos trabas para evitar la renovación y el avance.
-¿No se puede llegar al centro por un camino más
rápido?
-El camino que conduce al centro es horizontal. Para
llegar directamente hay algunos métodos, pero son bastante brutales. Cuando
hablemos del Zen tendremos ocasión de ver algunos de estos métodos. También
veremos que hay veces en que la misma vida nos regala un método muy rápido de
realización. Me refiero, por ejemplo, a sucesos que nos producen un gran impacto
y nos hacen despertar súbitamente si uno está en un sitio muy tranquilo y de
repente explota una bomba a dos metros de él o mueren en un accidente todos sus
seres más queridos. Sustos que a veces producen el efecto de dejarle tonto para
el resto de sus días o de despertarle auténticamente para siempre. Hay, pues,
métodos abruptos y directos.
-¿El enamoramiento puede ser un camino para llegar
al centro?
No hay que confundir la intensidad afectiva con la
profundidad afectiva. Son dos cosas bien distintas. Puede haber una gran
profundidad sin ningún apasionamiento y un gran apasionamiento como una
explosión de salvas sin profundidad alguna.
CAPÍTULO V
TÉCNICAS
DE CONTRAPOSICIÓN
Qué
son las técnicas de contraposición
Vamos a seguir con otro tema dentro de las líneas
trazadas anteriormente. Veremos cómo unas actividades que en principio parecen
muy alejadas de una realización espiritual, o por lo menos de una realización
interior pueden realmente conducirnos a un descubrimiento profundo de nuestro
mismo ser central. Ya hemos explicado cómo el Hatha-Yoga produce una limpieza
de nuestro funcionamiento fisiológico y sutil que sirve de preparación para que
la mente pueda aclararse, profundizar y tomar conciencia, cada vez mayor, de la
fuente de donde surge el impulso al movimiento.
De esta explicación hemos de retener sobre todo el
principio fundamental en que se basa, a saber: que tomando conciencia del
movimiento podemos aprender a profundizar cada vez más hasta descubrir la
fuerza interior en sí misma y llegar al centro de donde brota. Este mismo
principio lo encontraremos más adelante en otras técnicas.
Ahora estudiaremos una técnica completamente
distinta que implica un principio también diferente. Es curioso conocer estas
modalidades de técnicas y principios porque además de la gran confusión que
existe sobre los objetivos reales de las técnicas de trabajo interior, son
pocas las personas que poseen una visión clara de estos diferentes tipos de
trabajo o. prácticas de descubrimiento interno.
Las técnicas que vamos a tratar a continuación se
basan en la relación activa con el exterior, no en una mera introvisión de
nuestra actividad interior como en el Hatha-Yoga. Su punto de partida es
nuestro contacto con el mundo exterior, con el mundo que nos rodea, es nuestra
actividad hacia fuera. Podemos decir que son técnicas de contraposición, es
decir, que utilizan la relación de opuestos, el contraste, la oposición entre
sujeto y objeto.
Dentro de estas técnicas de contraposición podemos
situar toda clase de actividad deportiva, especialmente las que ponen en juego
la oposición de contrarios, como el Judo, el tenis, el fútbol, donde hay
contrincantes que se enfrentan entre sí; aunque el mismo principio puede
también aplicarse con ciertas variantes a los deportes en que no se enfrentan
directamente dos personas o dos equipos, como ocurre, por ejemplo, en la
natación, atletismo, tiro al arco, etc.
Lo que vamos a estudiar interesa, no sólo a las
personas aficionadas al deporte, sino a todos, pues al examinar las técnicas
descubriremos el principio en que se fundan y entonces haremos ver que estos
principios son aplicables absolutamente a toda actividad.
Habremos observado ya, y lo iremos viendo después
con más detalle, que uno de estos principios consiste en conseguir desidentificar
totalmente nuestra conciencia profunda de lo que constituyen, diríamos, los
fenómenos o accidentes de nuestra personalidad. En el Hatha-Yoga, por ejemplo,
partimos de un movimiento, de un acto de respiración para adentrarnos cada vez
más hacia el centro, alejándonos de la conciencia periférica. En el RajaYoga
veremos que se consigue un control tal de la actividad pensante que uno llega a
tomar conciencia de lo que hay detrás de esa actividad pensante. Uno alcanza
estos objetivos porque se desidentifica se desprende, se deshace de algo,
generalmente de una actividad externa o interna a la que antes estaba cogido.
Pero hay otras técnicas que no se basan en la
desidentificación, sino en la contraposición. Van a buscar, diríamos, una
identificación o concienciación total. Esto, claro, requiere una explicación
porque si antes hemos dicho que la identificación es la causa de nuestros
problemas y ahora decimos que hay un camino que nos conduce a la identificación
o concienciación total, parece que estuviésemos haciendo dos afirmaciones
contradictorias, o que este camino en vez de llevarnos a algo mejor nos
condujese a un estado más deficiente.
La
concienciación total
El problema interior, ese problema que nos hace
sufrir, porque aspiramos a algo que tenga un carácter definitivo, pleno, total
y no obstante vivimos cosas parciales, consiste en que la mente está cogida a
determinadas cosas del interior, a la idea del yo, a una idea particular que
tengamos de nosotros mismos, a una imagen determinada que nos hemos ido
formando. Y al quedar identificados con esta imagen quedamos cogidos también
automáticamente a las cosas que van a favor de esta imagen: seguridad, salud,
dinero, bienestar, aprecio, perfección, etc., toda una serie de nombres y
cualidades. Por lo tanto rechazamos todo lo que para nosotros no tenga un
carácter de progreso y de bien tal como nosotros lo vemos.
O sea, que por identificarme con algo que va a favor
de la imagen que me he formado de cómo soy o de cómo quiero ser,
automáticamente excluyo, o mejor dicho coloco en segundo término, toda una
enorme cantidad de cosas; en realidad, tiendo a separar todo el resto del
universo que conozco.
Esta adhesión, esta crispación sobre la imagen del
yo con todos sus valores correspondientes es lo que nos impide vivir la
realidad de la vida y por lo tanto la realidad de mí mismo como sujeto y
protagonista de la vida. Porque al querer vivir mi realidad sólo en una parte,
el yo-idea y el yo-idealizado que deseo llegar a ser, me encuentro en la falsa
posición de que no puedo vivirme del todo a través de una simple parte.
Es esto lo que me produce el estado interior de
tensión y de angustia: el querer vivir la totalidad, la plenitud, el ser, la
afirmación profunda y total de mí mismo a través de una parte, a través de lo
que yo llamo mi bien, mi perfección, mis intereses, mis derechos, mi amor
propio, etcétera.
La verdad no es mi razón, el bien no consiste en mi
bien personal. La verdad y el bien son algo que trascienden mi verdad o bondad
personal. En realidad la verdad lo es todo; y cuando nos hacemos una verdad o
una idea del bien a nuestra propia imagen, según el patrón de nuestro yo-idea,
automáticamente nos estamos alejando de la realidad, de la verdad auténtica y
total.
Esta crispación, esta particularización que hago de
los fenómenos, esta selección, aunque es necesaria para vivir la vida concreta,
porque en ella estamos siempre seleccionando cosas, resulta funesta a la hora
de realizar nuestra dimensión universal, nuestra dimensión trascendente.
Como el problema consiste en que estoy identificado,
a través de mi yo-idea o imagen de mí, con determinados valores, si yo pudiera
abrir mi mente y mi corazón a esa noción de realidad absoluta y de valor total
que tengo dentro de mí, y que es lo único que en el fondo estoy buscando vivir,
y si además pudiera proyectarlos, no a través de unas cuantas cosas
particulares seleccionadas, sino a través de todo, entonces adquiriría una
concienciación total de mi mundo, del mundo que soy capaz de conocer y de
vivir. Cuando pueda tener esa concienciación profunda, total, del mundo dejaré
de mantener esta crispación personal de querer mi bien total a través de algo
particular.
Casi podemos decir que en el momento en que
lleguemos a aceptar el mal como hasta ahora aceptábamos el bien, empezaremos a
descubrir de veras lo que es la realidad, la verdad y el bien superior.
Mi bien personal se contrapone a mi mal personal.
Pero en cuanto soy capaz de aceptar el bien y el mal personal, automáticamente
llego a la noción de bien universal y trasciendo la visión estrecha y parcial
que tenía del mundo, de mi pequeño mundo, tal como yo lo conocía y valoraba.
Y cuando puedo tener esa visión más amplia del mundo
en que me desenvuelvo -tanto en su aspecto físico, como en su aspecto intelectual,
moral o espiritual- entonces puedo aceptarlo tal como es y romper la crispación
que me impedía vivir ese algo profundo, porque intentaba conseguirlo a través
de mis ideas particulares y parciales.
El mero hecho de soltar esta crispación sobre la
idea particular y singular produce el efecto de descubrir de un modo evidente,
instantáneo y total la realidad. Para conseguir esto es preciso aprender
primero a descubrir el valor enorme que tiene el mundo externo para mí, del
mismo modo que en otros momentos había de descubrir el gran valor que para mí
tenía mi mundo interior.
Nuestra propia naturaleza exige que nosotros vivamos
en un intercambio constante con el mundo que nos rodea, no sólo en el plano
físico sino en todos los planos, pues vivir es propiamente convivir,
relacionarse. En la medida en que aprendamos a vivir bien encontraremos en este
vivir bien, el modo de descubrir nuestra totalidad.
Actualmente ya presto atención al mundo como me
presto atención a mí mismo. Pero ocurre que, en el fondo, o bien intento poner
al mundo a mi servicio y entonces selecciono las personas y las situaciones que
van a mi favor, o por el contrario me pongo al servicio del mundo, como en el
caso de que quiera seguir un ideal, una causa superior, algo que encuentro más
elevado que yo mismo. Tanto en un caso como en el otro estoy crispándome sobre
algo particular: o sobre mí y entonces lo demás lo vivo subordinado a los
valores del yo o sobre el mundo y entonces me subordino a la forma de vida que
me exige el mundo. Pero en ningún caso vivo la totalidad.
He de llegar a darme cuenta de que, si bien tengo
una conciencia de mí, también la tengo del mundo y ésta no es sólo la imagen de
las personas, de las cosas, de la naturaleza, sino que entra dentro de mí y
está funcionando en mi interior en una simbiosis, en una comunicación profunda-
e interna con la conciencia de mí mismo.
Si lo miro un poco veré que todas mis ideas se están
fabricando en virtud del material y de las fórmulas venidas del exterior. De
tal modo que, según el ambiente en que estoy, tiendo a pensar de un modo u
otro. Todo el material, no sólo la materia prima, los datos, sino incluso las
formas de pensar, las modalidades, los procesos que tienen lugar en mí, los he
aprendido, y los estoy en gran parte imitando del exterior.
Ocurre algo muy parecido en mi afectividad. A pesar
de que la afectividad es un fenómeno muy profundo, muy íntimo, muy subjetivo,
no obstante, si me examino con atención observaré que mi afectividad está
constantemente nutriéndose de formas adquiridas del exterior, no sólo porque
ame las personas o las cosas, que son para mí algo externo, sino porque el modo
de amar también lo he aprendido del exterior. El amor en sí mismo es una fuerza
mía interna, directa, pero las formas que adopta este amor las he aprendido y
las estoy imitando del exterior. Y esto de tal modo es así que cuando me parece
que no estoy actuando de acuerdo con lo que es normal y habitual, me siento
desconcertado y hasta alarmado porque pienso sí seré un ser frío, insensible, anormal,
diferente de los demás. Me pesa de una manera tremenda ese mismo ambiente que
me ha estado nutriendo y que me ha conformado a su medida.
Llevamos el mundo exterior tan metido dentro de
nosotros, que sería muy difícil decir dónde acaban los procesos personales y
dónde empiezan los que se deben a la influencia del mundo sobre mí. De hecho
forman una continuidad fenoménica, un tejido único a uno de cuyos extremos
llamo yo y al otro mundo. Pero sin que pueda distinguirse con claridad
dónde empieza uno y otro.
Si veo esto con cierta claridad, me daré cuenta de
que cuando creo estar consciente de mí mismo, sólo lo estoy de una parte de mí,
porque lo que llamo corrientemente yo mismo sólo es un pequeño sector de mi
vida psíquica, de mi personalidad total. El resto lo constituye lo que llamo
mundo.
Es falsa esa separación que hago al decir y sentir
yo, como si ese yo estuviera circunscrito sólo dentro del perímetro de mi piel.
El mundo también está funcionando dentro de mí. Así, cuando digo: «conciencia
de mí», estoy refiriéndome sólo a un sector de mí, al que por costumbre he
llamado yo. Y cuando estoy pensando o soy consciente del mundo exterior, en
realidad también estoy tomando conciencia de mí, pero de otro sector de mí al
que llamo tú o al que llamo mundo.
Si yo quiero tener una conciencia total,
auténticamente total de mí mismo, he de llegar a ser consciente de lo que ahora
llamo yo en el sentido corriente de la palabra, con todos mis sentimientos, mis
impulsos, mis ideas, mis costumbres, mi modo de ser físico; y al mismo tiempo
he de llegar a ser también consciente de eso que llamo mundo: la idea de
la sociedad, de la gente, de las cosas, el sentido del bien, el sentido del
deber, el sentido de la perfección, el sentido de Dios, etc. Estas cosas que
creo ajenas a mí están entretejidas sin discontinuidad conmigo, forman una
unidad continua con lo que llamo yo. La frontera que pongo no existe, es sólo
artificial y depende en cada momento de cómo esté mi mente, el que llame yo a
un sector más estrecho o más amplio de mi personalidad. Basta un poco de
observación durante el día para poder vivenciar y experimentar esto.
Por lo tanto puedo decir que yo tengo dos
dimensiones: una interna a la que llamo yo, y otra externa que tengo registrada
en mi interior con el nombre de mundo exterior. Pero este mundo exterior
-repito una vez más- es algo que nos ha entrado dentro a través de la mente y
de los sentidos, y a lo que nosotros hemos otorgado parte de nuestra propia
noción de realidad. Por lo tanto nuestra noción del mundo forma parte de
nuestra realidad. No digo que el mundo exterior no exista, no me refiero a la
realidad misma de las cosas y de las personas exteriores; me limito a afirmar
que el mundo que yo conozco, el mundo que yo valoro, está en mí mismo, es mío, aunque
la causa de que yo le perciba esté fuera de mí. Pero el mundo, tal como yo lo
vivo es un producto, una formación, un desarrollo de ese núcleo central de
realidad que es mi ser esencial.
Esto puede parecer un poco abstracto a algunas
personas, pero no hay más remedio que ahondar un poco si queremos entender el
porqué de las cosas.
De todo esto que llevamos explicado se desprende muy
claramente el principio en que se fundan las técnicas que vamos a tratar. Cada
vez que actúo, que desarrollo una actividad cualquiera, me enfrento con el
mundo tal como lo vivo corrientemente. Pero siempre que me enfrento con el
mundo estoy defendiendo algo, pues continuamente busco mi afirmación, mi
desarrollo, mi plenitud en la forma en que soy capaz de concebirlos. Ahora
bien, siempre que vivo en esta actitud, me mantengo crispado, o sea, en una
postura mental definida que hace que yo separe mi conciencia en una dualidad:
por un lado mi conciencia de mí mismo y en oposición a ella mi conciencia de lo
otro, del mundo.
Por eso en cada cosa, siempre que vivo con esta
actitud dual, me pregunto ¿En qué medida es esto bueno para mí? ¿Hasta
qué punto me resulta perjudicial o
peligroso? Esta actitud mental es la que me está reafirmando y manteniendo
dentro de los pequeños límites de mi yo personal, tal como hasta ahora me estoy
viviendo.
De aquí resulta que cuando estoy atento al exterior,
al mundo, porque algo en él me llama poderosamente la atención, me admira o me
subyuga, entonces me olvido de mí y vivo la noción de realidad en ese punto
exterior, es decir, en el mundo. Y si entonces me vivo a mí, es de un modo muy
secundario y muy débil. Ocurre esto, por ejemplo, cuando viendo un espectáculo
muy interesante, contemplando quizás una obra de arte, un partido de fútbol, un
combate de boxeo que me apasiona. En aquel instante aquello es lo que para mí
tiene mayor importancia, y la conciencia de mí mismo, queda relegada a un plano
muy secundario.
Si nos detenemos a examinar, veremos cómo esto es
así, cómo normalmente nuestra conciencia está siempre oscilando: unas veces se
apoya en lo que llamo yo, y otras en lo que llamo mundo exterior a mí.
Y este funcionamiento parcial que tiene la mente, y
que le impide estar abierta indistintamente a todo, haciendo que tienda a
agarrarse sólo a algo particular con exclusión del resto, es la causa de que a
pesar de estar intentando y queriendo luchar para conseguir una mayor
afirmación, unos valores más definitivos, estemos manteniéndonos año tras año
con las mismas limitaciones personales. Porque, en el fondo, lo único que
cambiamos son los ropajes: vamos madurando, pero debajo sigue siempre igual,
sin variar, esta fórmula básica que hay detrás de toda nuestra actitud: yo que
soy tal cosa determinada en contraposición con el resto de las cosas. Y esta
fórmula se mantiene intacta en nuestra óptica mental como una lente fija por
más que maduremos, por más que estudiemos, por más que adquiramos experiencia.
Sin embargo, eso mismo podría ser nuestro medio más
fácil de realización. Y digo más fácil, no porque la realización sea fácil en
sí, sino porque se apoya en algo que está en la misma esencia de nuestro
funcionamiento normal, como es la actividad, el contacto con lo exterior, la interacción.
Mas para esto hemos de conseguir que nuestra mente deje de bailar de un lado
para otro, que cese de saltar con intermitencia del yo al no-yo. Hemos de
aprender a hacer que nuestra mente se abra y perciba todo lo que vivo como yo y
al mismo tiempo todo lo que vivo como no-yo. Porque lo que denomino yo y
lo que llamo no-yo forman en realidad una sola unidad funcional, es un solo
campo de fenómenos. Lo que sucede es que unos fenómenos tienen una resonancia
más íntima y los llamo yo, y
otros la tienen menos íntima y los llamo no-yo. Percibo unos
fenómenos a través de unas vías nerviosas determinadas y a estos los llamo yo, y a otras cosas que me
entran a través de la vía sensorial -distinta rama del sistema nervioso- los
llamo no-yo. Fíjense bien en que tanto lo que denomino mundo o no-yo como lo que llamo yo
son igualmente fenómenos de conciencia. La única diferencia reside en que
entran por dos vías diferentes de nuestro sistema nervioso.
Pues bien, se trata de conseguir que nuestra mente
esté abierta simultáneamente a toda la realidad, al fenómeno de la vida y de la
existencia en todos sus elementos, en toda su extensión, sin cortar, sin
delimitar, sin apoyarse en un sector para examinar desde allí el resto. Debe
abrirse a la fenomenología de la vida para que tanto en su manifestación más
íntima como en la más externa o sensorial pueda vivir al mismo tiempo toda la
noción de realidad. Que sea una sola noción de realidad la que abarque al mismo
tiempo la conciencia interna y la conciencia externa, en lugar de ir saltando
de una a otra como ahora lo estamos haciendo.
Este es el principio de las técnicas de
contraposición. Poder adiestrarse para abrir la mente simultáneamente a la
conciencia interna y a la externa, a la resonancia que ahora llamo yo y a la
percepción que ahora denomino mundo o no-yo. Cuando mi mente puede estar
abierta a la vez a estas dos realidades, en el mismo instante que consigue esta
apertura simultánea a los dos núcleos, se produce una transformación interior
porque tiene lugar el desprendimiento de la identificación exclusiva que estaba
dividiendo la unidad en una dualidad. Y este hecho lleva consigo un
descubrimiento maravilloso en el interior, un estado completamente nuevo.
Tendremos ocasión de estudiar este mismo fenómeno a
través de los estímulos puramente intelectuales cuando expongamos más adelante
la técnica del budismo Zen. Ahora lo veremos a través de las técnicas de acción
exterior.
El
Judo y los deportes, camino de autorrealización
Un ejemplo concreto de este modo de trabajo es el
Judo. Lo escojo no porque sea algo muy especial o único, sino porque el Judo de
hecho tiene ya esta tradición. Aquí en Occidente estamos acostumbrados a juzgar
las cosas de Oriente sólo bajo el ángulo desde el que nos las han querido
presentar los divulgadores. Pero éstos buscan ante todo lo que puede interesar al
público occidental, es decir, las cosas que saben que les gustan, que de algún
modo ya hace el hombre occidental. Por eso han hablado del Judo sólo como una
técnica estupenda de autodefensa y ataque mediante la cual una persona débil
puede vencer a un gigante, donde los pequeños son los más fuertes y los grandes
los más débiles. Esto en sí es muy ingenuo y propio al fin de la mentalidad que
rige la presentación de las cosas de Oriente a Occidente Lo mismo ha ocurrido
con el Yoga y con otras ciencias de gran tradición esotérica en Oriente; por
ejemplo, con la astrología, que se ha convertido aquí en una mera ciencia de
adivinación «quiero saber si me tocará la lotería, cuándo me casaré, etcétera»;
siendo así que la astrología en su origen es una ciencia de realización
interior, no de adivinación del porvenir.
El Japón es el lugar de Oriente donde han adquirido
más auge las técnicas físicas como medio para llegar a la realización interior.
El Judo tiene allí una gran tradición como técnica de realización. Pero además
del Judo encontramos en el Japón muchas otras cosas que chocan a nuestra
mentalidad occidental y sobre las que resbalamos sin comprenderlas. Son cosas a
las que la tradición japonesa otorga un valor extraordinario como medios para
llegar a la realización espiritual, pero nosotros nos quedamos sólo con su
aspecto externo, sin sospechar siquiera que pueda encerrarse en ellas nada más.
Citaré algunos ejemplos: el arreglo de las flores en tiestos, jarrones y
jardines, tan estimado en el Japón y que nosotros lo consideramos simplemente
como un indicio de su gran finura estética y del buen gusto del pueblo japonés;
la ceremonia del té, que para un occidental va íntimamente unida a la idea que
tiene del Japón y que no puede faltar cuando se trata del país donde nace el
sol, lo mismo en conversaciones que en fotografías o en películas, con sus
tacitas tan pequeñas, y el ceremonial tan rico en continuas y profundas
inclinaciones; la lucha con espadas, que data del remoto tiempo de los samuráis
o las luchas con palos o con bastones. Lo mismo ocurre con ese otro tipo de
lucha tan aparatosa que habrán visto a veces en fotografías de reportajes sobre
el Japón, en algunos documentales y revistas, en que se enfrentan dos hombres
de peso monstruoso, agachados y agarrándose uno al otro: es la lucha llamada
«sumo», que, lo mismo que todo lo dicho anteriormente, constituye en el Japón
un auténtico medio de llegar a la realización espiritual. Y tantas y tantas
otras técnicas, como la caligráfica, el dibujo, etc., que se practican en el
Japón con este mismo fin. Son actividades que no se quedan en un simple deporte
físico, en una intrascendente habilidad estética o en una manifestación
artística de importancia discutible, como aquí, en Occidente las solemos
juzgar, sino que son para ellos verdaderas técnicas de realización interior,
medios para llegar al descubrimiento del ser central. Por eso se les otorga
tanta importancia. No porque los japoneses sean amantes de la ceremonia por sí
misma, sino porque detrás de la ceremonia se esconde un sentido profundísimo,
una inquietud trascendente. La ceremonia es un medio que adquiere suma
importancia porque sirve para llegar a otro punto más hondo e importante. El
sentido de estas cosas está detrás, no en la ceremonia misma ni en el aspecto
externo que perciben nuestros ojos y que cautiva nuestra curiosidad occidental.
Por eso si estudiamos Oriente sólo desde el punto de
vista de espectadores o de turistas, sin penetrar más adentro, sin vivir las
cosas desde la misma perspectiva que los orientales, obtendremos una mera
visión caricaturesca de lo que es Oriente.
Pero centrémonos en el Judo. El Judo se practica
todavía en templos budistas japoneses. Y no como un deporte, como puede ocurrir
aquí en algún convento al jugar a baloncesto o a balonvolea. No lo usan para
dar agilidad al cuerpo o para compensar la actividad intelectual y afectiva. El
Judo es para ellos una técnica de realización, una de las disciplinas más
directas para llegar al descubrimiento interior.
Veámoslo en sus líneas generales.
En el Judo primero hay que aprender a caer, a
moverse, a practicar una serie de llaves, etc., es decir, el aspecto técnico
hace que yo tome conciencia de mi fuerza, de mi agilidad y de mis recursos. En
este punto es muy similar al Hatha-Yoga, aunque de un modo más activo. En el
Hatha-Yoga, a través de una serie de ejercicios y posturas, voy tomando
conciencia de mi cuerpo, de mis contracturas y de mis estados de progresiva
relajación. En el Judo voy tomando conciencia de mi cuerpo, pero en su capacidad
de rendimiento externo, de fuerza, de resistencia y de agilidad.
Este entrenamiento dura mucho tiempo, muchísimo. En
realidad para la mayoría de personas ahí se acaba el Judo. Pero la verdad es
que esto constituye sólo una preparación. Cuando una persona a través de
continua y prolongadísima práctica va tomando más conciencia de sí misma, esa
conciencia del yo adquiere un sentido profundo: yo, quiere decir todo lo
que ella ha ido viviendo conscientemente y que despierta resonancias en los
resortes más profundos de su energía personal. Por lo tanto al decir yo, este
yo está enraizado y conectado con su profundidad, aunque esta profundidad sea
en gran parte biológica, física. Se produce, pues, una integración o
unificación de su mente con su biología. Cuando el judoka piensa en sí mismo,
este pensamiento de sí mismo está conectado con todo su organismo, con toda su
mente y con toda su capacidad de respuesta profunda. La primera etapa del Judo
es una profundización en el contacto mismo, que le hace superar esa conciencia
vaga y difusa que tenemos corrientemente de nosotros mismos.
Ahora bien, la misma dinámica de la lucha requiere
que yo aprenda a estar también muy atento al otro, porque, naturalmente, no
lucho solo; lo cual quiere decir que he de aprender a desarrollar y a
profundizar mi conciencia del mundo. Y el mundo en aquel momento viene
representado por mi adversario, se circunscribe a él. No puedo quedarme
entretenido estando sólo atento a mí mismo, con mis resonancias personales. He
de hacer funcionar el otro sector de mi mente. Y esta atención al otro ha de
ser progresivamente mayor, tratando de comprenderlo cada vez más, de penetrar
más en él, de percibir de un modo más hondo, más total, al otro. Pues si no le
percibo bien no podré prever sus reacciones y me encontraré desprevenido.
Mas, por otro lado, si estoy muy atento al otro, no
podré utilizar todos mis recursos porque no se me ocurrirá la iniciativa, ni
tendré la rapidez de movimiento que por mí mismo habría de emprender.
Por lo tanto, a medida que el judoka va subiendo a
grados, a dans superiores, va consiguiendo cada vez mayores filigranas,
mayor control para adivinar mejor lo que va a venir. Ha de tener una
penetración más sutil del otro y a la vez estar él pronto a la reacción, tanto
para responder al ataque como para lanzar por sí mismo la iniciativa en el
momento mismo en que el otro acaba quizá de hacer un movimiento.
De este modo se va desarrollando paralelamente la
conciencia del mundo y la conciencia de sí mismo. No en teoría, ni en abstracciones
filosóficas, sino de un modo claro y muy concreto, porque en el momento en que
uno se pone a especular se encuentra ya vencido.
Cuando se está entrenado en esas dos direcciones, es
cuando uno puede empezar a adoptar la actitud de estar atento con una atención
nueva que busca al mismo tiempo a sí mismo y al otro.
El otro no es más que parte de mí mismo. Mientras
estoy muy preocupado por mí no podré estar atento al otro. Mientras esté muy
preocupado por el otro, no podré estar atento a mí. Sólo cuando haya dominado
toda la técnica y pueda no quedar pendiente ni de la técnica, ni de mí, ni del
otro, cuando no tema al otro ni tampoco me tema a mí, cuando no esté confiado
en mí pero tampoco esté confiado en el otro, sino que aprenda a apoyarme en la situación,
sólo entonces mi mente- vivirá simultáneamente mi yo y el otro. Entonces todo
se ve como un proceso único en cuyos extremos estamos respectivamente yo y el
otro, y por lo tanto ya no los vivo como dos cosas absolutamente distintas y
opuestas sino como un todo, como una sola manifestación psíquica. Sin esa
preparación previa es inútil empeñarse, porque uno quiere estar atento a todo y
no percibe nada. Ha de haber un aprendizaje concreto, preciso, de
profundización en mí y de profundización en él. Cuando este aprendizaje se ha
conseguido, es posible adoptar e instalarse en esa nueva actitud mental que
incluye simultáneamente lo que llamo yo y el otro.
Desde este estado se producen unas reacciones
completamente imprevisibles que no brotan de la mente personal, no es uno
personalmente quien lleva su iniciativa, ni quien dirige la lucha. Así lo han
manifestado confidencialmente algunos judokas de graduación superior: cuando
consiguen este estado la lucha se hace extraordinaria, maravillosa, nadie se
explica ni nadie puede comprender cómo ha podido ocurrir. El judoka no es el
protagonista. Parece como si las reacciones vinieran de un nivel superior de la
mente, como si hubiera una capacidad intuitiva, como si la misma fuerza que
anima a los dos contrincantes se encargara de organizar y de crear el proceso
que es la lucha, lucha que, en el fondo, es sólo la imagen de lo que está
ocurriendo constantemente en toda la creación. Lo mismo podemos llamarla lucha
que interacción o complementación de fuerzas. Pues la lucha no es más que un
proceso creador, y lo que en el fondo está ocurriendo en toda la vida se
produce allí de un modo especial en ese caso concreto que tiene lugar entre lo
que llamamos dos luchadores.
Mediante la lucha el judoka tiene acceso a un nivel
superior de conciencia. Cuando consigue subir a él una y otra vez, llega un
momento en que ya puede empezar a mantener esta conciencia de un modo más
estable. Esta conciencia estable, que trasciende su yo personal, es una
conciencia con todas las características que decíamos ha de tener la
realización: el encuentro del ideal y el vivirlo. Entonces se alcanza un estado
de plenitud, de seguridad total, de realidad, de certidumbre, de evidencia.
Este proceso, que creo que se puede entender
bastante bien con el ejemplo del Judo, tiene lugar, o puede tenerlo,
absolutamente en toda otra actividad, sea cual sea. Sobre todo en las
actividades en que hay contraposición de luchadores o de jugadores. En el fondo
ya sabemos que todo juego, incluso el ajedrez, es una lucha. Pero son sobre
todo los juegos activos los que más se prestan a esta técnica de descubrimiento
total de sí mismo. Se trata de que el jugador de tenis, el de ping-pong, etc.,
aprenda a tomar más conciencia de sí, a sentirse a sí mismo, o sea, a ser consciente
de su deseo de jugar, de su impulso, de su fuerza, de su capacidad, de todo lo
que él es respecto al juego, no teorizando, sino sintiendo, conectando su mente
con esas fuerzas vivas de su personalidad en tanto que jugador. Y, una vez
entrenado y conseguida esta conciencia clara, viva, directa, profunda de sí
mismo, que se aplique a abrir la atención al otro. Al principio será un
desastre porque cuando quiera estar atento al otro se olvidará de sí mismo y
entonces la pelota se le irá hacia los lados de modo incontrolado. Pero a
medida que vaya adquiriendo esa capacidad de mantenerse atento al otro sin
perder la conciencia de sí, descubrirá que intuye las jugadas, que le ocurre
algo extraordinario que le hace estar justamente allí donde tenía que estar y
donde no se podía prever que iba a venir la pelota.
Es una técnica de realización que puede aplicarse,
como se ve, a cosas tan sencillas como puede ser pasar un rato placentero de
actividad deportiva. El principio en que se funda es el mismo.
Si cultivasen esto las personas que tienen una
afición profunda, auténtica al deporte, seguramente lograrían resultados
extraordinarios. Pero requiere, evidentemente, tomárselo totalmente en serio y
una larga dedicación.
Aplicaciones
a nuestra vida diaria
Exactamente el mismo principio podemos aplicar a
nuestra vida diaria.
¿Qué es nuestra vida diaria? Muchas cosas distintas
ciertamente, pero siempre hay una dimensión básica central que es la de
ponernos en relación con el mundo que nos rodea, con el mundo físico y con el
mundo humano. Todo cuanto hacemos es establecer un contacto, sea que hablemos
con las personas o bien que usemos o manejemos las cosas. Así, por ejemplo, si
hemos de hacer la comida será con los cacharros de la cocina, con el fuego, con
el mercado, con los precios, con las colas, etc., o si tengo que trasladarme
habré de coger un tranvía o un autobús o el coche que quizá no arranca.
Cualquier incidencia es siempre un contacto con algo a lo que denominamos no-yo
y que vivimos como mundo.
Cada instante de este contacto con el mundo es una
oportunidad para llegar a esa conciencia suprapersonal, para trascender nuestra
crispación minúscula sobre nuestro yo-idea.
En cada instante de la vida se produce este proceso
creador, sólo que preocupados por nuestras cosas personales vistas de un modo
particular, nos cerramos a la posibilidad de vivir la dimensión impersonal o
espiritual que hay detrás de cada hecho personal. No se trata de no vivir lo
personal, sino de aprender a vivirlo desde un punto de vista central, que es el
universal, el espiritual, el impersonal.
Para llegar a este punto impersonal, una de las
mejores técnicas que podemos utilizar es esta de abrirnos simultáneamente al yo
y a lo otro, sea lo que fuere lo otro. Pero es preciso que este abrirnos
a lo otro sea un abrirse real.
Si en un momento dado pudiésemos tener una
conciencia de nosotros mismos tan clara como cuando estamos enfurecidos por
algo y nos sentimos a punto de cometer cualquier disparate, momento en que
notamos palpitar una fuerte resonancia del yo por detrás de la ira que nos
enciende, si pudiésemos -digo- sentir plenamente esto que vivimos en tales
ocasiones de un modo claro, intenso y, además, al mismo tiempo
pudiésemos abrirnos a la noción de fuerza, de realidad que tiene para nosotros
el mundo o aquella persona que admiro o la situación que nos impresiona, es
decir, si estas dos cosas, estas dos vivencias pudiésemos mantenerlas juntas a
la vez en nuestra conciencia, aunque sólo fuera por un instante, se produciría
en nosotros el milagro de trascender la conciencia limitada personal que ahora
nos divide y es origen de la dualidad en que vivimos.
Es una cosa que podemos aprender a practicar
mediante un entrenamiento sistemático. Por eso precisamente es una técnica,
pues es una actividad concreta realizada de acuerdo con un sentido, según un
estilo. Se trata, por lo tanto, de trabajar, no de ir tirando. Trabajar quiere
decir poner toda la inteligencia, toda la voluntad, toda la capacidad de
vivenciación en una dirección determinada.
Si aprendiésemos a hacer cada cosa de nuestra vida
con tal intensidad, que nos viviésemos a nosotros mismos clara y vigorosamente
y al mismo tiempo nos abriésemos más y pusiéramos más atención en lo otro, por
ejemplo en la persona con quien estamos hablando, como si se tratase de lo más
importante del mundo, en lugar de mirarla muchas veces como si fuese sólo un
medio a utilizar o alguien que puede fastidiarnos, si pudiésemos estar con esta
noción de la fuerza y de la realidad del otro y de la nuestra simultáneamente,
entonces conseguiríamos el estado de descubrimiento del centro.
Esta es la dirección en que hay de trabajar:
1) Estar atento y tener plena presencia de mí mismo.
Lo cual no sólo significa que esté atento a mi mente, sino que lo esté respecto
a toda la resonancia interior que sea capaz de vivir, a toda la fuerza que
pongo en los momentos urgentes o muy graves de mi vida, a la misma totalidad de
presencia como si en aquel instante me lo jugara todo.
2) Abrirme al otro: a la noción de su importancia,
como cuando admiramos algo o cuando estamos embelesados en el cine y nos
quedamos pendientes de lo que sentimos porque es estupendo. Y esto con la misma
fuerza con que vivimos entonces el no-yo, aquel mundo, aquellas imágenes,
aquellas situaciones, y con la misma fuerza con que me vivo a mí mismo en los
momentos más intensos de mi vida.
Para trabajar en este sentido, hay que poner empeño.
Pero no hace falta ir al cine ni a ningún sitio cercano o lejano para dedicarse
a otros aprendizajes más complicados. Tenemos la realidad muy cerca, tanto que
está en nuestro centro. Lo que hemos de procurar es utilizar los recursos que
tenemos a mano, que nuestra mente se abra \y funcione a pleno rendimiento.
Hemos de darnos cuenta que estamos viviendo de un modo mezquino apoyándonos
parcialmente en algo que unas veces llamo yo y otras no-yo, pero siempre en
constante vaivén de un sitio a otro.
Aprender a vivir no quiere decir dejar de vivir mi
conveniencia personal, mis necesidades, mis exigencias. Está bien que viva esto
plenamente. Pero ¿por qué para vivir esto he de cerrarme a lo otro? ¿Es que es
inherente a la vida? De ningún modo; esto sólo se debe a un funcionamiento
parcial, infantil que hay en mi mente. He de aprender a madurar, a ampliar mi
conciencia de modo que quepa en cada instante en mi mente tanto lo que llamo yo
como lo que llamo no-yo.
No quedaré por eso dominado por lo otro, ni me van a
quitar nada. Si estoy atento, plenamente consciente de mí, no haré
absolutamente nada que vaya en contra mía. No me protejo más por estar cerrado
y crispado sobre mí. Entonces estoy protegiéndome como el avestruz que esconde
su cabeza bajo las alas, en un sentido de huida, pero no con una protección
activa e inteligente como la puedo tener cuando vivo una situación con mi mente
totalmente abierta y activa.
Hemos de pasar a otra fase, a otro estadio superior
en nuestra actitud defensiva, una actitud que sea positiva, que nos permita
decidir y hacer lo que convenga. Y lo conseguiremos cuando no estemos
pendientes del yo, ni del no-yo, sino sólo de lo que sea justo y correcto, de
lo que exija nuestra verdad, nuestro interés, nuestra conveniencia, nuestro
modo de ser personal y de lo que al mismo tiempo exija la situación.
Haciendo esto no me limitaré. Todo lo contrario,
empezaré a utilizar toda mi fuerza. Es ahora cuando no la utilizo porque estoy
prescindiendo de un sector importante de mi psiquismo. Y prescindo de él porque
lo llamo mundo. Cuando aprenda a incorporar ese mundo en mi
noción de realidad, en mi noción de mí mismo, empezaré a ver que mi vida
consiste en vivir con y dentro del mundo, es decir, a través del mundo, de las
cosas y de la gente; no enfrente ni en contra de ellos. Comprenderé que hay una
dimensión en mí que pasa por dentro de todo lo demás; que los demás, en la
medida en que soy consciente de ellos, forman parte de una dimensión mía. Y no
hemos de tener temor alguno de perder nada, porque todo lo que son en mí
valores reales continuarán vigentes. Todo lo que sea de justicia, de verdad, de
razón, lo que sea inherente a mi naturaleza permanecerá en vigor y de un modo
más fuerte, más sano y más potente que antes.
Tenemos miedo precisamente por eso, porque nos
parece que nos van a despojar de todo, que tendremos que prescindir de nuestra
razón, de nuestros derechos. Y no es así. Se trata de desarrollar la verdadera
razón y los verdaderos derechos del yo, no los falsos, ni los mezquinos, ni
aquellos que he de estar cambiando constantemente porque cuando ha pasado una
temporada ya están completamente desfasados y sin vigencia.
Esto debe llegar a adquirir una fuerza tan grande
que pueda centrarse en lo que es la culminación de la relación interpersonal,
la conversación. Todos conversamos, pero si nos fijamos, observaremos que más
del noventa por ciento de las cosas que decimos son lugares comunes, reacciones
automáticas. A tal pregunta, tal respuesta. Funcionamos en virtud de hábitos
que nos arrastran en lugar de ser nosotros los conductores. ¿Dónde está allí la
conciencia de realidad?, ¿dónde estoy yo en mi sentido profundo, ¿dónde está mi
inquietud por buscar mi verdad, mi plenitud interior, si estoy hablando como un
autómata? Son precisamente los momentos de la conversación los más preciosos
para llegar a realizar esta profundidad, para descubrir lo que realmente soy,
lo que es mi verdad, lo que ha de ser mi plenitud.
Cuando no estamos en esta disposición de automatismo
inconsciente solemos adoptar una actitud egocentrada de ataque, de huida o de
defensa. Nos apoyamos en los otros o nos defendemos de ellos. ¿Cuándo aprenderemos
que en los otros está justamente la fuerza que nos hace falta, la parte de
evidencia que necesitamos para descubrirnos a nosotros mismos del todo; que es
dentro de los demás donde hemos de encontrar esa parte de conciencia de
plenitud que nos falta para ser del todo nosotros mismos; que sólo cuando
seamos capaces de aceptar al otro y de abrirnos al ser profundo, a la realidad,
a la importancia, a todo el mundo interior del otro, al mismo tiempo que al
nuestro, nos encontraremos de verdad a nosotros mismos? Mientras quiera
encontrarme a mí mismo defendiéndome de los demás, estoy encerrándome en un
pequeño castillo infantil y por lo tanto impidiéndome descubrir nada nuevo.
Es preciso que descubra e intuya por lo menos en un
grado suficiente que allí, en el otro, hay algo por vivir, que en la medida en
que yo me abra al otro, que me lance a penetrar en su mente, a vivir, a sentir
en él, en esa misma medida empezaré a percibir lo que es la vida real en mí.
Pero nunca debo utilizar al otro para la afirmación de mi propia importancia, o
de mi inteligencia personal. ¿Qué importa la inteligencia como cualidad mía
personal? ¿Por qué tanta preocupación por mi nombre, por mi fama, por mi
prestigio? Lo que interesa es la realización de plenitud, esa plenitud que ando
buscando, la vida de verdad. No hace falta que figure asociada a un nombre y a
un apellido. Mientras ande defendiendo mi nombre y mi apellido estaré en contra
de todos los demás. Cuando mi centro de interés bascule y pase de mi nombre y
apellido a la cosa que busco, tendré la oportunidad de descubrirla. Pero
mientras siga persiguiendo la plenitud y la realidad para destacarme y levantar
un pedestal a mi propia personalidad, esto me meterá en un círculo que
estrangulará toda mi capacidad de vivir plenamente.
Hemos de aprender a intuir que lo importante es la
cosa que buscamos, la realidad en sí, la vida, la fuerza, el amor, la verdad,
el impulso, el ser. Cuando para nosotros sea más importante la plenitud que
nuestro interés o prestigio, cuando sea más importante para mí la seguridad que
yo mismo, cuando me enamore de lo que es absoluto, de la totalidad, del amor,
de la verdad, entonces empezaré a descubrirlos de veras. Al dejar de estar
crispado hacia mí podré abrirme a los otros y a través de ellos acabaré de
completar el descubrimiento de mí mismo. Y eso no es una frase poética; tiene
un sentido literal, constituye una actitud interior muy concreta y definida. Es
el mismo gesto que explicábamos del luchador de Judo; un gesto interior muy
preciso y muy claro. Ahora lo hacemos sólo hasta la mitad; o me abro a mí o al
otro. Se trata de ampliar esta apertura y aprender a funcionar simultáneamente
en mí y en el otro. Si ahora no funciona así es sólo por miedo, porque estoy
intentando defender algo que creo que es lo único que tiene valor para mí: mi
nombre. Y mi nombre va unido a una serie de valores que me he ido construyendo
y que creo que es lo único que he de defender y lo único que soy.
Pero deberíamos observar si no tenemos alguna
inquietud interior que aún no se ha manifestado, algo que aún no hemos
descubierto. Sin duda está ahí en el fondo, en el centro de nuestro ser.
Mirando esa inquietud, abriéndonos, siendo conscientes de ella, será ella misma
la que nos abrirá los ojos para que intuyamos que lo importante es la cosa a
realizar más que el nombre y las categorías a que ahora nos apegamos. La fuerza
de transformación, que nos permitirá desprendernos de la actitud completamente
crispada sobre nuestra fórmula personal, ha de venir de esa inquietud interior,
de esa aspiración, de esa necesidad de vivir de un modo más amplio, más
profundo y más verdadero. Es a esta fuerza a la que hemos de abrirnos y
entonces ella nos permitirá desprendernos por unos instantes de nosotros mismos
y asomarnos al exterior con deseo real de descubrir y comprender lo que hay en
él.
Mientras me quede mirando a los otros desde mi
barrera mental no podré descubrir nada. Descubriré algo justamente en la medida
en que les dé interiormente mi noción de realidad, mi atención, mi interés, mi
amor. Porque entonces este amor, este interés, junto con esta noción de
realidad interior iluminarán a plena luz la zona externa de mi mente, que
corresponden a mi noción del mundo o no-yo. Ahora no vivo plenamente mi
realidad en esa zona externa y por eso mi noción de realidad queda replegada en
un sector parcial de mi mente. En la zona externa me vivo sólo como mero
espectador, y esa zona viene a ser como una cámara de registro de los fenómenos
externos, sin estar nunca vitalizada por las realidades vivas de mi interior.
Para que se vitalice es preciso que yo me vierta al exterior con plena
conciencia. Entonces es cuando mi mente se iluminará en todos sus sectores.
Así, pues, en el fondo lo único que tengo que hacer es tomar conciencia de la
realidad, de la actualidad de todo mi mundo fenoménico, que es todo lo que yo
vivo como realidad, tanto lo que vivo en primera persona como lo que vivo en
segunda o en tercera persona, es decir, tanto lo que vivo yo como mío, como lo
que vivo a nombre de otros.
Cuando pueda vivir el tú y el él, cuando pueda vivir
a los demás con la misma fuerza y plenitud con que me vivo a mí mismo en los
momentos buenos, entonces habré vitalizado e iluminado toda mi esfera de
conciencia y toda mi mente, con una sola luz, con una sola verdad y con una
sola fuerza. Los pares de opuestos se habrán fundido en la unidad simple y
suprema del ser.
CAPÍTULO VI
LA
EXPRESIVIDAD, CAMINO DE AUTORREALIZACIÓN
Resumen
del capítulo anterior
Hemos dicho que en la relación personal, en nuestro
trato con la gente tenemos un medio extraordinariamente eficaz para conseguir
la progresiva toma de conciencia de nosotros mismos hasta llegar a lo que
llamamos el yo profundo, la realidad central de nuestro ser. Para esto es
preciso que actuemos ante los demás con una actitud de apertura, de sintonía y
de entrega. Normalmente no hacemos esto porque tenemos miedo o estamos
reducidos al ámbito de los mecanismos de seguridad de nuestro yo-idea.
También dijimos que esta actitud de apertura y
entrega en la relación con los demás no nos puede dañar, no puede conducirnos a
acciones o actitudes perjudiciales mientras mantengamos al mismo tiempo una
plena conciencia de nosotros mismos y estemos abiertos y centrados en nuestro
interior. Cuando uno está centrado en sí mismo, en el eje de su personalidad
-por lo tanto en estrecho contacto con sus niveles vital, afectivo y mental,
tomando conciencia clara de cada una de esas realidades que forman su ser-,
cuando uno está conectado con el eje alrededor del cual gira su mundo vital,
afectivo y mental, entonces, aunque tenga la máxima movilidad, tendrá también
la máxima consistencia. Ocurre exactamente lo que con el eje de una puerta en
la que hay varias bisagras que permiten girarla. Si tomamos conciencia del eje
que une todos nuestros niveles entre sí, tendremos una conciencia central,
firme, inmóvil y precisamente gracias a esta firmeza central y a esta fuerza de
nuestro eje, aumentará nuestra capacidad de movimiento, nuestra agilidad y la
disponibilidad de todos nuestros recursos.
Esto es algo que podemos aprender a hacer en cada
instante. No necesitamos disciplinas especiales. Cada instante puede ser para
nosotros un momento solemne de Yoga o de acercamiento a la verdad, si
aprendemos a estar en esta actitud de progresiva atención, de interés que no se
conforma con ir tirando, con salir de las situaciones, con matar el tiempo; que
no busca la intensidad de la vida en el aumento de estímulos intensos, sino que
sabe vivir cada instante con la propia intensidad que es inherente a uno mismo.
De modo que la intensidad y plenitud de cada momento
no depende para nada de lo que hacemos o de que las cosas en sí sean muy
grandes o pequeñas, muy bonitas o muy desagradables. Depende simplemente de que
esté todo yo en aquel instante viviendo lo que hago desde el fondo de mi ser y
no replegado en los mecanismos defensivos de mi periferia.
Esto evidentemente requiere una decisión interior,
una necesidad sentida desde dentro. Es lo que decíamos en los primeros
capítulos. Si no hay urgencia interior, si no hay hambre, no se darán los pasos
necesarios para buscar la comida, ni se trabajará para poder pagar su coste. Si
no hay inquietud interior, lo mejor que uno puede hacer es distraerse y pasarlo
como pueda, porque no tiene motivos para complicarse la vida. Pero cuando uno
siente inquietud interior, pasarlo bien consiste precisamente en solucionar esa
inquietud, en colmar esa ansia que tiene de algo que le llene, de actualizar
toda la realidad que lleva dentro.
La técnica de la conversación, de la contrastación,
de la lucha, de la contraposición de uno con otro, es una técnica básica para
nosotros porque sigue el ritmo de nuestra vida diaria que consideramos esencial
hasta el punto de no saber concebir otro. En Occidente vivimos lanzados al
vértigo de la acción y nos cuesta menos buscar en ella misma el camino hacia la
realización. A diferencia de Oriente donde se concibe y practica la vida
contemplativa en oposición a la activa, aunque también exista ésta.
Hay muchas otras cosas que podríamos citar aquí
sobre el contacto con los demás. En lugar de entrar en detalles yo me limitaría
a decir, que en la medida en que practicamos durante todo el día la atención
vigilante, la conciencia de nosotros mismos -no la especulación ni el examen
analítico de nuestro interior- sino la mirada simple, atenta, con un intento de
vivirnos más, de sentirnos más, de vernos más, facilitamos enormemente la
posibilidad de que cuando estamos hablando con alguien, incluso en esos
instantes en que estamos ocupados en algo muy concreto, podamos realizar una
apertura cada vez más intensa y más profunda de nuestra mente y de nuestro
corazón.
La
expresión humana como técnica
Vamos a hablar ahora de las técnicas de expresión,
esto es, de cómo las varias formas de expresión humana, cuando se saben
cultivar de la manera adecuada, pueden llegar a ser un medio excelente para
conducirnos a la autorrealización.
Hemos dicho ya en otros capítulos algunas cosas
sobre este tema, ya que siendo todo cuanto hace el hombre una forma de
expresarse a sí mismo, en un grado más o menos imperfecto, es inevitable aludir
a la función expresiva sea que hablemos de respiración profunda, de judo, de
relaciones humanas o de vida espiritual. Pero a pesar de ello y de que en otros
capítulos próximos volverá a surgir el tema una y otra vez, quiero dedicar aquí
unos comentarios especialmente centrados sobre el tema de la expresividad, su
naturaleza, sus funciones y de algunos procedimientos más idóneos como vías
expresivas, tanto verbales como no verbales.
Dentro de las modalidades de trabajo interior, hay
unas que son puramente internas, como el silencio, la meditación o el análisis
de los contenidos mentales; hay otras que son más bien externas, ya que su
acción se dirige al exterior, como ocurre en el Karma-Yoga o Yoga de la vida
activa, el Judo, etc. Pueden también clasificarse las técnicas según que actúen
principalmente a través de lo físico, de lo afectivo, de lo mental o de la
voluntad. Desde otro ángulo, podemos también distinguir las técnicas en
estáticas o dinámicas. Y muchas de las críticas u objeciones que determinadas
personas hacen respecto a todo lo que es trabajo interior se basan precisamente
en el hecho de que las más conocidas de tales técnicas -el yoga, la meditación,
la oración, el silencio, etc.- tienen un carácter preferentemente estático y,
por consiguiente, dicen esas personas, tales técnicas aíslan a la persona de lo
que es o debe ser su ritmo de vida habitual, la alejan de su capacidad de
acción y, por lo tanto, la disminuyen en su capacidad de adaptación y de
rendimiento.
Aunque estas objeciones no están siempre bien
fundadas, ya que todo depende por un lado de la naturaleza de la persona y por
otro del correcto enfoque del trabajo interior, no deja de ser cierto que son
muchas las personas que, arrastradas por la inercia de su intensa actividad
diaria, encuentran gran dificultad -y por consiguiente, gran resistencia
interior- en practicar tales disciplinas de tipo estático. Para tales personas
el cultivo de la expresión como técnica de liberación interior les resultará
mucho más fácil y agradable, ya que no encontrarán en ella ninguna de las
dificultades de los procedimientos estáticos. Para esas, así como también para
todas las demás, la técnica de la expresión está dentro de esa línea de acción
exterior y de dinamismo tan en consonancia con nuestro estilo moderno de vida.
Pero para que las varias formas de expresión que
utilizamos diariamente se conviertan en algo interiormente operativo, en algo
que nos transforme profundamente, es del todo necesario, en primer lugar, que
aprendamos a conocer las razones, mecanismos y posibilidades profundas que
encierra la expresividad humana. Y después de esto, que nos esforcemos de una
manera precisa y continua en cultivarla en cada momento de nuestra vida
cotidiana. Solamente así conseguiremos resultados. Es una técnica y, por tanto,
una disciplina. Quien se contente sólo con leer y teorizar sobre ello, éste no
se moverá del sitio.
Qué
es la expresión
La expresión es uno de aquellos fenómenos humanos
tan básicamente fundamentales, y por ello tan inmensamente rico en
significados, que puede estudiarse desde innumerables ángulos o puntos de
vista. Y si de todos esos ángulos posibles tomamos tan sólo uno, el de su
función o utilidad, nos encontramos parecidamente con un excesivo número de
posibilidades de enfoque. Por ello, ya de entrada nos despojaremos de todo
intento de ser completos y nos contentaremos con ir hablando del tema con
entera libertad, según se vaya presentando ante nosotros.
¿Qué quiere decir expresarse? En un sentido
inmediato parece que no haga ninguna falta definirlo. Todos entendemos por
expresión el hecho de exteriorizar de una manera u otra lo que uno piensa,
siente o quiere.
Pero al hablar de la expresión como técnica queremos
decir algo más que esto, queremos decir que la expresión ha de ser, o puede
llegar a ser, el medio a través del cual la persona se vierta al exterior, el
medio de vaciarse interiormente de todo, vaciarse de lo bueno y vaciarse de lo
malo, porque todo debe encontrar cauce por donde salir al exterior, de manera
que nuestra vida sea una constante renovación.
Todos queremos expresarnos y queremos también
renovarnos. Pero, de hecho, el miedo, la prudencia o los hábitos adquiridos nos
hacen retener la mayor parte de lo que debería ser exteriorizado. Tenemos miedo
de expresar todo lo positivo que hay en nosotros sea por recelo de
incomprensión, sea por un deseo de retenerlo como si temiéramos que al expresar
todos los sentimientos o ideas positivos, profundos y elevados que hay en
nosotros tendríamos que quedar luego empobrecidos, disminuidos. Y esto no es
más que una forma sutil de egoísmo.
Por otra parte, tenemos miedo de expresar lo
negativo que hay en nosotros -los impulsos primarios de tipo sexual, la violencia,
el orgullo, la ambición, etc.-. En este caso las razones de esta retención son
más aceptables: la ética individual, social y religiosa. Pero con retener la
expresión de todos estos impulsos negativos no está resuelta la cosa, sino que
vuelve a estar planteada de nuevo y quizás con mayor urgencia aún que antes,
porque ¿qué hacer con todos esos impulsos, con esas fuerzas elementales pero de
considerable potencia en el ser humano? ¿Qué hacer para no convertirnos en
seres rechazados por la sociedad y por nuestra propia autoestimación, pero a la
vez para que esas energías reprimidas no nos amarguen nuestra propia vida o nos
destruyan lentamente por dentro? Todas las energías que la Naturaleza ha puesto
en nosotros son fundamentalmente positivas y necesarias para el pleno
desenvolvimiento de nuestro ser en el mundo.
¿Qué hemos de hacer, pues, con este inmenso capital
energético que es nuestro pero cuyas formas primitivas de expresión son
inaceptables para nuestros valores éticos?
La respuesta está en que hemos de obligarnos a
darles salida a través de unos cauces superiores; hemos de forzar su paso a
través de actividades positivas. Nos hemos de hacer violencia para ser
positivos en todo momento y circunstancia. No esperemos que el problema se
resuelva solo y sin esfuerzo. Es de absoluta necesidad que todo lo de dentro
salga afuera y si es preciso -y siempre suele serlo- hemos de forzarlo a que
salga. Pero para el hombre con algún sentido de responsabilidad es igualmente
de absoluta necesidad que todo se exteriorice en forma constructiva, aunque
esto le cueste una rigurosa disciplina interior. Pero lo importante a destacar
aquí, una vez más, es que no debe dejarse nunca lo negativo en el propio
interior. Por esto decíamos antes que hay que obligarse a expresarlo todo: lo
bueno como bueno, y lo malo también a través de formas positivas. Las energías
interiores son convertibles, y el factor de conversión es la acción conjunta y
sostenida de la mente y de la voluntad.
Quizás llame la atención lo que he afirmado antes de
que tenemos también miedo de expresar todo lo positivo. Pero así es. Hay cosas
positivas que nos gusta exteriorizar, desde luego, pero también hay muchas -y
quizás las mejores- que queremos retener. Ciertas ideas, estados y experiencias
para mí de mucho valor quiero retenerlas, alimentándome y recreándome con ellas
en mi interior, en una rumiación o en una contemplación que me separa de los
demás, que me aísla por completo de todo el mundo, que me convierte en un
islote en el que la vida horizontal de la humanidad no circula. Y no es que yo
deba ir proclamando a los cuatro vientos toda idea feliz o proyecto que me pase
por la cabeza, ni tampoco estar hablando de lo que he sentido o experimentado
en tal o cual situación, en una especie de exhibicionismo psicológico. No es
esto. Expresarse no es estar diciendo lo que yo pienso, lo que yo siento
y lo que yo quiero. Expresarse es dejar que la respuesta se produzca en
mí ante cada situación humana, utilizando todo el material disponible, sin
reservas, sin cuartos cerrados o rincones obscuros. No es el yo lo que muestro,
demuestro o exhibo al otro, sino la opinión, la evidencia, el sentimiento o lo
que sea que la pregunta o situación provoca en mí. En mi expresión, lo
importante no es el yo, sino la cosa, lo que se expresa. En la respuesta o
expresión correcta, todo mi ser, toda mi experiencia, aun la más íntima, está
involucrada, está presente y está abierta. No la formulo, pero en cambio se
exterioriza, se comunica, participa en la respuesta.
Cuando mantengo la actitud de mantener determinadas
zonas de mí mismo cerradas a la circulación -sea por su carácter excesivamente
íntimo, sagrado o profano- mi expresión no podrá nunca ser auténtica, sencilla,
veraz. No puedo ir guardando cosas en mi interior; esto es un error, porque las
cosas no las tenemos para guardarlas, las cosas están en nosotros para que
funcionen, para que circulen. No ha de haber absolutamente nada que esté
estático, que esté almacenado. Vida es dinamismo y todo cuanto nosotros vivimos
en este dinamismo. Por tanto, hemos de dar salida continua a todos nuestros
contenidos, y sólo dándoles salida adquirimos la capacidad de renovarnos a
nosotros mismos y de renovar en nosotros de un modo incrementado y mejorado
esas mismas cosas que sacamos y expresamos. Esta es la ley de crecimiento:
consumir para que se reponga más; y esto se aplica no sólo a nuestra energía
física -como ocurre en la actividad general y en la gimnasia o deporte en donde
a medida que nos ejercitamos vamos creciendo porque va viniendo una nueva
energía que nos fortalece-, sino también en lo afectivo, en lo intelectual y en
lo que llamamos espiritual. En la medida en que nos comunicamos, nos
expresamos, nos exteriorizamos, nos entregamos, nos vaciamos, en esta misma
medida quedamos repuestos, renovados y enriquecidos.
He de dejar que la Vida se exprese en mí sin
interferencias, de un modo completo; que la Vida encuentre siempre en mí luz
verde en todos los aspectos. Mi misión y mi responsabilidad es la de
administrar esa porción de Vida que yo llamo mía, de la mejor manera posible.
Pero nunca he de cometer la torpeza de quererme apropiar de lo que
intrínsecamente no es mío. Todo lo que tengo me ha venido, porque incluso lo
que yo he ido a buscar o he fabricado, lo he ido a buscar y lo he fabricado
gracias a unas facultades que me han sido dadas. Mi papel en la vida es la
simple gestión, la administración de las facultades que me han sido dadas.
El mal está en que me considero como propietario,
que lo considero como mío y no me doy cuenta que esto que llamo mío no es nada
más que una participación en la Vida y que, por tanto, no me pertenece en
sentido estricto a mí, sino que sigue perteneciendo a la Vida. Yo tengo el
derecho y el privilegio de participar de ella, haciendo que su curso, su
riqueza, su intensidad fluyan a través de mí. Pero cuando quiero retener y
conservar en un sentido de propiedad, lo mismo problemas que alegrías, lo mismo
gustos que disgustos, entonces es cuando estoy impidiendo que este ciclo
dinámico de la existencia pueda expresarse en mí de manera libre, de manera
correcta.
En realidad, entregarlo todo, entregarme del todo al
hecho de vivir cada situación, es el arte de llegar a ser del todo. La persona
suele tener la idea de que en la medida que retenga será más, pero aquí se
cumple esa ley que ya hemos mencionado en muchas ocasiones, y es la de que la
persona sólo alcanza la plenitud cuando se vacía, cuando lo entrega todo. La
realización de sí mismo y la consiguiente plenitud no se alcanza acumulando
contenidos, sino actualizando esencia, y esa actualización de esencia es
imposible si uno no va al centro, y sólo se puede ir al centro cuando uno deja
de estar agarrado, crispado sobre los contenidos. Por eso, cuando uno se da,
cuando se sueltan los contenidos, cuando uno dejar ir toda crispación mental,
afectiva e incluso física, entonces es cuando después de esta pobreza, de este
quedarse sin nada, aparentemente, aparece la evidencia de uno mismo, aparece la
certeza, aparece la claridad, aparece la alegría, el amor, la plenitud.
Nunca adquiriremos plenitud, como se hace en el
aspecto físico, metiendo cosas dentro. La plenitud no es un aspecto
acumulativo, la plenitud es simplemente la expresión de nuestra esencia, y esta
esencia sólo puede expresarse cuando no hay nada que lo obstruya, cuando no hay
nada que lo impida. Cuando nos vaciemos de lo que es contingente, de lo que es
relativo, de lo que es mutable y transitorio, cuando nos desprendamos y
soltemos dejando que todo esto circule, en este mismo momento descubriremos lo
que hay detrás, este punto inmóvil del cual está surgiendo todo este dinamismo.
Mientras yo esté crispado en el aspecto fenoménico, en el aspecto manifestado
de este dinamismo, yo no podré percibir el centro. Por tanto es ley esencial
que para llegar al centro suelte todo lo que no es el centro, todo lo que es
fenómeno. Por tanto ese expresarse del todo es una condición sine qua non, esencial,
para llegar a ser del todo.
Normas
para utilizar la expresión como técnica realizadora
El problema práctico de conciliar la necesidad de
expresarse del todo y de expresarlo todo, con las exigencias de la moral y de
la buena educación, requiere que nos detengamos un momento para concretar en
unas normas claras la conducta a seguir para que la expresión tenga un
verdadero efecto transformante.
1.ª Obligarme a estar todo yo en cada cosa que
expreso. Esto significa la necesidad de
que esté en cada momento bien despierto y centrado todo yo, de manera que a la
vez que muy consciente, mi mente y mi corazón participen activamente y
plenamente en todo cuanto yo haga o diga.
2.ª Obligarme a expresar del todo -esto es, cada
vez más y mejor-, todo lo positivo que la situación permita o aconseje. El
sentido común es el que ha de dar la pauta de lo que conviene o no decir y de
cómo o en qué términos hay que hacerlo. Pero ha de ser un sentido común animado
por una firme voluntad de acción positiva, un deseo firme de dar de mí lo mejor
para la persona o situación con que me enfrento. Hay que evitar eso que se
confunde con el sentido común y que no es más que una actitud rutinaria y
convencional, que busca salir del paso con el mínimo riesgo y esfuerzo.
3.ª Absoluta prohibición de expresar nada que sea
hostil o ni siquiera perjudicial para
el buen nombre de nadie en ningún momento y pase lo que pase. La única
excepción a esto último será cuando ello es absolutamente necesario para un
bien mayor. Pero, incluso en este caso, hacerlo solamente cuando en mi corazón
y en mi mente no haya ni el menor vestigio de hostilidad personal. Esta es una
norma fundamental y que quien quiera realmente trabajar en su crecimiento
interior ha de obligarse a cumplir cueste lo que le cueste. Esta norma se
complementa de manera especial con la que a continuación se describe.
4.ª Necesidad de mantener una actitud de
sobreesfuerzo para tener en todo momento una disposición positiva especialmente
en aquellas ocasiones en que tiendo a sentirme resentido, receloso o
desanimado. Porque este es el medio por el cual forzamos las energías negativas
de hostilidad a. transformarse y a ser expresadas por vía positiva. Este
sobreesfuerzo, aunque nada fácil de hacer en ciertos momentos, es esencial. Sus
efectos son extraordinarios e instantáneos. Es una buena preparación
ejercitarse en practicarlo en momentos en los que el ánimo está más tranquilo,
e incluso cuando uno está ya en una disposición positiva. Cuanto más nos
adiestremos en ser nosotros mismos quienes determinemos nuestro estado de ánimo
positivo con decididos actos de voluntad, más fácil nos resultará hacerlo
cuando sintamos la violencia interior. Obligándonos a practicar esta norma en
los momentos que estamos bien, conseguiremos además ir purificando nuestro
interior, limpiándolo de antiguos resentimientos y protestas.
5.ª Estar abierto a todas las posibilidades de
expresión positiva. Y buscar, si es preciso, nuevas vías o formas de
expresión que me ayuden a expresarme de una manera más profunda y completa.
Esto quiere decir que no hemos de quedarnos encerrados dentro de nuestro modo
habitual de vivir. Hemos de estar siempre dispuestos a aprovechar las ocasiones
que se presenten para expresarnos de una manera nueva, sea esta nueva forma
verbal o no verbal. Esto será algo que complementará nuestro trabajo de
expresión verbal de la vida corriente. La práctica demuestra que a través de
nuevas formas de expresión surgen contenidos hasta entonces ignorados. La
lectura completa de este capítulo podrá servir de útil orientación también en
este sentido.
Efectos
de la expresión
¿Para qué sirve la expresión? Desde un, punto de
vista inmediato sirve para entendernos, para comunicar lo que necesito, para
saber lo que necesitan los demás y, en este sentido, todo el mundo la acepta
como algo indispensable.
Pero la expresión es algo más que esto. La expresión
es un modo de comunicarse a un nivel más profundo, más integral, a un nivel de
contenidos internos, de manera que uno pueda hacer partícipe al otro de toda la
riqueza, de toda la complejidad, de toda la hondura que uno mismo está viviendo
por dentro.
La comunicación, la expresión profunda es, pues, un
medio gracias al cual puedo comprender, entender, penetrar y compenetrarme con
la otra persona. Por tanto, ya vemos que aparte de la finalidad meramente
utilitaria en la vida cotidiana, la expresividad es un medio para el profundo
entendimiento humano, un camino hacia la unión.
Además, la expresión en un medio esencial de
desarrollo. A medida que expresamos todo lo que hay en nosotros de positivo,
esto se va desarrollando, se fortalece y se consolida. La Psicología dinámica ha
estado demostrando, y de hecho ha nacido de tal demostración, que un gran
número de los trastornos del carácter y de la conducta, conocidos con el nombre
de neurosis, proceden de una de serie de contenidos que no han podido encontrar
expresión, por una razón u otra. La vida es en sí misma dinamismo, y cuando hay
algo en nosotros que no encuentra su expresión, entonces aquello se enquista
dentro del psiquismo y se convierte en foco que tiende a crecer como una
verdadera infección, obstruyendo la libre circulación de las energías y la
vivencia directa positiva del vivir, nublando la capacidad de ver y comprender
con claridad.
En la medida que voy expresando más y más las cosas,
esto que expreso me permite desarrollar mi mecanismo, me permite desarrollar mi
comprensión, me permite desarrollar mi autoconciencia. Solamente descubrimos la
vida en la medida que la vivimos. Puede haber en nosotros una cantidad fabulosa
de riquezas latentes, pero mientras no las exprese no las descubriré, no tomaré
conciencia de ellas, no las incorporaré a mi yo experiencia. Podemos decir que
la persona de hecho no es nada más que lo que ha sido capaz de vivir, y vivir
quiere decir experimentar, y experimentar quiere decir expresar de una u otra
manera.
Y por esto mismo que estamos diciendo, la expresión
tiene también una notable función reeducadora y realizadora. En la medida que
mi falta de realización es debida a unos bloqueos interiores, cuanto más me
obligue y consiga mejorar mi calidad de expresión, más rápidamente conseguiré actualizar
esas energías interiores, conseguiré liberarme de esas obstrucciones y
alcanzaré la talla a la que estoy destinado por mi misma naturaleza. Si yo no
consigo hacer esta actualización, este desarrolló de mi capacidad expresiva,
seguiré viviendo en continua frustración interior, no me sentiré a la altura de
mí mismo porque no estaré respondiendo adecuadamente al plan superior, al plan
divino, que espera de mí una respuesta total.
Vida
cotidiana y expresión
La actitud que solemos adoptar en la vida ordinaria
no es operante en grado suficiente para alcanzar esta autorrealización. Nos
hemos acostumbrado a actuar de acuerdo con lo más inmediato y aparente y
seguimos funcionando dentro de un círculo reducido, de manera automática y
superficial.
Y, no obstante, esta vida diaria es una situación
óptima para que respondamos; cada situación real de la vida es una demanda a
nuestra verdad, en un reto, una invitación que nos hace para que contestemos
del todo. Cada situación, grande o pequeña, superior o elemental, no es más que
una provocación para que yo responda, para que reaccione, para que me exprese
del todo a través de aquella circunstancia concreta. Pero nos hemos
acostumbrado a deslizarnos por la mera superficie y damos contestaciones
parciales y mecánicas, y por esto es preciso que nos obliguemos a redescubrir
el verdadero sentido de la expresión y el verdadero significado de cada
instante, de cada situación en marcha.
Hemos visto más arriba las normas a las que debe
obedecer nuestra expresión si queremos alcanzar los extraordinarios resultados
a que esta técnica conduce. Hemos visto allí que para que podamos convertir
nuestra expresión en algo realizador es preciso en primer lugar que haya una
deliberada entrega interior; entrega interior quiere decir que yo conteste lo
más profundamente que sea capaz en cada instante. Y también vimos que es
necesario que conteste todo yo, en un sentido de integralidad; no que en un
momento esté funcionando sólo mi mente, en otro momento las emociones, en otro
momento sólo mi cuerpo, sino que en cada situación sea yo, mi personalidad
completa e integrada, la que responda a la situación. Este es el camino hacia
la verdadera sinceridad y a través de ella, hacia la autenticidad.
Otro requisito importante es que además de esto, me
obligue a ir más allá de lo que estoy habituado, más allá de lo que es mi
costumbre, es decir, que aprenda a expresarme con riesgo. Si partiera de un
punto cero esto no haría falta, simplemente tratando de ser sincero, tratando
de ser integral y profundo sería suficiente. Pero como yo me encuentro
condicionado por unos hábitos adquiridos, por unos modos parciales de
responder, si me dejo llevar sólo por lo que en aquel momento creo buenamente
que es lo auténtico no me moveré de un círculo cerrado, de un círculo de
hábitos. Es preciso que me obligue y me exija ir más allá de lo habitual, es
decir, que me obligue en cada momento a hacer una auténtica creación, a que
todo yo me arriesgue en aquello que estoy expresando, en aquello a lo cual yo
respondo. Que no sea una respuesta que se da de ahí hacia afuera, pero en la
que yo no me meto. Por el contrario todo yo he de participar en la respuesta.
Solamente asumiendo esta actitud activa de riesgo, de exigencia total, de ir
más allá de lo habitual, de buscar algo todavía mejor, más auténtico, solamente
así podré romper mis hábitos, mi rutina, mi círculo cerrado.
Cuando la persona aprende a contestar de esta
manera, se produce por un lado el hecho de que la respuesta tiene siempre un
carácter original, nunca se produce la misma respuesta, y si acaso
se produjera aparentemente la misma respuesta, la persona la estaría viviendo
de un modo completamente nuevo y original. Original quiere decir que viene del
origen, quiere decir que es fresco, que es auténtico. Original quiere decir, no
el hecho de ser diferente en la forma, sino que lo que se expresa procede
legítimamente de la fuente, del centro: es ese sentido de autenticidad, ese
sentido de frescor, ese sentido creador en cada instante.
En segundo lugar, lo que se expresa de esta manera
tiene un carácter de totalidad. La persona vive aquello de un modo pleno y una
vez expresado aquello ya no quedan residuos dentro, no queda ninguna resonancia
interior que haga seguir pensando o dando vueltas al asunto. La situación se
acaba, se completa y esto produce interiormente una extraordinaria sensación de
claridad, de ser uno mismo, de ser uno de veras, del todo. Examinado aquello
ulteriormente, cinco, diez años después, se sigue viendo todo exactamente
igual, y esto no es producto de una obcecación, no es producto de una
identificación que quizás en aquel momento pudo parecer muy clara, pero que el
tiempo enseña después que es diferente. No; esto tiene un carácter definitivo,
en cada instante es lo verdadero, es lo único, es lo que la vida en mí está
respondiendo auténticamente. Esto proporciona una vivencia interior de completa
libertad, de autenticidad, un sentido de que realmente «eso es».
Por lo tanto, ya ven que no se trata de un camino
consistente en el mero hablar, en decir más o menos cosas, sino que se trata,
como siempre que se refiere a una verdadera realización, de algo que exige toda
la capacidad de rendimiento, de dedicación, de esfuerzo.
Decíamos que la vida cotidiana es un campo excelente
porque ofrece siempre una gran cantidad de exigencias variadas. En un momento
dado nos está pidiendo una respuesta orgánica, en otro momento nos exige una
respuesta afectiva, en otro una respuesta intelectual o una respuesta de tipo
social, familiar, profesional, religioso, etc. En la vida cotidiana hay una
demanda total, completa, de todos los aspectos de nuestra personalidad. Si
aprendemos a responder en cada situación en esta actitud correcta, lo que se va
produciendo en nosotros es una actualización continuada a través de todos los
planos, a través de todas las dimensiones de nuestro ser. En este sentido la
vida cotidiana es la oportunidad óptima, la mejor, la técnica insustituible
para el trabajo interior.
Pero debido a que llevamos ya muchos años viviendo
como buenamente podemos, lo cual quiere decir de un modo bastante regular, y
como este modo de vivir nos ha venido condicionando para seguir actuando de la
misma manera ante las mismas situaciones, resulta que el tratar de buscar ahora
en cada momento una respuesta auténtica y nueva frente a toda situación que
estamos viviendo, exige de nosotros un esfuerzo extraordinario. Así que, aunque
la vida ordinaria sea el campo más rico en cuanto a posibilidades de trabajo,
de hecho se convierte en uno de los más difíciles a causa de nuestra rutina.
De ahí que surja entonces la necesidad de buscar
unos modos diferentes, algo que no entre dentro de nuestro ritmo habitual de
vida y que requiera por tanto un modo distinto de actuar por lo que nos permita
aprender más fácilmente a reaccionar de un modo nuevo gracias al hecho de no
estar condicionados frente a ello.
Técnicas
especiales de expresión
Vamos a comentar ahora algunas vías o formas
especializadas de expresión. Aunque los procedimientos que mencionemos tengan
de por sí otros valores y otras finalidades, los hemos elegido por su
diversidad a la vez que por su especial aptitud para ser canales de expresión
de contenidos más difícilmente expresables en la relación humana diaria.
El Subud
El Subud es, a mi entender, una técnica de
autoexpresión pura e integral. Es una técnica en la cual la persona trata en
primer lugar de centrarse y sintonizarse con Dios, de abrirse a Su voluntad, y
entonces, manteniendo esa actitud centrada, abierta y sintonizada con lo
divino, la persona relaja toda su personalidad y deja simplemente que se
exprese todo cuanto tiende a surgir en él. Pudiéramos decir que conecta su
dinamismo con un nivel superior divino, y entonces deja que la máquina funcione
por sí sola. Esta conexión es fundamental de tal manera que si no existe esta
conexión es peligroso hacer Subud, es muy peligroso. Digo esto para los que
creen que hacer Subud consiste simplemente en cantar, en decir cuatro tonterías;
si no existe conexión el Subud es realmente peligroso. Pero cuando se consigue
establecer esta conexión entonces la dirección de todo ese movimiento, de toda
esa expresividad, que irá surgiendo espontáneamente, estará dirigida por los
niveles superiores, y uno dejará de dirigir el proceso. Y tampoco es el
subconsciente el que lo dirige, sino que es el superconsciente; esto es
fundamentalmente distinto. Hay muchas personas que han tenido disgustos serios
en el Subud, personas que han ido a parar al manicomio, y no una o dos, porque
han tomado alegremente el Subud. Les ha parecido que era muy divertido eso de
hacer juerga, de cantar, de poder decir «palabras gordas» y con entera
libertad, y han espetado resultados mágicos; pero no se han preocupado, no han
visto la responsabilidad, la solemnidad de este acto inicial que es el que da sentido
a todo el resto: esta apertura y esta receptividad frente a Dios.
Pues bien una vez se ha hecho esto, esta conexión
inicial, entonces la persona empieza a sentir deseos de expresarse. La
expresión puede ser física, a base de movimientos, de gritos, de
gesticulaciones; puede ser de tipo emocional, con risas, con llantos, con
cantos; puede ser de tipo mental, y puede ser también por medio de movimientos
internos. Pueden ser muchas cosas, pero lo interesante es que siempre se está
produciendo algo; de una manera u otra la persona siempre está expresando algo.
¿Y qué es lo que expresa? Lo que tenía por expresar, simplemente lo que estaba
retenido dentro. Mientras expresa la persona se ha de obligar a permanecer
centrada en esta conexión con Dios, en esta aceptación de su acción y procurar
no interferir para nada en su expresión, de modo que no sea el yo-idea con todo
su sistema de valores el que esté calibrando, el que esté filtrando la acción.
Cuando esto se va consiguiendo se produce una expresividad pura, y así va
saliendo todo, sale porque está dentro queriendo salir, porque en nosotros, lo
hemos dicho, es fundamental este dinamismo. Si no conseguimos expresar y nos
quedamos callados es simplemente porque hemos adquirido el hábito de frenar, el
hábito de retenernos, es porque hemos adquirido una actitud cerrada y defensiva;
pero lo natural es que en nosotros las cosas funcionen, circulen y se
manifiesten.
Así pues a través de estas sesiones de Subud que se
practican con regularidad, a través de este Latihan, de esta
autoexpresión integral, la persona se va liberando de muchos condicionamientos.
Curiosamente salen en esas sesiones cosas estupendas y magníficas; no solamente
salen temores y agresividades, salen también cosas sublimes, aspiraciones y
sentimientos elevadísimos. A medida que la persona va practicando, a medida que
se va expresando, se va sintiendo más a sí mismo, se va sintiendo más libre,
más auténtica, más ella misma. También va reconociendo una presencia superior
que está dentro, que actúa, que le impulsa, que le guía, que le da fuerza en
todos los aspectos.
Cultivar el arte
Otra vía estupenda de expresividad, o de aprender a
expresarse, es el arte, activo; no el contemplar un cuadro, por ejemplo, no es
esto. Es expresar de una manera activa. Por lo tanto el arte es bueno y útil,
tal como ahora lo explicamos, en la medida que soy yo quien lo expreso. Así el
cantar es algo excelente, porque el canto es la expresión directa de algo que
yo siento; tocar un instrumento igualmente lo es, como asimismo pintar,
dibujar, modelar. Todo esto es excelente en la medida en que al hacerlo cumplo
los requisitos que hemos dicho antes, esto es, en la medida en que estoy todo
yo presente, en la medida que hago participar en ello todos mis niveles, en la
medida que estoy tratando de superarme aún más en aquello que expreso. Es un
superarse no en el sentido de hacer muy bien el papel, el personaje, la obra,
sino en el sentido de estar yo mismo más en aquello, de ser más todo yo el que
me exprese en aquello. O sea que podemos decir que esto es bueno no sólo en la
medida que yo soy un perfecto ejecutante, sino más bien en la medida que soy un
creador, en la medida que estoy creando aquello que estoy expresando. Lo de
menos es, pues, la calidad artística de lo que salga. Si yo pinto, sentiré la
necesidad de manejar colores y lo que menos importa es que los demás encuentren
aquello bonito o feo; esto puede ser importante para los que han de vivir del
dibujo o de la pintura.
El que quiere utilizar el arte, la pintura o el
dibujo, simplemente para expresarse, para ser más él mismo, no le importa
absolutamente nada si aquello recibe o no la aceptación de nadie, lo que
importa es que de alguna manera sea un logro de expresión más sincera, más
auténtica. Y esto se aplica absolutamente a todo tipo de arte, incluso al arte
teatral. La representación teatral de por sí ya es buena porque el simple hecho
de tener que representar un día un personaje y otro día otro, exige que uno
actualice e incorpore varios modos de expresión. Pero la persona que sólo se
limite a reproducir todavía no utilizará el arte de un modo completo, es
preciso que la persona se esté creando a ella misma a través de aquel
personaje. Esto quiere decir que la persona ha de estar toda ella muy centrada.
Eso que hacen los aficionados de hacer las cosas de un modo exagerado, de un
modo emotivo no tiene nada que ver con la expresividad, con la correcta
expresividad. Viven la emoción y nada más, y les parece que aquello es la
auténtica creación artística. La creación artística consiste en que sea todo
yo, mi mente, mis sentimientos, mi vitalidad, todo yo el que estoy tratando de
vivir aquello; no consiste en hacer intensamente algo, consiste en hacer
integralmente algo, y este sentido de integralidad, de profundidad, es
fundamental.
Gimnasia rítmica expresiva
Otra forma que hay, vía curiosa que no se suele
conocer, es la gimnasia rítmica. Sobre todo me refiero a la gimnasia que yo he
visto hacer en una escuela moderna de Buenos Aires. Se trata de una gimnasia
rítmica expresiva en la que las personas hacen unos movimientos que son fijos y
otros variables siguiendo, no la música rítmica que es típica para las varias
clases de gimnasia rítmica, sino la música moderna. La persona ha de ir
aprendiendo a hacer una serie de movimientos que corresponden a la expresión de
algo que normalmente no ha expresado. En la vida diaria estamos acostumbrados a
expresar una gama limitada de cosas; pues bien, los movimientos de esa gimnasia
nos obligan a expresar otras cosas. La expresión de cada estado interior
corresponde a un movimiento y a un ritmo determinado; por eso en la medida que
la persona se obliga a expresar unos ritmos y unos movimientos distintos se
produce la actualización de los estados correspondientes. Esto se comprueba porque
cuando hay contenidos reprimidos de un tipo u otro, aquella persona no puede
hacer ciertos movimientos o no puede seguir aquel ritmo.
Esto mismo ocurre exactamente al cantar. La persona
que tiene unos miedos determinados, que tiene unas preocupaciones determinadas,
que está inhibida en algunos aspectos, se encontrará con un tipo de notas que
no podrá dar. Recuerdo una persona que se dedicaba. a la enseñanza de canto y
que se encontraba con personas que fallaban siempre en unas notas determinadas.
Podían dar notas más agudas o más graves, pero allí se producía siempre un
fallo. Esta nota corresponde de alguna manera a algo muy concreto que podrá ser
una represión de tipo sexual o de cualquier otro tipo; pero algo hay allí
inhibido que hace que la persona no puede expresar lo que corresponde a aquella
nota.
En los movimientos ocurre igual. Por lo tanto en la
medida que la persona se obliga a ir expresándose a través de toda la gama de
movimientos, la persona va movilizando, va creciendo, se va desarrollando en
aquello que ya poseía, y además, en lo que también tenía pero que aún no estaba
actualizado. Por otra parte el hecho de que se haga con música moderna tiene un
sentido muy interesante que puede escapar a las personas amantes del arte, que
les gusta mucho la música clásica.
La
música clásica y moderna
A muchas personas a quienes les gusta la que llaman
buena música, la música clásica ¿por qué se ponen nerviosos cuando oyen música
moderna? Toda música responde a un modo de sentir, toda música es una expresión,
no solamente en su melodía sino en su ritmo; cada música está expresando algo
determinado, es un lenguaje que sirve para una cosa y no para otra, y por eso
cada tipo de música induce un estado particular. Ahora bien, las personas que
están rechazando algo, que están rechazando por ejemplo el estado de
espontaneidad, o el estado de alegría, esas personas no pueden gustar de la
música que trata de expresar esto. Y a su vez las personas que están rechazando
el estado de nostalgia, de tristeza, no pueden aceptar la música que expresa
estos estados.
Toda la música moderna existe porque responde a una
expresión actual de algo, no es una cosa puramente arbitraria y convencional.
La música que no responde a una necesidad actual desaparece sin pena ni gloria
por eso hemos visto que cuando se han querido introducir ciertos ritmos nuevos
han tenido una vida efímera. En cambio, hay algo en la música moderna que
permanece, permanece a través de variaciones, de modalidades. ¿Por qué? Porque
está respondiendo a un modo actual de sentir. Rechazarán esta música moderna
las personas que estén rechazando un modo actual de sentir; rechazarán esta
música las personas que estén viviendo sólo en unas zonas de su psiquismo que
responde a unas estructuras más clásicas, más solemnes, más antiguas y que en
cambio están rechazando estos otros aspectos.
Por lo tanto abrirse a la música, a la música
moderna, es abrirse a unas dimensiones de uno mismo, reales, actuales. No se
trata, en general de un problema de buen gusto, se trata de un problema de si
yo me vivo del todo o no. Probablemente estoy rechazando vivir unas zonas de mí
mismo, porque las considero superficiales, elementales y si rechazo estas zonas
rechazaré todo lo que se corresponda con estas zonas, aunque no sepa que se
corresponde con ello.
Así pues, aceptar la música moderna quiere decir
abrirse a una dimensión actual, a una realidad exterior de la cual participamos
queramos o no, y por lo tanto es un acabar de aceptarse a sí mismo. Además es
un modo adecuado para expresar algo que uno está viviendo por dentro. La
persona que no acepta esta música está impidiendo poder expresar eso mismo que
está reprimiendo, lo que es elemental, lo que considera inferior y superficial,
pero esto que considera superficial muchas veces lo considera superficial
simplemente porque está considerando como muy profundo otras cosas, pero no
porque necesariamente lo sea.
El hecho es que el aceptar la música moderna como
medio expresivo quiere decir aceptar su modo de ser personal del todo, por lo
menos en lo que corresponde a ese aspecto. También se podría hacer la otra
pregunta: ¿por qué uno no acepta la música clásica? ¿por qué le aburre? Hay, en
efecto, música que sólo gusta a muy pocos, pero hay música que gusta a muchos.
En la medida que uno no resuene interiormente a cierto tipo de música llamada
clásica, quiere decir que uno no resuena a los correspondientes contenidos
internos de su psiquismo. Esas son las personas que no gustan de ahondar, de
profundizar, de estar asentadas en determinado estado interior. La- respuesta,
la resonancia ante la música no es algo producto de educación, sino que es
primordialmente producto de sintonización interior.
La música así entendida se convierte en un medio
excelente para expresarse y por eso el empleo de la música moderna es algo
realmente muy adecuado para la educación expresiva, como lo ha intuido Susana
Milderman, iniciadora de la gimnasia rítmica expresiva de la que hablábamos
antes, y como esperamos, lo irán descubriendo otras personas para aplicaciones
similares.
Y ya que hablamos de saborear la música, digamos
para quienes no la conozcan, una de las formas que hay para que uno aprenda a
escuchar y a entender la música, y que es la misma fórmula que se utiliza para
que uno comprenda mejor a las personas.
Cuando estoy escuchando una música, cualquier clase
de música, es muy útil preguntarse: ¿qué sentiría yo si fuera yo el que
estuviera tocando esto? E imaginarse a uno mismo tocando aquella melodía o
cantando aquella canción. Si esto lo hago no como una simple idea sino que
trato de ponerme en el lugar de aquella persona, entonces empezaré a sentir
unas emociones, unos sentimientos y unos estados que estarán llenos de
significación. Estamos acostumbrados a escuchar la música sólo como receptores,
y por eso digo que lo importante en la música es expresarla, porque entonces es
cuando uno está viviendo los contenidos interiores de los que la música es la
expresión. La música es una transformación en sonido de unos estados
interiores, de un dinamismo afectivo interior. Para entender su sentido y
gustar de ella es, pues, necesario situarnos en aquel estado, imaginándonos en
el lugar del ejecutante. Entonces la música que nos parecía molesta o sin
sentido se iluminará. Y esto se puede hacer también con la música que para
nosotros resulta exótica: la música árabe, china o hindú. Quizás al hacerlo con
sinceridad y durante algún tiempo descubriremos unos valores extraordinarios
que hasta entonces habían permanecido ignorados para nosotros, descubrimiento
de valores que nos ayudará al mismo tiempo a comprender mejor el sentir de
otros pueblos y otras culturas.
¿Y
el baile?
Ya que hablamos de música moderna digamos también
algo respecto al baile. No al baile clásico o ballet, sino al baile popular. Ya
sabemos que a las personas les puede gustar el baile por razones muy diversas:
desde aquéllas para quienes el baile no es más que un preludio sexual, hasta
las que se deleitan por el simple hecho de poder expresar a través del
movimiento físico la belleza de unas figuras y de un ritmo musical, pasando por
el gran número de quienes ven en el baile tan sólo un medio de esparcimiento y
de contacto social.
Nosotros nos referimos en este comentario tan sólo
al baile como medio de expresión a través del cuerpo y de sus movimientos de
unas resonancias estéticas que la persona siente y necesita expresar. Es
esencial, para la finalidad que nosotros buscamos, que la persona sienta este
deseo de expresarse en el baile y, precisamente por eso vemos con gusto la
corriente actual en la que se tiende cada vez más a que en el baile haya más
improvisación, más creación, sin limitarse a seguir mecánicamente unos pasos
determinados. Cuando el baile responde a esta necesidad expresiva puede
convertirse, si se practica de acuerdo con las normas requeridas en la técnica
de expresión, en un camino complementario, pero muy útil en el trabajo de
saneamiento interior y de autorrealización.
El baile es un camino que tiene ciertas ventajas
para nosotros. A todo el mundo le gusta más o menos bailar y se convierte en un
placer, es decir, es una actividad que no tiene el carácter de obligación, de
deber; no representa, por lo tanto, una sobrecarga, sino un recreo agradable.
Recordarán que decíamos en otro capítulo que todo
cuanto sale de nuestro centro, por lo tanto todo impulso al movimiento, a la
acción, puede convertirse en un medio que nos conduzca conscientemente a este
centro. Sólo hay que aprender a remontar la corriente, a seguir el impulso pero
en el sentido inverso. Que mientras estamos sintiendo y actuando bajo el
impulso, nuestra conciencia vaya abriéndose cada vez más, buscando el punto de
dónde procede, de dónde nace en mí este impulso, aprendiendo a sentirlo cada
vez más. En ciertos períodos del año los salmones remontan la corriente del río,
cosa que parece bastante difícil, pues eso mismo hemos de hacer nosotros.
Remontar la corriente de nuestros impulsos, y si la seguimos nos conducirá al
centro, porque todo cuanto vivimos surge de él.
Aplicando este principio veremos que el baile es un medio
útil para llegar a la realización. Sucede sin embargo, que en el baile hay
otros factores o elementos que conviene tener en cuenta. No es lo mismo el
baile moderno, sea cual sea, que una danza clásica, sagrada o ritual. Aquí
hemos de referirnos un poco a algo que parece difícil, abstracto. En el baile
hay que distinguir dos cosas: primero la ejecución de unos determinados
movimientos, de unas figuras producidas por ellos; segundo el ritmo, o sea la
frecuencia, la rapidez con que se suceden de acuerdo con la música que les
acompaña.
Todo cuanto existe obedece a una estructura, a una
forma, a una idea. Cuando bailamos estamos reproduciendo una figura y según qué
formemos con nuestros movimientos estamos poniéndonos en armonía, en
consonancia con otra figura mayor, con la figura mayor, con la figura
arquetípica o matriz.
Todo cuanto existe, no sólo los objetos concretos
sino el movimiento de las cosas, y la actividad creadora en general se expresa
siempre a través de las figuras y del ritmo. Por lo tanto no sólo adoptan una
figura los objetos tangibles, sino también los cambios, los movimientos de las
cosas. Y algunas de estas figuras que se producen a través de los movimientos
son aptas para despertar la resonancia de una figura mayor en el orden de la creación.
Por eso el baile tiene un origen tan antiguo como la
Humanidad. Lo encontramos en casi todas las tradiciones sagradas, no sólo como
expresión de alegría o de un estado de ánimo determinado, sino como medio de
ponerse en armonía con una realidad superior. Todos sabemos algo de las danzas
de los pueblos primitivos. En ellas hay algo más que una descarga de impulsos o
el medio de distraerse un rato, se trata realmente de sintonizar con un estado
concreto, muy definido de conciencia. Existe toda una técnica de realización
basada en el baile que aún hoy día practica, entre otros, un grupo de la
religión islámica: los derviches.
El primer problema del baile como técnica de
realización está en la figura, el segundo en el ritmo. Hay figuras que son
aptas para armonizar con algo que trasciende en mucho al individuo, con una
realidad que está actuando constantemente, que es una de las ideas matrices que
están manteniendo las cosas.
Por otra parte nos encontramos con que todo cuanto
existe, todos los órdenes de realidad y, mirando al hombre, todos los niveles
de nuestra personalidad -físico, vital, afectivo, mental, intuitivo,
espiritual-, todo está sujeto a un tipo de ritmo vibratorio determinado. Por lo
tanto si aprendemos a centrar nuestra conciencia en un ritmo vibratorio
determinado, esto nos conducirá automáticamente a un nivel u otro de nuestra
personalidad y a través de este nivel sintonizaremos con el resto del mundo,
con el resto del plano que corresponde a esta misma realidad.
Si estoy vibrando muy intensamente a un nivel
mental, esto producirá automáticamente una estimulación, una vivificación de la
mente, pero al mismo tiempo esta vibración me permitirá armonizarme no sólo con
la realidad mental de mis posibles interlocutores sino con toda la realidad mental
que existe, que es una cosa muy real aunque invisible a los ojos materiales.
O sea, que el estado vibratorio es un medio de
sintonía. Cuando yo bajo mi nivel vibratorio, dejo de estar sintonizado con el
plano donde me encontraba hasta entonces y me pongo en contacto con otro nivel,
en este caso inferior. Si anulo mi capacidad de conciencia vibratoria,
automáticamente quedo apto y sensibilizado para percibir otro tipo de
vibración.
El baile, hemos dicho, es un modo de expresar dos
cosas: el ritmo y una figura en movimiento. Con esto tenemos ya las ideas
básicas que nos permiten comprender cómo el baile puede convertirse en un medio
para llegar a tomar una conciencia mucho más amplia de nosotros mismos.
Si estoy bailando, por ejemplo, uno de esos ritmos modernos,
no hay duda que si estoy atento a mí mismo mientras bailo, ese movimiento me
permitirá tomar conciencia cada vez más clara y profunda del impulso, de la
potencia que hay en mí y de dónde surge ese impulso dinámico al movimiento. En
este sentido el baile, como técnica de realización, se funda en el mismo
principio que el Hatha-Yoga. Mientras bailo puedo aprovechar la ocasión para
aprender a ser más consciente de mí sin dejar de ser consciente del exterior.
Es una apertura mayor hacia dentro, pero no menor hacia afuera.
Además de esto, en el baile ocurre que yo estoy
trazando un dibujo o figura con mis movimientos. Los dibujos de muchos bailes
modernos tienen muy poco sentido. Una cosa tiene poco sentido cuando no se
corresponde con arquetipos superiores; precisamente por eso pasan de moda tan
rápidamente. El valor intrínseco de cualquier creación es tanto mayor cuanto
mejor reproduce una realidad trascendente. Hace muchos años que se compuso
música de Bach, de Mozart y, no obstante, aunque no guste a un gran sector de
público, cuando una persona vibra suficientemente, esa música es tan vigente
como en la época en que se compuso, tan grande, tan actual como en el momento
en que se concibió. ¿Por qué? Porque está reproduciendo un arquetipo, mejor
dicho, es el mismo arquetipo a escala reducida. Por eso esta música tendrá
vigencia mientras el arquetipo superior o las formas básicas de creación sean
las mismas.
Pues bien, a los bailes modernos se les puede
aplicar ese mismo principio: cambian tanto porque no responden a una forma
arquetípica, pero no obstante en general, se mantiene cierta constante del
ritmo. Hemos dicho que el ritmo es lo que nos permite sintonizar con un nivel u
otro. Sea cual sea el ritmo, en la medida en que hay movimiento puedo ir al centro,
pero según sea el ritmo iré a parar a un centro o a otro, al de un nivel más
elemental o superior. Depende básicamente del ritmo.
Escuchemos, por ejemplo, la genuina música de los
pueblos primitivos, como el ritmo de los tam-tam. No sólo el que se oye en las
películas; si alguien ha tenido ocasión de escuchar algún ritmo realizado de
verdad por nativos pero de un modo espontáneo, en alguna visita al África o a
través de documentales filmados directamente del natural, sin preparación
ninguna, se habrá dado cuenta de que aquel tam-tam, con el ritmo que lleva,
empieza a adquirir una fuerza y a evocar en nuestro interior una serie de
sensaciones de una grandeza extraordinaria; va consiguiendo cada vez un mayor
volumen, no hacia afuera, sino hacia adentro. Y eso ahora que estamos solos
medianamente abiertos y receptivos.
¿A qué nivel ocurre esto? Normalmente a un nivel
vital. Me refiero a este tipo de ritmo. Es una apreciación mía pero es la
resonancia que produce en mí sin ningún prejuicio, al contrario, escuchándolo
con toda delectación y con toda admiración. Algo parecido, pero en menor grado
está más alejado de su fuente, no surge de un modo tan espontáneo, tan
auténticamente creador-, ocurre con el ritmo de los bailes modernos. Por eso
gusta, porque responde a algo que existe en nosotros. Y precisamente por eso
respondemos a ello. Las personas mayores se quejan de que les gustaban más los
valses vieneses, las polcas: «No sé, esto que hacen ahora no es música, no es
nada; ¡están locos! » No, sencillamente lo que ocurre es que aquellas personas
están acostumbradas a vibrar, sin darse cuenta, a un nivel y la gente que sube
ahora está receptiva a otros.
La música moderna, a mi entender, en general la que
yo conozco por su ritmo, tiende a despertar de ordinario zonas del psiquismo
humano que corresponden al nivel vegetativo. Claro que hay toda una gama, pero
preferentemente responde a esa zona vital. Esto es muy importante; no porque
digamos vital hemos de menospreciarlo, no porque pertenezca a la fuente vital de
nuestra vida quiere decir que tengamos que volverle la cara con repugnancia. En
absoluto, lo vital es fundamental, estamos nutriéndonos, apoyándonos en ello,
es el elemento básico que tenemos para vivir en la tierra.
Pero también yo pongo una limitación. Gracias a lo
vital podemos llegar a una conciencia profunda, pero será una conciencia
profunda a nivel vital. Es excelente, pero es poco para la persona que tiene
una aspiración a niveles superiores. Ya es un encontrarse algo a sí mismo, pero
no del todo. Es algo que gusta, que satisface, que le hace a uno vivir
intensamente, y en este sentido el baile moderno es excelente cuando se baila
bien, con toda el alma, con toda la mente; pero esto no puede ser suficiente
par la persona que tiene una inquietud de orden afectivo superior, de orden
intelectual o genuinamente espiritual. Hay algo más, por lo menos para
nosotros. Puede haber determinadas personas y grupos de civilización para
quienes esto sea realmente una realización importante. Pero creo -es mi opinión-
que necesitamos algo más, aunque no por eso hemos de despreciar por las buenas
esta fuente de realización.
Si se fijan, dentro de este esquema de la
importancia de la figura entra la idea básica de la Liturgia. Esta se funda
psicológicamente en el poder evocador que tienen ciertos gestos y figuras. ¿Por
qué? Porque esas figuras se corresponden con realidades de un plano superior y
cuando uno toma plena conciencia de unas figuras o gestos determinados -gestos
que hacen figuras el actuar de este modo conscientemente produce por sí mismo,
por el simple hecho de la reproducción de la forma, la evocación de nuestra
conciencia superior. Es decir, se convierte en un medio de evocación de fuerzas
superiores y paralelamente de elevación de la conciencia personal.
Para conseguir esto basta con que uno se mantenga
receptivo, aunque no sepa el significado simbólico exacto de los gestos.
Digo esto porque muchas veces hay personas que
desprecian la Liturgia diciendo: «Lo importante es la oración, el amor o el
bien». No, aunque todo esto sea importante, no quita para que otras cosas sean
también muy reales e importantes.
Hemos de procurar tener una mente muy inclusiva, es
decir, que aprenda a incluir más cosas: no porque descubra algo importante
automáticamente he de excluir todo el resto. Hay muchas personas que cuando
descubren el principio vivo, directo de la religión se convierten en fanáticos
y llaman así a los que están siguiendo la forma ritual de la religión. En el
fondo están actuando con una actitud también fanática, pero en otra dirección.
Solamente dejarán de serlo cuando tengan la mente abierta a comprender y a
aceptar la verdad y el bien donde quiera que se hallen.
Decía esto de la Liturgia porque se relaciona
directamente con el baile; psicológicamente se funda en el mismo principio.
Cuando aprendo a bailar, en el fondo estoy haciendo una liturgia, sólo que
dependerá siempre del tipo de figura y del ritmo con que yo la esté expresando.
Y según sea esta doble realidad, evocará un tipo de realidad u otro. Prueba de
ello es que cuando uno procura centrarse y elevarse interiormente, es decir,
vivir en la parte más alta que uno puede sentir dentro de sí, surgen
espontáneamente gestos, actitudes. E incluso si uno se deja llevar
espontáneamente, sin el molde de la educación que se nos ha metido desde fuera,
surge también naturalmente el hacer determinados gestos que imitan a veces unas
danzas, a veces unos movimientos claramente litúrgicos. O sea, que la Liturgia
se convierte en un medio mío de expresar algo que siento y se corresponde con
la cosa sentida, porque hay una estrecha relación entre forma y estado de
conciencia.
Por lo mismo, en la medida en que aprenda a expresar
algo y me abra a esa expresión provocaré en mí el estado de conciencia
correspondiente. Todo consiste en que las fórmulas que hagan sean correctas,
aptas para evocar la actualización de determinado nivel superior de realidad
por corresponderse con él.
Esto puede parecer un poco árido, extraño, pero
hemos de conocer estos mecanismos, estas correspondencias porque entonces
encontraremos la explicación de muchas cosas que antes nos parecían absurdas.
En el baile moderno apenas existe el aspecto
propiamente estético. Solamente el de precisión, de habilidad. Hay cierta
grandeza cuando uno está centrado en el ritmo y a la vez en sí mismo. A mí,
personalmente, no me gusta el flamenco y no obstante cuando he visto bailarlo a
algunos artistas ha despertado en mi interior una sensación de grandeza
extraordinaria. Y no es por el baile flamenco en sí, sino por el estado de la
persona que está bailándolo, porque- está centrada en esa fuerza interior, en
el ritmo y en la forma, y cuando está centrada así, en su propio origen, todo
cuanto expresa es arte auténtico, está creándolo, no simplemente
reproduciéndolo, crea arte porque está en sintonía con la fuente creadora.
Pero esa grandeza del arte sólo es realización para
la persona que lo ejecuta; en mí que lo veo despertará una cierta resonancia
interior, pero no más. Para que se convierta en técnica de realización es
preciso expresar el arte, no sólo percibirlo. No basta con ser sujeto
receptivo, sino que es necesario que esté activo, que el arte sea expresión
mía, porque es ésta la única forma de vivir el aspecto creador, y por lo tanto
de realización del arte.
Así que, en la medida en que puedo exteriorizar,
expresar algo que surge de mi centro, en esta misma medida habrá creación y
aquello será arte auténtico.
He dicho que en el baile moderno no existe apenas el
aspecto estético. Sí el aspecto de creación, pero no es una creación de tipo
estético, según los cánones normalmente aceptados. En cambio empezamos a
encontrar el aspecto estético en otras formas de baile, por ejemplo en el
ballet. Pero también aquí una cosa es el contemplar y otra el hacer. Y como no
todos tenemos la facilidad y la habilidad suficiente para dedicarnos al baile,
hemos de buscar quizás otra forma de poder expresar eso mismo, que nos sirva de
medio personal de realización.
Existen danzas sagradas de muchas categorías, no
sólo las de los pueblos primitivos, que hemos dicho que evocan unas fuerzas,
unos niveles bastante elementales, por lo menos para nosotros. Hay danzas
sagradas superiores. Hace unos años en París se instaló el grupo de Gurdjieff,
un maestro que conocía muchas cosas de la vida interior, aunque muy extrañas
para la mentalidad occidental. Había organizado una serie de sesiones de danza,
con unas figuras determinadas, que se decía producían a quien las bailaba bien
un estado interior cada vez de mayor profundidad, de más elevada realización.
Estos resultados positivos no los sé con certeza, pues no tengo testimonios de
suficiente crédito para deducir el grado de eficacia de esas danzas. Pero lo
que sí digo es que puede encontrarse el medio para que, a través de
determinados movimientos de danza, la persona consiga centrarse más,
profundizar más en sí misma y llegar incluso a un nivel muy elevado de
conciencia. Pero es preciso que uno sea el ejecutante, no basta con ser simple
espectador.
El mismo Gurdjieff utilizaba para entrenar a sus
discípulos otros medios que se parecían a la danza en cierto sentido. Por
ejemplo, mientras estaban charlando por allí en un rato de descanso o haciendo
cualquier cosa, él daba una orden y en aquel mismo instante todos tenían que
detenerse, estuvieran como estuvieran, el que estuviera con la boca abierta,
debía quedar así y el que tuviera el brazo en alto no podía bajarlo, etc.,
quietos en la postura en que les sorprendiera la orden. Lo importante era que
uno se detuviera instantáneamente. ¿Por qué? Decía, y con razón, que nosotros
vivimos de un modo completamente inconsciente, como máquinas, y uno de los
medios que hay para que la persona deje de actuar como una máquina, para que
empiece a despertar, a resucitar, es que comience a tomar conciencia de sí. Y,
en efecto, cuando a uno le interrumpen durante un movimiento, se da cuenta de
una sección, de un instante de aquel movimiento en aquel momento se paraliza la
actividad y quedan unos músculos en determinada tensión, en una postura. Y
cuando uno se detiene así, entonces tiene por un instante una conciencia
diferente de sí mismo, toma conciencia de sí mismo en aquella postura, con
aquella contracción de músculos, cambia por un instante su esquema corporal. Y,
en consecuencia, esto vivifica un poco más su conciencia, su lucidez respecto a
sí mismo.
Eso es precisamente lo que uno tiene que aprender a
hacer durante el baile: tomar progresiva conciencia de los movimientos, no sólo
de la parte externa del movimiento, sino de sí mismo en cada instante del
movimiento exactamente igual que decíamos en el Hatha-Yoga. Es esta conciencia
completamente viva del movimiento y de cada uno de los instantes de su
trayectoria, que puede parecer una tontería, lo que permite que uno tome una
conciencia positiva de algo que le ha de conducir poco a poco hasta el origen
de esa fuerza y de ese movimiento.
Recordemos la técnica del Subud. En otras páginas
hemos hablado de ella. En esquema, esta técnica consiste en disponerse en una
actitud receptiva a una energía de tipo espiritual y entonces dejarse
completamente suelto, con los ojos cerrados, alejado de todo estímulo externo,
dejándose llevar con toda espontaneidad de las cosas que salgan del interior.
La cito ahora, porque es muy raro que la persona en un momento u otro de su evolución
durante la práctica del Subud, no sienta la necesidad de hacer movimientos
rítmicos, no sólo el impulso a hacer gestos que salen en un momento u otro,
sino como una necesidad Y esto es lo interesante del hecho: que no obedece a
ninguna exigencia exterior, a ninguna disciplina que le hayan impuesto, sino
que de repente nota algo que surge espontáneamente en su interior y siente la
necesidad de actualizarlo.
He visto en sesiones de Subud a personas que en su
vida, que yo sepa, habían bailado más que los ritmos corrientes y que allí
empezaban a bailar como si se tratase de un ballet artístico, con unos
movimientos sutiles, suaves, lentos,
que salían espontáneamente. En las señoras esto es mucho más frecuente todavía,
pero ocurre incluso en personas que no han tenido ni remotamente ninguna
educación sobre ballet.
Quiere decir, pues, que el baile es un medio natural
de expresión y podemos aprenderlo si estamos más abiertos a nosotros, a ser más
sinceros con nosotros. Podemos aprender a redescubrir nuestro sentido del
ritmo, del gesto, del movimiento, de la figura determinada. Cada época de
nuestra vida requiere un ritmo, una figura. ¿Por qué no aprender, a ratos, a
dar salida a este impulso?, ¿por qué hemos de estar tan encasillados que
tengamos que prohibirnos una expresión tan espontánea como el baile, que además
es estupenda, sólo porque nos domina el pensamiento de que hacer eso es ser
tonto o que incurriríamos en el ridículo? No digo que lo hagamos en la oficina
o en medio de la calle. Pero, ¿qué nos impide en los momentos en que estamos
atentos a nosotros mismos y solos, movernos si tenemos ganas con un ritmo
cualquiera y seguirlo? Se sorprenderán muchas veces de ver que surgen
espontáneamente ritmos que parecen muy primitivos, por ejemplo, el simple balanceo
hacia adelante y hacia atrás, ritmo que encontramos en los monos, en los niños
pequeños y en muchos habitantes de pueblos primitivos; surge espontáneamente y
no es propio tan sólo de los pueblos primitivos que decimos; en realidad lo
tenemos todos dentro. ¿Por qué no aprender a dejar que surja en nosotros este
ritmo? No se trata de entregarnos ciegamente a él. Sencillamente, si sentimos
ganas de expresarlo, hacerlo y poco a poco iremos pasando a ritmos y a formas
superiores.
Sepamos el valor que tiene el ritmo y la figura
exterior, que quiere decir también actitud, compostura, forma de movernos en el
mundo. Aprendamos a ser consecuentes, a sabernos expresar a través de ellos. No
quedemos sólo limitados por nuestra educación, por lo que nos privan y lo que
nos obligan a hacer. Que encontremos poco a poco nuestra propia espontaneidad,
nuestra propia voz que está clamando por expresarse: hacerlo es un modo de
descubrirnos.
No nos conocemos a nosotros mismos hasta que no
salimos de nosotros. No conocemos las cosas cuando están sólo en su estado
potencial. Es decir, así no hay forma de conocerlas, podemos preverlas,
pensarlas, pero no las conoceremos hasta que estas cosas se actualicen. Y ello
quiere decir verterlas al exterior, expresarlas. Por lo tanto aprendiendo a
adoptar un ritmo que sintamos bueno para nosotros y superior, aprendiendo a
adoptar unas formas que nos gusten y que respondan a realidades superiores,
estaremos perfeccionando, reafirmando esta conciencia superior. Y aprendiendo a
vivir más intensamente el ritmo estaremos entrando en profundidad hasta el
centro del nivel correspondiente a aquel ritmo.
La
música como medio de profundización de la conciencia
Podemos comprobar esto mismo escuchando música.
Cuando escuchamos música, generalmente, estamos pendientes de la melodía. Es la
forma superficial de escuchar. La melodía no es nada más que el cuerpo de algo
que está detrás, que tiene auténtica vida. Precisamente por eso encontramos tan
pesadas y aburridas las músicas orientales, las encontramos sosas, todas nos
parecen iguales, pero ¿por qué?, porque estamos esperando la diversidad de la
melodía. En la música oriental nos encontramos con unas cuantas notas que van
oscilando, bailando y nos imaginamos que ha de haber allí alguna serpiente, que
es la única imagen que sugiere esta música a quien no la comprende o no está
acostumbrado a ella. Pero la música oriental tiene una fuerza extraordinaria,
no en altura de expresión, sino de profundización. Las cosas profundas no se
manifiestan en altibajos: precisamente lo que se gana en altibajos se pierde
muchas veces en profundidad. Cuando siento algo muy profundo no me pongo a
recorrer grandes distancias de voz, con notas muy altas y muy bajas, sino que
lo expreso de una forma muy concentrada, pero generalmente en el mismo tono.
Así sale de lo profundo de un modo solemne.
La música oriental -en general, no toda- es solemne,
tiene cierta semejanza con el gregoriano. Aunque éste tal vez puede aburrirnos
mucho, pero sólo si andamos buscando un estímulo externo para la imaginación
que favorezca la asociación de ideas en todos los sentidos. En cambio, si
queremos evocar un estado interior de religiosidad, el gregoriano nos lo
inducirá automáticamente. Lo mismo ocurre con la música oriental. No se basa en
altibajos, sino en unas variaciones sutiles dentro de una misma gama limitada.
Estas variaciones son las que permiten ir entrando en la misma dirección. Si
corro de arriba para abajo, me será muy difícil entrar, pero si me mantengo en
el mismo nivel entonces podré hacerlo.
¿Entrar? ¿En dónde hay que entrar? En la conciencia
que tengo de ese nivel, de belleza, en la conciencia que aquella música
despierta en mí, sea cual sea su nombre. He de aprender a entrar en esta
conciencia. Y si aprendo a abrirme más a lo que oigo, a abrir y relajar mi
mente a la vez que estoy bien despierto, descubriré que voy penetrando cada vez
más hondo.
Es el mismo mecanismo que decíamos al tratar con la
gente: entenderé al otro en la medida en que yo esté abierto de par en par. De
modo semejante aquí, empezaré a entender la música en el momento en que esté
abierto de par en par a ella y la música resuene justo en mi centro, sin
obstrucciones, tabiques, comparaciones ni contrastaciones de ninguna clase.
Cuando la música resuene en mi centro sentiré en mí exactamente la misma fuerza
creadora que el que compuso la música. Un instante de apertura perfecta, de
concentración en la música nos podría situar casi exactamente en el mismo
punto, y estado y momento de la persona que la escribió. Y lo mismo que decimos
de la música, podemos extenderlo a cualquier otra manifestación de arte.
Nuestra
vida diaria como expresión creadora
Como ven, siempre aplicamos el mismo principio, como
si fuéramos buscando todos los agujeritos que tenemos, todas las entradas de
nuestra personalidad y estuviéramos aplicando la misma fórmula, la misma
moraleja a cada una de las avenidas que conducen hacia adentro y salen de allí.
No hemos de buscar cosas muy extrañas para trabajar hacia adentro; basta con
aprovechar bien las mismas cosas que ya vivimos. Y esto consiste siempre en
abrirse, vivir de un modo más profundo, despierto y atento, dejando que las
cosas entren más y al mismo tiempo aprendiendo a proyectarnos más en las cosas.
Cuando me proyecto y escucho no tengo que dejar de ser yo. Cuando me proyecto y
escucho tengo que ser lo otro. Es decir, que sea yo también lo otro en una sola
gama de experiencias, en un solo estado de conciencia, no mediante un paso
sucesivo de lo uno a lo otro, sino en la conciencia abierta, instantánea que
abarca en sí toda la gama de aquel momento de experiencias que en mi instante
personal reproduce el proceso creador.
En el fondo, si se fijan, la creación se está
produciendo en cada instante. En cada momento las cosas dejan de ser como eran
y empiezan a ser de otro modo. La creación es un proceso que está ocurriendo
constantemente. Y al hablar de creación o de manifestación en cuanto existe, no
nos referimos a lo que tenemos fuera de nosotros, nos referimos también a
nosotros mismos, porque en nosotros se está produciendo también este mismo
hecho: en cada instante está ocurriendo el milagro de una nueva creación, en
cada momento todo lo que era deja de ser y empieza a ser, hay una constante
sístole y diástole en todo cuanto existe. Todo tiene una contraparte de vacío,
todo cuanto es ser tiene una contraparte de no ser. Lo que sucede es que
nosotros, como pasa con las imágenes de la pantalla de cine no vemos más que lo
que podemos registrar a través de nuestros sentidos o de nuestra mente y esto
nos da la idea de continuidad.
Si aprendemos a estar más despiertos, estaremos
descubriendo las dos caras de la cosa. En nosotros en cada instante se está
produciendo este proceso de ser y empezar a ser otra vez: si estamos abiertos
participaremos conscientemente de este mismo proceso de creación. Y cuando mi
mente, mi conciencia, esté conectada con este centro de donde las cosas
empiezan a surgir y dejan de ser, se producirá espontáneamente en mí el arte,
seré entonces un creador; aquello que esté haciendo, expresando en aquel
instante, será algo completamente nuevo y tendrá un valor extraordinario porque
surge del centro. No seré creador en tanto que individuo, sino que seré,
diríamos, concreador, estaré expresando la cosa desde la misma mente, desde el
mismo principio de la creación, desde el mismo eje y por lo tanto estaré
expresando algo profundamente total. Por eso las cosas que se dicen y se hacen
desde el centro tienen todas una extraordinaria grandeza.
Cuando admiramos a veces la gracia de los animales,
o la fuerza latente de los animales adultos, sobre todo de los animales
salvajes, cuando admiramos un gesto espontáneo, físico, o moral, una frase que
sale sola, que es genial, una obra auténtica de arte, ¿de dónde nos viene ese
sentido de grandeza?, ¿qué quiere decir eso de que tiene una gran belleza?
Simplemente que es expresión del centro donde se está produciendo todo, de la
realidad, que es una forma que surge de lo real, por lo tanto que evoca en
nosotros una reminiscencia de lo real. Y denominamos bella a esta
reminiscencia.
Esto es el arte y en este sentido todos podemos
aprender a ser artistas. El arte no consiste sólo en pintar o en tocar el
piano. Consiste en estar conectados con la fuente de nosotros mismos, donde
está teniendo lugar este proceso de creación. Y cuando estoy sintonizado y
expresando sin necesidad de intermediarios lo que está surgiendo en mí desde el
fondo, todo lo que haga será una obra de arte. Mis movimientos serán un ballet
aunque ande torpemente. Y si alguien me mira y es receptivo, podrá ver a través
de mi torpeza una grandeza que no sabrá definir, que no acertaría a ver en qué
consiste, pero que le impresionará profundamente. Mi modo de gesticular, en la
medida en que surja de dentro, tendrá fuerza, estética, armonía; las palabras
que diga, en la medida en que broten de mi centro tendrán una grandeza
especial, aunque estén torpemente dichas y no encuentre el vocabulario
apropiado, aunque me equivoque, pero evocarán una resonancia profunda en el
interior de las personas que sean capaces de recibirlas. Y no por la calidad de
las ideas en sí, no por su contenido intelectual, sino por algo extraño que uno
no sabe definir y que consiste en que están reflejando la realidad profunda. No
es lo que sale lo que tiene fuerza, sino el sitio de donde sale lo que está
evocando.
En el fondo solamente nos puede gustar la belleza
que llevamos dentro. Cuando uno la expresa con espontaneidad, automáticamente
la despierta en el otro. Si aprendemos a estar receptivos a la belleza,
actualizaremos en nosotros nuestra realidad de belleza, de armonía y entonces
podremos expresarla y surgirá la obra de arte, que no consiste en pintar una
figura muy bonita, ni un paisaje precioso, sino simplemente en expresar a
través del gesto, del movimiento, de una forma plástica cualquiera algo que
salga desde el centro. Entonces el hacerme el nudo de la corbata se convertirá
en una obra de arte, no en sentido figurado, sino real. No tenemos más que
verlo mirando con atención los movimientos de un animal salvaje: todos respiran
una grandeza y una belleza extraordinaria, tanto los del tigre o del león, como
los de la tortuga. Cualquiera de sus movimientos trasciende una auténtica
majestad, no artificial y estudiada, sino natural. Todo respira en ellos esa
grandeza porque a través de todo están expresando su verdad total con la
espontaneidad que da la naturaleza. Cuando alguien expresa su verdad del todo,
está expresando la verdad, y si
uno sabe recibirla despierta en sí mismo esta conciencia de realidad.
Por eso digo que el arte no lo dejemos sólo para los
que pueden practicar el ballet, pintar o hacer poesía, o sea, los que están
capacitados para practicar las formas establecidas o clásicas de la belleza
artística y plástica. Todos podemos aprender a ser artistas, todos deberíamos
ser artistas, pues serlo es expresar la verdad a través de las formas. Cuanto
más abiertos, y más conscientes seamos más expresamos la verdad y entonces todo
será arte, no de pacotilla, sino con toda la grandeza y profundidad que las cosas
llevan consigo.
Un rasgo curioso del arte es que no tiene nunca un
propietario. Una vez expresada la obra de arte tiene un valor secundario y sólo
sirve como recordatorio y como evocador de lo bello y grande por excelencia. Le
sucede lo que a las grandes verdades que no tienen derechos de autor. Porque la
verdad en cuanto lo sea deja de ser mi verdad, deja de ser personal y
por lo tanto no se puede atribuir a una persona de un modo concreto, aunque
haya sido una persona quien la haya expresado y esta persona sea a efectos
humanos el formulador y portavoz de aquella verdad. Lo mismo ocurre con el
arte. Cuanto más genuino es, menos importancia tiene la persona que lo realizó.
Lo importante es el arte, la cosa, la belleza. Pues ésta trasciende
precisamente por ser superior. Si yo llego a expresar algo con grandeza, lo
grande no soy yo, sino lo que se expresa a través de mí. No hay que confundir
nunca la grandeza conmigo, soy un mero instrumento de expresión de esa
grandeza. Lo bello y lo grande no soy yo en mi aspecto personal, en la vida que
se está expresando en mí si no le pongo obstáculos.
Vivir es crear. Y crear es estar constantemente
siendo diferente de como uno era en el momento anterior, quiere decir destruir
todas las estructuras y estar creando otras nuevas, quiere decir no saber a
dónde se va, quiere decir no saber para qué se va; pero quiere decir ir a ello,
vivir cada momento del todo, con toda el alma y sinceridad.
Esto es la antítesis de lo que es el estilo de vida
actual. Pero toda persona que aspire a una realización plena, tiene que estar
dispuesta a ir ganando fases, peldaños, grados, en este progresivo
despojamiento de todo lo que es condicionamiento, de todo lo que es previsión,
de todo lo que es norma, de todo lo que es convencionalismo en todos los
aspectos, en todos los niveles, en todos los terrenos. Que esto le traiga
violencia, que esto le traiga desajustes, que esto le traiga riesgo es casi
seguro. No necesariamente, pero sí muy probablemente. Se trata de ver en qué
medida siente uno la urgencia interior, qué es lo que uno está queriendo
realmente, si ser o parecer; si llegar a ser él mismo o que los demás lo crean
él mismo; si vive para la verdad o vive para los demás. Este es un problema que
en el fondo todos tenemos planteado, un problema al cual todos hemos de estar
dando respuesta en cada momento: ¿Estoy haciendo lo más fácil, lo que no me
exige esfuerzo, lo que no me exige riesgo, lo que no me exige conciencia plena;
o estoy tratando de ser yo mismo, estoy tratando de averiguar qué es lo que yo
he de hacer en cada momento y hacerlo pase lo que pase? En cada momento, pues,
se nos formula esta pregunta. Y en cada momento tenemos la respuesta en nuestra
mano. Y hemos de darla.
CAPÍTULO VII
EL
AMOR COMO TÉCNICA DE REALIZACIÓN (1)
¿Qué
es amor?
Si lo miramos con la mente sencilla, tal como todos
sentimos nuestro mundo afectivo, podemos decir que amor es la atracción que
experimentamos hacia todo cuanto aparece ante nosotros como bueno y deseable.
Pero si nos situásemos en un plano más alto de
religión interior podríamos dar otra definición: amor es la conciencia
subjetiva de unidad esencial con todo cuanto es y existe.
Aunque esta última definición es tal vez la que más
se acerca a lo que genuinamente es el amor, preferimos tomar ahora como punto
de partida la primera, porque está más a nuestro alcance, más cerca de lo que
vivimos en cada momento del día: el amor es la atracción que sentimos hacia lo
que aparece ante nosotros como bueno y deseable.
¡Hacia lo bueno y deseable! En realidad nosotros
somos unos seres que estamos en constante expansión, desarrollo o crecimiento.
Y este crecimiento se manifiesta interiormente mediante unas necesidades que
provocan sus correspondientes impulsos. Estamos proyectados desde dentro hacia
un crecimiento de todas nuestras facultades, de todos los elementos de nuestra
personalidad. Y este impulso interior que nos hace adelantar es el mismo que
crea en nosotros el deseo de ser más. Por lo, tanto este impulso al desarrollo
está en la base de nuestra atracción, de la atracción que sentimos hacia todo
cuanto nos asegura la consolidación de nuestra personalidad o su desarrollo,
expansión o madurez.
Por eso el niño pequeño admira al niño mayor, el
niño mayor admira al adolescente, el adolescente al adulto, el adulto al sabio,
al rico, a alguien constantemente estamos proyectándonos hacia adelante,
ampliando el horizonte, porque hay una fuerza interior que nos impele hacia ese
desarrollo.
Por lo tanto todo lo que exteriormente representa de
algún modo ese mayor desarrollo que sentimos la necesidad de adquirir se
convierte para nosotros en objeto deseable, en objeto amable. Amamos las cosas
en la medida en que responden a nuestra necesidad interior. Ya veremos después
que hay necesidades interiores de muchos órdenes. Por eso, porque el amor se
manifiesta en esta atracción hacia las formas más elevadas que están dentro de
nuestra línea de desarrollo, que son el ideal hacia el que nos dirigimos, hacia
el que somos empujados desde dentro, podemos decir que en nosotros el amor se
manifiesta en cada uno de los niveles de nuestra personalidad.
Hay un amor a nivel puramente físico, material y
este amor es necesario, como lo es el desarrollo de nuestro organismo físico.
Hay también un amor en el nivel vital; lo hay en el emocional-afectivo, en el
nivel intelectual, en el estético y en el espiritual. Hemos enumerado los
niveles. En cada nivel tendemos a expansionarnos. Y ese deseo de ser más en
cada nivel es lo que nos hace admirar y desear algo que corresponde a la mayor
talla hacia la que nos sentimos empujados interiormente.
Esto desde el punto de vista de nuestros niveles o
estructura de la personalidad.
Cómo
se expresa el amor
Desde el punto de vista de las formas, matices o
cualidades relacionadas en cierto modo con los niveles, podemos ver que el amor
se manifiesta en infinitas variantes de nuestra actividad en forma de deseos
-todo deseo es una forma de amor, incluso el deseo de posesión material-.
Entran aquí toda clase de deseos: la pasión, la simpatía, la amistad, el
cariño, el amor de hombre a mujer y de mujer a hombre, la admiración, la
aspiración, la veneración, la adoración, la beatitud. Todos ellos forman como
una escala de grados y niveles de amor.
Desarrollo
y fases del amor
Mirando el amor desde otro punto de vista,
atendiendo a la forma como va apareciendo y se va desarrollando en nosotros
podemos observar que el amor sigue varias fases.
En primer lugar surge el amor hacia nosotros mismos.
Nunca queremos pensar en este amor hacia nosotros y, no obstante, yo diría que
es el amor primordial, el amor fundamental. Pero se nos ha dicho que no hemos
de amarnos a nosotros mismos y hasta se le ha dado a este amor un nombre
derivado de la mitología, el de narcisismo. No obstante, el amor a sí mismo es
una necesidad y sobre este amor se estructuran después todas las formas de amor
hacia los demás. Por eso la persona que es incapaz de tener un amor sano,
directo hacia sí mismo, es incapaz de amar de un modo correcto y total a los
demás.
El primer amor, pues, es el amor a sí mismo. Se
manifiesta de una manera más clara en el niño recién nacido, que sólo desea la
satisfacción de sus propias necesidades, que no vive más que alrededor de sus
necesidades fisiológicas.
Viene después la segunda fase, el amor hacia los demás
pero para uno mismo. Amor a los demás, aunque sólo en la medida en que me
protegen y me dan seguridad. Es un amor que revierte en mí. Podemos decir que
sólo es un amor aparente hacia los otros, pues en el fondo es un amor a mí
mismo, pero que pasa por el circuito de los demás.
Una tercera fase la constituye el amor hacia los
demás por los demás mismos. Empieza ya a ser un amor centrado hacia los demás,
en que uno mira a los demás como algo de por sí suficientemente importante y
amable para ser amado.
Finalmente en un grado superior, el amor a Dios.
Este amor en principio sigue también los mismos grados que el amor a los demás.
Amamos a Dios, pero en el fondo en este amor hay una gran cantidad de amor a
nosotros mismos. Amamos a Dios en cuanto representa para nosotros seguridad,
apoyo, protección. Sólo después de muchas luchas -ya trataremos de esto-
empezamos a descubrir que realmente Dios es un ser amable en sí mismo, el ser
amable por excelencia, y entonces alcanzamos o podemos alcanzar la cúspide del
amor.
Vemos que hay muchos grados, muchas formas de amor.
Tratar del amor de un modo sistemático no es fácil, sino muy complejo porque en
el amor intervienen todas las facetas de nuestra personalidad. A cada cual le
gustaría estudiar el amor desde su punto de vista personal, bajo el aspecto en
que más lo está viviendo. Trataremos este tema desde los más variados aspectos
posibles o por lo menos teniendo en cuenta los más importantes.
El
amor, camino directo de nuestro centro al centro de los demás
El amor es un camino directo que cuando se sigue
hasta el fondo produce la conexión de mi centro subjetivo, el foco interior de
mi conciencia de ser con el centro subjetivo de los demás y con el centro
subjetivo de Dios. Mi centro objetivo es la mente, mi centro subjetivo es donde
yo me siento yo. El amor tiene un carácter eminentemente subjetivo, mientras la
mente lo tiene más bien objetivo. La mente percibe las cosas en sí mismas, pero
en tanto que idea, en tanto que forma; el amor posee siempre un carácter de estado
interno central, subjetivo por esencia.
Por eso decimos que el amor es una fuerza que tiende
a conectar nuestro centro subjetivo con el centro subjetivo de los otros.
Veremos que de hecho al principio no conecta con el centro sino sólo con la
forma, con la apariencia, con la figura, pero tiene esa tendencia a unir porque
el amor siempre es una tendencia a realizar aquella conciencia de unidad de la
que hablamos en la definición superior que hemos dado del amor. El amor tiende
a unir porque en el fondo surge de una noción intuitiva que tenemos de unidad
profunda, unidad que trasciende la diversidad y multiplicidad de todas las
cosas.
¿Cuándo
el amor es una técnica de realización?
El amor es en sí mismo una técnica de realización,
de perfeccionamiento. Nos va conduciendo paso a paso por toda la escala de
desarrollo de nuestra personalidad y nos debería conducir hasta lo que es
nuestro origen y nuestro término, Dios. Pero esto solamente lo cumple el amor
en la medida en que aprendamos a vivirlo plenamente, quiero decir, en la medida
con que aprendamos a sentir el amor y a vivirlo con plena intensidad, con plena
continuidad, y con plena profundidad. Entonces el amor nos conduce directamente
al centro, porque, contrariamente a lo que parece, el término del amor no está
en el objeto o persona a quien sé dirige, el término del amor está en el centro
mismo del sujeto donde se origina, donde se manifiesta. Aunque el amor se
dirija hacia alguien o hacia algo, cuando este amor madura, cuando se
desarrolla y se vive plenamente, nos conduce hacia nuestro centro, al mismo
tiempo que hacia el centro de los demás. Podemos decir que el término del amor
no está en el extremo externo del amor sino en la otra punta, en el otro
extremo, en la misma fuente de donde está surgiendo. Y para alcanzar esta
fuente es preciso que el amor se viva de un modo pleno, continuo, directo y
profundo. Entonces el amor produce esta realización, este descubrimiento de
plena autoconciencia o conciencia de realidad y de plenitud.
Todos amamos y por lo tanto todos podemos aprender a
utilizar esta técnica. Es imposible vivir sin amar de un modo u otro. Hemos
visto que la técnica de la vida utiliza el amor en una u otra de sus formas
para que sus mecanismos funcionen. Todos amamos a varios niveles y con varias
intensidades. No obstante, ¿por qué el amor no nos conduce suficientemente al
término? ¿Por qué no nos ha conducido ya al descubrimiento central de nosotros
mismos, al descubrimiento central de la realidad? ¿Por qué? Eso es lo primero
que hemos de ver.
No basta con que empecemos a dar vueltas alrededor
del amor con frases dulces, que en el fondo solamente producen una especie de
balanceo, como unas cosquillas que halagan nuestra sensibilidad afectiva y
emotiva. No se trata sólo de decir cosas bonitas sobre el amor. Se trata de
aprender a ver cómo funciona el amor, de qué mecanismos depende y qué es lo que
ocurre que, aun viviendo todos el amor y viendo que todo lo que existe está
fundado en el amor, nosotros no conseguimos alcanzar el término de lo que
realmente se propone el amor: llegar a su mismo origen.
Por eso, antes de empezar a estudiar los modos de
perfeccionar el amor y de profundizar en él veamos qué nos pasa a cada uno de
nosotros.
Damos ya por sentado que todos amamos; vemos esto
muy claro. Todos estamos seguros de que amamos, más o menos, de un modo u otro,
pero si miramos bien veremos que en el fondo todos nuestros conflictos proceden
de nuestro amor, del mismo modo que casi todos nuestros bienes internos
proceden también del amor. El amor constituye un eje alrededor del cual se
forman unas cúspides hacia arriba, unos puntos ascendentes de felicidad, de
bienestar y al mismo tiempo unas curvas bajas de depresión, de desilusión, de
desengaño, de verdadero disgusto cuando no de tragedia.
Y es que, aunque nos consideremos muy intelectuales
y aunque seamos inteligentes, en realidad nuestra vida está centrada alrededor
del argumento del amor.
Aprender a ver un poco más qué es ese amor, cómo
funciona y cómo podemos aprender a mejorarlo es realmente aprender a centrarnos
y aprender a vivir.
Impedimentos
al pleno desarrollo del amor
¿Por qué aun amando, a nuestro modo de ver con
sinceridad, de una manera correcta, no sólo el amor no nos conduce hasta el
centro, sino que incluso nos origina muchos tropiezos? Los principales
problemas, las principales dificultades que obstruyen la maduración del amor
creo que son las siguientes:
a) El miedo
Todos tenemos miedo porque estamos viviendo con una
limitación mental tan reducida que forzosamente la pequeña zona que vemos como
si fuera nuestra realidad, nuestro valor, tiene que defenderse contra todo el
resto tan grande y tan fuerte. Cuanto más limitada e inferior es mi conciencia
de mí, más enemigo tengo en el resto de las cosas. Por ejemplo, cuanto más
centro mi realidad, y vivo mi ser como tan sólo mi belleza física o una
posición económica determinada, automáticamente más amenazado quedo por la
enfermedad, por el paso del tiempo o por cualquier accidente en el caso de la
belleza física, o por todas las circunstancias que puedan afectar al vaivén de
la fortuna, en el caso de adherirme a un nivel económico de vida.
Cuanto más limitado y más cerrado estoy, cuanto más
uno mi nombre y mi yo a las cosas, a algo, y cuanto más pequeño es este algo,
más amenazado me encuentro porque tengo por enemigo todo lo otro.
En estas condiciones forzosamente hemos de tener
miedo. Si yo pongo mi amor sólo en la posesión de una persona -posesión en un
sentido muy estricto, de dominio total de esa persona-, forzosamente habré de
tener miedo porque siempre cabrá la posibilidad de que de un modo u otro se
escape de mi posesión, o que quede afectada esa persona de alguna manera
saliendo también de mi esfera. Pero habrá mayor probabilidad de que yo pierda
eso que vivo como si fuera mi posesión personal y en lo cual apoyo mi
conciencia de realidad, de amor.
Lo vemos en el caso del niño pequeño, aunque en él
sea muy natural y necesario. El niño pequeño vive centrado alrededor de su
madre. En el momento en que su madre desaparece, se encuentra la criatura
completamente angustiada, desamparada. La madre es la que hace de soporte, es
su seguridad, su fuerza, su mundo, su universo, su dios. Pero además el niño
pone constantemente de un modo secundario su ilusión en una muñeca, en un carrito,
en un lápiz, en cualquier cosa que brilla, en lo que sea. Y en el momento en
que le quitan el lápiz o el carrito siente un gran desespero: cuanto más
limita, cuanto más concreta su afirmación personal, cuanto mayor es su
identificación con algo, más amenazado queda.
Nosotros, adultos, estamos viviendo ese mismo estado
que en el niño es una cosa sana y natural. Estamos identificados y cogidos a
unas cuantas cosas: a nuestro buen nombre, a nuestra apariencia física, a que
las demás personas se comporten de un modo determinado con nosotros, etc.
Cuanto más firmemente nos apoyamos en esto más inestable es nuestra posición. Y
como la vida sigue su curso, forzosamente me ha de quitar estos apoyos y así
constantemente me siento amenazado.
No puedo amar si dentro de mí estoy pendiente de una
serie de pequeñeces que en mi óptica aparecen como muy importantes, si por
efecto de problemas que tengo dentro pendientes de solución quiero aparentar
una inteligencia, una generosidad, una fuerza que no tengo, pero necesito
aparentar que las tengo. En otras palabras: no puedo amar cuando me apoyo no
sólo en cosas mías, reales, aunque limitadas, contingentes, pequeñas, sino en
otras que ni siquiera existen, en mi deseo de parecer bien, de que los demás
crean que soy así porque de ese modo me siento mejor. Por eso precisamente nos
da pánico ir a un sitio donde podamos ser criticados, por eso somos enormemente
susceptibles y en seguida creemos que se murmura de nosotros o se ponen en duda
nuestras cualidades, nuestros valores. Si se fijan verán que todos organizamos
nuestra vida centrándola alrededor de un grupo limitado de personas, del grupo
dentro del cual nos sentimos seguros, y cuanta mayor susceptibilidad tenemos
más hemos de reducir este grupo. De modo que vamos encogiendo nuestro mundo
según va aumentando nuestra inseguridad y nuestra susceptibilidad.
Cuando se tiene miedo es imposible amar de manera
incondicional. Por la misma razón, cuando se desarrolla profundamente el amor,
desaparece el miedo.
Todos tenemos miedo y todos tenemos amor. Son los
signos positivo y negativo respectivamente, los contrapesos opuestos en los
platillos de una balanza. Todo lo que tenemos en nuestro interior invertido en
miedo es lo que nos falta para vivir con plenitud el amor. Cuando podamos invertir
esta energía inmensa que está bloqueada dentro de nosotros porque no se ha
desarrollado, no se ha exteriorizado por nuestras circunstancias personales, cuando
aprendamos a invertirla en nuestra actitud interior de entrega, de contacto, de
comunicación con los demás, esas energías se irán liberando, se irán
actualizando y se convertirán en seguridad positiva y a la vez en capacidad
completa de amar.
El temor es siempre un encogimiento que uno hace
dentro de sí mismo; el amor es una apertura que uno hace hacia fuera. Son dos
cosas completamente contrarias. Cuanto más miedo tengo menos amo, cuanto más
amo menos miedo tengo. A pesar de que muchas veces se considera que el miedo y
el amor van juntos. Si de hecho van juntos, es porque funcionamos bastante mal.
Pero el signo de que madura el amor es precisamente que aumenta la seguridad,
que no se depende del objeto amado. Ya lo veremos cuando estudiemos la fase
superior del amor.
Es importante ver esto bien, porque se trata de una
idea poco frecuente y que choca y cuesta asimilar: el miedo que todos tenemos
nos impide vivir con soltura, vivir abiertos, decididos, sencillamente vivir,
es un bloqueo constante al amor.
b) Inconsciencia
El segundo factor que nos impide una maduración en
el amor es la inconsciencia. Normalmente estamos viviendo a un bajo nivel de
nuestra capacidad de conciencia. Es como si tuviésemos nuestra mente apagada,
casi a oscuras, cuando en nuestro interior hay una potencia lumínica enorme.
Estamos viviendo siempre prácticamente a media luz, casi ausentes de nosotros.
Y cuando estamos presentes, lo estamos lo menos posible; en seguida buscamos
algo con que distraernos, algo que nos ocupe y nos enajene. Nunca estamos
plenamente presentes y por eso esa realidad interior que es el amor, aunque
exista, no la contactamos, no la vivimos, no podemos darle curso. El director
está ausente, aquello no es nuestro, aunque está en nosotros. No es nuestro
porque nuestra cabeza no está conectada con el resto de nuestra personalidad.
La prueba de que esto es así es que toda persona que
ha sentido alguna vez lo que es enamorarse ha comprobado con qué fuerza, con
qué intensidad está viviendo, cada instante de su relación con la otra persona.
No ha de buscar palabras, ni conceptos, salen solos. Cada gesto, cada palabra
que brota está llena de densidad, de sentido, de fuerza, de plenitud, se vive
intensamente. Y, no obstante, también entra en la experiencia de la mayoría de
las personas que a medida que pasa el tiempo esta plenitud, esta fuerza, esta
riqueza, esta estupenda realidad que se vivió cuando uno estaba enamorado
parece como si se hubiese ido diluyendo, apagando y llega un momento que sí,
queda un interés, una atracción, pero sin vida, aquellas dos personas viven la
una junto a la otra, pero realmente no están allí y menos una con la otra,
están mutuamente ausentes, no tienen nada que decirse, se lo han dicho ya todo.
¡Qué triste es esto: «se lo han dicho todo!» Como si la vida se hubiese
detenido, como si ya no hubiese vida.
En la vida nunca se ha dicho todo. En la vida, en
cada instante hay que decirlo todo porque en cada nuevo instante está todo por
decir. Lo que pasa es que esas personas están alejadas de la vida, lejos de lo
que es su propia vida, fuerza interior y energía.
Si esas personas pudiesen estar mentalmente
despiertas y conectadas con lo que es energía interior, la época de su
enamoramiento sería eterna, duraría absolutamente toda la vida con la misma
intensidad, con la misma fuerza. Eso de que se lo han dicho todo es una pobre
excusa. Porque cuando uno está enamorado se dicen siempre las mismas cosas y
cada vez son diferentes, siempre nuevas. ¿Por qué? Porque cuando uno está
enamorado, la energía está toda allí presente y entonces todo lo que se dice es
expresión de esta intensidad interior que se vive y, por lo tanto, todo
participa de esta plenitud. No importa si se ha dicho o no se ha dicho; lo que
importa es lo que ahora se ha de decir, lo que ahora tiene vida, lo que ahora
responde a una plenitud interior. Eso es lo que da sentido, que yo esté
conectado ahora con mi vida, con mi fuerza interior, y que aprenda a estar
conectado siempre con mi conciencia interior, con mi fuerza afectiva, con toda
ella. Manteniendo mi mente despierta y mi corazón abierto, en cada instante
estaré diciendo cosas nuevas, en cada instante estaré viviendo la plenitud,
nunca se acabarán las cosas por decir porque en cada instante todo se está
cambiando y todo pasa a ser completamente nuevo.
La verdad, la plenitud, no dependen de las formas,
sino de su conexión directa con el centro de la vida interior. Cuando uno está
conectado con este eje interior, todo es nuevo y cada expresión que surge de
ella es completamente inédita. No digamos que están callados porque se lo han
dicho todo, digamos que están callados porque están dormidos, están ausentes.
Eso es lo que nos ocurre en un grado u otro a todos.
Estamos ausentes, con la mente a un bajo tono, donde no podemos tomar
conciencia de nuestra energía afectiva interior. Estamos viviendo siempre con
el mínimo esfuerzo indispensable. Nos hemos acostumbrado a hacer las cosas
automáticamente y es muy bueno hacerlas así, porque en la vida funcionamos
gracias a los automatismos adquiridos. Pero los automatismos son útiles para
poder dedicar nuestra plena conciencia a otra cosa, no para dormirnos encima de
ellos. Lo malo es que cuando hemos llegado a cubrir las exigencias mínimas de
la vida y de la convivencia, nos confiamos a los automatismos y nos echamos a
dormir. Y esto nos aleja de la vida y nos vacía de nosotros mismos.
Esta inconsciencia es un estado permanente. ¿Cuántas
veces durante el día estamos plenamente centrados, plenamente despiertos? Si lo
miramos bien, con sinceridad, veremos que muy pocas veces al día. Es preciso
que ocurra algo fuera de serie, una cosa inesperada, un disgusto, una sorpresa,
para despertarnos; sino, acostumbramos a funcionar con un estado de apatía
general. En este estado de apatía no se puede hacer nada nuevo y sobre todo
nada vivo. Por lo tanto no se puede amar, ni menos prosperar en el amor, no se
puede madurar, el amor no puede crecer.
c) Falta de integración mente-afectividad-vitalidad física
Otro factor importante que nos impide vivir
plenamente el amor es nuestra falta de integración mental, afectiva y vital.
Estamos siempre preocupados por las cosas que pensamos, siempre pensando. Pero
¡qué pocas veces estamos pensando plenamente conscientes y al mismo tiempo sintiendo
también! O pensamos o sentimos, nunca hacemos las dos cosas plenamente a la
vez.
Cuando me dejo llevar por la emoción, la idea se
queda en segundo lugar, sólo como instrumento pasivo al servicio de la emoción.
Cuando estoy pensando en algo de tipo intelectual entonces tengo la emoción y
el sentimiento cerrados con llave y así voy por el mundo. No he aprendido que
puedo aprender a vivir completamente despierto, conectado, en un eje de
viviente realidad. Por eso en un momento dado surge la mente con sus
exigencias, con sus problemas, con su inercia, con su febril actividad, pero
esa actividad, esa curiosidad, esas exigencias que reclama la mente son
generalmente muy diferentes de las exigencias propias que tiene nuestra
estética, por ejemplo, nuestra ética, nuestros sentimientos personales o
nuestros deseos sensuales. Y cada cosa de éstas que hemos dicho es también
amor.
Resulta, pues, que en nuestra personalidad hay diez,
doce o quince sectores dinámicos, cada cual con su línea de amor, pero cada
cual con una línea de amor que difiere de los otros. Hay una divergencia
constante, una dispersión de energía, una contraposición de objetivos.
¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que nosotros
estaremos constantemente en conflicto. Porque si todo yo no soy un solo ser que
está polarizado hacia un objetivo, sino que en mí hay diez seres y cada uno
está persiguiendo un objetivo diferente, no hay duda que seré víctima de estas
tensiones, de estas luchas interiores, de estas contradicciones. Cada uno de
mis niveles está deseando algo, pero como no hay unidad entre ellos, cada cual
está buscando conseguir por su cuenta lo que necesita o lo que desea.
Resultado: que nuestra energía se dispersa, no podemos amar del todo nunca y
además lo que adelantamos en un sentido lo retrasamos en otro. Cuando nos
dirigimos en una dirección nos alejamos de otra, también anhelada por alguna
parte de nuestro ser.
Hay una constante lucha, una falta de unidad. Es
preciso que tome conciencia de mí pero una conciencia que ordene las cosas, que
las ponga en su sitio que las encaje todas en un mismo eje, en el eje de la
conciencia constante de mi identidad, de mi realidad, de la conciencia del yo.
Y que en este eje cada cosa esté ocupando el lugar jerárquico que le
corresponda, esto es, que arriba, encima de todo, esté mi mente abierta a lo
espiritual, pero abierta también a toda la gama de lo personal hasta lo más
elemental y material, ordenándolo y dirigiéndolo todo.
Entonces todas mis necesidades se coordinarán y en
cada momento darán una resultante única que será la resultante matemática,
rica, positiva de por sí, que exigen las circunstancias. Es natural que en
nosotros haya tendencias distintas, lo que no es natural es que estemos
desarrollando cada cosa por su lado sin que las integremos todas dentro de una
conciencia unitaria. Falta este eje constante. Si examinásemos un poco nuestra
vida, lo veríamos: ¿por qué nos sentimos tan diferentes en unos momentos de
otros?, ¿por qué en un instante me siento como una persona muy cerebral y en
otro como una persona muy sentimental y en un tercero como una persona muy
sensual?, ¿por qué? Precisamente por la falta de unidad interior que tengo. Si
estuviese todo yo integrado, ciertamente funcionaría en mí el aspecto sensual
hasta donde mi sentido moral me lo permitiese, lo mismo que mi afectividad y mi
mente, pero siempre aparecería claro dentro de mí que soy yo, todo yo quien toma
conciencia de todos mis deseos, de toda mi capacidad y quien vive aquello como
un solo sujeto que toma conciencia en cada instante de todo cuanto hay, pero
como unidad de sujeto.
Ahora en realidad no hay en nosotros unidad de
sujeto. No lo parece, pero esa perplejidad que tenemos respecto a nosotros
mismos, este desconcierto es el testimonio de que en nosotros falta una unidad,
de que hay demasiada gente en nuestro interior. En realidad sólo hace falta que
haya uno, pero uno que esté del todo.
d) Hostilidad por experiencias negativas anteriores
El último factor, que creo que es también muy
importante, que nos impide progresar en el amor, son nuestras fuerzas hostiles,
nuestra agresividad, nuestro odio interior para decirlo con una palabra más
fuerte. Todos tenemos hostilidad. Incluso los que nos creemos mejores, estamos
llenos de hostilidad. La hostilidad es una fuerza elemental que es inherente a
todo ser vivo. Desde un punto de vista evolutivo podemos verlo como una
reminiscencia de la necesidad de defendernos de los demás, que arrastramos de
las épocas más primitivas de la historia de la humanidad.
Desde un punto de vista más actual, podemos decir
que la hostilidad es una reacción frente al miedo. Muchas veces cuesta ver que
es así. De hecho la hostilidad surge con frecuencia como respuesta a
circunstancias que parece que no constituyen ninguna amenaza: cuando alguien me
mira con una cara seria a veces me siento amenazado; lo mismo me ocurre si
alguien no me hace el cumplido que espero merecer o si no comparte mi punto de
vista, etcétera; en infinidad de ocasiones semejantes veo una amenaza y brota
en mi interior una respuesta hostil. Por tanto no se produce esto sólo ante un
peligro gravísimo, cuando la amenaza atenta contra mi vida o mi dinero o mi familia,
aunque esto también puede ocurrir, sino que de hecho y en un grado u otro, vivo
la amenaza absolutamente en todos los planos.
Ante una amenaza, automáticamente reacciono de una
de estas dos maneras: o encogiéndome o hinchándome, o metiéndome hacia dentro o
saliendo hacia afuera. Son las dos reacciones que encontramos en todos los
seres y que también tengo yo: o me inhibo y entonces escondo mi impulso,
encogiéndome por dentro y tiendo a reprimir mis facultades, mi mente, tiendo a
desaparecer, y tenemos la forma típica, reconocida, del miedo, que da lugar a
toda una gama de síntomas, o frente a esa misma amenaza reacciono saliendo de
mí, intentando apartar, hacer desaparecer, triturar al enemigo, al factor
amenazante.
Así que, en el fondo, la agresividad muchas veces no
es más que una reacción que nace del miedo. La amenaza produce miedo; frente al
miedo o huyo o adopto la actitud hostil.
Mientras tengamos miedo, tendremos hostilidad. Hemos
dicho antes que el miedo es un aspecto negativo, lo opuesto al amor.
Ahora podemos ver que hay un ternario en lugar de un
binario de opuestos. El amor se opone al miedo y el amor se opone también a la
hostilidad, que, en realidad es una forma negativa. El amor tiende a incluir, a
acercarse, a integrar, está siempre dirigido hacia una conciencia de unidad. El
temor tiende a hacerle encoger a uno o alejarse. Y la hostilidad tiende a
hacerse con el otro para destruirlo.
Como ven la dirección es completamente opuesta a la
del amor. Hay dos reacciones opuestas al amor: o huyo o destruyo al
contrincante si puedo. Las dos son opuestas a la actitud de inclusividad, de
comprensión, de integración.
Casi siempre, si la persona tiene energías
reprimidas, cuando tiene miedo se genera hostilidad, porque su reacción frente
al miedo no sólo será de huir, sino además la de atacar. La de huir es la más
económica, la que necesita menos energía, la más cómoda, pero es la más propia
de la persona que dispone interiormente de pocas energías. En cambio la persona
que en su interior tiene mucha energía, sea energía vital o afectiva, ante una
situación de peligro tenderá a reaccionar de una forma hostil, porque su misma
energía le permite adoptar este tipo de actitud, de protesta de un modo más
fácil que la de huida.
Por lo tanto las personas con energía tienden a
crecer, a desarrollar el aspecto hostilidad.
Todos tenemos una parte de energía reprimida,
evidentemente, y aunque predomine un factor u otro quiere decir que en todos
nosotros hay paralelamente temor y hostilidad. Hay una parte de energía nuestra
que protesta contra el factor que imprime la amenaza, y esta protesta tiene
siempre un carácter de hostilidad. Cada vez que me están riñendo, protesto.
Esto lo vemos constantemente: hasta hacer una advertencia a alguien e
inmediatamente vemos cómo se defiende o se justifica o protesta de que le
llamen la atención. En nuestra vida hemos estado acumulando constantemente
protestas así. Muchas de ellas no han salido para nada, las conservamos dentro,
estamos todavía llevándolas vivas en nuestro interior, estamos todavía
protestando con ellas.
Pues tanto las reacciones de huida que decíamos al
principio como las reacciones de protesta, de agresión que mencionamos ahora,
son cargas vivas que tenemos en nuestro interior y que se oponen por completo a
lo que es el amor.
Hay todavía una cosa más grave. El amor nos duele a
nosotros porque suele convertirnos en víctimas; con la hostilidad tenemos miedo
de herir a los demás. Y nos hemos formulado la idea, porque nos la han dado
así, de que el amor ha de ser siempre algo dulce, algo blando. De ahí que todos
inconscientemente tengamos la idea de que la hostilidad supone siempre mucha
más energía que el amor, inherentemente, de por sí, como si eso fuese algo
natural. Y es muy triste pensar así porque conduce a un rechazo, a un abandono
y desprecio de la fuerza más potente. Pues si tendemos siempre a ver en el amor
menos energía, menos fuerza que en la protesta, que en la hostilidad, estaremos
toda la vida reprimiendo el odio con su fuerza e intentando vivir el amor con
su menor fuerza.
Esto es inevitable cuando estamos luchando entre una
serie de pares opuestos, cuando estamos defendiendo un amor que en el fondo
quiere decir todavía seguridad personal y seguridad de las cosas que defiendo
personalmente, de mi salud, de mi bienestar y del de los míos y, si soy muy
generoso, de la de unos cuantos más, frente a todos los demás. Y por lo tanto
ninguna forma de dureza será compatible para mí con el amor. Esta es una visión
completamente falsa, una visión infantil de lo que es el amor.
Recordemos lo que anteriormente decía: hemos de
encontrar una verdad en la vida, una filosofía que nos explique el porqué y el
cómo de las cosas y si esa verdad adopta una forma religiosa en todo caso que
nos dé una visión, una intuición de Dios que sea compatible con las guerras,
con los terremotos y con las mayores calamidades. Generalmente esta noción la
apartamos de Dios, casi la contraponemos a Dios y se debe a que tenemos esta
visión puramente personal, egocentrada alrededor de unos bienes determinados.
No es el amor, es solamente una fase bastante intermedia de lo que es el amor.
Cuando lleguemos a fases un poco más avanzadas quizás podremos comprender que
toda la fuerza, que toda la potencia enorme que hay en lo que ahora llamamos
odio y fuerzas hostiles, que toda la fuerza del odio como toda la fuerza del
miedo que hay en nosotros -no el odio mismo ni la hostilidad, sino la potencia,
la energía, la fuerza- es algo que procede y que está en Dios tanto como lo que
llamamos amor. Y mientras no lleguemos a esa intuición, a esta percepción e
incluso a esta experiencia interior de que toda la fuerza que ahora vivimos
como hostilidad del mismo modo que la fuerza que llamamos afectividad y amor
forma parte inherente de nuestro ser positivo no habremos descubierto nuestra
realidad, ni habremos llegado a tener una visión un poco proporcionada de lo
que es Dios.
Tenemos una óptica pequeña, estamos mirándonos como
vemos la luna, sólo la vemos por una cara. Y hemos de aprender a verla por más
caras, por lo menos la hemos de ver desde todas nuestras caras, que es el
máximo modo de ver que podemos conseguir. Es preciso que aprendamos a descubrir
en lo que llamamos fuerzas hostiles, en lo que llamamos el mal -no el mal en
tanto que acción, sino el mal en tanto que fuerza interior-, todo el aspecto
positivo, toda la realidad positiva que contiene. Porque mientras esté teniendo
miedo de vivir mi hostilidad y guardándola con urgencia y con pánico en mi
interior, es seguro que no podré de ningún modo abrirlo para aprovechar la
energía que hay en mi centro. Y una gran parte de mi capital energético, de mi
capacidad de amor queda enterrada por completo por culpa de este miedo y de
esta falta de discernimiento, por no atreverme a mirar directamente, cara a
cara, a alguien, a eso que llamo mi enemigo.
Hemos de aprender a amar con todo el odio, hemos de
amar con todo el miedo y toda la angustia que hay en nuestro interior. En una
palabra, hemos de amar con todo nuestro ser.
Preguntas:
-Alguna aclaración sobre las fuerzas hostiles.
-Todo lo que llamamos mal es una forma de bien, pero
es una forma de bien que se opone a nuestra forma personal de bien y por eso es
mal para nosotros. Es mal desde el punto de vista humano, personal, desde el
punto de vista de la trayectoria que estamos siguiendo. Para nosotros es bien
todo aquello que tiende a asegurar la subsistencia y el desarrollo de las
facultades que decimos normales en el hombre. A todo lo que va a favor de ese
desarrollo inmediato lo llamamos bien. A todo lo que se opone aparentemente o
realmente a ese desarrollo, lo llamamos mal. Cuando el hombre está
desarrollando unos valores éticos, morales, de acercamiento a los demás, de
aumento, de ampliación de su conciencia, entonces todo lo que sea reforzar la
fuerza o la oposición del individuo frente a los demás es un mal, porque si se
está desarrollando hacia una, conciencia inclusive, todo lo que
refuerce el aislamiento o la exclusividad se opone a ese desarrollo. Por eso el
egoísmo es un mal, a pesar de que en cierto tiempo pudo haber sido un enorme
bien, cuando se estaba aún en una fase mucho menos evolucionada. No obstante,
hoy el egoísmo es un mal porque tiende a centrarse sobre el individuo,
despreciando a los demás, utilizándolos al servicio de sí mismo. Oficialmente,
diríamos que para la conciencia ética de la humanidad eso tiene un carácter
reprobable. En cambio es bueno todo lo que tiende a unificar, a hermanar, a
hacer comprender, etc., pero no es que de por sí lo que llamamos mal sea un mal
en sí mismo. Siempre es sólo un mal con respecto a algo.
En lo que llamamos odio hay dos aspectos: una fuerza
y una dirección. La fuerza es energía y energía que sale del mismo depósito, de
la misma fábrica, del mismo origen. En cambio la dirección, la idea es la que
realmente aparece como mala, dado nuestro código ético. Así pues la idea es
mala, negativa, pero en cambio la fuerza no lo es. Y cuando nosotros, para
evitar la idea, evitamos también la fuerza, en realidad nos estamos mutilando.
Es el problema de la persona que vive, por ejemplo,
con un ideal de abstinencia sexual absoluta. No nos metamos ahora sobre la
conveniencia o no de ello, aceptamos el hecho. Desde el punto de vista de un
cierto idealismo, esto puede estar justificado. Muy bien, pero ¿qué pasa con
esa potencia sexual? Que la mayoría de las veces, como lo sexual entonces, con
relación al ideal de esa persona aparece como malo, todo lo que tenga relación
con lo sexual quedará automáticamente reprimido, guardado, rechazado con una
gran fuerza. En cambio en eso que está rechazando hay un contenido que es
estupendo, esencial, un capital básico extraordinario, una materia prima que es
la energía. Y aquella persona, por reprimir el impulso sexual en tanto que
sexual, está reprimiendo también toda la energía inherente a ella, y no
aprende, normalmente, a utilizar y aprovechar este capital. O sea que con el
nombre de una cosa que para la persona es mala está haciéndose una auténtica
mutilación de algo esencialmente bueno para esa misma persona.
No hablo ahora sobre la esencia metafísica del mal,
porque no está dentro de mi línea actual el filosofar sobre esto. He dicho
siempre que mis pláticas, mis charlas y mis cursos han de tener un carácter
eminentemente práctico y que toda la teoría está ordenada a la práctica y en este
sentido digo que toda la fuerza que tenemos dentro y que ahora vivimos con el
nombre de hostilidad, de odio, es una fuerza que constituye un capital
positivo, extraordinario. Hemos de aprender a aceptar esta fuerza del odio, no
el odio. Aceptarla y aprender a utilizarla. Pero mientras no la aceptemos de
entrada, que es la actitud habitual, estaremos viviendo sentados cortando las
ramas sobre las que estamos sentados, impidiendo que fluya a nuestro yo
consciente en virtud de un ideal determinado. Por eso, digo, hemos de aprender
a vivir en nuestra noción del amor toda la fuerza del mal, toda nuestra
energía, todo nuestro potencial. Mientras nos asustemos tanto cada vez que
surja en nosotros algo que se parezca al mal, mientras lo estemos cerrando
irracionalmente, por las buenas, no podremos utilizar la energía. No hemos de
tener tanto miedo al mal ni a la agresividad. Sólo hemos de tener un poco más
de conciencia y entonces podremos manejar y controlar mejor, lo que significa
abrir y cerrar a voluntad cuando convenga. Esto requiere todo un aprendizaje,
una maduración, una revalorización de las cosas. Pero es evidente que lo
necesitamos. Precisamente estoy dando estas charlas, como otras personas están
haciendo otras cosas, queriendo contribuir a que nos hagamos conscientes de que
hay cosas por hacer y de que hay un modo concreto de empezar a hacerlas ya, sin
esperar más.
CAPITULO VIII
EL
AMOR COMO TÉCNICA DE REALIZACIÓN (II)
Cómo
convertir las energías en amor positivo
Decíamos el último día que hemos de aprender a
utilizar todas las fuerzas que hay en nuestro miedo, en nuestra hostilidad, e
incluso en nuestro odio para amar. Porque sólo entonces el amor utiliza de
veras todo nuestro caudal energético, toda nuestra energía.
La pregunta que surge automáticamente es: ¿cómo se
consigue esto? ¿Cómo se logra amar si uno por dentro está lleno de
resentimientos, si está lleno de quejas y de desengaños? ¿Cómo convertir estos
contenidos en amor?
Es muy sencillo y muy difícil. Muy sencillo porque
basta que aprendamos a controlar, a cerrar la puerta a toda salida exterior de
fuerzas negativas, pero que al mismo tiempo abramos de par en par las puertas
de nuestra expresión positiva, o sea del amor, para que de un modo automático,
sin necesidad de hacer nada más, todas las energías que estaban contenidas en
nuestro depósito interior con signo negativo cambien de signo y salgan y se
expresen a través de los cauces positivos que les abrimos. Pero es necesario
que me obligue a seguir expresando este amor positivo incluso cuando me siento
interiormente frío, indiferente o aun enfadado y hostil. Y esto, todos lo
sabemos, no es nada fácil.
Dificultades
Al hacer esto hay que tener en cuenta varias cosas,
que habitualmente dificultan en la práctica abrir estos cauces positivos:
1.º Crispación
sobre el yo
El problema básico de todos nosotros es que cuando
sentimos una protesta interior, cuando estamos enfadados, nos damos tanta razón
a nosotros mismos que no podemos prescindir del enfado. No es propiamente que
no podamos, mejor diríamos que no queremos. Porque el enfado, es una afirmación
rotunda y rabiosa del yo individual en oposición a todo el resto del mundo. Y
por lo tanto, prescindir del enfado aparece ante el yo como si uno prescindiera
de sí mismo, como si negara la realidad de sí mismo. Y esto es lo que más
cuesta. Y es natural que así sea.
Si observamos las discusiones entre dos personas,
sobre todo en familia, veremos muchas veces que se mantiene el enfado
simplemente por postura, incluso cuando la razón ha desaparecido, o el momento
ha perdido ya importancia. Estamos durante un período de tiempo manteniéndonos
en una actitud de hostilidad sólo para conservar nuestra pose. Nos parece que
si entonces sonreímos es como si le diéramos la razón al otro, como si negáramos
nuestra razón. Y por esto cuesta tanto conciliar a dos personas. La dificultad
no está nunca en el conflicto real que haya podido plantear la oposición. Esto,
con un poco de serenidad y de buena voluntad generalmente se resuelve. Es que
en aquel instante la persona está viviendo su capacidad de afirmarse a sí misma
de un modo tan fuerte y al mismo tiempo de una forma tan limitada, tan
concreta, que queda identificada con sus deseos de hacer precisamente tal cosa,
de representar determinado papel, de mantener tal sentimiento, de defenderlo y
nada más queda cogida a esta crispación mental, alrededor de este yo pequeño y
toda su fuerza interior se vierte en el molde de esta idea limitada. Claro,
metido en este molde tan exiguo, en esta idea tan estrecha es muy difícil que
logre abrir las puertas y vea el aspecto amplio de la cuestión.
Desde el punto de vista psicológico de nuestra vida
cotidiana, es interesante la observación de que cuando dos personas se enfadan
cuesta tanto conseguir la reconciliación, sobre todo porque uno cree siempre
que renunciar al enfado, a la protesta interior equivale a dar la razón al otro
y por lo tanto a negar su propio valor, su propia realidad. Concepto que
proviene siempre de una miopía, de una limitación intelectual.
Cuando abro mi mente, no doy la razón al otro. Lo
único que hago es pasar de mi razón primitiva, que es la que tiene más fuerza,
a otra razón mía pero más amplia, una razón que incluye la mía anterior y la
del otro. Hemos de aprender a ver este acto de comprensión no como una negación
sino como una ampliación de nuestra propia valoración mental, de nuestro gesto
interior.
2.º Yo muy elevado y rígido
Otro problema que dificulta la conversión de la
hostilidad en amor es un yo-idealizado muy elevado y rígido, en el sentido de
que queremos ser muy buenas personas y nos desagrada todo lo que sepa a
hostilidad, no admitiéndolo en absoluto. Si tenemos este ideal, nos hemos ido
acostumbrando a cerrar automáticamente con llave, por decirlo así, hasta la más
pequeña manifestación de hostilidad que surge en nuestro interior y cuando
brota es a pesar nuestro. O sea que se ha formado un mecanismo automático de
represión del que ya ni siquiera nos damos cuenta muchas veces. La represión se
hace sola y además en nombre del bien, de la virtud o de la perfección.
Y eso sí dificulta la conversión, porque así la
persona no toma nunca conciencia de sus fuerzas reales, se está ocultando a sí
misma que siente estos impulsos. O sea, que, al objeto de no dar salida a los
impulsos, la persona cierra su puerta interior y además niega a su propia
conciencia o conocimiento esos impulsos, no queriendo saber que existen dentro.
De este modo, no sólo no expresa al exterior el impulso negativo, lo cual sería
correcto, sino que además no toma conciencia, no se da cuenta de él y esa
energía queda ahogada en su interior desde su mismo nacimiento.
Eso sí que es difícil de transformar. Con el tiempo
también se puede, pero resulta mucho más trabajoso. En cambio, si yo no le
tengo tanto miedo a la hostilidad, si no vivo tan artificialmente crispado
sobre una idea convencional de perfección que me he fabricado o que me han dado
y que yo he adoptado, si soy más sincero conmigo mismo en todos los momentos
del día, percibiré cuándo surgen en mí esas fuerzas interiores, me daré cuenta
del volcán que llevo dentro de mí. Y eso es lo importante, que me dé cuenta del
volcán. Pero sin dar salida a su lava, sin abrir su cráter ni permitir que
salga en erupción violenta el fuego de mi hostilidad. Sólo darme cuenta, echar
una sonda de conciencia que una mi mente consciente, que está en la superficie,
con toda la fuerza interior. Esta conexión consciente entre la mente y el
estado interior de energía potentísima de hostilidad es la que transforma con
mayor facilidad a una persona, porque abre una puerta positiva de salida a toda
su energía interior, aun a la que está unida a formas negativas.
En la práctica la norma a seguir para esta
transformación de las fuerzas hostiles que hay en nosotros en amor, es:
- en primer lugar, mantener en el exterior un
control estricto para que no salga nada que tenga un carácter directamente
hostil.
- pero al mismo tiempo aprender a abrir la mente
para aceptar, descubrir y percibir esa fuente de energía interior que vive en
mí y tomar contacto con ella.
Es decir, guardar en todo momento un control
exterior -cueste lo que cueste- y al mismo tiempo vivir con apertura interior,
en conexión con las fuerzas vivas del interior. De esta forma la mente puede
canalizar de un modo bastante sencillo todo este potencial interior hacia otra
dirección.
Si se hace esto y paralelamente uno va trabajando
con intensidad para cultivar la expresión del amor de un modo constante; verá
que puede canalizar la energía que tiene dentro y transformarla en un amor
consciente, en un amor que entonces se siente con una fuerza muchísimo mayor.
Es que toda aquella energía que antes había salido marcada con un signo
negativo adoptando formas negativas o que había quedado enterrada dentro, ahora
hemos evitado que salga de modo negativo pero al mismo tiempo le hemos dado
paso abriéndole un cauce sano y constructivo.
Es sencillo decirlo y comprenderlo, lo difícil es
hacerlo. Porque cuando uno se enfada, está tan crispado, hay tanta energía que
quiere expresar a través de la idea pequeñísima de su yo identificado con
aquella circunstancia minúscula, que en esas condiciones resulta muy difícil de
manejar. Pero quien entiende el proceso y aprende a estar más despierto durante
el día y a querer percibir que en su interior existe ira, odio, resentimiento y
toda clase de fuerzas hostiles, sin asustarse por ello, sin cerrar la
puerta para no enterarse siquiera de que es así, sino dándose cuenta y
percibiendo en su interior esa energía, podrá con muy poco esfuerzo
canalizar esa energía interior. Por el simple hecho de mantener una actitud
positiva, la energía saldrá automáticamente a través del cauce de dicha actitud
positiva.
Estamos hablando siempre del amor y todos decimos
que es estupendo, pero es preciso que puntualicemos un poco. El amor es
estupendo, no hay duda, pero también es verdad que en nombre del amor se hacen
las mayores estupideces y a veces las mayores crueldades. El amor es una de
aquellas cosas de las que, como todo el mundo tiene algo de experiencia, todos
creen saber lo que es y se consideran en posesión de la verdad sin darse cuenta
de hasta qué punto su amor es pequeño, limitado, infantil y en qué. grado está
al servicio de otros objetivos también muy egoístas, muy primitivos y muy
infantiles.
El
amor ha de ir acompañado de un desarrollo intelectual
1.º En amplitud
Para que el amor sea una técnica de realización ha
de ir acompañado necesariamente de dos cualidades más, debe ir equilibrado con
un desarrollo paralelo de la mente en amplitud. Nada hay peor que una mente
estrecha. Mucho amor equivale entonces a fanatismo. La mente ha de ser amplia.
Cuanto más amplia es la mente, más amplio será el cauce a través del cual
surgirá el amor y mayores posibilidades tendrá este amor de comprender y
adaptarse a la situación. Cuanto más estrecha y más rígida es la mente o la
idea que predomina en la persona, como la energía ha de pasar por ese cauce tan
estrecho la persona tendrá una mayor impulsividad, una mayor rigidez e
intransigencia. En este caso el amor se convierte en factor aislante e incluso
en elemento de oposición en lugar de serlo de unión, de síntesis, como debería.
Pues lo que permite unir o separar, en el fondo, no es el amor sino la mente,
la conciencia que acompaña al amor.
2.º En estabilidad mental
También ha de cultivarse la estabilidad de la mente.
Todos hemos leído y visto -y si no lo hacemos nos los ponen ante los ojos por
todos lados- infinidad de dramas pasionales o dramas de amor en novelas y en
películas de todos los colores. No hay nada que vaya destinado al público en
que no intervenga necesariamente el amor. Pero ¡cuidado!, es un amor siempre
con pega, aunque después acabe todo bien. Si se fijan no habrán visto ni una
sola película en que surja el amor de un modo natural, sano. Siempre hay alguna
obstrucción, un malentendido, unos celos, una infidelidad, algo que falla.
Cuando no ocurre esto, vemos que el amor se convierte en indiferencia, e
incluso en odio. Constantemente estamos viendo y aun esperando ver esto, porque
sino, nos desagradaría. Proviene siempre de que la mente no está estabilizada.
Todos tenemos necesidad de amor, todos sentimos este estímulo interior, esta
sed de que el amor se desarrolle en nosotros. Pero si la mente no está
estabilizada, si no tiene ideas claras, fijas, amplias, estables, el amor se
convierte en inestable, en un amor que sigue siempre el tenor de las ideas que
tiran de él.
No olvidemos esto. La idea y por lo tanto la mente
es la que canaliza la energía. Si la mente es estable, el amor será estable.
Pero si es inestable, si las ideas son provisionales, improvisadas, si no
tienen un raigambre dentro, aquel amor no puede durar porque no es todavía
amor.
El amor solamente puede existir manteniendo el
nombre de amor cuando la mente está abierta, es amplia, clara y está
estabilizada.
3° En profundidad
Entonces de esta estabilidad surge la profundidad
del amor. Sin estabilización el amor no puede profundizar. Si se mueve
constantemente el objetivo -no sólo el objetivo exterior, sino el punto de mira
interior- no puede profundizarse en nada porque hay una constante variación de
línea, de dirección. Únicamente es posible profundizar cuando se permanece en
la misma dirección. Entonces el amor, al mismo tiempo que se dirige al objeto,
se profundiza en el sujeto.
Es el caso de muchas personas que se conocen, surge
la llama y parece que viven un amor apasionado, incondicional. ¡Pobres de ellas
si después no trabajan muy seriamente en cultivar el amor! Porque lo que ha
surgido allí es una simple llamarada interior, sólo una pequeña parte de la
energía que hay dentro. El amor hay que educarlo, aunque mejor diría que no es
el amor propiamente lo que hay que educar, sino la actitud de uno, la capacidad
de vivir el amor, la capacidad de amar. Hay que desarrollar esa capacidad como
cuando somos pequeños se desarrollan nuestros músculos, como se desarrolla
nuestra mente, nuestra inteligencia y todas nuestras facultades. ¿Cómo?
Cultivándola, ejercitándola, aprendiendo a amar cada día. Aquel que cree saber
lo que es el amor porque experimenta un sentimiento muy vehemente y se detiene
ahí, cuando haya desaparecido, cuando se haya extinguido esta llama a través
del contacto externo durante un cierto tiempo, se encontrará con que su amor no
tiene solidez interior. El amor hay que cultivarlo como absolutamente todas las
facultades. Entonces es cuando se tiene constancia en el amor.
El
amor ha de ir acompañado de un desarrollo de la voluntad
Esto es de todo punto necesario para que no se
reduzca a un mero sentimentalismo, a un goce fruitivo de dulzuras saboreadas
pasivamente sin esfuerzo, como simple contemplación. La voluntad tiene el papel
de poner dinamismo y de dar un carácter activo al amor. El que quiere aprender
a amar tiene que quererlo de verdad y poner empeño y voluntad en amar, no sólo
dejarse llevar de los fogonazos afectivos. Y exteriorizarlo mediante actos de
amor o manifestaciones concretas de afecto hacia la persona amada. El
sentimiento ha de estar conectado con la mente y ambos con la energía. Pues el
verdadero amor brota de la integración de todos los niveles del hombre, aunque
se manifiesta a través del afectivo.
El
amor por el amor o el amor como actitud
Otra característica que ha de reunir el amor -y muy
importante, yo diría que la base del secreto de amares que en este aprendizaje
que decimos, hemos de procurar expresar el amor, sentirlo y proyectarlo pero
apoyándonos cada vez más en nosotros mismos, no en el objeto o persona que
amamos. Amar es ejercitar una facultad que tenernos dentro, es expresar una
realidad de inteligencia, con la voluntad y la energía,
El amor se desarrolla de dentro a fuera. Cuando amo
estoy desarrollando está realidad, esta capacidad que hay en mí, estoy
desarrollándome ya de hecho, estoy tomando conciencia de mí mismo, estoy siendo
más yo mismo. Por lo tanto amar no es hacer un favor al otro ni tampoco esperar
recibir un favor de él. El favor es poder amar, poder desarrollar yo mi
capacidad, poder vivir mi ser. Es que estamos acostumbrados a amar sólo en la
medida en que el otro se nos ofrece como amable o estimable, en que cumple unos
requisitos, unas necesidades, unos deseos nuestros. No hay duda que es así como
surge el amor, que éste es el mecanismo inicial de brote del amor. Pero quien
quiera desarrollar un poco más el amor ha de aprender a tomar conciencia de su
amor como facultad propia y a ejercitar el amor simplemente por el hecho del
amor mismo, por la fuerza misma del amor, porque el amar no hace sino expresar
su realidad interior, vivirse más plenamente, ser más yo.
Hemos de trascender el criterio que tenemos, de que
yo amo sólo en la medida en que el otro me pone buena cara, me ayuda, me hace
un favor, se compenetra conmigo, me ama, me corresponde. No hay duda de que a
nivel humano todos necesitamos correspondencia, mimo, seguridad afectiva. Esto
es natural y humano. Pero el que quiera desarrollar y madurar en el amor ha de
descubrir que el amor no se basa esencialmente, no se apoya en el otro ni
depende del otro, sino que depende de sí mismo y que aunque yo, por ejemplo, no
tuviera a nadie en concreto en quien poder confiar o si el otro no está a la
altura de mis exigencias, de mis necesidades o de mi calidad interior, no
obstante yo puedo amar, pues esto no ha de detener mi amor. He de aprender a
amar cada vez más, pero siempre con la cabeza más clara.
Entiéndanlo bien porque siempre que se habla del
amor ocurre lo que decíamos el día anterior, que se confunde tanto con una
actitud de sumisión, de entrega, de pasividad, con algo blando que al decir que
hemos de amar más, parece como si estuviésemos afirmando que hemos de ser más
blandos, más pasivos, más conformistas y aceptarlo todo. No, las situaciones
las hemos de resolver según la naturaleza de la situación, según las
posibilidades y lo que sintamos que es necesario después de verlo bien todo.
Esto hemos de hacerlo con la máxima energía o con la energía y decisión, no por
impulsividad, ni por enfado, sino después de verlo claro y sentirlo así de un
modo sereno.
Paralelamente a esta actitud de claridad y energía
que son las dos cualidades que han de acompañar al amor, tengo que ir
descubriendo que he de amar apoyado en mí mismo, en mi propia facultad, que he
de amar por las buenas, porque yo soy amor, porque mi ser está constituido
básicamente por amor, como está paralelamente constituido por inteligencia y
por voluntad. He de apoyarme más en mi interior, no tanto en el exterior. Es
estupendo descubrir que uno puede y
debe amar simplemente porque el amor es la fuerza más profunda de uno mismo y
la que más llena. Por este solo descubrimiento queda uno emancipado, libre de
los demás. Y si hemos de amar, hemos de ser libres. No puedo amar si dependo
interiormente de la persona amada. El amor sólo es verdadero amor cuando se da
libremente. Si yo dependo de alguien porque aquel alguien está satisfaciendo una
necesidad mía a, b, o c puedo tener algo de amor, pero en la medida en
que dependo no amo, porque en cuanto hay una dependencia necesaria, interior
-no una dependencia de vínculos externos, de asociación, de lazos familiares o
de alguna clase de relación jurídica y sino dependencia del yo, dependencia
interior-, no hay amor.
Pues bien, cuando uno descubre que debe amar y que
puede amar porque al amar «yo soy más yo, más mí mismo, más auténtico»,
entonces descubre que no depende del otro; ya no necesita de un modo absoluto
buscar a alguien que esté hecho a su medida, que le acepte, que le comprenda,
que le diga que sí. Uno puede amar con la misma naturalidad con que respira,
con la misma naturalidad con que piensa, comprende y quiere.
El amor al principio tiende siempre a dirigirse a un
objeto y sólo después uno va descubriendo paulatinamente que lo más real en el
amor no es el objeto, sino el sujeto. Tampoco el sujeto en tanto que persona:
el verdadero sujeto del amor es el amor. Que el verdadero sujeto y objeto
último del amor es el amor mismo. Pero esto de momento suena a un juego de palabras y no
solemos vivirlo así.
Hablemos pues del amor aplicado, del amor dirigido a
alguien en particular, es decir, del amor concretado.
El
amor dirigido a alguien
I. El amor a Dios, centralizador y purificador de mi
vida afectiva y de todo el psiquismo
Hablemos primero del amor a Dios. Aclaremos antes
que lo que digamos del amor a Dios pueden seguirlo también las personas que
dicen que no creen en Dios. Como aquí no sentamos ninguna cátedra de teología
en ningún sentido, cuanto decimos vale absolutamente para todo el mundo.
Decimos Dios porque es el nombre con que designamos lo que es el principio, el
fundamento, la razón de ser de las cosas. Pero no hay inconveniente alguno en
cambiar este nombre por otro, mientras designe la misma cosa. Le damos aquí el
nombre de Dios porque es el nombre que quizás despierta en todos o en casi
todos resonancias más claras del tipo que decimos.
El amor a Dios es el más importante de todos y el
más, fundamental, no porque nos lo hayan enseñado así en nuestra infancia. Nos
lo han dicho así porque en realidad lo es. Pero no insistimos aquí por esta
razón. El amor a Dios es el más importante por una razón muy clara. Cuando yo
amo o deseo aumentar mi amor a Dios, a la fuente, al origen de todo cuanto
existe, lo que estoy haciendo es dirigir mi afectividad hacia un objetivo que
es supremo, que está en la cúspide, por lo tanto estoy polarizando mis
sentimientos hacia lo que es el centro, hacia lo que es el origen, hacia lo que
es la causa de todo. Esto quiere decir que estoy dando a mi amor una base
sólida, auténtica. Y que en la medida en que desarrolle el amor a Dios, se van
estructurando en mí de un modo armónico todas las demás modalidades del amor.
El amor a Dios se convierte entonces en el elemento
centralizador y organizador y además en el elemento transformador de mi vida
afectiva, y, a través de ella, de toda mi vida psíquica.
La importancia del amor a Dios consiste, pues, en
que no está dirigido a un objeto, a una persona, a una realidad contingente,
sino a lo que es el centro, el eje, el principio de cuanto existe. Y
precisamente por eso, porque se refiere al centro, centraliza todas las fuerzas
afectivas, las polariza, las ordena, las integra, las unifica. Esta es la gran
ventaja psicológica del amor a Dios.
Cuando hablemos un día de la organización de la
mente veremos que si la persona no tiene unas ideas básicas muy claras será
imposible que su mente funcione de un modo integral. En la vida afectiva ocurre
igual. Si no tenernos un blanco donde se dirija toda nuestra vida afectiva
fundamental, nuestra afectividad tenderá a dispersarse en multitud de
direcciones.
Es lo que nos pasa ordinariamente. Por un lado
desarrollamos un afecto hacia la familia, a, b, o c por otro lado tenemos una
formación religiosa y también un afecto a Dios. Relacionamos el amor a Dios con
el de la familia sólo teóricamente, por analogía, pero los vivirnos
aisladamente, sin una unidad real entre sí.
Crecemos y descubrimos que hay seres del otro sexo y
esto despierta en nosotros una necesidad de amor, de un amor completamente
diferente, se desarrolla en nuestro interior un amor que no tiene nada que ver
con el amor a Dios, ni con el amor a la familia que teníamos antes.
Luego, qué sé yo, quizás nos ponemos a organizar
alguna actividad, un negocio, y en aquello también vivimos un amor, que tampoco
tendrá nada que ver ni con el amor a la familia y a la novia, ni con el amor a
Dios. Así nuestra vida afectiva está desmembrada, repartida, distribuida en
multitud de amores particulares sin que exista fina relación o unidad entre
ellos.
Resultado: que cada amor tiene sus propias
exigencias y que, en general, ocurre casi inevitablemente que unas exigencias
se contraponen a las otras. Nos encontramos en medio, sintiendo que están
estirando dentro de nosotros desde lados muy diferentes: nos gusta hacer tal
cosa pero a la vez deseamos contentar al otro, es decir, deseamos hacerlo todo.
El amor se convierte entonces en un martirio para nosotros. Todo se debe a la
falta de unidad interior. Nuestra vida afectiva está esencialmente
desorganizada y por lo tanto es natural que se rompa y que tienda a
despedazarse.
Cuando descubrimos que el amor no es una facultad
más, que no es una simple modalidad de la vida, sino el centro de toda nuestra
vida subjetiva, que, en el fondo, todas nuestras motivaciones están basadas en
el amor, como dijimos en sesiones anteriores, y que este centro de nuestra
motivación nos viene dado por una fuente superior que a su vez es el centro de
todo cuanto existe, entonces queda claro que nuestra relación primordial,
óptima, o la preferente por lo menos, ha de estar dirigida hacia ese Ser, hacia
esa realidad, hacia ese amor que trasciende la figura personal, la figura
contingente, la unidad aislada.
Esto por un lado. Por otro lado, cuando descubrimos
que todo nuestro amor, en todas sus gamas -deseo, pasión, aspiración, ambición,
etc.- son expresiones, rayos de una misma fuerza que es el amor genuino tal
como lo presentimos, tal como aspiramos a él, y que todo este amor lo estamos
recibiendo totalmente de Dios, entonces queda muy claro para nosotros que lo
único capaz de satisfacer nuestra sed de amor, nuestra sed de plenitud interior
es Dios, es ir a la fuente.
Pero esto tenemos que verlo claro cada uno en
particular: que en realidad toda mi capacidad de amar, todo cuanto estoy
sintiendo a través de las muchas formas del amor -incluso de las formas
egoístas, de las más elementales y sencillas, de la vida sexual por ejemplo- es
estupendo y que todo lo que nos gusta, se debe a que es bueno, digan lo que
digan otras personas, y es bueno porque en realidad procede de una cosa que
intuimos como lo más maravilloso que existe, que es el amor total. Por lo
tanto, si sentimos que todo esto es tan estupendo y que nos está viniendo de
una fuente, surge espontáneamente el deseo ardiente de dirigirnos- a esa fuente
para poder encontrar la plenitud, la razón plena de nuestro ser. Tal es el
fundamento del amor a Dios.
Por lo tanto no es que yo haya de amar a Dios porque
así me lo han impuesto, porque lo dice el catecismo o porque si no Dios me
impondrá tal o cual castigo. No, no hace falta nada de eso. Amo a Dios porque
toda mi capacidad de amor procede de Dios y lo único que me puede llenar, que
me puede permitir vivir del todo la plenitud del amor es abrirme a esa fuente
de amor que llamamos Dios.
Por eso cuando uno profundiza en este terreno intuye
que es natural, clarísimo y evidente que el que vive sólo en la superficie de
su ser no pueda encontrar sentido a nada y tenga que desparramarse en veinte
mil direcciones diferentes y agarrarse a mil objetos distintos.
El amor a Dios tiene, pues, este efecto
centralizador y transformador de nuestra vida afectiva. Pero antes de que esto
sea un hecho es necesario cultivar este amor a Dios.
¿Cómo
se cultiva el amor a Dios?
De una manera muy sencilla: amando, amando y amando.
Hay muchas personas que leen tratados de teología,
de mística, de poesía, de filosofía, de arte, de todo lo que queramos y están
hablando todo el día de amor y leyendo todo el día sobre el amor. Pero esto no
les hace adelantar ni un paso en amar un poco más. Sólo se adelanta en el amor
ejercitando de hecho la facultad de amar. Nadie nos ha de enseñar cómo se ama,
como nadie nos ha de enseñar cómo se respira en un sentido elemental. Amar es
para nosotros tan natural que todo lo que hacemos es amar. Cuando vamos a
cualquier sitio, cuando preferimos cualquier cosa estamos amando. El amor no
sólo lo dirigimos hacia las personas, sino hacia todo lo que nos gusta, sea del
orden que sea. Por eso podemos decir que en realidad estamos amando siempre.
Hay dos modos de cultivar el amor a Dios: uno
aprendiendo a dirigir mi amor hacia Dios. Y otro aprender a abrirme más a Dios,
que es amor.
1. El ejercicio
Yo puedo desarrollar el amor simplemente repitiendo
en mi interior actos de amar. En un momento dado puedo sentir que amo y, puedo
repetir otra vez este acto interior de amar, de proyectar afecto. Si lo voy
repitiendo el acto tendrá cada vez más fuerza, el amor será cada vez más
intenso, más profundo y por eso a medida que lo vaya haciendo iré tomando más
conciencia de la fuerza del amor que hay en mí.
2. La meditación intuitiva
También puedo aprender a amar a Dios aplicando mi
mente a abrirme a lo que es intuición de amor. No especulando con mi mente
sobre el amor, no teorizando sino mirando intuitivamente con la mente lo que es
el amor. Es lo que explicábamos hace un momento: el amor como elemento de
cohesión de todo cuanto existe, amor que tiene una fuente, un origen, Dios. Si
aprendo no a especular, sino a intuir, a mirar de un modo simple esa realidad
que trasciende nuestro intelecto discursivo, iré afianzando en mí esta idea
grande y clara del amor y cuanto mayor se va haciendo esta idea, se va
efectuando en la mente un cambio, un ensanchamiento para que a través de ella
pase un amor más amplio.
Repetir actos de amor y mirar ese amor que siento,
es una de las formas más rápidas para adelantar, para progresar, para hacer
madurar nuestra capacidad de amor. Repetir actos de amor y aprender a ser
consciente de lo que siento yo cuando amo, mirarlo, con esa clase de mirada que
estoy aconsejando desde hace tanto tiempo. Aprender a mirar, no a especular, no
a razonar. Ser consciente y mirar. Dos cosas: por un lado ejercitar el acto
activo de amar, por otro lado mirar el amor que siento. Esto me va permitiendo
tomar conciencia cada vez más profunda, más clara, más intensa del amor como
fuerza viva, como realidad interior. A la forma empírica, práctica de hacer
esto es a lo que llamo la meditación sobre el amor.
3. La oración
Hay otra técnica que resulta más fácil para la
mayoría y que en el fondo se complementa perfectamente con la de meditación.
Consiste en la expresión directa, afectiva, espontánea hacia Dios, es decir, la
oración. Si yo me dirijo a las cosas que quiero y a las personas a quienes amo,
si me gusta hablar con los demás y expresar en este contacto mi mundo interior,
¿por qué no he de hacer exactamente lo mismo con Dios?
La oración surge entonces de un modo espontáneo,
natural, aunque sólo si no tengo demasiados prejuicios en ese sentido, es decir
cuando poseo la noción de que hay un ser que es el amor total, el amor puro y
que yo estoy deseando tener más amor y que ese amor que estoy deseando tener me
ha de venir de El. De aquí surge una relación personal afectiva, directa. Es
entonces cuando aparece la verdadera oración.
¿Qué
es la oración?
a) Todo yo hacia Dios
La oración es ese diálogo espontáneo con Dios que
sostengo con toda la verdad de mi ser, con todas mis fuerzas interiores. Es esa
apertura, esa expresión total de mí mismo hacia Dios: yo me comunico con Dios.
Pero no le comunico unas cosas, me comunico a mí mismo, no le repito unas
fórmulas, dejo las fórmulas para otra ocasión. en este instante de diálogo soy
yo el que me comunico con Dios, en mi nivel vital, ni nivel afectivo, mi nivel
mental, yo con mis problemas, con mis dudas, con mis miedos, con mis ansias,
con mis hostilidades, con mis recelos, con mis protestas. Yo con todo lo que
soy, yo con toda la fuerza viva que tengo dentro, yo me comunico, me proyecto,
yo me entrego. Pero al entregarme no le estoy haciendo ningún favor a Dios, lo
único que hago es restituir las cosas a su sitio. Dios me está dando todo, y por
eso cuando yo me entrego a Dios estoy colocando las cosas en orden, estoy
armonizándome con Dios, poniéndome en sintonía con Él.
Es preciso que la oración tenga ese carácter de
totalidad en absoluto carente de convencionalismos. Que cuando yo me dirija a Dios,
lo haga sin pensar en lo que está bien y en lo que está mal, sin ninguna
fórmula, sin esconder nada, sin procurar decir frases que quedan bonitas o que
queden bien. Sólo todo yo tal como surgen las cosas, con toda mi capacidad de
expresión o de exclamación. Y esto aunque salgan palabras feas, ¡no importa!,
¡qué bonita es una oración con palabras feas! Porque aquello es una oración
viva. En cambio una oración con palabras bonitas ¡cuántas veces es una oración
completamente muerta! Hemos de dar a Dios lo que tenemos, hemos de dar a Dios
los que somos y lo hemos de dar de un modo real, de un modo activo.
Es preciso que tome conciencia de mí, es decir, de
mis contenidos y que lo vierta al exterior, es preciso que salga de mí, que
vomite todo mi ser interior. Esa es la oración que transforma, no una oración
hecha a medias, o una oración que consista en recitar algo pasivamente. Este es
un acto total, supremo, este es el acto que provoca de Dios una respuesta
total.
Nos estamos quejando de que en la oración no
conseguimos nada o conseguimos muy poco. Y la causa está muy clara. Nos falta
una cosa esencial: «Amar a Dios con toda la mente, con todo el corazón, con
todo el alma, con todas las fuerzas». Esto ha de ser literal, amar del modo que
podamos, pero del todo y con todo nuestro ser. Esto sí que podemos hacerlo
todos, cada uno según su alcance. Quizás yo no tengo un grado de amor muy alto,
pero por lo menos puedo poner todo lo que soy á su disposición, puedo comunicar
todo lo que tengo. Todo proceso de transformación exige que yo funcione con mis
energías reales, no que lo haga sólo un sector de la mente y lo demás se quede
pasivo, inmóvil, muerto.
Para que la oración sea un acto vivo es preciso que
todo lo que vivo en mí se actualice y se comunique.. Sólo entonces estoy
aprendiendo lo que es amor. Porque cada vez que yo me vacío de mí mismo, Dios
me llena de Sí.
b) Todo Dios hacia mí
Esta oración total ha de ir complementada por la
otra actitud de receptividad, de silencio. La oración ha de ser un diálogo, de ningún
modo un monólogo sostenido por la mente consigo misma, especulando y pensando.
Del mismo modo que en la oración me proyecto todo yo, todas mis fuerzas
vivas, todos mis sentimientos, todos mis miedos y mis ambiciones. También he de
quedar todo yo receptivo. Aparece entonces en la oración ese carácter de
diálogo, de intercambio, de interrelación, es decir de relación en las dos
direcciones: yo hacia Dios, Dios hacia mí. Y esto de un modo vivo,
experimental, no como simple teoría. Esta experiencia interior de Dios en
nosotros es la que da vida, la vida esencial del cristianismo y de la religión
en general. Los primeros cristianos, los que encendieron y aguantaron la
antorcha, la fuerza del cristianismo, vivían esta experiencia interior. No se
habían aburguesado tanto creyendo que la religión consistía sólo en unas
prácticas exteriores con una acomodación interior que había que seguir. La
oración era para ellos una vida total. La religión era una oración de toda su
persona.
Cuando ocurre así se producen los efectos de
transformación interior, se descubre que dentro resuena una voz, aparece una
intuición, una fuerza que ya no es la que uno tenía antes. Es algo que viene
con una claridad, con una trascendencia, con una solemnidad que la distingue de
toda otra experiencia como se distingue la luz del sol cuando llega la aurora,
de cualquier luz artificial.
Podemos aprender a recuperar, a redescubrir este
diálogo. Al fin y al cabo éste es el verdadero sentido de nuestra vida. Estamos
buscando sentido a la vida con nuestra pobre mente, perdiéndonos en teorías
filosóficas, cogiendo unas y rechazando otras. Toda la historia de la filosofía
es una demostración de esta peregrinación constante del hombre en busca de
ideas que le den certidumbre. Pero la certidumbre nunca vendrá de las ideas del
intelecto. Nos llegará de lo único que es cierto, de la realidad misma. Si no
abrimos nuestras facultades, nuestro corazón y nuestra mente a la intuición que
tenemos de esta única realidad no entrará nunca en nosotros la certidumbre
real, total, definitiva, que no viene de una adhesión intelectual sino de una
experiencia, de una evidencia permanente. Hay que hacer esta transformación,
tenemos que llevar a cabo este trabajo de apertura, de sintonía y de
receptividad. Hemos de vaciarnos de nosotros si queremos vivir llenos.
A medida que cultive la oración de esta manera, iré
descubriendo que ese proceso de relación con Dios es algo que se puede mantener
durante todo el día, si no con la intensidad de los momentos, de la media hora
o de la hora dedicada exclusivamente a mi entrevista con Dios, sí por lo menos
de un modo muy vivo, muy claro, que se mantiene incluso a pesar de las cosas en
las que estoy ocupado, atendiendo a asuntos importantes que acaparan mi
atención. Hay un nivel más profundo de nuestra mente, como hay un nivel más
profundo de nuestra afectividad que permite que ese proceso de conocimiento y
de relación activa con Dios se sostenga, se mantenga paralelamente a mi
actividad ordinaria. Entonces la oración se convierte en un proceso constante.
Se puede estar hablando, discutiendo, estudiando, comiendo, diciendo chistes,
pasándolo bien y al mismo tiempo seguir ese proceso interior.
Poco a poco voy descubriendo en mí ese circuito
maravilloso que existe: yo me proyecto a Dios y entonces Dios se proyecta hacia
mí. Repito, Dios, la fuerza superior, la causa superior, la energía superior,
la mente superior, el amor superior, son nombres distintos de la realidad que
aquí llamamos Dios. Y existe este circuito constante, este proceso permanente:
yo hacia El y El hacia mí, yo hacia El con todo mi ser, con toda mi mente, con
todas mis fuerzas, El hacia mí dándome más fuerza, más claridad, claridad que
se traduce en intuiciones concretas a la hora de vivir y de actuar, a la hora
de hacer las cosas, lo que tengo que hacer, lo que conviene que haga desde
todos los puntos de vista. A medida que yo aprenda a ser fiel y a estar atento
El me da fuerza y capacidad, fuerza para aguantar calamidades ante las que
otros se desmoronarían y a mí me dejan ahora sereno, tranquilo, porque no me
apoyo en el exterior, sino que estoy recibiendo una fuerza real que no tiene
límites y que no falla nunca.
c) Dios a través de mí
hacia el mundo
A medida que voy cultivando esto y al mismo tiempo
cumpliendo con mi vida activa, descubro poco a poco que este proceso de Dios en
mí tiene una constante, que se alarga y se amplía el circuito dinámico de
energías del amor y entonces es cuando me doy cuenta de la acción de Dios en mí
y a través de mí y de toda mi conducta hacia el mundo. Toda mi actividad se
convierte en un modo de expresión de la energía, de la voluntad, del amor de
Dios. De modo que estoy convirtiéndome en un instrumento en sus manos, en un
medio de su expresión a nivel humano. Me doy cuenta de que el circuito se ha
ampliado.
d) Dios a través del mundo
hacia mí
Después hago otro descubrimiento en una fase más avanzada: No sólo es que yo hago
lo que he de hacer porque me viene de Él y siento que he de hacerlo pues así lo
expreso a El a través mío; sino que poco a poco descubro que en los demás, en
su, interior, está ocurriendo exactamente lo mismo que yo siento en mi
interior,- hay esta presencia, esta inteligencia, esta luz, esta fuerza, esta
realidad. Aunque él tal vez no se entere, aunque esté soñando despierto.
Entonces empiezo a descubrir que, aparte del ciclo de «Dios en mí y a través de
mí hacia el mundo», existe también otro circuito: «Dios a través de los demás
hacia mí, Dios a través del mundo y a través del prójimo hacia mí.
A partir de este momento el proceso que era un
diálogo entre dos personas, yo-Dios, Dios-yo, se convierte en un proceso
dinámico en que se repite lo mismo pero pasando por el mundo: «Dios a través de
mí hacia el mundo, Dios a través del mundo hacia mí». Es un circuito en el que
ahora entra el mundo, en que todo lo exterior; todas las personas, todas las
circunstancias las vemos engarzadas experimentalmente, no ya sólo en
virtud de la fe. La fe también puede intervenir pero es que cuando hay
experiencia ya no es mera fe, es evidencia. Se descubre en el otro la misma
fuerza, la misma realidad que en mí, que Dios se está expresando constantemente
detrás de todo, que en realidad yo no estoy hablando a través de ella. Es un
misterio de una grandeza y de una solemnidad extraordinarias pero que no
obstante se puede controlar y experimentar.
e) Dios se disfraza de todo
Aprendo a ver a Dios en los demás, a comprobar que
Dios se disfraza de padre, de hijo, de amigo, de enemigo, se disfraza de bueno
y se disfraza de malo y en mí se disfraza de mí. Aprendo a vivir esto
paralelamente a todas las incidencias de mi vida concreta, porque todo sigue
igual pero a pesar de seguir todo igual, parece todo completamente distinto,
porque todas las cosas están iluminadas desde el centro. Lo que era opaco se
convierte en transparente, lo que parecía vacío de repente está lleno, y está
lleno de realidad, de vida, de la misma vida que me hace vivir a mí. Son
procesos que ahora parecen poesía, filigranas, cosas figuradas, pero el
desarrollo y el trabajo interior conducen a esta experiencia y esta experiencia
lleva, evidentemente, a la perfección del amor.
Observaciones
sobre la perfección
La perfección del amor no somos nosotros quienes la
hemos de alcanzar. Muchos tenemos la obsesión de la perfección. Dejemos la
perfección para los que se preocupan de sí mismos. Preocupémonos dedo bueno, de
lo que vale, de lo que tiene realidad intrínseca. No me he de preocupar de si
ahora soy un poco mejor que antes o un poco peor, de si he ganado tanto o
cuánto en perfección cuando hay otras cosas tan importantes en las que pensar,
en las que vivir y en las que apoyarme. Pensemos, abrámonos a la noción de Dios
en tanto que amor, en tanto que fuerza. ¿Me abro más a esto?, ¿dejo paso libre
a esto?, ¿cómo puedo hacerlo para que yo viva más esa plenitud interior de
fuerza, de realidad? Esto es lo importante, dejemos la perfección para los que
solamente gustan de teorizar sobre la perfección.
Nosotros no hemos de ser perfectos según la idea que
habitualmente tenemos de ser perfectos; nuestra perfección consiste en poner
disco verde para que pase libremente la fuerza de Dios en nosotros. Mi
perfección consiste en que mi mente se abra y esté abierta, despierta,
sintónica y armónica con la mente de Dios, en que mi corazón esté abierto de
par en par para que Dios se exprese a través de mí con toda la fuerza de amor
que soy capaz de expresar y en que todas mis energías vitales estén también
sintonizadas con esa fuente de energía que es Dios. Esta es mi perfección. La
perfección no consiste en yo en tanto que individuo, sino en mi yo en
tanto que canal, yo en tanto que elemento de conducción, yo en
tanto que estación de enlace. La perfección consiste de un modo interior en
llegar a lo que es perfecto y lo que es perfecto es Dios. Lo que pasa es que si
queremos interpretar la perfección amarrados a la idea del yo, es claro que
todo quedará completamente revuelto. No soy yo en tanto que fulanito de tal el
que ha de ser perfecto. ¡Ni hablar! Yo personalmente tengo muchos defectos,
pero esto no me ha de perturbar ni un momento, ni merece la pena que piense en
ello a no ser que con ello cause un daño real a alguien. Lo que me ha de
preocupar es la verdad, la bondad, el amor, la belleza, lo bueno. Que me llene
de lo bueno, que lo bueno pase a través de mí, que la realidad, el amor tengan
paso por mí. Lo demás no tiene importancia. Al fin y al cabo ¡qué importa si
tenemos dos, tres, diez defectos, cuando hay una realidad maravillosa a la que
puedo abrirme y que puede pasar a través de mí!
Hemos de ser menos egocéntricos incluso en lo que se
refiere a la perfección y a la virtud. Toda perfección viene de Dios. Pues ¿por
qué andar con tanta tontería de si yo soy un poco más perfecto o un poco menos?
Para mí lo más abreviado es abrir la puerta y que Dios pase, es el camino
mejor.
Lo digo porque todos los problemas que tenemos en el
amor son problemas de contraposición, de lucha del yo. El yo quiere defender su
individualidad, sin darse cuenta de que todo lo que da fuerza al yo es Dios, de
que sólo es yo en su plenitud cuando se abre a Dios. Si el yo existe en la
medida en que Dios está dando la fuerza, la realidad, no hay duda de que cuanto
más abra el yo, más pleno, auténtico y real será ese yo. O sea, yo vivo mi
máxima realidad en el momento en que me abro del todo a Dios, entonces vivo de
golpe Dios y el yo.
En cambio si quiero defender el yo mediante la
acumulación de tales cualidades, de tales energías, o de tal perfección, sigo
un camino absurdo, pues estoy encerrando una fuerza extraordinaria dentro de
una idea pequeñita, la idea del yo.
Hemos de ser menos mezquinos, hemos de ser más
osados, hemos de atrevernos a aspirar a mucho más. Si creemos que el amor puede
existir en algún sitio hemos de arremeter contra él o a favor de él y abrirnos
a él. Nos conformamos con medianías cuando en el fondo estamos aspirando a algo
más. ¡Y luego nos quejamos de que lo pasamos mal! Si tenemos la solución en
nuestro poder, en nuestra capacidad de abrirnos a esa fuerza interior. Es esto
lo que hemos de hacer en lugar de perder el tiempo quejándonos. Entonces
encontraremos qué sentido tiene la vida. De repente la vida se llena de
sentido. Los problemas del mal, de la miseria, de la injusticia, del dolor,
todos se iluminan. No es que desaparezcan o que no los mire o no los vea. No,
los problemas están ahí, pero están ahí llenos de luz, llenos de sentido, de un
sentido que ahora, con nuestra mente apagada, es muy difícil de ver.
A los que están intranquilos porque buscan amor les
aconsejaría que cultivasen esta actitud y entonces verán que el amor concreto y
los problemas humanos que tenemos respecto al amor se solucionan y se sitúan en
su sitio como por ensalmo.
Quizás se pueden figurar que estoy diciendo que
empiecen por lo más alto. Y ¿por qué no? ¿Por qué se nos ha dicho siempre que
hemos de empezar por lo más bajo? ¡Qué importa lo que nos han dicho! ¿Puedo
empezar por ahí, está en nuestra capacidad el empezar a hacerlo? Pues
¡adelante! Porque si podemos hacer esto no tendremos que ir resolviendo
ladrillo a ladrillo los problemas concretos de nuestra convivencia humana, los
problemas de nuestra vida conyugal, de la educación de nuestros hijos, los
problemas de relación social, de responsabilidad profesional, o los problemas
de injusticia social que pueda haber. Vendrán y se resolverán, pero los
resolveremos con una visión clara de la luz central que los traspasará a todos.
No iremos a tanteo, ni a través de la prueba y del error. Los abordaremos a
través de una visión ya clara de lo que es el alma de la solución y entonces
sólo necesitaremos vestir esta solución de un ropaje concreto que es muy
distinto de andar a ciegas buscando soluciones.
II. El amor hacia el cónyuge
La convivencia, por ejemplo, en la vida matrimonial,
el, amor conyugal es evidente que entonces se transforma, que adquiere un
sentido completamente distinto. Cuando aprendo a amar a la otra persona porque
me gusta físicamente y quizás también psicológicamente, pero sobre todo porque
en esa persona yo ejercito de un modo especial la capacidad de amor que tengo,
que me viene de Dios y la amo no sólo en tanto que persona, sino sobre todo
mirando a lo que hay en el centro de ella que es el amor, si amo al amor de la
otra persona, a su capacidad de amar, a esa realidad que hay en su propio
centro, que es amor, si aprendo a quererla así, quedaré libre por lo menos un
80 % de sus reacciones personales, de si es más lista o menos, si es o no
torpe, si está a la altura de las circunstancias o no lo está, si tiene tal
defecto o tal otro, esto que se convierte en un motivo de roce constante, de
oposición, a veces de amargura y de dramas. Aprenderé a amar sin exigir, sin
depender y todo lo que me venga será de propina. Si quiero aprender a amar así
me daré cuenta de que constantemente me están viniendo cosas buenas. El no
exigir en mi actitud interior, automáticamente predispone a la otra persona a
dar, porque no se siente atacada, no tiene que defenderse, se siente segura, se
siente estimulada y se abre con mayor facilidad y nos da lo mejor que tiene,
también su capacidad de amor. En cambio si voy llevando la contabilidad de sus
defectos, de las cosas que me ha- dicho, de las cosas antipáticas que ha hecho
y llevo la suma y la resta, entonces no arreglaré nunca nada, el amor no se
arregla con sumas y restas. El amor o se arregla amando desde el centro o no se
puede arreglar.
Entonces el amor en la vida conyugal se convierte en
un medio estupendo para desarrollar y ampliar la conciencia de amor en mí a la
vez que se expresan mis necesidades personales, las de tipo sexual, las de tipo
afectivo puramente egocéntrico, la necesidad de atenciones personales, etc.
Pero, sobre todo, lo que da sentido al matrimonio, lo que le llena y da
plenitud es esa comunicación constante de centro a centro, pues el único amor
que llena es el amor que viene de Dios y que pasa por Dios. Dios en tanto que
núcleo central del amor.
Empiezo a amar al otro de un modo libre. Esto tiene
un sentido grandioso, amo porque quiero amar, porque soy amor y quiero amar. No
amo porque sino me encuentro solo, aislado, vacío. Cuanto más amo, más vivo
estoy, haga lo que haga el otro, esté donde esté, pase lo que pase, esté
conmigo o se aleje. Porque amo desde mi centro y no me apoyo en la persona
amada.
Pero ya que ha surgido el tema del amor conyugal
quizás será bueno que tratemos de mirarlo con mayor calma y con más detalle en
otro capitulo.
CAPÍTULO
IX
EL
AMOR COMO TÉCNICA DE REALIZACIÓN (III)
El
amor conyugal como medio de realización
Vamos a seguir con el tema que quedó apuntado al
final del último capítulo.
Decíamos que cuando nuestra vida afectiva está
cultivada, intensificada y centrada en Dios abre una perspectiva completamente
diferente en lo que se refiere a la convivencia dentro del matrimonio, en la
vida conyugal.
Ahora desearía hablar específicamente de este tema,
aplicando a él algunas ideas dichas anteriormente acerca del amor. En el fondo,
todas estas cosas ya las sabemos. No vamos a descubrir nada nuevo. Quizás más
que nada sea una recapitulación, un recordatorio de puntos que, a veces, por demasiado
sabidos, los olvidamos y otras muchas veces nos ocurre que las preocupaciones
de cada momento de la vida nos oscurecen la visión de las cosas más, más
profundas e importantes.
Esto, desde luego, es un grave error, porque las
cosas pequeñas de cada día sólo encuentran su sentido cuando las vemos en
función de las que son básicas, desde la perspectiva de la totalidad. Es algo
que no deberíamos olvidar nunca. Todos los problemas que se nos plantean en la
vida diaria, o por lo menos una inmensa mayoría de ellas, tanto si se refieren
a nuestra vida social, de convivencia humana, como a nuestra vida profesional,
a nuestra vida afectiva o a nuestra vida conyugal, nacen de que empezamos a ver
algo que va en contra de nuestros deseos o de lo que consideramos correcto, o
de nuestras aspiraciones o idealización, y ese algo se nos pone en el ojo como
una paja que poco a poco va aumentando de tamaño y nos va impidiendo ver todo
lo demás.
Las pequeñas cosas se convierten en grandes
obsesiones y llegan en ocasiones a obstaculizar una vida de relación humana más
positiva, más armónica, más de acuerdo con nuestra verdad. Después dejamos de
ver esto al cabo de varios o muchos años, pasado el tiempo, y decimos i qué
tontería! Pues a fin de evitar estas tonterías, de vez en cuando es conveniente
examinar las cosas para llegar a centrarnos, a poner nuestras ideas y nuestros
sistemas de valores en su verdadero sitio.
Quizás el tema quede algo deshilvanado, pero esto no
les ha de extrañar: espero ya estarán acostumbrados a ello. Saben que para mí
las ideas más importantes no son usualmente las que uno prepara y calcula de
antemano, sino que las que se crean y salen sobre la marcha.
La
actitud básica en la vida conyugal
El amor en la vida conyugal puede llegar a ser -y
siempre debería serlo- un camino de realización, un sendero para encontrar
nuestra realidad profunda, para llegar a la plenitud. Pero para que
verdaderamente pueda conducirnos a este resultado, el amor dentro del
matrimonio ha de reunir unas condiciones, unos requisitos. Mejor dicho, somos
nosotros quienes hemos de poseer esas condiciones y requisitos.
En primer lugar yo diría que es necesario adoptar
una de las dos actitudes siguientes:
- o bien una actitud de cultivo intenso, claro, como
hemos apuntado en días anteriores, de nuestra vida interior, de nuestra
conciencia de nosotros mismos, que se apoye en nuestro eje profundo o en la
raíz de donde procede nuestro eje profundo, que es Dios, y que se apoye en este
eje profundo de un modo consciente, convirtiéndolo en experiencia viva, que «mi
actitud» de cada día, de cada momento sea estar centrado en «mí» y no depender
del exterior, cultivando como objetivo máximo la vida espiritual en el sentido
dinámico en que la entendemos,
- o bien -y esto interesa más bien a las personas
para quienes la vida espiritual no tiene de momento un sentido sustantivo- una
actitud firme de estar constantemente aprendiendo a amar en la vida conyugal y
a perfeccionarse en el amor. Amar en cada instante, día a día, de un modo nuevo
y de un modo mejor. Evitar la tendencia que tenemos a dormirnos, a caer dentro
de los automatismos, dentro de los hábitos en los que toda cosa viva queda
apagada y muerta.
Es una experiencia que podemos ver en cualquiera, si
miramos a nuestro alrededor o quizás dentro de nuestra propia casa. Veremos que
una vida afectiva que en un momento hemos vivido muy intensa, muy plena y
significativamente, después, por unas circunstancias u otras, va palideciendo,
se va apagando y se convierte prácticamente en una mera aceptación sin vida
alguna, sin interés, sin profundidad, sin dinamismo. Eso de estar dos personas
juntas y de no actuar profundamente cada una sobre la otra, esta convivencia
aparente pero sin interacción es el drama tremendo de la vida conyugal en
nuestra época moderna. Las personas parecen vivas, pero por dentro no lo están
o lo están muy poco. Vida quiere decir sentir intensamente, renovarse, estar en
constante transformación y en constante proceso creador. Mientras estemos
vivos, hemos de tener permanentemente en nuestra conciencia estas
características. Cuando nos aburrimos, despertémonos porque algo está a punto
de morir dentro de nosotros.
Es preciso que haya esa actitud de buscar
interiormente la forma de vivir con sinceridad, con profundidad, con totalidad
la situación afectiva que la vida conyugal nos presenta en cada momento y que
también en cada momento nos pide y nos exige respuesta.
Cómo
aprender día a día a amar de nuevo y de mejor manera
De la primera opción o actitud de estas dos que
hemos indicado ya hablamos el otro día y lo dejamos por conocido. Hoy desearía
mirar la segunda opción que hemos propuesto para convertir nuestra vida
afectiva conyugal en algo creador, que nos permita encontrarnos a nosotros
mismos y llegar a una plenitud auténtica.
1.º Mantener una distancia interior que permita la
visión
Primeramente unas condiciones de tipo general,
aparte de la que he dicho de vivir con esa intensidad, que es fundamental.
Yo diría que para aprender a perfeccionar el amor
una de las cosas importantes es que aprendamos a mantenernos separados de la
persona que amamos. Que aprendamos a mantenernos interiormente distanciados de
la persona que amamos.
Siempre se nos ha dicho que para amar hemos de estar
unidos, identificados, compenetrados, formando una sola unidad en todos
sentidos con el otro. Está bien, no digo que no. Pero sí afirmo que también
hemos de aprender a estar separados. Separados quiere decir que yo he de
aprender a ser yo mismo, a tener una actitud de conciencia mía plena, profunda,
serena, sólida, de modo que nunca confunda a la otra persona y sus reacciones
conmigo mismo, con mi realidad. Que aprenda a tener siempre una capacidad de
visión objetiva de la otra persona. Y eso es imposible hacerlo si estoy
totalmente apegada e identificado con la otra persona.
Es curioso que para poder amar mejor tengamos que
separarnos, pero esto quizás no nos extrañe si nos damos cuenta de que también
ocurre en otros aspectos. A veces para ver mejor un objeto, una cosa, hemos de
ponernos a distancia, aunque después la miremos desde lo más cerca posible. El
conservar la distancia interior nos permite percibir a la otra persona con más
objetividad, comprender sus reacciones, estudiarla mejor y por lo tanto
aprender a actuar en consecuencia. Si no hay esa capacidad de visión «yo que
miro algo aparte de mí» no hay posibilidad de manejo de la situación y eso es
lo que ocurre constantemente en los conflictos conyugales. Entre las consultas
que he tenido en mi vida como psicólogo quizás las que más bien han abundado
han sido sobre problemas en la vida conyugal. Y la mayor dificultad no ha
consistido nunca en el problema en sí; el problema teñía o no tenía solución,
según los casos, pero se podía ver claro, se podía manejar. Lo difícil de la
situación siempre ha sido que la persona estaba tan metida dentro de la
situación que ni podía verla. Para esa persona -sólo lo comprenderá del todo
aquel que haya tenido conflictos interiores con personas muy allegadas-, el
sentimiento de protesta, el sentimiento de desengaño o de desilusión, o el
sentimiento de amor propio herido es tan fuerte que es lo único que se ve y
todo lo demás se mira, se valora, se juzga en función de este amor propio
herido. Desaparece por completo la capacidad de ver las cosas con un poco de objetividad.
La persona confunde su amor propio herido con una reacción motivada por algo,
con un problema quizás de susceptibilidad que tiene pendiente de otras épocas
de su vida. Y cuando una persona se encuentra tan enmarañada que su mente está
metida dentro del conflicto afectivo, no hay posibilidad de manejo de la
situación, sufre mucho, protesta y hace sufrir a los demás. La convivencia se
convierte en una guerra civil y no hay modo de encontrar salida.
La verdadera solución en estos casos es siempre ésta
separarse de la persona de que se trate, de la mujer o del marido, físicamente
si se puede y sobre todo, de pensamiento, poner distancias, lo que no significa
romper con ella. La distancia me permitirá volverme a situar en mi centro y una
vez allí, mirar desde mi centro de nuevo la situación. Se abre así la única
posibilidad de una visión objetiva y por lo tanto de una solución.
Otro problema que ya hemos tratado en otra ocasión
es que cuando hay conflictos, la persona se siente tan herida que eso le impide
ver cualquier otra razón. Está uno entonces tan crispado sobre la afirmación
urgente y rabiosa de su yo respecto a aquella situación, respecto a las
palabras que se han dicho, a la actitud o a la conducta adoptada, que no hay
nada que se pueda ver con objetividad y por lo tanto no hay posibilidad de
acción resolutiva.
Por eso, digo, es preciso que aprendamos a mantener
una distancia, a estar muy junto al otro y a la vez muy lejos de él. Y esto
solamente será posible cuando no nos apoyemos exclusivamente en el otro, cuando
hayamos alcanzado madurez psicológica suficiente para que yo sea consciente de
mí, no de mis ideas, de mis deseos, de mis caprichos y de mis problemas, sino
de mí en tanto que sujeto, de mí en tanto que fuerzas creadoras, en tanto que
energía de vivir, que capacidad de comprender y de amar, que esto es tomar
conciencia de mí en tanto que sujeto. Esto me permitirá entonces conservar mi
identidad, mi plenitud de conciencia en el momento en que me abro y entrego.
2.º Vivir también muy cerca de la persona amada
Será preciso también que viva muy cerca del otro,
tan cerca que resuene dentro de mí, tan cerca que el interior del otro sea
parte de mi propio interior. Y éste es el misterio más grande, más tremendo que
estamos viviendo todos los días sin darnos cuenta: Cómo a través de la vida
conyugal bien vivida, es decir, conscientemente vivida, aprende uno a ensanchar
la propia mente, la propia conciencia de modo que llega a completarse a sí
mismo a través de los valores del otro, cómo llega a actualizar resortes,
facultades que por sí mismo no podría actualizar y gracias a esta apertura, a
esta compenetración con el otro estas facultades se van abriendo paso y
manifestando. Y cuando la persona actualiza las que ya tenía y ahora las
nuevas, gracias a este proceso constante de búsqueda y de transformación que la
vida dinámica del amor conyugal exige, entonces llega a una auténtica y plena
maduración.
3.º Mis varios niveles en la vida conyugal
Mirando el aspecto concreto de la vida conyugal
encontramos que el amor se manifiesta a través de varios niveles y adquiere a
través de cada nivel una fisonomía propia. Ya hemos hablado en otras ocasiones
de que una tic las causas de conflicto, de tensión en nuestro interior es que
en nosotros no hay organización, no hay integración entre los varios niveles de
la personalidad. Por un lado están nuestras necesidades o deseos o apetitos
físicos. Por oteo lado, nuestra afectividad y nuestra sensibilidad estética.
Por otro distinto nuestra razón y quizás nuestras aspiraciones espirituales. Y
esto no está perfectamente integrado en una sola unidad, son, elementos
complejos que no han llegado a convertirse en un organismo, factores dinámicos
cada uno de los cuales tira por su lado y el hombre trata de mantener un equilibrio
en medio de tantas tensiones y tendencias contrapuestas.
Precisamente el amor, cuando se vive intensamente
con una sinceridad y una concienciación profunda, conduce a una integración y
esto a través de un proceso muy importante.
Recordarán que en nosotros hay un nivel
físico-instintivo, un nivel afectivo -y éste tiene dos aspectos, el afectivo
egocentrado y el afectivo diríamos altercentrado, altruista- y un nivel mental
-también con dos aspectos el mental egocentrado y el mental impersonal.
En cada uno de estos niveles el amor se expresa en
un lenguaje propio, se presenta con unas exigencias especiales. Pero lo curioso
del amor es que abarca todo lo que son componentes y exigencias de los niveles
más inferiores y los funde, los transmuta en los valores propios del nivel más
elevado en que es capaz de funcionar el amor. Si yo aprendo a tener un amor de
tipo altercentrado, es decir, un amor centrado en el otro, todo lo demás sigue
existiendo, pero poco a poco viene una puesta en orden de mis apetitos sexuales,
de mis necesidades o tendencias de mimo, de mi necesidad de posesión o de
dominio del otro y todo ello poco a poco se va fundiendo en esa unidad del amor
centrado en el otro. Se produce una transformación sutil pero muy clara y firme
de nuestra personalidad. Por eso el amor tiene un efecto fundamentalmente
transformante, cuando se vive con sinceridad, que no quiere decir siempre con
apasionamiento. Vivir el amor con sinceridad es vivirlo en cada instante de la
vida. No sólo cuando interiormente siento una ola que me empuja a unas
demostraciones afectuosas más o menos impetuosas o impulsivas, sino cuando el
amor se convierte en una fuerza cada vez más profunda y más serena pero más
constante y más firme.
A) El amor físico. He de aprender a distinguir
cuando se manifiesta en mí el amor a través de las exigencias de los varios
niveles. En un nivel físico que va relacionado con el nivel instintivo, está el
amor físico. Muchas personas de tendencia, diríamos espiritualista, se inclinan
por lo menos en teoría, a menospreciar el amor físico. Yo desde aquí quisiera
lanzar mi voz para decir: ¡cuidado! ¡No digamos tonterías!, el amor, todo él,
es sagrado, todo es extraordinario, todo es inmenso. Amar a través del cuerpo
es tan extraordinario como el amor que- consideramos más espiritual. El amor a
través del cuerpo puede ser un amor tan espiritual como el amor de la más alta
contemplación. Porque la calidad del amor no depende para nada del mecanismo o
del lenguaje que utiliza para expresarse, de la forma exterior, sino que
depende del nivel de conciencia desde el que se vive, de la altura interior, de
la calidad del sujeto, del estado de conciencia. Por lo tanto no digamos que el
amor físico es un amor inferior. Podemos decir que el amor físico puede vivirse
de un modo inferior, correcto. Pero con eso no condenemos el amor físico. El
amor físico es estupendo. Todo está bien puesto, pero la educación recibida,
que nos han dado un poco rabiosamente, nos ha hecho mirar los aspectos del amor
físico como algo desagradable y reprobable. No hay nada feo, lo feo es sólo la
mentira, lo feo es sólo la oscuridad.
Hemos de aprender a vivir el amor físico de un modo
sincero, auténtico, sano, directo, sin tonterías, gazmoñerías, ni posturas
completamente inadecuadas. Pero para que el amor tenga ese efecto realizador es
preciso que yo aprenda a vivirlo centrado cada vez más en mi interior,
sintiendo que esa fuerza extraordinaria que se está expresando en mí tiene una
raíz en mi interior, he de aprender a descubrir cada vez más, a sentir más, a
abrirme más a esa raíz interior y extraordinaria que empuja a la humanidad a
amarse a pesar de todos los obstáculos, a pesar de todas las dificultades y a
pesar de toda la educación.
Hemos dé aprender a descubrir este impulso dentro de
nosotros, aprender a sentirlo cada vez más en su origen, a ir lo más cerca
posible de la fuente. No es preciso que entremos aquí en detalles sobre
aspectos fisiológicos del amor físico porque no es nuestro objetivo. Pero de
esas ideas generales ya se deduce claramente lo que queremos decir. En
principio no tengamos miedo a nada, pero seamos siempre bien conscientes y
sepamos asumir la plena responsabilidad de lo que hacemos. Sin embargo no hemos
de confundir la responsabilidad con el miedo. A medida que la persona madure en
su comprensión interior, en su capacidad de amar de un modo más profundo y más consciente,
automáticamente verá de un modo más claro lo que debe hacer y cómo debe hacerlo
incluso en el plano del amor físico.
B) Amor egocéntrico: posesión y servicio al yo. Viene después
otro nivel que es el amor, diríamos infantil, el amor que está centrado en la
propia afectividad. Necesidad de ser amado con mimo, con un cariño muy
sensible. Es un amor que está ampliamente surtido de sentimentalismo. Pero este
amor infantil lo tenemos todos, porque en nosotros hay el niño que éramos de
pequeños, hay el adolescente y también la persona madura que ahora podemos ser.
Está todo en nosotros, no creamos que ha desaparecido. Por eso sentimos a veces
una necesidad caprichosa de ese balanceo amoroso de tipo infantil. En su propio
nivel esto es correcto: en la edad infantil era la perfección, en la edad
adulta no es la perfección, sino un residuo, que hemos de aceptar, lo cual no
significa que nos hayamos de quedar ahí. Aceptar quiere decir que hemos de
sentirlo, comprenderlo, no querer disimularlo ni negarlo, pero sí trabajar para
que la fase más madura del amor se desarrolle en nosotros. Y sólo cuando se
desarrolla esta fase más madura, desaparecerá del todo la infantil. Pero querer
esconder lo infantil es, a su vez, infantil, tan infantil como la actitud del
niño que ha cogido algo y cuando le llama su madre, pone las manos en la
espalda para que ella no vea lo que ha cogido.
Las actitudes infantiles sólo desaparecen mediante
el desarrollo, el crecimiento y la maduración. Por eso no hemos de temer los
rasgos infantiles que tengamos en nuestro nivel afectivo, ni siquiera
disimularlos. Verlos, comprenderlos y aceptarlos, y paralelamente a su
aceptación trabajar para poder amar de un modo más intenso y con más
comprensión del objeto o persona amada. Esto es lo que nos conducirá a una
maduración en el amor, lo único que nos permitirá que estos residuos infantiles
desaparezcan. Cualquier otra maniobra es un engaño ineficaz, porque
evidentemente querré hacerme la ilusión de que ya no tengo nada infantil,
intentaré ocultarlo a los demás, pero me estará saliendo por todos los lados a
pesar mío.
Viene después el amor que también es egocentrado
pero que tiene un carácter más manifiesto, que actúa más. No busca tanto que me
digan, que me hagan, que me den, sino que es más dinámico, dinamismo que está
completamente centrado en mi yo personal. Es ese tipo de amor posesivo propio
de la persona que está esperando que los demás se pongan a su servicio, ese
afán que tienen muchas personas de dominar a los demás, de convertir a los
demás en instrumentos a sus órdenes. Es otra fase algo más avanzada, pero
inferior todavía y sólo una comprensión, una maduración interior puede hacernos
cambiar. No podemos dar aquí la receta que consistiría en desarrollar la fase
siguiente o fase superior que vamos a exponer ahora.
Estas cosas las tenemos todos, lo único que aconsejo
es que cuando surjan en nosotros, no nos distraigamos, que aprendamos a darnos
cuenta de que existen y que son tal cosa y tal es su nombre. Estatoma de
conciencia es suficiente si paralelamente estamos trabajando para desarrollar
algo superior. No hay que hacer nada más, ni que reprimir nada, si no perjudica
directamente a otro. Pero incluso si es algo que perjudica a otro, por ejemplo
la ira, la protesta que sale de modo ofensivo, entonces evidentemente hay que
reprimir, hay que evitar que salga; sin embargo, ¡cuidado!, no nos lo hemos de
callar en nuestro interior. Debemos tomar claramente conciencia de aquello: «en
mí hay esa tendencia a la ira», «en mí hay esa inclinación a querer barrer de
mi presencia en ciertos momentos a las personas que no se ponen a mis órdenes o
a las que no cumplen lo que exijo de ellas». Nada más: exteriormente, represión
de todo lo que es manifestación violenta o agresiva, pero interiormente toma
de conciencia.
C) Amistad y colaboración: convivencia. Viene después
otro nivel en el que uno empieza a interesarse por el otro y aquí el amor
empieza a ser ya muy bonito. Es el nivel que podemos llamar de la amistad, en
el que yo acepto que el otro tiene su propia personalidad, que es una persona
por lo menos tan importante como yo mismo, y trato de relacionarme con él.
Estoy hablando todo el tiempo dentro de la vida conyugal, aunque puede
aplicarse evidentemente también en nuestra maduración psicológica afectiva
general.
Este nivel de la amistad es uno de los más
importantes en la práctica, porque nos permite la convivencia viva, activa,
dinámica. Hay muchas personas que no saben convivir. O los demás se ponen a sus
órdenes, o son ellos los que cumplen órdenes. No saben aceptar una relación de
tipo horizontal, viven estableciendo siempre una relación de arriba a abajo o
de abajo a arriba, de superior a inferior o de inferior a superior como si no
fuese posible otra cosa. Sin embargo esa relación horizontal que se inicia
cuando descubro que hay otras personas que sienten y viven como yo, y aprendo a
aceptarlas, a comprenderlas, a relacionarme con ellas constituye una de las
fases más bonitas en el amor.
El cultivo de este nivel se basa en primer lugar en
un afecto hacia el otro y en segundo lugar en un respeto hacia el otro. Afecto
y respeto. Respetar el modo de ser del otro, la personalidad del otro y seguir
yo manteniendo la mía, pero no querer que el otro sea como yo, no imponer mis
ideales, mis normas, sino sencillamente aceptar al otro tal como es. Entonces
comunicarme, relacionarme con él en lo que tenemos de común o en lo que tenemos
de complementario.
Esto hay que aprender a cultivarlo, porque es
fundamental. En la vida conyugal la mayor parte del tiempo se pasa precisamente
de esta manera, en convivencia. Y si no se ha cultivado esta capacidad
de interesarse por el otro, de respetar al otro, ¿cómo se puede hablar de una
vida de colaboración, de una vida de compenetración, de ayuda mutua? No hay que
perder nunca el respeto al otro ni cuando estamos enfadados, ni cuando nos
sentimos ofendidos, ni cuando el otro ha hecho las cosas más graves. No hay que
dejar de ser nunca personas ni creer que los demás dejan de serlo. En la convivencia,
el respeto al otro es el rasgo típico de la persona que tiene una dignidad
interior, una comprensión a nivel humano. No hablamos de cosas superiores,
simplemente a nivel humano.
Es ahí donde yo diría que se está fraguando la
capacidad de desarrollar el amor superior. El amor superior hace cuando yo
aprendo a ir admirando al otro, a ir interesándome por él, a descubrir quién es
y cómo es. Porque es evidente que no podré amar de veras a alguien si no sé
quién es, ni cómo es, si no conozco en qué consiste su vida. Se habla mucho de
que hemos de conocer a la gente, pero ¿qué es conocer a la gente? No es saber
que una persona mide 1,70 m. y que su nariz es así, que tiene tal defecto y tal
cualidad. Esto no es conocer a una persona. Conocer a alguien es saber lo que
siente, lo que piensa, lo que desea, lo que teme, a lo que aspira, los miedos
que tiene dentro, las ambiciones, los prejuicios, sus anhelos más grandes, sus
ilusiones, sus esperanzas, sus recelos, sus inquietudes. Conocer todo esto que
es lo que tiene realmente vida y sustancia en el interior del otro, lo que está
dando sentido a su vida, lo que le empuja a vivir. Si no conocemos eso, no
sabemos nada de las personas. Y, ¿cómo podemos amar de un modo adecuado, si
desconocemos el modo de ser de la persona amada?
Examinando ese punto con sinceridad, creo que
descubriremos que conocemos muy poco de las personas a quienes decimos que
amamos tanto. Nos hemos hecho un cliché mental a través de impresiones
exteriores, a través de sus reacciones a lo largo de los años, hemos adoptado
una actitud de conducta, una postura interior y ahí queda todo. Conocer a una
persona es empezar a descubrirla cada vez de nuevo, es aprender a mirar a la
persona cada vez con ojos completamente nuevos, como si fuera la primera vez
que la viéramos, interesándonos en percibir qué es lo que pasa por dentro, qué
siente, qué vive. Si no descubrimos qué es lo que la persona está viviendo por
dentro, lo que la hace vivir, no sabremos nada de ella, estaremos frente a un
extraño. ¿Cómo nos ha de extrañar entonces que surjan fricciones, que nazcan
dificultades en la convivencia, en la mutua comprensión?
Es importante que veamos esto detenidamente. Estamos
tan apoltronados en la superficie de las cosas, que para nosotros la persona es
sólo su forma física y sus manifestaciones exteriores, sus gestos, su mímica,
sus palabras y de ahí no pasamos. Pero eso no es la persona, es sólo la máscara
de la persona. La persona está dentro, lo que vive está dentro, y si no
percibimos lo de dentro, si a través de nuestro interior no sintonizamos con el
interior de los demás, no sabremos nada en absoluto de los demás. Por lo tanto
no podremos amar de un modo adecuado; podremos amar de un modo general, pero no
particularmente
El otro día hablamos del amor impersonal, de lo
estupendo que es y que constituye el fundamento interior de la vida. Pero ahora
estamos tratando del amor en un plano concreto y todo lo importante que el otro
día decíamos que era aprender a amar no a la persona, sino al amor mismo, hoy
que nos referimos al aspecto concreto humano decimos que hemos de conocer a la
persona por dentro de un modo claro, preciso, particular. Esto sólo exige ya un
trabajo permanente de descubrimiento, de investigación. No lo descubriremos
sometiendo a nuestra esposa, a nuestro marido a un examen psicotécnico.
Únicamente podremos conseguirlo cuando nos pongamos en una actitud receptiva,
atenta interiormente, estando en presencia del otro, cuando, aprendamos a hacer
silencio en nosotros para que la vida del otro resuene en nuestro interior.
Aprendiendo a estar en silencio y con serenidad
frente al otro, la vida del otro se moviliza dentro de mí, me mueve en mi
interior, como si mi interior fuese un espejo o un lago que reflejase las
imágenes que le vienen del exterior.
Así, pues, puedo llegar a intuir, a vivir de un modo
directo, claro, seguro la vida de mi consorte. Puedo conocer más cosas, las
cosas más importantes de esa persona querida, lo que tiene más valor para ella,
porque lo que tiene más valor para ella, lo que está detrás de toda su conducta
es exactamente lo que está detrás de mi conducta, las fuerzas que la movilizan,
el objetivo que consciente o inconscientemente está buscando, el argumento de
su vida es exactamente el mismo, idéntico que el mío, aunque la forma de
expresarlo sea diferente. Variarán el lenguaje y las formas particulares, pero
el argumento, la tesis es idéntica a la mía. Por eso, si no soy consciente de
mí, no puedo ser consciente de nada más. En cambio el ser consciente de mí es
la base para ser consciente de todo lo demás. Cuando soy consciente de las
fuerzas que me hacen vivir, de que toda mi vida gira alrededor de la necesidad
de afirmarse, de la necesidad de ser y de expansionarme, entonces descubro que
esa necesidad de plenitud, esa necesidad de ser es exactamente la misma que
está moviendo al otro. Y veo también que esta necesidad de ser se manifiesta en
mí a través de mi deseo de ser fuerte, de ser inteligente, de ser estable, de
tener serenidad, de contar con apoyos económicos, con un apoyo social de ser
considerado como inteligente y de toda una serie de cualidades que para mí, en
mi nivel personal, me dan una sensación de solidez, de confianza, de afirmación
de mi propio valor.
Cuando me doy cuenta de que esto funciona en mí -no
cuando lo acepto pasivamente porque alguien me lo dice, que esto no sirve para
nada-, cuando lo descubro observándolo personalmente en mi vida diaria, cuando
siento que es una fuerza viva, una motivación directa de mis movimientos, de mi
conducta, de mi modo de hablar, es cuando puedo hacer el descubrimiento de esto
mismo en el otro. Y entonces es cuando la vida del otro adquiere para mí un
sentido completo, como el de mi propia vida. Todos vamos al mismo sitio,
venimos del mismo sitio, estamos en el mismo sitio, aunque cada cual expresa
esa misma realidad de origen, de destino y de presencia a través de su idioma
particular. Entendemos la idea, la tesis, tenemos algo en lo que realmente
estamos unidos y cuando nos sentimos unidos en esas cosas esenciales,
fundamentales que son la trama secreta, básica que está detrás de nuestra
conducta, es cuando nos podemos entender bien, cuando podemos vivir con plena
aceptación mutua y cuando nuestra relación tiene siempre un carácter creador.
Si estoy ausente de mí, si no soy consciente de esa
realidad profunda y de esos dinamismos profundos, no puedo percibir los
dinamismos profundos de la otra persona y estoy hablando con una persona de
quien me separa un abismo. No hay nexo, no hay unión por mejor intención que
uno tenga. Cada paso costará un trabajo enorme y se conseguirá muy poco. En
cambio si parto de esta conciencia de unidad profunda, esa unidad de fuerzas de
origen, de destino, de acto presente, me hace sentir inmediatamente próximo a
la otra persona, siento que es de la familia y no en un sentido de vínculo
externo, sino en el sentido más íntimo. Sé que estamos yendo al mismo sitio,
que estamos sintiendo básicamente las mismas cosas.
No me costará nada entender lo que quiere la otra
persona, porque estaré viendo la idea, el deseo, la aspiración que en un
momento dado surgen de modo inesperado y lo veré en función de la fuerza viva
que hay detrás. Esa conciencia de la propia vida me dará el sentido de aquella
frase, de aquella exclamación o de aquella protesta con que la persona se
expresa. Siempre que la persona protesta es que tiene razón, tiene su razón y
no basta con que yo proteste de su protesta, con que le diga a la cara mi
razón. Es preciso que parta de su razón, que comprenda su razón. Y si no sé
cuál es su razón, su contenido, si no sé qué es lo que siente la persona y por
qué lo siente, si estoy ausente de su vida interior, no habrá forma de
consonancia mutua ni de solución de los conflictos que puedan originarse.
Otra cosa a la que conduce esta actitud de respeto y
buena voluntad hacia el otro es que yo aprendo a respetar la dirección que
lleva la otra persona, a respetar sus gustos, sus ideas, por disparatadas que
puedan parecer en comparación con las que yo considero acertadas, a respetar a
la persona con sus sentimientos, aspiraciones, temores y con todo lo que
contiene. Y cuando quiera ayudarla, no la obligaré a que venga a mi camino, no
le impondré un reglamento que me he fabricado yo, sino que la ayudaré en
función de sus propios valores, le ayudaré a seguir su propio camino, sus
aspiraciones, utilizando los medios que aquella persona tiene a su disposición.
Todo eso, claro está, tiene un inconveniente, de que
me he de preocupar mucho de la otra persona. Es decir, que nuestra tendencia
egoísta, esta tendencia a que se preocupen de mí; a que me respeten a mí, a que
me den seguridad a mí, se alarmará con este programa. Dirá: “Eso no me
conviene, no es el amor tal como creo que ha de ser”. Pero a esto no sé qué
responderles. El amor pasa por una serie de fases y esta fase dentro del
proceso de maduración consiste en la capacidad de ampliar la conciencia para
que se apoye por igual en mí y en el otro. Amor es ampliación de conciencia, es
decir que viva como realidad igualmente importante «yo» y «el otro». Esto es
una conciencia superior a la del que sólo vive su propia personalidad y da
preferencia a los demás únicamente como subordinados.
Por eso decía antes, cuando hablábamos del amor
egocentrado: «¿Qué hemos de decirle a la persona que se queja porque su esposa
o su marido no hace las cosas que ella quiere? Aprende a amar más, aprende a
enfrentarse con esos problemas, a sentir más intensamente el amor y a
comprender más a la otra persona, aprende a madurar, a ensanchar tu campo de
conciencia». Entonces la persona que venía quejándose según la fase del amor
egocentrado en que se halle, nos mirará de forma sospechosa, sonreirá y se irá.
¡Qué le vamos a hacer! Es así. Un día descubrirá que esa actitud que tiene no
es amor. Amor es conciencia de unidad, lo que supone una expansión progresiva
de la conciencia, y la actitud que esa persona tiene es aislacionista, es una
actitud de afirmación del individuo frente y en contra de lo demás. Si esa
persona persiste en esta actitud, llegará un momento en que se encontrará sola
y entonces desesperada, protestando contra todo, después de haber vivido mucho
en esta actitud hostil podrá recapacitar y tal vez vislumbrará que hay algo que
tiene que aprender, que ese amor que vive en sí misma y hacia sí misma puede
quizás descubrir cl valor y la importancia de otras personas que existen y que
pueden darle un amor con el que ella se tiene a sí misma. Entonces se asomará
al exterior para descubrir de veras a los demás.
D) Amor al otro por sí mismo. Viene después un
amor diferente cuando aprendo a estar más apoyado sobre la persona amada, más
centrado en ella, cuando empiezo a amarla por sí misma. Hasta ahora hemos
considerado la amistad, en la que yo intercambiaba algo mío, pero sin
compromiso; cada cual se mantenía en su sitio. Pero llega un momento en que el
amor es un auténtico descubrimiento. Uno descubre que lo importante es penetrar
más en la persona amada y no lo que ella me puede ayudar o comunicar, ni la
utilidad que pueda tener para mí, ni siquiera en un plano afectivo. Que lo
fascinante es el otro, el otro en sí mismo, por sí mismo. Cuando descubro que
realmente el otro tiene las cosas más estupendas e intuyo que esas cosas tan
estupendas, esa fuerza, esa calidad interior, esa sensibilidad, esa intuición,
ese algo que no sé cómo definir, pero a lo que yo aspiraba y que buscaba a
través de mí mismo está allí también, entonces es cuando viene el verdadero
enamoramiento, no esa clase de amor que en la fase inicial se llama
enamoramiento y que diríamos que viene a ser como una explosión en el nivel
afectivo. Cuando tiene lugar el enamoramiento en profundidad, cuando yo soy
capaz realmente de centrarme en el otro, de dejar aparte mis motivaciones
egocentradas, mis necesidades de afirmación personal, empiezo a encontrar
fascinante el comprender más al otro, cada vez con mayor hondura y cercanía.
Esto es estupendo, no hay duda: descubro que el amor
consiste en amar, no en recibir, que es la capacidad que tengo de expresar esa
fuerza profunda, de interesarme por los demás, de participar en sus valores, de
conocer cada vez de un modo más hondo su realidad interior. El amor adquiere
entonces un sentido completamente nuevo, una fuerza y una dirección nuevas. Es
la clase de amor que transforma, que nos asegura la permanencia del amor.
Mientras esté centrado en mis niveles personales, mi amor estará siempre
subordinado a la fidelidad del otro, a que el otro cumpla los requisitos que
necesito para mi satisfacción personal: a que sea un buen compañero a la hora
del amor físico, una persona que me comprenda, me acepte y me dé apoyo y
seguridad, una persona con la que poder hablar de mis preocupaciones, de mis
problemas o quizás de mis proyectos en la vida exterior. Siempre, de un modo u
otro, mi amor estaba condicionado. Y esto ocurre en la mayoría de las
relaciones amorosas entre los cónyuges y todos los conflictos vienen de aquí,
se deben a que el otro me falla, a que no responde a mi ideal. Las discusiones
dentro del matrimonio casi siempre tienen este argumento: cuando el otro falla,
le vuelvo la espalda; cuando hace lo que yo quiero, le pongo buena, cara. Pero
esto no es amor, es un chantaje. Y se está utilizando constantemente el
chantaje: «Si no haces esto, es que no me amas». Esto es así y lo es porque tal
persona vive sólo en función de valores personales. Y es natural que sea así;
lo que no es natural es que confundamos eso con el amor de calidad. Es una
clase de amor, sí, pero de una etapa muy elemental, un amor estupendo en su
nivel, pero respecto a los valores integrales de una persona podrá calificarse
como un amor de la edad de piedra.
E) Amor a Dios en el otro. Por último
viene la fase más elevada del amor. En realidad todas son elevadas cuando se
viven hasta el fondo. Ya lo he dicho antes, el problema no está en las
manifestaciones del amor, sino en el punto de partida. Pero partiendo de este
concepto profundo, no hay duda de que el amor más elevado que puedo tener a mi
cónyuge y lo mismo a cualquier persona consiste en amarle no sólo en sí mismo,
sino sobre todo en amar a Dios a través de él. Esta clase de amor puede parecer
que deja en segundo lugar a la persona amada y lógicamente eso quiere decir. No
obstante en otro sentido significa todo lo contrario, porque cuando yo amo a
Dios a través de la persona amada, amo por primera vez de un modo total a la
otra persona por lo que la otra persona es. Todo lo que es lo es en cuanto está
viniendo de Dios. Y cuando amo a Dios a través de la otra persona tomo contacto
con la vertiente fundamental de esa persona, me dirijo a la raíz de su propia
vida, estoy amando el amor que la hace vivir. Cuando estoy amando y
comprendiendo la razón de su existencia, la inteligencia que está dándole todo
el ser, es cuando por primera vez amo del todo a la persona. Y -cosa curiosa-
cuando amo a Dios a través de la persona quedo emancipado por completo de la
persona, se da este hecho extraño de que me siento dentro de la otra persona y
a la vez fuera de ella.
La
seguridad del amor contra toda prueba
Volvemos a lo que decía al principio, a la necesidad
de estar a la vez cerca y lejos de la persona amada. Hay una conciencia
especial por la que uno se siente realmente desde dentro de la persona, como si
estuviera situado en su propio centro, centro vivo, en lo más íntimo de la
persona y participa de todo su amor, de su sentir y de su pensar. Pero
precisamente porque uno está sintonizado y cerca de su centro no depende de las
formas, de las apariencias ni de las manifestaciones o cosas que haga o diga
esa persona. Está apoyado en lo que es inexorable, en lo inmutable, en lo
eterno. Entonces uno percibe todas las manifestaciones de la persona amada -su
forma física, su conducta, sus sentimientos, todos sus matices como una pequeña
expresión, como una expresión de esa fuerza, de esa vida que uno siente en el
otro.
Por eso queda emancipado de los problemas: No hay
dramas, es imposible que haya dramas cuando uno ama a Dios a través del otro,
cuando este amor se convierte en experiencia. Pase lo que pase, el amor queda a
salvo. En la medida en que yo amo a Dios en el otro, el amor, incluso en las
circunstancias más adversas, no puede sufrir ninguna merma. Un amor a nivel
personal como mi amor físico o mi amor sexual o mi amor sentimental, sí puede
padecer variaciones y aun morir. Cuando sólo vivo mis niveles inferiores, si me
fallan, es toda una tragedia para mí. Pero en la medida en que vivo el amor
interior y profundo de que hablamos, no depende del exterior.
Por eso decía que el amor sólo puede llevarme a la
realización aprendiendo a vivir desde lo más profundo, a ir madurando en él
poco a poco, subiendo de escalón en escalón. Entonces el amor me va conduciendo
de la mano sin hacer nada más, a un estado cada vez más profundo, a una
vivencia más clara, a una conciencia de realidad más inmutable. El amor se
convierte en realizador. Aunque haya partido de la conciencia puramente
personal, del atractivo físico, si aprendo a entregarme, a ser consciente de
este amor, a abrirme de un modo más inteligente cada vez más a él y a aceptar
todas las dificultades y los conflictos con una mente abierta y un corazón
sincero el amor me irá conduciendo paso a paso hacia una maduración acelerada,
maduración que implica una progresiva elevación de nivel y a la vez una
progresiva profundización del estado de conciencia. Entonces el amor, que ha
partido de la criatura, me conduce a Dios y de Dios me permite otra vez volver
a la criatura, a lo existente, a la persona concreta, a cada rasgo y a cada
detalle de esa persona. Cada gesto, cada detalle adquiere entonces un pleno
sentido. Esto lo vive ya un poco el que está enamorado. Una pequeña mueca está
llena de sentido porque es expresión de la profunda intensidad afectiva.
Pues bien, cuando llego a vivenciar esta fuerza,
esta energía profunda que me da el amor, y que también da el amor al otro, cada
detallé, cada una de las cosas que hace el otro se llena de sentido, es como
una expresión de triunfo, de una grandeza extraordinaria. No es grande la cosa
en sí, sino lo que este detalle está señalando, lo que está indicando y
expresando.
Preguntas
-¿Qué ha querido decir cuando ha hablado del eje
profundo de la persona o cuando dice vivir el amor desde el fondo, etc.?
-Me refiero a la conciencia central de la que hemos
venido tratando desde las primeras lecciones, a esa realidad central que hay en
nuestro interior. Toda nuestra vida está surgiendo de un centro y este centro
no sólo es un centro energético sino un centro inteligente y un centro que es
amor. Por lo tanto cuando no me limito a vivir las manifestaciones externas de
este foco, de este centro, sino que aprendo a ir al foco mismo, a la fuente de
donde se originan esas manifestaciones, no hay duda de que entonces llego a
realizar la plenitud de mi energía, llego a la evidencia plena de la verdad y a
una conciencia total del amor o plenitud.
Toda nuestra vida tiene un dinamismo centrífugo,
parte de un centro, en sus líneas de fuerza, en sus ejes dinámicos, básicos, de
dentro a fuera. De fuera coge todo el material para ir asumiendo formas, formas
mentales, físicas, afectivas. Toda fuerza, toda energía está partiendo desde un
centro de donde surgen esas energías. Por lo tanto si yo estoy buscando
plenitud, felicidad, ser, verdad, no lo conseguiré a través de los fenómenos,
sino buscando la fuente de toda esa energía, de toda esa realidad, de toda esa
inteligencia, porque en la fuente es donde está la verdad clara, la verdad
esencial, la energía, la realidad. Hay varios modos de llegar a este centro, a
la realización íntima del hombre. Y hoy hemos estado hablando del amor como
camino de realización. En el trabajo de realización podemos buscar la verdad
del hombre en sí mismo, el yo superior, Dios. El nombre que le demos es
indiferente, lo que interesa es la experiencia, experiencia cada vez más clara,
más profunda y más plena.
-¿Qué es el amor físico?
-Por amor físico podemos entender la atracción
física hacia una persona y el amor en su expresión biológica o vida sexual
propiamente dicha. Son dos aspectos del amor físico.
La vida sexual está regulada por una ley moral que
viene impuesta por la sociedad y por la religión. Son dos leyes diferentes
aunque coincidan en algunas cosas. No hay duda de que es necesaria una
regulación de la vida sexual, una disciplina. Ahora, una cosa es la disciplina,
saber poner las cosas en orden, saberse controlar, tener un dominio sobre los
impulsos, y otra cosa es coger un pánico cerval a todo lo que tenga un carácter
sexual, que es adonde conducen muchas formas de la educación que se nos ha dado
y que hoy todavía se da.
Necesitamos un control de lo sexual, como lo
necesitamos de nuestros demás impulsos y pasiones. Lo que no necesitamos, lo
que estorba, es el miedo. El impulso sexual, en sí, es estupendo. Que sea
estupendo no quiere decir que le tengamos que abrir la puerta en todo momento.
También el tener ganas de cantar es estupendo, pero no quiere decir que nos
pongamos a cantar en cuanto sintamos ganas. O sea, hay que canalizar el impulso
sexual y esta canalización debe responder a la ley moral que uno considere
auténtica. Puede ser una ley moral religiosa, social, individual. Aquí no voy a
examinar si la ley social es auténtica o no o si lo es la ley religiosa. Sólo
diré que tanto en el aspecto social como en el religioso se han dicho muchas
estupideces y se ha hecho un daño enorme metiendo el miedo en el cuerpo sobre
la cuestión sexual. Hay una cantidad enorme de personas que viven llenas de
escrúpulos, con neurosis formidables sólo por lo sexual. Y después se pide a
estas mismas personas que cuando se casen se abran a lo sexual y lo vivan
espléndidamente, cuando muchas veces quedan incapacitadas. No siempre, pero la
mayoría de las veces la vida sexual se convierte en un camino doloroso y
dificilísimo por la dificultad en aceptar la experiencia sexual. Y, claro, en
la medida en que hay frigidez en la mujer o impotencia en el hombre, unidas a
la tensión mental y emocional consiguiente se produce una insatisfacción
personal que crea un clima de malestar en la convivencia conyugal. Y esto puede
dar origen a un sinfín de conflictos.
Digo, pues, que hemos de aprender a no tener miedo a
ningún aspecto de la vida sexual. Ahora bien, para la regulación concreta de mi
vida sexual, he de preguntarme claramente: ¿cuál es mi moral?, ¿qué es lo que
acepto de veras como bueno y como malo? He de descubrir mi moral; pero no lo
que es producto del miedo ni tampoco lo que me es más fácil o agradable, sino
mi verdadera moral en conciencia. Y he de obrar de acuerdo con ella, con plena
sinceridad, sin miedo, pero con responsabilidad.
-¿Cómo llegar a un acuerdo cuando surgen
diferencias?
-En la medida en que hay interés, buena voluntad y
comunicación no es difícil llegar a un acuerdo. Ya he dicho que si existe
aceptación en lo fundamental no cuesta mucho llegar a coincidir en lo accidental
por importante que sea. Cuando dos personas se aman profundamente las
diferencias que pueda haber, porque son diferencias de matices, nunca son
esenciales, por ejemplo, divergencias de criterio en lo sexual. Roces puede
haber muchos, pero dificultades serias por este motivo no.
En las personas jóvenes el problema es que el amor
se muestra con mayor exuberancia afectiva y es esto lo que viven como más
profundo. Pero después el amor tiene que pasar muchas peripecias e ir
abriéndose camino hacia canales más profundos para que llegue a ser un amor
estable y duradero. Por eso es difícil para una persona joven que no posee una
larga experiencia, saber distinguir cuándo hablamos de un amor profundo y
cuándo del amor apasionado porque para ella lo más profundo es lo que está
viviendo entonces y no tiene otro término de comparación.
En lo posible es necesario cultivar un amor lo más
profundo que uno pueda y si está en duda atenerse a lo que considere con su
mente y su conciencia lo más correcto. Si hay acuerdo en lo profundo, si existe
esa comprensión y aceptación profunda por ambas partes, no habrá muchos
problemas en resolver las diferencias. El problema viene cuando el amor se
apoya sólo en los puntos que ahora son objeto de discordia, porque entonces uno
no puede transigir, ya que transigir querría decir negarse a sí mismo. Pero si
no dependo de esto, si no estoy apoyado en mi política sexual o en cómo he de
obrar, si no me apoyo en estas cosas accidentales estaré libre y podré manejar
esas cosas, podré discutir y llegar a otras conclusiones sobre ellas. Sólo si
estoy todo el día pendiente de esto porque no vivo cosas más amplias, cada una
de esas cosas será para mí fundamental, y si el otro no está de acuerdo en mi
forma de pensar sobre ellas, vendrá el drama.
La mayoría de los problemas hay que resolverlos
desde otro nivel, nunca desde el mismo en que se plantean. ¿Desde qué nivel?
Desde un nivel en que haya armonía, porque esta armonía más honda será fuerza
positiva que sostendrá el edificio del amor. A veces me ha ocurrido que me
vienen dos personas -marido y mujer- que han reñido y que llevan muchos años en
discusión y me explican la discusión para que les diga quién de los dos tiene
razón. Es absurdo, y no obstante todos tendemos a hacerlo porque cuando
discutimos, yo por ejemplo me identifico de tal modo con mi postura, con mi
razón que para mí es fundamental demostrar que tengo razón porque es afirmarme.
Y si aceptase la razón del otro, como en aquel momento me confundo con mi
razón, significaría admitir que no soy nada.
En estos casos no se puede resolver el problema
analizando la discusión, aunque lógicamente parece que debería ser este el
procedimiento para zanjarla. Pero es que ni el uno ni el otro están en una
postura lógica; no es por tanto un problema de lógica, sino de afirmación
personal. Por lo cual hay que solucionarlo desde el punto de vista de esta
afirmación personal. Cuando cada uno ve que su afirmación personal queda a
salvo -y esto cuesta a veces Dios y ayuda- es cuando se puede empezar. a hablar
del problema en sí.
-¿Es también un peligro el que un cónyuge viva
demasiado identificado con el otro?
-De esta actitud de vivir identificado con el otro
es de donde procede el 90 % de los problemas de convivencia conyugal. Incluso
por eso es aconsejable que cuando en un matrimonio están demasiado
identificados el uno con el otro, en sus ideas y en su actitud, permanezcan de
vez en cuando separados por unos días. Aunque esto pueda parecer una cosa muy
poco recomendable lo es enormemente. Este estar unos días separados permite
recuperar otra vez el equilibrio y obtener una perspectiva más clara del
problema. Cuanto más pegado está uno al otro, más urgente es esa necesidad de
separarlos y que cada cual encuentre su propio equilibrio.
¿Qué hacer cuando hay una discusión y las cosas
empeoran hablando?
-Callar. Mientras exista una actitud hostil dentro
es muy difícil pensar bien. A la larga uno llega a transigir, a hacer ver que
transige, etc. Yo aconsejaría en principio evitar toda riña. Cuando uno ve que
la cosa está que arde por dentro, frenar y decirlo claramente: «Ahora no puedo
decir nada; más vale que hablemos más tarde». Y dejar las correcciones y las
observaciones que quiera hacer a la otra persona para los momentos de mayor
serenidad. Nunca decir nada que sea ofensivo, que esté falseado por la pasión
del instante. Esto es una norma de pura convivencia, no ya sólo de amor.
Mantener a rajatabla esta disciplina rotunda. ¿Que yo me considero con toda la
razón del mundo? ¡Estupendo! Pero eso no es un inconveniente para, de momento,
callar.
Adoptar siempre que haya acaloramiento la política
diplomática de callar y además que uno vea claro que calla porque en ese
momento está hecho una furia. Y si este callar representa estar unas horas o un
día, dos o tres días sin hablar del asunto, mejor que mejor. Si existe
aceptación previa, buena voluntad, comprensión no habrá problema en la forma de
resolver las dificultades.
No hay que dejar que se acumulen por dentro pequeñas
rencillas y protestas que parecen insignificantes. Las cosas hay que
aclararlas, pero no cuando estoy enfadado, cuando el otro me hace una trastada,
sino en los momentos de armonía. No dejar que se acumulen el hollín, ni las
malas hierbas entre los dos porque nos harán daño a ambos. Es preciso aclarar
las cosas, ventilarlas, y para eso en un momento de calma y serenidad
plantearlas, no echando la culpa al otro, sino exponiendo el problema tal como
uno lo vive. Si soy consciente de que el otro tiene buena voluntad, pero que en
el fondo está pendiente de defender su prestigio, su dignidad, su sensibilidad,
encontraré siempre la fórmula justa para plantear los problemas. Haré mis
reclamaciones como algo que yo siento, pero sin carácter ofensivo. Si aprovecho
el momento en que el otro está sereno y yo aprendo a mantenerme sereno, podré
plantear y manejar las situaciones, aun las más íntimas y las más complicadas,
sin consecuencias. Es un arte que requiere una buena voluntad constante,. la
buena voluntad que decía al principio. El amor puede madurar, pero a condición
de que tengamos el propósito de estar aprendiendo día a día a amar más, a amar
de nuevo y de un modo mejor. Si no hay esto, si nos quedamos cogidos a
actitudes ya hechas, entonces todos los vicios de estas actitudes llegará un
momento en que se nos echarán encima. Nuestra actitud interior ha de ser la de
perfeccionar, la de aprender cada día un poco más a amar. He de aprender a amar
y cuando sepa amar bien, sabré manejar bien los problemas. Esto quiere decir
que ahora cuando tengo un problema conyugal, aparte de la culpa que tenga el
otro, estoy seguro de que yo también tengo culpa, al menos por, no haber sabido
manejar mejor el problema. Cuando uno está enfadado cuesta mucho ver esto
porque entonces empieza la mente a hacer inventarios: «yo he hecho esto y lo
otro, he hecho todo lo que he podido tal, tal y tú en cambio... ». Siempre
vemos un saldo positivo a nuestro favor y negativo en el otro.
CAPÍTULO X
LA
MENTE, CAMINO DE AUTORREALIZACIÓN
La
mente, ¿medio u obstáculo?
Vamos a iniciar el tema de «la mente como medio de
autorrealización». Hemos hablado en las últimas lecciones sobre el amor y
ahora, que ya tenemos una perspectiva más definida de sus posibilidades, demos
un paso más y veamos cómo se ha de conducir y a dónde nos puede conducir el
trabajo con la mente.
Pero he aquí que al plantear este tema, lo primero
que se nos ocurre es invertir casi el concepto y decir: estudiemos primero la
mente como medio de autolimitación en vez de como medio de autoliberación.
Porque si la mente puede y debe ser un medio de autoliberación, en el fondo es
porque la mente es también la causa de nuestra limitación. Por consiguiente, si
aprendemos a distinguir con mayor claridad los mecanismos o de qué manera el
funcionamiento de la mente determina esta limitación, quizás veremos más claro
el modo de conseguir limitar la limitación, es decir, hallaremos el modo de
alcanzar la liberación.
La
mente, como obstáculo
Si miramos a un niño pequeño, de un año o dos, vemos
que se mueve, que intenta trepar por todos los sitios, pone las manos en todas
partes, habla con su jerga particular pero se hace entender, sabe exigir cuanto
desea con su mímica expresiva. A través de todo su movimiento, a través de toda
su actividad nos llama siempre la atención e incluso despierta nuestra
admiración, un algo que se desprende de todo él, algo que es excelente,
hermoso, que tiene un frescor, una gracia e incluso una grandeza y calidad
extraordinarias.
Creo que esto todos lo hemos podido apreciar
espontáneamente en cualquier niño, sea o no familiar propio. Lo mismo ocurre
viendo a cualquier animal joven, ya que en esto hay una gran similitud entre el
niño pequeño y cualquier cachorro de animal. Todos tienen esa gracia peculiar,
gracia que va asociada a una especie de grandeza, gracia que es infantil pero a
la vez majestuosa, y que nos muestra de modo patente que allí hay algo muy
grande que se filtra a través de cada expresión de aquella pequeña forma
viviente.
Creo que se aprecia de modo bastante claro que a
través del niño está surgiendo de un modo natural y espontáneo la grandeza de
la realidad espiritual que lleva dentro. La realidad esencial que es su
centro,, que es el centro de la Vida. El niño tiene su pequeño mundo de
percepciones, necesidades e intereses, pero esa grandeza que expresa la expresa
sin darse cuenta, pasa a través de él; no es él personalmente quien la expresa,
sino que es la Vida misma que se expresa directamente a través de él. Uno sigue
después observando a este mismo niño y ve que cuando pasa otro año u otro año y
medio, ve cómo aquella gracia se va ocultando, o por lo menos se eclipsa
durante la mayor parte del día, hasta que acaba perdiendo la calidad de aquella
gracia primera. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado allí? ¿Dónde está aquella grandeza,
dónde ha ido a parar? ¿Qué es y dónde está esta muralla, este velo que oscurece
aquella transparencia de la Vida?
Creo que podemos verlo con bastante claridad.. El
niño cuando es muy pequeño empieza a representar las cosas, pero no tiene una
conformación mental definida, no tiene una estructura propiamente suya; tiene
actos mentales, esbozos de ideas, pero no una estructura. En cambio, cuando ha
pasado ya otro año vemos que esta estructura va apareciendo ya, que su mente
adquiere poco a poco una forma más definida, que tiende a consolidarse más y
más. Vemos que el niño dice las cosas, habla muchas veces ya calculando,
pensándolo, previéndolo, reaccionando de un modo muy personal, muy suyo. El
niño muy pequeño también es exigente, pero lo es de un modo impersonal, el niño
pequeño tiene un modo de exigir las cosas que no es vindicativo. Quiere,
necesita algo y lo pide, lo grita, pero nada más, no se pone hostil
personalmente con nadie. Cuando el niño es mayor, sí, empieza a calcular, a
prever, a comparar; hay una dualidad que está en marcha, y ahí tenemos la clave
de lo que es el nacimiento de nuestra limitación interior.
La mente, teóricamente, tendría que ir tomando
contacto con las realidades vivas, tanto internas como externas, aprendiendo a
representárselas, valorarlas, ordenarlas, combinarlas y elaborar resultantes,
ya que ésta es la función teórica dula mente. Pero vemos que la mente hace algo
más. La mente empieza a crear unos puntos de referencia, se detiene, se
establece en un sitio fijo y dice ahora estoy aquí, esto es mío, este es mi
cuerpo, es mi dominio. Como si en parte, el proceso de desarrollo de la mente
se detuviera, mientras el cuerpo va creciendo y la afectividad va aumentando.
Algún sector de la mente se estaciona y no se produce un desarrollo global. La
mente ya va desarrollándose en su sector externo -percibir y ordenar datos- y
hasta en alguna de sus funciones superiores -juicio, abstracción-. Pero en
cambio no se desarrolla hacia adentro. Crece en amplitud y extensión, pero no
en profundidad. El niño aprende a conocer el mundo y a desenvolverse en él,
pero no acaba de conseguir el percibirse a sí mismo, no llega a ser consciente
de su propia realidad central, de su verdadero «yo». Y así da el nombre de «yo»
a un conjunto de ideas que se ha ido formando de sí mismo y a los fuertes
sentimientos y emociones que ha ido asociando estrechamente y reforzado día
tras día a tales ideas de sí mismo.
Es un misterio de gran significación que si
pudiéramos percibirlo con todo detalle, si tuviéramos capacidad suficiente para
hacerlo, veríamos cómo se va formando en nosotros la noción intelectual del yo
y esto nos aclararía el origen de muchos conflictos y limitaciones que luego se
irán manifestando en toda nuestra vida. Hoy día podemos observar que los niños
cada vez desde más pequeños ya diferencian entre el yo y el tú. Antes, según
dicen, tardaban más tiempo, hasta los tres años, en distinguir claramente entre
el yo y el tú. Ahora, antes de !os dos años se inicia ya una distinción, una
frontera clara, diáfana, entre el yo y el tú. Y ¿qué pasa cuando nace la noción
del yo? Parece que esto, tendría que ser un acontecimiento solemne, grandioso,
pero en cambio parece, como si con este hecho se pusiera el cimiento de la
futura tragedia, de todo lo que serán luego problemas, desengaños y luchas en
la vida.
La
mente en evolución
Esto parece ser producto del ascenso lento,
laborioso que va siguiendo -la humanidad en su desarrollo evolutivo a través de
los siglos. Existe este desarrollo, la humanidad en conjunto va desarrollándose,
va evolucionando, va madurando aunque no siempre en un sentido precisamente estético
y moral. Muchas personas dicen: «Cuanto más avanzamos menos adelantamos, más
primitivos nos convertimos, todo el mundo es más egoísta, va más a la suya». En
ciertos aspectos es verdad, pero en ello hay asimismo una expansión progresiva
de conciencia. Por ejemplo, ahora hay una facilidad mayor en vivir los
problemas de conjunto, los problemas sociales, de la comunidad, hay una mayor
facilidad para cooperar, para sentir la presencia de los demás e integrarse en
una unidad dinámica colectiva. Esto antes no existía o si existía era una
excepción; ahora va siendo una- tónica. Claro que hay muchos egoísmos
individuales, muchas luchas, pero si miramos con suficiente amplitud podemos
ver que hay una marcha ascendente en ciertos aspectos de su mente y conciencia,
aunque esto implique, a veces, que ciertas cosas que antes se consideraban
buenas, de repente pierdan el valor que se les daba y aparezcan
embrionariamente otros nuevos valores.
Todo ello nos indica que la humanidad está en un
proceso evolutivo; pero si está en un proceso evolutivo quiere decir también
que aún no está totalmente desarrollada, que tiene facultades que todavía están
en proceso de desarrollo, de maduración. Creo que la mente es la facultad que
está más claramente en la fase, diríamos, infantil. No tenemos la visión de
toda la trayectoria, pero sí vemos que la mente es capaz de dar mucho más
rendimiento del que da. Vemos que normalmente vivimos en un campo mental muy
pequeño, muy limitado, y esa limitación de la mente no consiste en que tenga
poca cultura, poca técnica, pocos datos, no; es la mente misma la que tiene una
apertura interior pequeña, infantil, aunque hacia fuera, esto es, en todo lo
que se refiere a contacto con el mundo exterior, control de la situación,
dominio de la técnica, manejo de circunstancias, salida al exterior hay en
general un rendimiento muy bueno, excelente, como nunca se había alcanzado en
la larga historia de la humanidad.
Asimismo en lo que se refiere hacia abajo, y con
ello nos referimos a todo lo que son valores de tipo vegetativo, valores
vitales, vemos que la persona es muy consciente de ellos, a veces incluso
excesivamente consciente, en el sentido de que se preocupa más de esto que de
todo el resto, y lo antepone a todo lo demás.
Pero en cambio hacia arriba y hacia dentro se ha
detenido, hay un cierto infantilismo. Hacia arriba porque la persona aunque
habla de valores superiores, de conceptos abstractos, de religión, de
filosofía, de arte, de cosas muy bonitas, grandes, hermosas, lo habla, lo
acaricia, lo sueña pero no lo vive, no está centrada ahí, no está situada en
ello, es como un horizonte que se mira, pero que está lejos. Así como lo de
delante, lo de enfrente y lo de abajo está presente, está en estado actual, lo
de arriba es algo que sí, se afirma, pero queda en mera afirmación, que se
desea pero queda en deseo, hay una proyección pero no hay una subida, un
ascenso real, no hay un situarlo en presente, no hay un convertirlo en «aquí y
ahora». Eso es sencillamente por falta de desarrollo, por falta de apertura
hacia esa dirección superior porque la realidad está toda entera. La realidad
de los valores espirituales, no como conceptos teóricos sino como valores intrínsecos,
como realidades sustanciales, por sí mismas, están todas ahí enteras y todo
aquel que tiende a mirar, que tiende a dirigirse hacia allí puede percibirlo,
puede sentirlo, descubrirlo por sí mismo. No se trata de problemas de teología,
no es un problema de postura teórica, sino que es un problema de contactar
experimentalmente una realidad que existe de manera sustancial y objetiva.
Los
valores superiores deben ser contactados por la mente
Podemos llegar a ello, pero en la práctica nuestro
centro de gravedad bascula hacia afuera y hacia abajo, como si no tuviéramos
plena libertad de movimiento. Si estuviéramos en nuestro centro podríamos mirar
con entera libertad en toda dirección, pero es como si estuviéramos fuera del
centro y entonces nuestros movimientos caen siempre hacia adelante, hacia el
mundo, y hacia abajo.
El mundo espiritual es un mundo para ser vivido,
para ser contactado con la misma realidad, con la misma fuerza, con la misma
clase de experiencias con que vivimos nuestros fenómenos de hambre, frío, sed,
amor, con la misma realidad con que percibimos las aves, las montañas y
nuestros familiares, es algo para ser vivido con idéntico verismo, con la misma
realidad; no sólo algo para ser creído, es algo para ser vivido. Es posible
llegar a tener la experiencia actual de esta realidad. En el mundo de la mente
superior hay una realidad evidente de lo que son verdades metafísicas, de lo
que son verdades universales, no algo que es de opinión personal, no algo que parece
como si existiera, sino algo que todo el mundo que puede acercarse a ello
lo percibe; distingue las mismas cosas, la misma verdad, la misma realidad.
No es un problema subjetivo de apreciación personal,
es una realidad tangible que está ahí, pero a la que nosotros todavía no hemos
llegado. Nos falta crecer hacia esa dimensión, hacia arriba.
También diría que nos falta ahondar, descubrir,
penetrar hacia adentro, hemos de madurar, hemos de crecer hacia adentro. ¿Qué
quiere decir crecer hacia adentro? Quiere decir tomar conciencia de lo que hay
detrás de nuestras apariencias, de lo que hay detrás de nuestras sensaciones
externas, de nuestras emociones, ideas, gestos, porque detrás hay algo, hay
precisamente lo que motiva, lo que explica, lo que causa las emociones, los
gestos, las ideas; hay algo más que para nosotros es una zona borrosa, una zona
nebulosa de la que no sabemos absolutamente nada. ¿Por qué no sabemos nada?
Porque no miramos nunca allí. ¿Cómo desarrollamos nuestra conciencia del mundo
exterior? Mirando todo el día hacia afuera, manejándolo, probándolo,
metiéndonos en el mundo, tropezando con él, haciendo un aprendizaje muy
laborioso, así aprendemos a tomar conciencia del mundo exterior y así
aprendemos a manejarlo.
Exactamente lo mismo requiere nuestro mundo
interior, nuestra dimensión hacia adentro, y nuestra dimensión superior hacia
adentro, y nuestra dimensión superior hacia arriba. Es preciso que dirijamos la
vista allí y lo que primero parece como tinieblas, como algo informe, a medida
que lo vayamos mirando adquirirá el relieve natural que tiene. Esto que parece
ahora no tener dirección, ni nada de valor, cuando lo seguimos mirando
descubrimos que está lleno de valores, y todos son fundamentalmente muy
importantes. Pero no nos hemos adiestrado, no hemos aprendido a mirar hacia
allí, somos ciegos en esa dirección y eso es lo que nos falta ejercitar. Nos
falta acabar de desarrollar esa conciencia hacia dentro para descubrir lo que
hay detrás de nuestra fenomenología, de nuestras manifestaciones de todo orden.
Porque si hay algo, ese algo lo hemos de poder percibir directamente, hemos de
poder descubrirlo por nosotros mismos.
Centramiento
y
liberación
La experiencia de cuantas personas han trabajado en
ese sentido enseña que así es, que hay algo por descubrir, y que cuando se
llega a descubrir este algo cambia por completo a la persona de tal manera que
ésta entonces se siente liberada, libre. ¿Libre de qué?, ¿liberada de qué o de
quién? Libre sencillamente de sus mecanismos automáticos, de su conciencia de
limitación, de su actitud siempre egocentrada y de todas las angustias que esto
trae consigo. La persona se siente entonces centrada, al unísono con el ritmo
de la vida, de la verdad, de la naturaleza, de la voluntad de Dios, y al
sentirse centrada, a, unísono con este ritmo con que funcionan las cosas, la
persona se siente por primera vez libre, está en su sitio, no está aprisionada
entre tendencias contrapuestas, no está sujeta a presión, no está desquiciada,
está en su centro, está en el mismo orden, en la misma dirección en la que las
fuerzas de la naturaleza funcionan, y esa es la máxima sensación, la máxima
experiencia de libertad, de plenitud. Esa es la primera libertad que hay que
conseguir, la libertad producto del libre fluir de las fuerzas y de la
inteligencia de la Naturaleza a través del hombre centrado en su eje.
Al llegar a sentirse centrados en su sitio, al
recuperar la postura central, esa postura que tiene el niño pequeño de un modo
inconsciente y que nosotros a medida que hemos, ido creciendo en varias direcciones
hemos perdido, nos hemos desplazado del centro y hemos quedado aprisionados
dentro de los engranajes de la multiplicidad externa de la vida; al recuperar,
pues, su postura central, el hombre se libera de sus limitaciones subjetivas,
de sus angustias y descubre el sentido armónico y unitario que dirige todos los
aspectos de la existencia.
El
yo que nos descentra
La mente funciona muy bien hasta que descubre que
uno es más importante que los demás, hasta que el niño descubre que en él hay
unas cosas que le gustan más que las otras y que las cosas que le gustan más
son las que se refieren a él, a su persona, las que le dan una confirmación,
las que van a favor de sus gustos sensuales o afectivos o ideales, y en la
medida en que puede mantener alejado las cosas qué se oponen a esos valores.
Parece como si esa falta de centramiento fuera una cosa de herencia, de estadio
de desarrollo, ya que no podemos achacarlo a un accidente: es lo normal, es el
estado general de la humanidad.
En el momento en que me centro en la idea de
mí mismo, a pesar de ser algo maravilloso en un sentido, es fatal en otro
porque en el momento en que me pienso a mí mismo me separo del centro, me
constituyo en centro propio, mi yo-idea constituye un centro alrededor
del cual intentaré percibir el universo, en lugar de girar acoplado en el
centro del universo, me constituye en centro propio y como éste no está de
acuerdo con el centro del universo porque hay cosas que están en el orden
universal que yo rechazo, como son el dolor, las limitaciones, el malestar, las
críticas, etc., estaré poniendo continuamente resistencia y estaré intentando
reforzar las cosas que me gustan y ese yo-idea, esa idea que tengo de mí
se convertirá para mí en mi dios y sólo este será mi dios de hecho. Aunque
clame yo por un Dios allá arriba, en realidad toda la vida estaré girando para
alimentar, para asegurar, para desarrollar, para sentir de un modo más fuerte,
más seguro, mi yo, pero no mi yo sano, auténtico, natural, no el yo profundo
que viene directamente de la vida, sino el yo que es una sobreestructura, el yo
que es subproducto de la naturaleza, este yo que es producto de
formar una idea de mí y contraponerla a la imagen de las demás, no es un yo que
está centrado en el eje de la vida y desde ese eje me ve a mí, sino que se
constituye en eje propio, se sale de su sitio, se sale porque no funciona del
todo bien, se sale porque no está plenamente desarrollado y la visión no es
esférica, no está equilibrada.
En el momento en que tengo idea de mí y quiero que
esta idea de mí reúna todas las cualidades buenas, ya estoy perdido. Estoy
perdido porque cada vez me iré alejando más de la verdad, de la verdad
objetiva, de la verdad de la vida; cada vez tendrá más importancia mi verdad
personal, que se opondrá, como es natural, a la verdad de otras personas, a la
verdad de los hechos naturales; cada vez tendrá para mí más importancia lo que
me dé más prestigio, más seguridad, más satisfacción, más cualidades que yo
desee. El que me dé a mí más supremacía implica automáticamente que los demás
queden más abajo. En el momento en que me constituyo en centro, excluyo del
centro, automáticamente, a los demás. Eso es lo que produce el desacuerdo, el
trastorno. Gravito entonces alrededor de la idea que tengo de mí y todo mi
equipo mental, toda mi actividad mental se organizará al servicio de este yo:
¿cómo salvar los valores de este yo-idea?, ¿cómo evitar que los
valores negativos entren? Me haré una visión de la vida hecha a mi gusto y
medida, no a gusto y medida de la verdad en sí, sino de la verdad en mí o de la
verdad para mí, o de la verdad desde mi punto de vista personalísimo.
Cada vez tendré que separar más cosas, cuanto más
piense, más iré elaborando sobre esta estructura inicial deficitaria que es el yo-idea.
Todo el problema está ahí, al confundir mi realidad esencial con la idea
que se forma de mí, al confundir lo que es el amor auténtico; el que me viene
de la Naturaleza, de la Vida, de Dios, al confundir ese amor con el prestigio
del yo o con las cosas que halagan o dan seguridad al yo. El confundir lo que
es la verdad auténtica de las cosas, las cosas como son en sí mismas, lo que
hace que las cosas sean lo que son, el confundir esto con mi necesidad de que
las cosas sean de ese modo y no de otro.
Estoy cambiando completamente la óptica y trastorno
toda la valoración. Y cuando veo a una persona ya no percibo a la persona tal
como es en sí misma, ya no sé mirarla con sencillez, sino que la miro según
como me afecta a mí: ¿cómo puede responder a mis valores, a mis ideas de mí
mismo?, ¿es una persona que tiene simpatía hacia mí o es una persona que
muestra un espíritu crítico, hostil a mi yo?; la aceptaré o rechazaré según
este tipo de valoración, no la veré en sí misma de un modo objetivo, no veré su
verdad, sino que la veré siempre en función de mi verdad pequeña y tenderé a
definir la verdad de las cosas según la verdad vista desde mi óptica personal;
me iré construyendo un universo que será una caricatura del Universo y como mi
conducta será consecuente a mis ideas, entonces en la vida estaré luchando para
defender algo con todas mis fuerzas, algo que después se me convertirá siempre
en dolor y desengaño. Porque los objetivos que me he señalado son siempre
falsos, y lo son porque el punto de mira inicial está falseado.
La mente es algo sorprendente, es realmente una
facultad maravillosa el poder comprender la verdad de las cosas, el porqué de
las cosas, conocer la esencia intelectiva de las cosas: sí, es algo
extraordinario. Pero esa facultad se convierte para nosotros en un instrumento
de conflicto cuando la ponemos al servicio del yo-idea, de este yo que
está entronizado en nuestro interior. Eso es tanto más grave cuanto ya no nos
damos cuenta en absoluto de que esto ocurre y por eso al hablar de estos temas,
siempre me preocupo un poco, porque estoy hablando de algo, que aparte de que
suene más o menos abstruso, ¿cuántas personas alcanzan a ver la verdad que hay
en ello? No la verdad teórica, como concepto, sino la verdad experimental, la
evidencia en sí mismo de eso. Porque es evidente que si uno no ve la verdad de
eso, si no la percibe de un modo claro, inmediato, evidente, eso no tiene
prácticamente ningún valor, no sirve para transformar, son unas cuantas ideas
más que se acumulan al archivo del yo-idea, del yo que ahora es
más inteligente, más listo, más sabio y más perfecto que antes.
La
mente, medio de realización
Sólo cuando uno puede tener una percepción directa
de que toda su fórmula mental está falseada por esa óptica egocentrada, sólo
entonces es cuando uno se preocupa de preguntarse ¿cómo salir de esto? Porque
ciertamente necesitamos pensar, porque la mente aunque funcione con torpeza nos
permite ir por el mundo; si no tuviéramos mente no podríamos vivir humanamente.
La mente a pesar de funcionar con deficiencias es el instrumento más precioso
que poseemos. Pero, ¿cómo conseguir que este instrumento precioso sea un
instrumento útil, totalmente útil al servicio de la realización, no al servicio
de la lucha destinada al fracaso de la supervivencia del yo-idea, de la
hegemonía del yo-idea?
Todo cuanto pensamos suele estar afectado siempre de
un error, Desde el momento que yo confundo mi realidad, ¡ni ser, con la idea
que tengo de mí, tenderé siempre a tomar el ser de las cosas por la idea que
tengo de ellas. Sólo cuando me emancipe de la idea de mí, del concepto
intelectual de mí, cuando sea capaz de conectar conscientemente con la fuerza
viva de mi ser, entonces estaré en condiciones de aspirar a un descubrimiento
del ser real, íntimo de las cosas, aparte de la representación que tenga de
ellas. Hay que dar este paso. Si estamos cogidos a nuestra idea del yo todo lo
miraremos en función de ideas y desde el punto de vista del yo-idea. Para
poder llegar a lo que está detrás de la representación, detrás de la idea, es
preciso que suelte de la idea de mí, es preciso que siente en mí la vida, que
no me conforme con una representación de segundo plano, en una fotografía, en
una imagen de espejo, sino que quiera percibir la vida, que me abra
interiormente a sentir la vida de un modo inmediato.
¿Cómo se percibe la vida de un modo inmediato? En
cierto sentido estoy más cerca de la verdad de la vida cuando bostezo que
cuando pienso; aunque esto parezca muy prosaico, muy primario, el bostezo es
una expresión directa, aunque salga de mi nivel vital, sale directamente de la
fuente, de la raíz, está enraizado en mi verdad profunda aunque se exprese en
un nivel meramente biológico. En cambio, cuando pienso, normalmente estoy
jugando con nuevas representaciones, estoy alejado de lo que es la vida
directa, del primer plano; sólo cuando estoy muy sereno, muy centrado, entonces
el pensar es una expresión directa de la vida en mí a través de mi plano
mental, pero para esto es preciso que esté situado en mi centro, en mi eje de
la mente, no cuando estoy pensando como lo hago habitualmente porque entonces
estoy yendo de idea en idea, estoy confundiendo lo que es la realidad esencial de
la madera del árbol, por ejemplo, con lo que son las ramas.
La mente se convierte en un obstáculo a pesar de que
la mente es un medio maravilloso. ¿Cómo salir de este conflicto, de este
círculo vicioso? Cuanto más pienso, más doy vueltas alrededor de mí mismo,
alrededor de las ideas que tengo de mí mismo, en torno de las ideas que tengo
de la verdad, de la perfección del ser. ¿Cómo pasar de la idea a la cosa
misma?, ¿cómo pasar de la representación a la realidad representada? Es aquello
que los maestros japoneses nos dicen con cierta sorna: «La gente confunde
siempre el dedo que señala la luna con la luna misma». Nuestra mente representa
las cosas, es una representación de la verdad, pero no es nunca la verdad
misma. Simboliza las cosas, pero no es nunca la cosa simbolizada. La idea que
tengo de realidad, de verdad, la idea que tengo del yo es magnífica pero lo es
sólo en tanto que idea y es funesta cuando la confundo con la realidad, con el yo
central, con la verdad. Son estupendas como símbolos, como elementos de
expresión, como productos, como indicadores, pero son fatales cuando uno cree
que aquello es la sustancia.
No obstante, en nosotros existe esta sustancia y la
prueba de que existe es que sentimos la necesidad de buscar algo más aunque
esto lo hagamos a base de pensar más, de estudiar más, de leer más, de asistir
a más conferencias, de discutir más, de darle más vueltas a la mente, a las
cosas y así esperamos encontrar la verdad, nuestra realidad, esperamos
descubrir lo que es la Vida, y así no descubriremos nada más que más ideas, más
combinaciones mentales y más representaciones, pero nada más.
La Vida quizá se descubra el día que estemos
cansados de pensar, aburridos de pensar pero con:1a: inquietud viviente dentro,
y entonces quizá de repente descubriremos que hay un aire distinto que respirar
y que el aire está lleno de vida y descubro que el chico que veo por la calle y
la mujer que va a su trabajo por dentro están llenos de vida y por primera vez
empiezo a sentir una sensación nueva, a encontrar algo vivo en las personas,
porque empiezo a sentir las personas no a contentarme con su representación
mental, no a contentarme con la idea que me hago de ellas. Es tanta mi
costumbre de pensar, que todo lo miro a través de mis, gafas de las ideas, no
puedo mirar cara a cara la vida, no sé mirarme cara a cara a mí mismo, no puedo
sentirme vivir, estoy refugiado siempre detrás de ideas, ideas de
interpretación, ideas de protección, de ataque o de evasión pero siempre ideas.
Es preciso que descubra este gesto interior que me permita saltar del mundo de
las representaciones al mundo de ser, que me sienta palpitar, que vaya detrás
de las ideas, que no tenga miedo de estar por un instante sin pensar, que sepa
estar atento, atento a la vida más allá del pensamiento, aparte del
pensamiento, a pesar del pensamiento. Atento a la Vida y a la Mente, detrás de
mi vida y mi mente.
La vida no es el pensamiento aunque la vida se
expresa a través del pensamiento. Pero nuestras formas mentales han llegado a
oscurecer nuestra visión directa de la vida y aunque las ideas en sí siguen
siendo maravillosas, nuestra actitud hacia ellas se convierte en el obstáculo
mayor para percibir la realización. Por lo tanto hemos de encontrar un medio a
través de la mente que nos permita llegar a penetrar por todas las capas de
ideas que están descentradas hasta descubrir lo que hay detrás, o coger todo el
sistema de ideas que tenemos, y por tanto también en todo el sistema de
valores, y llegar a contraponerlo a su contrario para anularlo, para
contrarrestarlo, para neutralizarlo, o directamente aprender a aplicar el
silencio mental para poder descubrir qué hay detrás de estas estructuras.
Son tres tipos de trabajo con la mente que nos
pueden conducir a esa realización:
1.º El trabajo de profundizar, movernos dentro del
laberinto mental para llegar a su origen, a su fuente.
2.º La otra forma es coger todo el cuerpo de
ideología, todo el sistema que está en marcha en nosotros, que en el fondo está
asentado sobre dos o tres puntos básicos, de los valores supremos de nuestro yo-idea
y poder contraponerlo con su contrario; choque terrible, es un tratamiento
de shock espiritual, shock con el cual a veces nos obsequia la vida y que
cuando no es ésta la que nos lo da podemos ir a algunos sitios para que con
mucho trabajo nos lo den, tal ocurre con las técnicas Zen; las técnicas del
budismo Zen son exactamente esto, un tratamiento por shock, gracias al cual
podemos neutralizar toda nuestra valoración mental con la que estamos
identificados y mediante esta neutralización podemos pasar a descubrir lo que
hay detrás de ella.
3.° Y por último las técnicas que buscan de un modo
u otro conseguir el silencio, conseguir el aquietamiento, en lugar de buscar la
solución a través de más ocupaciones, a través de más actividad mental. Se
trata de conseguir una progresiva tranquilidad de la mente, un progresivo
aquietamiento porque gracias a ello podamos ver lo que hay más dentro, lo que
hay más detrás hasta que cuando nuestra mente llegue a estar completamente
equilibrada, completamente serena y tranquila entonces la mente refleje lo que
hay detrás.
Tenemos, pues, varios modos de enfoque, varios
estilos de trabajo en la vía mental de autorrealización. De ahí la diversidad
de escuelas, de grupos ideológicos, de consignas. Tenemos las técnicas de
concentración, de meditación y, de silencio. Cada una de ellas, a su vez, se
desdobla en múltiples variedades con sus correspondientes requisitos,
recomendaciones y prohibiciones. Cada escuela o grupo selecciona o crea
aquellas prácticas concretas que están más de acuerdo con la naturaleza
psicológica y filosófica de sus fundadores. Pero lo que es común y esencial en
todas esas modalidades de trabajo mental, lo que es el factor eficiente y que
permite que cada técnica particular pueda alcanzar algún resultado efectivo, es
la atención intencional, la atención deliberadamente dirigida hacia el propio
sujeto y hacia el objeto, simultáneamente. Lo veremos con más calma en seguida.
De momento, sepamos esto: nuestra mente se convierte
en una cárcel porque confundimos nuestra realidad esencial con las paredes y
así, necesitamos seguir rodeándonos de paredes para seguir conservando nuestra
aparente realidad.
Sólo el día que decidamos echar abajo las paredes,
aflojar nuestras ideas sobre nosotros mismos, podremos descubrir qué hay aparte
de las paredes. No se trata de que yo deba convencerme de que la realidad es a,
b o c. Se trata simplemente de ir trabajando para descubrirlo por sí mismo,
ya que ésta es la única forma auténtica de descubrir y lo demás no es
descubrimiento ni sirve a efectos de realización interior.
Por esto es de suma importancia que consideremos con
calma y serenidad en qué consiste el acto de descubrir, el acto de mirar, de
investigarnos a nosotros mismos, esto es, la atención intencional.
La
atención intencional
La clave del trabajo de la mente como medio de
realización interior, reside única y exclusivamente en una facultad que es el
eje, el centro, el alma de toda la actividad mental y de la conciencia: la
atención.
Algo
en lo que todos estamos de acuerdo
Existen en Oriente muchas disciplinas que se basan
en el trabajo aplicado de la mente. Trabajo que se llama meditación o
concentración y que conduce a estados más o menos especiales y elevados.
Existe en Occidente una valoración extraordinaria de
la actividad mental, pues la mente es la que nos permite conocer, estudiar,
comprender y manejar situaciones exteriores. Todos valoramos la mente y
deseamos tenerla muy penetrante, poderosa, brillante.
O sea que todo el mundo reconoce la importancia
primordial de la mente como medio de trabajo e incluso muchas veces como medio
de definición del hombre. Se dice, en efecto, que el hombre vale, lo que vale.
su mente.
Todo el mundo está, pues, de acuerdo con el gran
valor de la mente, pero ¿quién trabaja para educarla? Queremos tener una gran
mente, pero creo que aquí surge uno de esos problemas psicológicos que con
frecuencia desembocan en actitudes paradójicas. Y el problema consiste en que a
pesar de que todos en nuestro fondo reconocemos que necesitaríamos mejorar
nuestro funcionamiento mental, por otro lado nos creemos ya funcionar bastante
bien y, muchas veces, en la dialéctica de la vida corriente, que es cuando se
valoran las cosas de un modo efectivo, tendemos siempre a demostrar nuestra
superioridad mental sobre los demás.
Pero es evidente que mientras estemos actuando en el
mundo, en nuestra relación humana, intentando demostrar nuestra superior
inteligencia, que tenemos siempre razón, pilca cosa podemos hacer para mejorar
la mente. Lo primero que hay que hacer si uno quiere mejorar el rendimiento
mental, si quiere de veras aprender algo, lo primero que necesita es reconocer
que le hace falta precisamente eso, aprender. Necesita ser más consciente a la
vez de la propia limitación y también de lo mucho que puede llegar a conseguir.
Si no hay evidencia clara de esta diferencia, de este contraste interior, no
habrá movilización de energía, no habrá dinamización de la voluntad en grado
suficiente para conseguir este mayor desarrollo mental.
Aunque todos estemos de acuerdo en que sí, que nos
iría muy bien, que es maravilloso trabajar más la mente, tenerla más clara,
rápida y poderosa, nuestro papel en el mundo quizás nos impide ser consecuentes
con esta verdad y vence siempre la otra, la necesidad de demostrar nuestra
superioridad o, por lo menos, de reivindicar el valor frente a los demás
apoyándonos en nuestras ideas, en nuestro funcionamiento intelectual que
creemos excelente.
Es un problema el que por un lado reconozcamos esta
conveniencia pero que por otro, en nuestra vida práctica, actuemos de acuerdo
con otra valoración. Si nosotros deseamos que la mente nos sirva de instrumento
para descubrir algo nuevo, para ahondar en nosotros mismos, para descubrir ésa
realidad que puede y debe haber detrás de las cosas que cambian, no hay duda de
que hemos de ejercitar la mente en un grado mucho mayor del que tenemos
desarrollado hasta ahora. Porque si la mente en su desarrollo actual nos
mantiene donde estamos, no hay duda que para conseguir ir más allá, para ver
más allá, necesitamos alargar nuestra visión mental ahondando en ella y esto,
requiere un desarrollo, una ejercitación.
Todo el
mundo sabe que es básica la concentración mental para poder hacer algo de
cierto valor, ahondar en alguna materia, sacar rendimiento a cualquier estudio,
resolver los problemas prácticos de la vida. Son muchos los que consultan y se
interesan por -la concentración, pero son en realidad muy pocos los que están
dispuestos a trabajar para conseguirla.
En Oriente cuando se habla de concentración o de
atención se refieren a un alto grado de desarrollo en este sentido, ya que esto
es requisito indispensable para todo trabajo interior realmente eficaz. Aquí
todo el mundo dice o parece decir: «ya tengo», «ya voy haciendo», «
claro, que podría tener más, pero con lo que tengo no me defiendo mal». Estamos
acostumbrados a funcionar más o menos, a hacer las cosas siempre por
aproximación y esto está bien, puesto que más vale hacer algo que no quedarnos
paralizados, pero después nos extrañamos cuando leemos un libro y no sacamos
todo el provecho de él o asistimos a una conferencia y después continuamos
nuestra vida como siempre, sin que aquello haya influido de un modo sustancial
en nuestra vida, aunque reconozcamos que tal vez aquello sea básico.
¿Por qué? Porque nuestra mente está funcionando de
un modo parcial, infantil y lo curioso es que siempre creemos que esto es lo
que les ocurre a. los demás, pero que no es este nuestro caso, porque nosotros
sí que entendemos la cosa, sí que la aprovechamos, son los demás los que están
ausentes, distraídos.
La
realización abrupta, instantánea
Nuestra mente tiene un poder de realización que
sería de efecto instantáneo si por un momento pudiera ejercitar toda su
presencia, si pudiera vivir toda su capacidad potencial en un solo instante. La
realización no es necesariamente un proceso laborioso y lento que requiere
tiempo, una cuesta muy-empinada que hay que subir, aunque de hecho, esto es lo
que precisamente suele ser. Si hay en nosotros una realidad, ésta ha de ser
consciente y si mi mente de algún modo es conciencia ha de haber una relación,
una conexión entre mi mente personal, la que está funcionando en este momento y
el estado último, central, de mi ser espiritual. Esta conexión existe ya,
ahora, está funcionando, no es algo que yo he de construir, he de buscar, he de
incorporarme. Existe ya esta conexión porque mi conciencia actual aunque
pequeña y superficial, corresponde a algo real, ya que la parte de
discernimiento que hay en mi conciencia presente, procede toda ella de este
centro interior, de este centro de sabiduría que está en nuestro ser
espiritual.
Por lo tanto, toda conciencia que tenemos es una
participación, es una chispa, un rayo que procede de este centro interior.
Estamos ya ahora conectados con ello. Nuestra inteligencia es luz de esa misma
luz central, pero nos quedamos con ese rayo, como si para nosotros tuviera más
importancia esta pequeña parte de luz, esta porción, este resplandor parcial
que no el foco central, el sol central por el cual estamos suspirando. Ya está
hecha la conexión, ya existe esta relación, y por lo tanto podríamos, si
nuestra mente personal funcionara de un modo abierto, presente, actual, con
toda su capacidad, llegar ahora mismo a la realización porque ello no es más
que la apertura total de mi mente consciente a su propio centro.
La realización no es nada más que eso. En mi
interior hay una realidad que para mí resume todo lo que son mis aspiraciones,
puesto que en el fondo, todas mis aspiraciones proceden de ese centro. Por lo
tanto en este centro existen en un estado de total realidad todas esas
cualidades que estoy buscando, con anhelo por el mundo, sea en forma de
belleza, verdad, bondad, amor, realidad, poder, de ser. ¿De dónde nos viene esa
aspiración a esos valores, esa inquietud a ir hacia algo más sólido, real,
permanente, de dónde, si no es de ese mismo centro interior?
Por tanto, todo nuestro trabajo consiste en podernos
abrir a ese centro interior y abrir quiere decir sintonizar nuestra mente
consciente con ese foco central de donde procede esa misma mente consciente. No
hay una interrupción, pues existe ya un camino abierto, sólo que este camino
cuando llega a nuestra mente personal, a la idea separativa y posesiva del yo
frontal, se estrecha y entonces funcionamos sólo mirando hacia afuera y no
podemos acabar de abrirnos hacia adentro, no podemos llegar a tener una visión
total. Y así, nos complicamos la vida, empezamos a hablar de una vida exterior
é interior, de unos valores materiales espirituales, de una vida del mundo,
consigo mismo, íntima, cuando de hecho la vida es una sola realidad, es un
campo fenoménico inmenso, enorme, donde no hay esas separaciones. Estas siempre
aparecen porque mi mente está instalada a mitad de camino y a partir de este
punto empieza entonces a valorar lo que está a la derecha y a la izquierda, lo
que está arriba y más abajo, pero esto siempre es un punto de orientación
relativo, no es la verdad de las cosas en sí.
Si estoy tan atrapado en esta idea de que hay algo
superior e inferior, de que soy yo «fulanito de tal» que he de vivir con la
idea que tengo de mí con mis hábitos mentales y con los valores que doy a las
cosas, cuando estoy acostumbrado a vivir con estos clisés mentales, me cuesta
mucho, o hasta creo que es imposible, o de cualquier modo que no debo,
siquiera, intentar vivir de otra manera.
En el fondo, todo nuestro problema es éste, el dejar
de estar cogidos con estos clisés que ahora tenemos en exclusiva. Si la
realidad ya está ahí, si yo ya soy, lo único que me impide tomar conciencia
plena de ello es que yo creo que no soy la realidad profunda sino que soy
solamente fulanito de tal, con muchos problemas, que me gustaría conocer esta
realidad que tengo puesta como objetivo, como término, y que sitúo al otro
extremo. Y eso lo hago por hábito, por costumbre. Si yo pudiera romper esos clisés
o por lo menos pudiera separarme de ellos, sentirme libre mentalmente para
poder mirar por mí mismo qué es lo que soy yo, qué es lo que puedo percibir por
mí mismo, aparte de reglamentos y de hábitos o convenciones mentales de toda
clase que están obstruyéndome el camino hacia adentro, entonces tendría la
sorpresa de descubrir cosas vivas y cada vez más básicas, fundamentales,
reales, más mías.
Uno de los medios que tenemos para llegar a esto es
desasirnos de nuestros queridos hábitos mentales. No que tengamos que
despreciar nuestros hábitos mentales, no, porque sin hábitos mentales no
podríamos vivir. Ellos son precisamente eso, un medio para vivir dentro de un
orden de cosas, de un sistema, son unos modos de relacionarnos, unas fórmulas o
esquemas de relación. Pero, ¿por qué si queremos buscar una realidad más allá
de todas las relaciones usamos la misma metodología que para relacionarnos en
ese mundo? Es ahí donde convendría rechazar todas nuestras fórmulas mentales,
nuestras convenciones y comportarnos como el niño que desconoce todo y empieza
a mirar al mundo, a descubrirlo realmente, verlo tal como es, a contemplarlo
con ese sentido de inquietud, de interés, de avidez de comprender, pero todo
ello sin ningún prejuicio con una actitud de expectación y receptividad total.
Podríamos tener la realización de un modo
instantáneo. Pero para esto tendríamos que abrir la mente del todo. Mas, ¿qué
es abrir la mente del todo?
Siempre hablo de abrir, de relajar, de estar atento
y, sin embargo, existe dificultad cuando llega la hora de explicarlo con
detalle. ¿Qué es y cómo se hace eso de abrir la mente? Se habrán fijado que a
veces hay situaciones que se suceden una detrás de otra con gran rapidez, con
una urgencia y quizás hechos de una gravedad que van más allá de nuestra
capacidad de control, que nos sobrepasan, nos ahogan en cierta manera y no
sabemos qué hacer; van llegando una detrás de otra, queremos atender, resolver
y no podemos porque se presentan más, queremos responder, pero nos es imposible
controlar la situación. En aquel instante no es que se abra la mente, pero lo
que ocurre es que en aquel instante la mente se desprende de los hábitos
cristalizados, pues resultan insuficientes para manejar la situación.
Por tanto, en ese momento, vivimos la parte negativa
de este hecho de abrir la mente. En tal situación no podemos adherirnos a la
costumbre, a la memoria, a los puntos de referencia; nos encontramos con muchas
cosas a las que hemos de contestar, que son graves, importantes, no podemos
decir cualquier cosa, hemos de estar conscientes, presentes a algo que desborda
nuestra capacidad de control mental, no podemos meternos en una celda de la
mente; entonces, en aquel momento nos sentimos desbordados y se produce en
nosotros un estado mental de no podernos agarrar a nada, de desconcierto total,
y esa sensación de desconcierto, aunque es desagradable por la urgencia de la
situación, es reveladora como punto de referencia; por un instante dejamos de
estar cogidos a algo.
Abrir la mente quiere decir eso, ponernos todos a
punto de entender las cosas, de mirar, de actuar, o de lo que sea, pero sin
cogernos a nada, como si estuviéramos esperando un peligro muy grave,
inminente, pero del que no tenemos la menor indicación, contra el que no
podemos adoptar ninguna actitud defensiva conocida, solamente cabe estar
abiertos, despiertos, lúcidos, esperando, a la expectativa. Esta actitud de
todo el yo a la expectativa se parece a lo que quiero decir, solamente lo es
cuando esta actitud de expectativa la podamos vivir con todo el yo. Cuando no
es sólo nuestra parte anterior, la mente ex-terna, la que procura estar al
tanto, sino cuando estamos movilizados con todos nuestros resortes profundos,
en el deseo de vivir, en el miedo de morir; cuando todas estas resonancias profundas
de nuestro ser, del existir, están funcionando vivas y contactadas con la
mente, entonces con esta conciencia activa, el ser se sitúa abierto al mundo.
Fíjense, siempre estamos planteando problemas de
intensidad, actitudes intensas. Todavía no hemos encontrado ningún camino que
sea tranquilo y pacífico, no hemos descubierto el método de realización que
consista en ir viviendo como ahora lo hacemos. Todos, de un modo u otro, nos
vienen a trastornar nuestra vida tranquila y agradable.
La
técnica progresiva
Hay un modo de llegar progresivamente a esto. Pero
estamos siempre en el mismo problema; si hablamos de actitudes directas;
abruptas tal como hemos descrito esta apertura total, corremos el peligro de
que la persona no haya tenido suficientes experiencias personales y no se haga
una idea correcta, o ni siquiera aproximada de lo que queremos significar, y
por lo tanto le suene todo ello a cosa extravagante, extraña, sin sentido.
Y, por otro lado, si hablamos de progresos
graduales, de caminos progresivos, de un sistema, de un método, tenemos el
peligro de que la persona trate de coger la técnica y al querer aplicársela a
su vida habitual, a combinarla con su rutina diaria para seguir viviendo sin
ninguna alteración, el trabajo interior se diluya y quede sin efecto alguno.
Si el problema de llegar a intuir, aceptar y
actualizar esa actitud abierta, total, es que requiere un abandono abrupto de
todo lo que son referencias y refugios habituales, no hay duda que cualquier
técnica sistemática que podamos proponer ha de conducir a un resultado idéntico
y, por lo tanto, ha de encontrar la misma resistencia en todas las personas. No
podemos hacer una técnica de efecto de trabajo interior y seguir como siempre.
La técnica de trabajo interior es algo para empezar a ser diferentes desde el
mismo momento en que uno empieza a practicarla. No es algo para incorporar
dentro del ritmo de vida habitual como una ocupación más y tener la conciencia
tranquila porque ahora uno ya está trabajando: esto no es válido, no sirve. Toda
práctica, evidentemente, produce un resultado, pero cuando se trata de
realización interior, todo lo que no sea arriesgar nuestra seguridad, modificar
nuestras actitudes habituales, no nos conducirá a nada, no nos moverá del mismo
sitio donde hemos empezado a trabajar.
El trabajo interior, por definición, es una
aventura. Y no lo es si persisten todas las seguridades; si uno se mantiene
cerrado dentro de un círculo de protección no puede haber trabajo auténtico,
sólo habrá un simulacro. La aventura es ir, de un modo distinto, a un sitio
nuevo, a algo que uno no sabe exactamente qué es, ignora cómo irá, si arribará
y, si llega, que ocurrirá; eso es una aventura. El que quiere llegar a un
estado de realización, de descubrimiento central del ser, tiene que estar
animado profundamente por un espíritu de aventura, pero a la vez tiene que
estar centrado y tener una mente sólida; ha de reunir el sentido dinámico del
aventurero y, a la vez, el sentido equilibrado y sereno del hombre que vive muy
dueño de sí mismo.
En esas condiciones se puede hablar de técnicas y
métodos. Si hay ese espíritu, si se está dispuesto a cambiar en todo lo que sea
necesario, entonces sí que podemos hablar de disciplina progresiva para
desarrollar la mente, para abrirla plenamente a su propia capacidad.
El
desarrollo de la atención intencional
Podemos ahora volver a lo que decíamos al empezar el
capítulo: la atención es el alfa y omega de la técnica mental, es el eje de
todo trabajo de la mente desde los primeros balbuceos del descubrimiento del
mundo que nos rodea hechos por el niño pequeño, hasta la más alta realización
espiritual alcanzada por santos y sabios.
La atención es la facultad de dirigir la mente a
algo, de ser consciente intencionalmente. Así como la conciencia
es el hecho simplemente de darse cuenta de algo, la atención es el hecho de
percatarnos de ello de un modo intencional.
Si atención es la deliberada dirección del foco
mental hacia algo, eso lo venimos haciendo todos desde hace muchos años. Ahora
la atención de ustedes está dirigida hacia esto que están leyendo -por lo menos
eso espero-; en otro momento, o quizás dentro de estas mismas páginas, la
atención se desplazará por unos instantes pensando en otras cosas, en lo que
les sugieren mis palabras, en lo que han de hacer después, etc.; cada instante
trae sus propias obligaciones y preocupaciones y así, todos estamos
constantemente cambiando de objeto en la atención.
La atención, pues, es algo que hacemos trabajar
mucho, pero que, sin embargo, no la perfeccionamos nunca. ¿Cómo puede ser eso?
Es una facultad que estamos haciendo funcionar de manera casi constante y que,
no obstante, no progresa, no se perfecciona o, por lo menos, no lo hace en el
sentido que queremos decir. ¿Por qué? ¿Qué le pasa a esa atención?
Simplemente ocurre que funciona con poca luz, de un
modo intermitente y, sobre todo, condicionada por presiones externas o
internas, mas nunca o casi nunca, por propia deliberación. Mi intención es
atraída, exigida por una circunstancia, despertada por una urgencia interior,
por una aspiración, por algo que se moviliza y produce una presión interna que
despierta mi atención; o bien por hechos, necesidades u obligaciones exteriores
que impelen mi atención a funcionar en tal o cual dirección.
La
atención intencional, camino de realización
La atención es la facultad central de mí mismo, es
el acto inteligente de mi ser. Pero el hecho es que nunca la hacemos funcionar
como tal, como acto inteligente de mi ser en sí mismo, sino que la empleamos
sólo como acto inteligente respecto a las demás cosas. Nunca la utilizo como
acto autodeterminado por el cual me doy cuenta de mí mismo como sujeto central,
a la vez que miro deliberadamente algo como objeto de mi mirar. Si la atención
es absorbida por algo, no soy yo quien estoy dirigiendo la atención: soy yo que
estoy dirigido por el objeto. He de llegar a descubrir que la atención soy yo.
Y si la atención soy yo, esa conciencia intencional de mí mismo y de lo que no
es mí mismo, ha de ser un acto permanente, pues hay en mi continuidad de ser y
de existir. No hay motivo por el cual yo un momento dado esté atento,
deliberadamente consciente, y en otro no lo esté. En la vida corriente, sin
embargo, nos parece lo más natural del mundo que en unos momentos estemos
atentos, presentes, y en otros estemos distraídos, ausentes. ¿Por qué, si la
atención es el hecho de ser consciente de la realidad de mí mismo, en tanto que
sujeto de toda acción, he de estar atento sólo cuando las cosas me movilizan o
cuando mis impulsos me empujan? No he descubierto aún que la atención soy yo
mismo y que cuanto más consciente esté, más atento y más abierto mentalmente,
más me acercaré a la realización plena e inmediata de mi ser.
Si yo en lugar de estar atento sólo a las cosas,
estuviera a la vez atento a la atención, me acercaría más al objeto de la
búsqueda. ¿Observan como esto nos suena ya un poco familiar? Porque un día
decíamos: hemos de amar, pero descubrimos que lo verdaderamente amable en el
amar es el amor y, por lo tanto, el verdadero amor será amar el amor por el
amor mismo. Aquí decimos ahora algo parecido: la atención más real, más
auténtica, es la atención a la atención, porque ésta nos acerca a la conciencia
de sujeto, a la lucidez inmanente que hay en nuestro ser profundo.
No se trata de una introspección, de un examinarnos
con análisis o comparaciones. Se trata simplemente de tomar conciencia de mi
gesto, de estar atento, de tomar conciencia mirando hacia su raíz y no
solamente hacia su proyección exterior, hacia el objeto externo al cual tiendo
normalmente a fijarme. Si aprendo a mirar la atención me daré cuenta que la
atención es en sí misma una energía, energía que es la substancia misma del yo,
y que el acto de la atención hacia algo es un gesto interior de esa misma
energía. Y que como gesto sigue una trayectoria y como energía tiene un foco.
Trayectoria y foco que pueden percibirse y localizarse de una manera precisa.
Es necesario que cultive el hecho de estar deliberadamente atento y de darme
cuenta de que lo estoy, pero sin cerrarme en ningún momento a la percepción
exterior, sin volver la espalda al mundo. He de ampliar mi campo mental, he de
hacer mi mente más inclusiva, pues no se trata de sustituir mi atención externa
por otra meramente interna.
Así, pues, cuando aprendo a mirar y a ser consciente
de que estoy mirando es cuando me doy cuenta que esto es un gesto preciso que
surge de un punto localizado y que sigue una trayectoria también localizable. Y
cuando llego a ser consciente de ese foco de energía y de ese gesto interior,
entonces tengo puntos de referencia más claros para situarme mejor y llegar a
centrarme en el lugar mismo donde radica ese foco de energía, que es pura
lucidez, pura conciencia de ser.
Mientras no haya hecho suficiente práctica y no haya
descubierto aún esas percepciones reales, que son a la vez evidencias de mí
mismo y de mi mente, me hablarán de atención y nunca sabré exactamente qué es,
siempre será para mí una cosa vaga y seguiré creyendo que ya estoy atento, pues
para mí, estar muy atento es quizás abrir más los ojos o mirar con fijeza para
que nada se me escape; y eso no es la atención en su acepción superior, eso no
es más que un modo particular, una derivación muy elemental de la verdadera
atención.
La verdadera atención se tiene dentro de la mente,
no fuera. Por lo tanto, si queremos mirar la atención hemos de mirar dentro de
la mente, pero para mirar dentro de la mente no hace falta que nos pongamos de
espaldas a lo exterior, que cerremos los ojos. Si ahora mismo lo intentamos
comprobaremos que podemos ser conscientes del hecho de estar mirando, así como
normalmente sólo somos conscientes de la cosa que vemos; comprobaremos que
podemos ampliar nuestra conciencia, nuestro campo mental y darnos cuenta que
junto con la persona, con la imagen externa que percibimos, son ustedes quienes
la están mirando, escuchando, de modo que la conciencia de ustedes mismos y la
conciencia de lo que perciben no son dos cosas separadas sino que forman una
unidad, un campo único de percepción, dentro del cual hay la conciencia de uno
mismo como sujeto, como auditor y, por otro lado, la percepción de la imagen,
del sonido. Tienen que aprender a darse cuenta de que son ustedes que están
mirando cada vez que miran, que son ustedes quienes están oyendo cuando, oyen,
y así en todas las cosas.
Si esto lo hacen una y otra vez llegarán a percibir
que ese mirar implica un gesto interior de la mente, que estar intencionalmente
atento es hacer un determinado gesto interior. La práctica de esto es
excelente, porque ya desde los primeros pasos nos impide quedar identificados,
confundidos con la cosa que miramos; mientras conservan conciencia de sí mismos
sin que les separa de las cosas, esto es suficiente para impedir que uno se
confunda con lo otro, impide que uno quede hipnotizado. Lo que ocurre al
comienzo de esta práctica es que cuando uno quiere estar atento a uno mismo
entonces lo otro, lo exterior, muchas veces se pierde de vista o se desdibuja.
Hay que esforzarse para que el trabajo de atención no sea un volverse de
espaldas al exterior, sino un gesto de abrirse como quien abre los brazos para
abarcar más. Entonces se logra esa unidad perceptiva yo/no-yo.
Ese el es primer paso. Descubrirán que esa capacidad
de mirar, de atender simultáneamente a sí mismos y a lo exterior, la pueden
ejercitar cuando logran situarse en un sitio determinado -es el gesto del que
les hablaba antes-, una zona que está situada más atrás y desde la que, en
efecto, comprobarán que abarcan mucho más y desde la que todo se ve mejor.
Cuando vamos a un cine con pantalla panorámica sabemos que si nos situamos
detrás tendremos una visibilidad mayor, que para abarcar un paisaje amplio
hemos de situamos a distancia para verlo mejor. Así nos ocurre a nosotros:
desde atrás se ve mejor el panorama, todo lo que ocurre. Y esto que ocurre es
que soy yo que estoy viviendo en relación con el mundo que entra en contacto
conmigo. Y esas dos cosas -yo, mundo- no componen nunca dos unidades realmente
separadas sino que constituyen una sola unidad dinámica. Para que yo realice
esta unidad es preciso que esté situado visualmente en el extremo de todo el
proceso y no en medio de la unidad, en la mitad del campo, pues entonces vería
dos, la unidad quedaría partida en lo que hay delante y lo que hay detrás.
Este gesto de abrir, de ser consciente de la
atención es algo que hay que hacerlo en todo momento, incluido cuando uno se
aburre, se duerme o está pensando que estaría mejor en otro sitio. La atención
no ha de ser nunca mera consecuencia del interés que la cosa despierte, no ha
de ser nunca producto de la utilidad o de la ventaja que la cosa reporte a
nuestra personalidad; la atención ha de ser el gesto que uno hace de un modo
deliberado, sistemático porque uno quiere hacerlo, porque uno es atención,
es conciencia de realidad. No hay que estar más atento cuando la cosa es
más interesante, cuando aquello nos conviene mucho; hay que estar siempre más atento
porque yo como realidad estoy constantemente allí y he de aprender a tomar más
conciencia directa de mí, y la única forma que tengo para tomar conciencia de
mí es mi mente consciente; por lo tanto, cada vez que mi mente consciente se
apaga, me alejo de mí y estoy condicionándome para alejar mi conciencia
personal de este foco central del cual procede.
Uno descubre entonces que la atención es la fuerza
intrínseca, es una realidad en sí misma, es un camino directo. Mientras yo
necesito soportes para tener la atención, estaré siempre pendiente de ellos,
serán más importantes éstos que la atención.
Cuando yo me dé cuenta de que la atención es un acto
por excelencia, qué la atención soy yo hecho conciencia, entonces este acto de
ser consciente se mantendrá por sí solo, no necesitará estímulos externos o
internos, será algo que sale solo, que tiene su propia fuerza en sí mismo; mi
mente no estará pendiente de si las cosas me gustan, me atraen, me convienen o
no. Podré alejarme de lo que me guste o cogerlo, según quiera, pero mi lucidez
no tendrá nunca ningún bache por este motivo, estará toda ella presente,
centrada, actual porque mi mente no dependerá nunca del objeto, sino que
dependerá siempre por entero del sujeto.
Quisiera que intuyeran un poco la relación que hay
entre el hecho de ser conscientes y el ser la realidad de mí mismo. La atención
no es nada más que un rayo procedente de la energía central de la mente, de la
felicidad y sabiduría interior, inherentes a nuestro ser espiritual, rayo que
se filtra a través de nuestra mente concreta.
Por lo tanto, cuanto más aprendamos a permanecer
abiertos a esta atención intencional más conseguiremos remontar la dirección de
donde procede este rayo de lucidez acercándonos a su origen y centro. Este es
un camino hacia «mi casa», hacia mi verdad, mi ser, mi realidad. Mientras
necesitemos estímulos, ellos serán nuestra realidad sustituta y ésta seguirá
las mismas trayectorias efímeras que aquellos estímulos. Que la cosa sea
interesante, bonita, que haya misterio, amor, sentimiento, poesía, grandeza,
que haya lo que sea: excelente. Es magnífico que hayan todas esas cosas, pero
más lo sería si además de todo eso, existiera la conciencia clara de que soy yo
el que se da cuenta de cada cosa y de sus cualidades y valores. Porque esto nos
conduciría a la realización de que todas esas cualidades que me atraen en el
mundo, así como la misma conciencia que tengo de mí, proceden todos ellos de
una conciencia total que hay en mi interior. Y que esa conciencia total es el
verdadero objetivo, es la verdadera razón de ser de cada acto particular, es el
punto de partida y el punto de llegada de mi atención, de mi conciencia de ser.
Toda conciencia parcial es una participación, es una
expresión de esa conciencia total que hay dentro. Aprendiendo a vivir esa
conciencia parcial de mi vida actual de una manera más sincera, más abierta,
más plena -siempre con la noción simultánea de mí y de lo otro, del mundo que
percibo-, iré remontando la corriente de esa conciencia parcial hacia su
fuente, iré avanzando de una manera gradual pero continua hacia el término
glorioso de mi camino.
Otros
efectos y ventajas de la atención
Ahí tenemos, pues, un método de trabajo que no
depende en absoluto de ninguna filosofía, de ningún soporte ideológico y que no
sólo es compatible con cualquiera de ellos sino que es el fundamento
psicológico operativo común en todos los métodos o procedimientos que de ellos
proceden.
El cultivo de la atención intencional se apoya única
y exclusivamente en nuestros propios mecanismos mentales.
Esa técnica tan simple y básica produce no sólo la
conexión de nuestra mente consciente con el Centro, sino que además conduce
paralelamente a una integración de toda la personalidad. Así es, en efecto,
porque si aprendo a estar consciente, abierto a la atención en todo momento,
quiere decir que ésta se va conectando de un modo automático con todos mis
sentimientos, impulsos, temores, preocupaciones, aspiraciones, ya que mi vida
diaria es una secesión constante de actos en los que se moviliza todo el
material que hay dentro. Por lo tanto, esa permanencia lúcida de mí mismo en mí
mismo está integrando mi mente, mi foco mental, con todos los contenidos
potenciales que existen dentro y que van saliendo dinamizados por los estímulos
del existir, uno después de otro. Así, cada uno de estos contenidos, de estas
fuerzas internas, se va conectando con la mente, unificando toda nuestra vida
consciente. Esto es un requisito básico, esencial, para que la transformación
no tenga lugar sólo en un nivel, sino que sea total, abarcando todas las
facetas de la personalidad.
La mente es la cámara de compensación y es el centro
coordinador y regulador de toda nuestra personalidad. Cuando todos los datos
están integrados con nuestra mente consciente, entonces es cuando se produce la
maravilla de que cada paso que se realiza en profundidad en el nivel de la
mente, transforma automáticamente todo el resto. El cambio es global y
armónico, sin tensiones ni contrastes, sin crisis ni retrocesos.
En cambio, si me dedico a una disciplina aislada,
por ejemplo la meditación o el estudio filosófico, el trabajo opera en una sola
dirección y si no me esfuerzo deliberadamente en contra, los efectos de
profundización se alcanzan exclusivamente en un sector de la mente desconectado
del resto de mi actividad mental durante todo el día; ahondo efectivamente en
un nivel de la mente, pero es como una cueva que estoy abriendo en mi mente por
completo independiente de mi modo global de funcionar, del resto de mi
personalidad.
La atención, en cambio, por el hecho de que ha de
ser constante, permanente, va integrando todos los contenidos vivos, sean del
color que sean, y al integrarlos con la mente, esos contenidos tienden
automáticamente a coordinarse, a unificarse, lo que desde el punto de vista
psicológico, de salud mental, es de suma importancia. Y lo es no sólo de cara a
nuestro buen funcionamiento en la vida cotidiana sino incluso de cara a nuestra
realización espiritual.
En efecto, no basta sólo con buscar la cosa óptima,
lo espiritual, sino que es preciso que nuestra personalidad llegue también a
funcionar de un modo sólido, armónico, integrado, porque sino, puede ocurrir que
la cosa muy buena a la que aspiramos se convierta en algo pésimo para nuestra
personalidad. Si nuestra personalidad está desquiciada, si no está bien
equilibrada, si no es fuerte en todos los aspectos, en el momento en que venga
un nuevo torrente de energía, una nueva expansión de conciencia profunda o
superior, puede producirse un trastorno en un sector u otro de la personalidad,
precisamente aquel que estaba menos sólido y equilibrado.
Hemos de buscar, por tanto, técnicas para que
nuestra mente, nuestra afectividad y nuestra capacidad de sintonía y adaptación
se ejerciten y se fortalezcan, de manera qué lo espiritual encuentre un nivel
psicológico debidamente preparado. Esto que en las técnicas más especializadas
-como la meditación que hemos mencionado antes- requiere una práctica aparte de
la misma técnica, cuando se ejercita la atención intencional se produce ya
automáticamente. Porque si estamos atentos no podremos hacer esas, reacciones
falsas, no podremos hacer trampas. Cada vez tendremos que vivir cada situación
por tanto, iremos ordenando toda nuestra vida, aun sin proponérnoslo de un modo
deliberado, sólo por el simple hecho de estar nosotros plenamente
autoconscientes en todos y cada uno de los actos de nuestra vida.
Técnicas
especializadas en la mente
Hemos estado hablando hasta ahora de la atención
como técnica completa en sí misma. Pero si bien la atención es el eje de toda
nuestra vida y actividad mental y, por tanto el elemento fundamental de toda
técnica posible que utilice la mente, puede esa atención ser ejercitada de
formas diferentes, en procedimientos más especializados.
La atención intencional, tal como la hemos estudiado
debía aplicarse a cada instante de nuestro vivir habitual. Si bien la
conciencia del propio sujeto era un elemento fijo, estable, la atención externa
tenía que seguir el vaivén normal de la existencia pasando de un objeto a otro.
Pero, ¿qué ocurre cuando también el objeto al que se dirige la atención se
mantiene fijo, inmóvil? Eso es lo que estudian las técnicas de concentración y
de meditación.
De la atención a la concentración
La atención intencional dirigida hacia un punto
estable, y sostenida de manera inmóvil pero activa durante unos instantes, se
convierte en lo que se llama concentración.
Esta atención sostenida tiene unos efectos de
penetración extraordinarios tanto en el objeto sobre el cual uno se concentra
como en la misma mente. De hecho, esta es la finalidad de la concentración:
penetrar dentro de la mente gracias al esfuerzo que se hace para penetrar en el
objeto. Ambos afectos son simultáneos, ya que si es posible profundizar en algo
es debido a una mayor profundización del punto en la mente desde el cual se
está mirando.
Este efecto de penetración dentro de la mente se
produce automáticamente por el hecho de mantener la atención dirigida hacia el
mismo punto. Es necesario que la atención sea realmente activa, es decir, que
aun manteniendo la mente completamente serena, tranquila y relajada, haya la
intención sostenida de penetrar, de ver mejor, de entrar dentro del objeto
sobre el que se hace la concentración.
Concentración, meditación intuitiva e iluminación
Cuando la concentración, tal como la hemos descrito,
puede mantenerse durante algún tiempo mayor, se convierte en meditación
intuitiva.
La distinción entre concentración y meditación
intuitiva no se basa meramente en el tiempo que puede ser sostenida la
atención. Esta es sólo una distinción externa. Desde el punto de vista del que
practica, el tránsito de la concentración a la meditación se señala por la
experiencia de afectiva penetración en el objeto -y por consiguiente, también
en la propia mente-. Esta penetración se traduce en un nuevo estado de
conciencia en el que uno se siente participar de la naturaleza del objeto de
meditación desde dentro del mismo objeto.
En la fase de concentración, si bien la mente
percibía únicamente el objeto, éste permanecía completamente externo al sujeto.
En la meditación, como hemos visto, se produce una comunión, una interfusión
entre la naturaleza del sujeto y la del objeto. Todo esto, recordémoslo una vez
más, no son teorizaciones ni siquiera resultado de ninguna sugestión. Son
experiencias que se imponen por sí mismas a todo investigador que se dedique
con seriedad al trabajo.
Después de mantenerse durante un tiempo variable en
la fase de meditación intuitiva -tiempo en el que simplemente se aprende a
estabilizar el dominio adquirido-, se pasa de manera automática a la última
fase o grado de la disciplina mental: la iluminación o autorrealización. Ahí
desaparece por completo toda distinción entre sujeto y objeto. Se experimenta
tan sólo un exaltado estado de total realidad, plenitud y evidencia. Es un
estado único, definitivo. No se puede, ni queremos intentarlo, dar ninguna
descripción de él. Tanto la experiencia de la meditación intuitiva como, aún
con más razón, la de la iluminación, están tan alejadas de lo que el hombre
suele vivir en su vida cotidiana, que toda descripción además de ser inadecuada
por sí misma, corre siempre el riesgo de provocar lamentables malentendidos y
actitudes erróneas.
Incluso el estado de iluminación requiere una
continuidad en la práctica de la meditación al objeto de que el estado llegue a
estabilizarse y se integre en el resto del psiquismo de manera que se haga
compatible con la actividad consciente en nuestra vida diaria.
Puntos sobre los que se aplica la concentración
La concentración puede hacerse sobre objetos muy
diversos, dependiendo esto de las consignas de cada escuela, grupo o maestro.
He aquí los más usualmente recomendados:
1. Sobre puntos externos: cualquier ser de la
naturaleza: una flor, un árbol, una montaña, el sol; representaciones sagradas:
la fotografía del maestro, la imagen de la Divinidad bajo la forma que mayor
devoción inspire, etcétera.
2. Sobre puntos internos uno de los chakras o
centros de conciencia que existen en el cuerpo sutil; los más recomendados son:
el anahata o centro del pecho, el ajña o centro del entrecejo y el sahasrara o
centro de la coronilla.
3. Sobre cualidades: el amor, la bondad, la alegría,
la serenidad, la paz.
4. Sobre el Yo, sobre el Ser o el Absoluto.
5. Sobre el silencio.
Efectos de la concentración
La concentración es una técnica especializada cuyo
fin es conseguir que la mente se tranquilice, se calme, de una manera efectiva
y total, no ya solamente en sus planos superficiales -que son los únicos de los
que habitualmente tenemos experiencia- sino incluso de los más profundos.
Paralelamente a ese aquietamiento, el foco activo de nuestra conciencia -la
atención- puede ir penetrando a una mayor profundidad hasta que establece una
conexión consciente con nuestra realidad espiritual, con el Yo central. Esto es
lo que en la India se denomina Samadhi, en el budismo zen, Satori, y en un
lenguaje más occidental denominamos autorrealización.
Es evidente que ese trabajo requiere tiempo y
dedicación y que, por consiguiente, no deben esperarse resultados fulminantes.
Se trata de conseguir una auténtica reeducación de nuestra mente, que lleva
muchos años de anarquía. Pero aún cuando el resultado final de la iluminación
requiera todo su tiempo, es bueno saber que cada paso que se da en este camino
de reconquista mental, tiene sus efectos inmediatos en nuestro estado de ánimo
habitual y en el rendimiento cotidiano de la mente. En efecto, una mayor
serenidad, una mente más clara y profunda, un progresivo sentimiento de paz
interior, son sólo algunos de los síntomas de progreso que acompañan al
discípulo en ese oculto y solemne camino hacia la verdad de sí mismo.
Necesidad de un Maestro
No queremos terminar esta brevísima descripción de
la técnica de concentración, sin señalar la gran conveniencia, mejor diríamos,
la absoluta necesidad, de que todo el trabajo mental esté siempre dirigido o
cuando menos supervisado, por una persona que haya pasado personalmente por
todas las fases de esta clase de trabajo interior. Es el Maestro. El es quien
debe determinar cuál es el tipo de concentración más adecuado para cada uno, y
es él igualmente, quien podrá orientar en cada etapa de la evolución interior,
animando, corrigiendo y aun evitando posibles desviaciones.
Encontrar ese Maestro no es algo tan imposible como
pudiera parecer a primera vista. En los comienzos del trabajo, cuando uno
empieza a hacer lo que buenamente le parece mejor, si está realmente interesado
en aprender y no en demostrar a los demás lo que hace o lo que consigue en sus
prácticas, encontrará las indicaciones necesarias del modo más insospechado: a
través de libros, en una conversación casual, etc. Cuando esté algo más
avanzado empezará a descubrir la guía necesaria en el silencio, donde la voz
del Maestro se hará sentir gradualmente más y más clara. Y, si alguna vez,
necesita de verdad una ayuda especial externa a él mismo, puede estar seguro
que tal ayuda le vendrá inexorablemente pero sólo una vez él haya agotado todos
sus propios recursos y posibilidades. Hay un antiguo adagio esotérico, hoy tan
vigente como siempre lo ha estado, que dice: «Cuando el discípulo está
preparado, el Maestro aparece».
Preguntas
-¿De qué modo aparece en el niño esa distorsión de
su mente respecto al ritmo natural de la vida?
-Aparece justo en el momento en que el niño empieza
a representarse a sí mismo, porque en el momento en que pueda representarse a
sí mismo, que es alrededor de los dos años, es también la misma época en que la
educación empieza a hacer de las suyas, en la que la sociedad encarnada en la
figura de la madre se le echa encima «esto, no», «esto, tampoco», «esto, sí»,
cuando el niño quizá no tiene ganas de una cosa «esto, sí», cuando tiene ganas
de otra «esto, no», y estamos corrigiéndole constantemente por necesidad,
porque así debe ser, pero la vida, la sociedad, el no-yo, el mundo, se están
enfrentando continuamente con él. El por un lado va teniendo una idea de sí
mismo, por otro lado, ve que tiene que hacer una serie de cosas, que le obligan
a hacer otras que no le gustan y poco a poco se va amurallando contra esta
invasión del exterior y va adoptando, aprende a adoptar estrategias, se ve
obligado a reprimir muchas de sus energías que no puede verter con la
espontaneidad que solía hacer antes y esas energías tienen que salir de un modo
y otro. Tiene que aprender a que salgan cuando está permitido y del modo que
está permitido y si no está permitido, o no puede, no le dejan, no se atreve,
entonces aprende a dar salida a estas energías a través del mundo imaginativo,
que funcione alrededor de la idea que tiene de sí mismo. Es entonces cuando
empieza a imaginar, a pensar, a soñar despierto que él hará esto, hará lo otro,
que es de esa manera, que conseguirá aquello, y lo que no puede hacer en el
mundo real, empieza a hacerlo en el mundo imaginativo y así su yo-idea, su yo representación, empieza
a hacer un papel ficticio, un papel falso y eso va reforzando, a la vez que va
deformando la idea que el niño tiene de sí mismo.
El niño utiliza su idea no sólo para vivir en el
mundo real, la utiliza también para poder compensar sus sinsabores, sus
disgustos con la vida, para soñar, para idealizar, para proyectarse, la utiliza
para todo y poco a poco este yo va adoptando un nueva fisonomía, va adquiriendo
carácter de héroe y a la vez un carácter de cobarde que la experiencia enseña
que es, según los casos, y otros muchos tipos de características y así se va
separando de la verdad objetiva de sí mismo y de la vida real.
Si el niño pudiera vivir de un modo amplio, si su
mente creciera por todas partes creo que esto no se produciría, aunque la
sociedad le pusiera una limitación -cosa por otra parte necesaria pues siempre
ha de haber un encauzamiento de las energías el niño encontraría otra forma
interior o exterior de poder vivir esa energía interna, y lograría vivir de un
modo más equilibrado, no quedaría embotellado en esta estructura deformada del yo-idea.
La energía saldría a través de otros cauces naturales, quizás hacia arriba
o hacia dentro. Y ahora al no poder salir hacia arriba sale hacia abajo y esto
es lo que produce la estimulación artificial de todo lo que es vida vegetativa,
necesidad sexual puramente artificial o necesidad incrementada de satisfacciones
físicas de todo tipo: comida, bebida, placeres diversos que son puramente
compensaciones; yo creo que entonces se encontraría el modo de que saliera a
través de otros canales pero no con esta constante presión y deformación del yo-idea
que le hace a uno alejarse cada vez más de sí mismo, de la verdad de sí
mismo y por lo tanto de la verdad de las cosas.
Uno se hace extraño a sí mismo, se aleja de sí mismo
porque se va, sueña y se confunde con las cosas que sueña, no vive su vida
encarnada de un modo presente, actual, total. Como la vida le es desagradable
porque no la vive con plenitud, la parte desagradable que vive tiende a
compensarla con otra parte agradable también del exterior y esto le obliga a
reforzar sus estructuras artificiales. Como esa estructura artificial es la que
sirve después de base para pensar en la vida, para juzgarse a sí mismo, para
valorar a los demás, para decidir las cosas, resulta que cada vez se va
complicando más y pierde de vista la evidencia de las verdades naturales, la evidencia
de la verdad.
-¿Es posible el silencio de la mente?
-Es perfectamente posible el silencio total de la
mente -pero es posible solamente cuando la mente ha pasado por un trabajo, por
un entrenamiento muy completo.
No hay que confundir silencio con inconsciencia. Se
entiende por silencio la no producción de formas mentales y la simple toma de
conciencia que de uno mismo puede hacerse de un modo directo sin forma mental,
y esto ha de ser una percepción directa, inmediata sin necesidad siquiera de actos
reflexivos. En el momento en que hay reflexión sobre el hecho de que soy
consciente, de que estoy en silencio, entonces aquello es ya evidentemente una
forma mental. Se puede llegar al estado de silencio consciente sin ninguna
forma mental.
-¿Tienen mente los
animales? ¿Y qué hacen para evitar esta deformación del yo en los niños?
-Creo que los animales tienen mente, y ello no es lo
mismo que determinar cuál es su tipo de mente, pero que la tienen sí, es algo
clarísimo. Pero definir la mente, dónde y cómo, esto ya es más difícil pues si
ya en nosotros cuesta mucho hacerlo a pesar de que somos a la vez espectadores
y protagonistas, al tratar de otros seres hemos de ser más cautos en las
afirmaciones. Creo que todo cuanto vive y existe tiene mente, y que todo
cuanto existe es mente.
Se me hace difícil concebir nada de lo que existe
que no sea vida, del mismo modo que todo cuanto existe es luz, que todo cuanto
existe es energía, todo se puede definir en tanto que luz, en tanto que
energía, como se puede definir en tanto que amor, en tanto que idea, todo,
absolutamente todo.
El yo ha de existir, ha de crecer, es una necesidad,
es un imperativo, pero lo que quizás podemos hacer es influir para que este yo
no se eduque más deformado de lo que es absolutamente necesario. Y la única
forma que hay, la única que está en nuestra mano para que la educación de los
hijos sea lo mejor posible es que nosotros funcionemos del mejor modo posible.
No consiste en que adopte tal consigna en la educación, sea la técnica paternalista,
la técnica de la comprensión, o de la disciplina, ni la de mitad y mitad. No
consiste en eso, consiste en que yo funcione bien, nada hay que pueda sustituir
a la calidad funcional de los educadores; sólo cuando el educador funciona bien
puede educar bastante bien. Si el educador se enfada, si la madre no funciona
bien, por títulos y cargos que puedan tener en este campo educacional, será
imposible, no lo hará bien. A la hora de actuar cada uno actúa de acuerdo con
su naturaleza, con su modo de funcionar, no de acuerdo con las consignas que
haya recibido; las consignas las aplicará dos horas al día, pero cuando viva
espontáneamente lo hará de acuerdo con su propio estilo y entonces todas las
deformaciones personales que existan surgirán y se proyectarán en la educación.
La única forma que hay de ayudar a los hijos a vivir
bien es aprender uno mismo a vivir bien y esto quiere decir vivir centrado,
consciente, con plenitud, con sinceridad, con espontaneidad, con una mente
amplia, no llenos de preocupaciones, no como quien lleva una contabilidad
complicadísima de una empresa, la educación ha de ser algo espontáneo, algo
natural, somos nosotros los que complicamos todo más de la cuenta; el hijo se
educa en la medida que está junto a nosotros, no cuando le estamos diciendo lo
que ha de hacer y lo que no ha de hacer, es cuando nos ve actuar, cuando ve
como hablamos con nuestros familiares, con la esposa, con un vecino, con
cualquiera. Sólo si hay una formación interior seré consecuente. Mi conducta
respecto a las prohibiciones, por ejemplo, la política de castigo y de
disciplina, punto difícil en la educación, entonces saldrá con naturalidad, con
espontaneidad, en un momento dado se verá clarísimo que hay que poner una
limitación, castigo, una orden, de modo inexorable, no porque yo esté enfadado,
no porque a mí nadie debe faltarme el respeto, sino simplemente porque el niño
necesita aprender a adaptarse, a obedecer. En otros momentos me saldrá de modo
espontáneo que es mejor tomarlo a broma y ver que las cosas en esta ocasión es
mejor solucionarlas por las buenas, sin necesidad de dramatizar. En esto no hay
reglas fijas, depende de las circunstancias, de la naturaleza, de la situación
y del niño, y depende sobre todo de la naturaleza del padre y de la madre. Cada
cual tiene un modo personal diferente y todos son buenos si funcionan bien, si
salen de dentro, si son producto de una personalidad formada y equilibrada.
Por lo tanto la mejor preparación para educar a los
hijos es educarse a sí mismo, formarse, funcionar bien, aprender a tener más
seguridad y más serenidad. Todo cuanto vaya a favor de esto irá también
inevitablemente a favor de nuestros hijos.
FIN
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