Jiddu Krishnamurti
La libertad interior
editorial Kairós
Numancia, 117-121
08029 Barcelona
Título original: TALKS AND DIALOGUES SAANEN 1968
Diseño portada: Agustín Pániker
(c) 1970 by Krishnamurti Foundation Trust Ltd.
Brockwood Park, Bramdean,
Hampshire S024 OLQ
Inglaterra
Todos los derechos de la versión en Castellano, cedidos a:
Fundación Krishnamurti
Hispanoamericana
Apartado 5351, Barcelona
08080
España
Primera edición: Octubre 1993
Segunda edición: Julio 1994
ISBN: 84-7245-283-2
Dep. Legal: B-24.752/1994
Fotocomposición: Beluga & Mleka, Córcega, 267, 08008 Barcelona
Impresión y encuadernación: Índice, Caspe, 118-120, 08013 Barcelona
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CAPÍTULO 1
La seriedad. Las ideologías. La cooperación Las
divisiones ideológicas y religiosas. Los peligros de la autoridad. Las guerras.
El problema total y esencial del ser humano. La naturaleza del pensamiento.
Espero que desde el primer día y durante estas reuniones seamos
muy serios. Temo que la mayoría de nosotros hayamos venido con un espíritu de
vacaciones a contemplar las colinas y las montañas, los verdes valles y los
arroyos que fluyen; a estar tranquilos, a encontrarnos con los amigos y a
divertirnos un poco, todo lo cual está bien; pero si hemos de sacar algo que
valga la pena de estas reuniones, tenemos que ser muy serios desde el
principio.
Hay enormes problemas a los cuales hemos de enfrentarnos como
seres humanos. Como vivimos en un mundo insensato y estúpido tenemos que ser
serios. Y me parece que las personas que son realmente serias, en su corazón,
en su intimo ser ‑no de un modo neurótico, ni con arreglo a ningún principio o
compromiso determinado-, tienen ese carácter, esa condición de seriedad que es
necesaria.
Cuando uno observa lo que está pasando en este mundo: la situación
de la juventud, la ansiedad por la guerra, la pobreza extrema, los odios y motines
raciales, la forma lamentable en que los pequeños países soportan su situación
monetaria, etc., uno siente que no sabe lo que está sucediendo. Hemos oído
muchísimas explicaciones de los filósofos, los intelectuales, los teólogos, los
sacerdotes, los psicólogos, de todas las burocracias organizadas, y así
sucesivamente. Pero las explicaciones no son bastante buenas, y aún conociendo
la causa de estas perturbaciones, no se resuelve la cuestión. Aquí, durante
estas reuniones, vamos a ser responsables como individuos y como seres humanos:
vamos a ver si podemos entender el problema de nuestra existencia con su
desorden, su caos, la desdicha y el enorme dolor, que es a la vez interno y
externo. Evidentemente, estamos obligados a disipar las tinieblas que como
individuos hemos creado en nosotros y en los demás. Por eso, tenemos que ser
muy serios.
Como ustedes saben existen personas que son serias de un modo
neurótico; creen que son serias si siguen cierto principio, creencia, dogma o
ideología, y si continúan practicándolo. Tales personas no son serias. Tienen
una creencia, y esa creencia engendra un extraordinario estado de
desequilibrio. De modo que uno tiene que estar sumamente alerta para descubrir
qué es lo que significa ser serios.
Podemos ver que las ideologías desempeñan un enorme papel en la
vida del hombre en todas las partes del mundo, y que, en efecto, dividen al
hombre en grupos: el republicano y el demócrata, la izquierda y la derecha,
etc. Separan a las personas y por su misma naturaleza, estas ideologías llegan
a convertirse en “autoridad”. Y entonces los que asumen el poder tiranizan de
manera democrática o despiadada. Esto se puede observar en todo el mundo. Las
ideologías, los principios y las creencias, no solo separan a los hombres en
grupos, sino que en realidad impiden la cooperación; sin embargo, lo que
necesitamos en este mundo es cooperar, colaborar, actuar juntos, sin que usted
lo haga de una manera por pertenecer a un grupo, y yo de otra. La división
surge inevitablemente si usted cree en determinada ideología, sea la comunista,
la socialista, la capitalista, etc.; sea cual fuere esa ideología, tiene que
dividir y crear conflicto.
El ideólogo no es serio, no ve las consecuencias de su ideología.
Por lo tanto, para ser en realidad serio, uno tiene que desechar completamente,
totalmente, estas divisiones nacionalistas y religiosas, negar lo que es
absolutamente falso: y entonces, como resultado, quizás habría una posibilidad
de ser real y verdaderamente serios. Tenemos que construir un mundo enteramente
distinto, que nada tenga que ver con el mundo de hoy, lleno de manías,
conflictos y competencias, un mundo cruel, brutal y violento.
Sólo la mente religiosa es verdaderamente revolucionaria. No
existe otra mente revolucionaria; aunque se llame de extrema izquierda o de
centro, no será revolucionaria. La mente que a sí misma se llama de izquierda o
de centro está tratando con un fragmento de la totalidad y divide incluso este
fragmento en otras partes diversas. Esto no es, en absoluto, una mente
verdaderamente revolucionaria. La mente realmente religiosa en el sentido
profundo de esta palabra es revolucionaria, porque esta más allá de la
izquierda, de la derecha y del centro. Comprender esto y cooperar unos con
otros es producir un orden social diferente. Y esa es nuestra responsabilidad.
Si pudiéramos desechar todas estas cosas pueriles, toda esta inmadurez, creo
que podríamos ser la sal de la tierra; y este es el único motivo de habernos
reunido. Ustedes no van a sacar nada de mí, ni yo de ustedes. Lo que es
absolutamente esencial no es posible lograrlo por medio de una ideología. Creo
que esto, desde el punto de vista histórico y de los hechos, es muy obvio. Lo
que está pasando en el mundo muestra la división y el conflicto que crean las
ideologías. Si usted conoce y se adhiere a una ideología por superior, grande y
noble que sea, se incapacita para la cooperación. Quizás esa ideología pueda
dar lugar a una destructiva tiranía de la derecha o de la izquierda, más no es
posible que pueda traer la cooperación de la comprensión y el amor.
La solidaridad sólo es posible cuando no hay «autoridad» alguna.
Como ustedes saben, una de las cosas más peligrosas del mundo es la
«autoridad». Uno asume «autoridad» en nombre de una ideología o en nombre de Dios
o de la Verdad. Y es imposible que produzcan un orden mundial el individuo o el
grupo de personas que han asumido esa «autoridad».
Espero que ustedes estén escuchando todo esto y que no se hallen
hipnotizados por las palabras, ni siquiera por la intensidad del que habla;
espero que estén compartiendo estas cosas con él.
La autoridad le da mucha satisfacción al hombre que la ejerce ‑no
importa el nombre en que lo haga-; deriva inmenso placer de ello y por lo tanto
él es el más... Uno tiene que poner una atención intensa en semejante persona.
Desde el principio de estas charlas, debemos tener bien claro por lo menos este
punto: la seriedad implica no aceptar ninguna autoridad, ni siquiera la del que
está hablando. Algunos vienen del Oriente y afirman, desafortunadamente, que
tienen las experiencias más extraordinarias: que pueden mostrar a otro el
pasado, que conocen alguna palabra que les ayudará a meditar con máxima
excelencia, etc. No sé si ustedes han caído en esta clase de trampa; a muchas
personas les ha pasado, a millares, a millones. Tal autoridad le impide al ser
humano ser una luz para sí mismo. Cuando cada uno es luz para sí mismo, sólo
entonces puede cooperar, amar; sólo entonces hay un sentido de comunión de unos
con otros. Pero si usted tiene su particular autoridad, tanto si esa autoridad
es un individuo como si es una experiencia que usted mismo ha tenido o
conocido, entonces esa experiencia, esa autoridad, esa conclusión, esa postura
definida, impide una comunicación mutua. Sólo una mente realmente libre es la
que puede estar en comunión, la que puede cooperar.
Durante estos días les ruego que sean muy sensatos y no acepten la
autoridad de nadie, ni la propia ‑cultivada mediante la experiencia, el
conocimiento u otras varias conclusiones a las que ustedes hayan llegado- ni la
autoridad del que habla, ni la de ningún otro. Sólo entonces, cuando la mente
es libre, libre de verdad, es cuando puede aprender; una mente así es a la vez
el maestro y el discípulo. Es vital que comprendamos esto, porque es lo que
vamos a investigar en todas estas charlas y discusiones.
Uno tiene que ser al mismo tiempo, para sí mismo, tanto el maestro
como aquello que es enseñado. Y esto únicamente es posible cuando hay un
sentido de observación, de ver las cosas en uno mismo tal como son. Como
ustedes saben, la mayoría de nosotros somos inconscientes de nosotros mismos.
No sé si habrán observado a las personas que continuamente están hablando de sí
mismas, haciendo la propia valoración de su posición en la vida. «Primero yo, y
en segundo lugar todo lo demás».
Si ha de haber solidaridad entre nosotros, comunicación y comunión
entre uno y otro, es evidente que tiene que desaparecer esta barrera de
«primero yo, y todo lo demás en segundo lugar». El «yo» asume una importancia enorme.
¡Se expresa de tantas maneras! Por eso llegan a ser un peligro las
organizaciones. Y, sin embargo, es necesaria la organización. Los que están a
la cabeza de una organización o que asumen el poder de ella, se convierten poco
a poco en la fuente de la «autoridad». Y con esas personas uno no puede
cooperar, no puede estar en comunión.
Tenemos que crear un mundo nuevo. Estas no son meras palabras, una
simple idea. Tenemos que crear, efectivamente, un mundo por completo diferente,
en el que, como seres humanos, no estemos combatiendo unos con otros,
destruyéndonos mutuamente; en que uno no domine al otro con sus ideas ni con
sus conocimientos; en que cada ser humano sea libre en realidad, no en teoría.
Y sólo en esta libertad es posible aportar orden al mundo. Vamos, pues, a
desenredar si es que podemos, la red que hemos tejido en torno a nosotros
mismos, la cual impide la cooperación y nos divide; y produce tan intensa
ansiedad, dolor y aislamiento.
Sería maravilloso que, al terminar estas reuniones, pudiéramos
salir y decir. «Miren, lo he conseguido». No es que usted «posea» algo, sino
que usted mismo vea que está libre por completo, que se ha convertido en un ser
humano con vitalidad, energía, claridad e intensidad. Así, pues, esa es la
cuestión. Tal vez sea esto demasiado, pero a menos que lo logremos, traeremos
al mundo mucha desdicha, y las guerras continuarán; de las cuales somos
responsables ‑no los norteamericanos o los norvietnamitas-; todo ser humano es
responsable. Y los que viven en este país, exento de peligros; son también
responsables. Asimismo, todos lo somos por la división que continúa en el
mundo, no sólo en lo ideológico, sino también en lo religioso. De modo que, por
favor, si es posible, vamos a poner en esto nuestra mente y nuestro corazón.
Hacerlo no requiere mucho esfuerzo intelectual. El intelecto nada ha resuelto.
Puede inventar teorías, puede dar explicaciones, puede ver la fragmentación y
crear más fragmentos. Pero siendo el intelecto un fragmento, no puede resolver
todo el problema de la existencia humana. Tampoco pueden hacer nada el
emocionalismo y el sentimentalismo: ambos son también la reacción de un
fragmento.
Unicamente es posible actuar de manera completa, y no en
fragmentos, cuando vemos todo el problema humano en su totalidad, no sólo los
fragmentos. ¿Cuál es, pues, el problema? ¿En qué consiste el problema total,
esencial del ser humano, que una vez comprendido, una vez visto (como vemos un
árbol, una bella nube), nos permite resolver todos los demás fragmentos? Partiendo
de ahí usted puede actuar. ¿Qué es, pues, esta percepción total, esta visión
total? Yo pregunto y ustedes tienen que hallar la respuesta. Si aguardan a que
yo dé la respuesta y la aceptan, entonces no será de ustedes; entonces yo me
convierto en «autoridad», cosa que aborrezco. ¿Cuál es, pues, la respuesta de
usted como ser humano que vive en este mundo, con toda la confusión, los
disturbios, las revoluciones; con esta terrible división entre hombre y hombre;
con una sociedad inmoral, con la inmoralidad religiosa de los sacerdotes?
Cuando usted ve todo esto desplegado ante sus ojos, y ve la agonía del hombre,
¿cuál es su respuesta? ¿Cómo actúa según cada caso? O pertenece usted a una
parte, a un fragmento y trata de reducir todos los fragmentos al suyo particular
‑cosa que evidentemente muestra mucha falta de madurez, de sentido-, o ve toda
esta fragmentación y este mismo hecho de ver le da una percepción total. ¿Cuál
es, pues, para usted el problema, la cuestión esencial, el reto único que,
habiéndolo comprendido totalmente, disuelve todos los demás problemas, o le
hace a usted capaz de comprenderlos o acometerlos?
Es muy interesante -¿no es así?-, que descubra usted mismo cuál es
la cuestión esencial en la vida, no según la opinión del psicólogo, del filósofo,
del teólogo, o de Krishnamurti, no de acuerdo con nadie, sino descubrirla usted
mismo. ¿Cómo va usted a descubrirla? Puede ser que no haya pensado sobre ello.
O si lo ha pensado, ¿cómo va a encontrar esa respuesta o cuestión esencial? ¿Va
usted a preguntarle a otro? Claro que no, porque cuando usted mira en cualquier
dirección, está mirando hacia la «autoridad». Lo que dice la «autoridad» no es
real, a usted le interesa la más importante cuestión, y ésta tiene que
descubrirla usted mismo. Si no busca a otro para que le ayude a descubrir cuál
es la cuestión fundamental, verdadera, entonces, ¿qué hará usted? ¿Cómo la
descubrirá? Por favor, este es un asunto muy serio.
Primeramente, ante todo, ¿se ha formulado alguna vez semejante
pregunta? ¿Se ha preguntado uno a sí mismo si hay una cuestión esencial, en
cuya comprensión está la respuesta de todas las demás cuestiones menores? Si
usted no se la ha formulado, yo se la planteo. Si la escucha como espero que la
esté escuchando, entonces ¿cómo va a descubrirla?
¿Cómo va a investigar? ¿Lo hará por medio del pensamiento,
pensando mucho sobre ello, sobre cada problema, cada cuestión, cada fragmento;
complicándose cada vez más, y luego llegando a una conclusión y diciendo: «Esta
es la cuestión esencial»? ¿Le ayudará el pensamiento? ¿Le ayudará una
indicación, por sutil que sea? Porque si se fía de ella, usted está perdido
otra vez. De modo que el pensar sobre ello no da la respuesta, ¿verdad?
¿Cuál es la naturaleza del pensamiento? El pensamiento, como uno
puede observar, surge de la memoria acumulada. Obsérvelo por usted mismo, por
favor. El reto para usted es éste: ¿cuál es la cuestión esencial en la vida? El
reto es nuevo, y si usted se enfrenta a él en términos del pensamiento, lo hace
partiendo de los recuerdos acumulados y su respuesta vendrá de lo viejo. Esto
está bastante claro, ¿no es así?
Si me aferro a mi hinduismo con todas sus supersticiones,
creencias, dogmas, tradiciones y toda esa tontería y aparece ante mí algo
nuevo, o surge un nuevo reto, sólo puedo responder partiendo de lo viejo. Por
eso veo que la respuesta de lo viejo no es el camino hacia el descubrimiento.
¿Cierto? Por lo tanto, no dependeré del pensamiento, aunque sea el de la
persona más erudita, ni del mío propio. De modo que desecho completamente (por
favor, háganlo mientras hablamos) el uso del pensamiento para investigar.
¿Puede uno hacerlo? Parece fácil, pero, en realidad, ¿podemos hacerlo? Lo cual
significa que aquí tenemos un reto totalmente nuevo. Lo miro con ojos nuevos,
con claridad. El pensamiento, sin embargo, por muy maduro, astuto y libre que
sea, no trae claridad. Veo así que el pensamiento no es el camino para
descubrir lo esencial, de modo que no desempeña papel alguno en esta búsqueda,
en esta investigación. ¿Puede usted experimentarlo? Significa que el
pensamiento, que es viejo, que está interfiriendo de modo constante, ya no se
impone ni domina. ¿Qué ocurre entonces? Por favor, observe esto usted mismo.
Cuando usted ya no busca algo en términos de su condicionamiento, entonces ha
negado -¿no lo ha hecho usted?- toda la carga del ayer.
Lo que trato de decir es en realidad muy sencillo, usted tiene que
hallar una nueva manera de vivir, de actuar, para poder descubrir lo que
significa el amor. Y para descubrir eso, no puede usar los viejos instrumentos
que tenemos. El intelecto, las emociones, la tradición, el conocimiento
acumulado: esos son los viejos instrumentos. Los hemos utilizado de manera
interminable, sin que hayan producido un mundo diferente, un estado mental
distinto; son completamente inútiles. Tienen su valor en ciertos niveles de la
existencia, pero carecen de valor cuando estamos preguntando, cuando tratamos
de descubrir una manera de vivir que sea del todo nueva. Para decirlo de otro
modo: nuestra crisis no está en el mundo, sino en nuestra conciencia. No se
trata de poner fin a una guerra o de reformar universidades o de dar más o
menos trabajos, o más salario, etc.; a ese nivel no hay respuesta. Cualquier
reforma trae más complicación. La crisis está en la mente misma, en la de usted
en su conciencia, y a menos que usted responda a esa crisis, a ese reto, usted
aumentará, de modo consciente o inconsciente, la confusión, la desdicha y la
inmensidad del dolor.
Nuestra crisis está en la mente, en nuestra conciencia, y tenemos
que responder a ella de manera total. ¿Cuál es la verdadera respuesta, la
cuestión esencial? Es obvio, como hemos visto, que el pensamiento no puede
ayudarnos en este caso; lo cual no quiere decir que lleguemos a ser personas
irresolutas, que nos volvamos inconsistentes, soñolientos, embotados. Cuando
usted ya no usa el pensamiento para descubrir por sí mismo cuál es la cuestión
esencial en la vida, ¿qué ha ocurrido entonces en la mente? ¿Comprende mi
pregunta? ¿Nos estamos comunicando uno con otro? Por favor, diga que sí o qué
no. Para comunicarnos, para estar en comunión uno con otro, tenemos que hacerlo
al mismo nivel, al mismo tiempo, y con la misma intensidad. Es como el amor, y
si usted dice que sí, ello significa que ha desechado por ahora el pensamiento
como instrumento para investigar. Entonces usted y el que habla están al mismo
nivel; ambos investigamos intensamente, y usted no está esperando que sea yo
quien se lo diga.
Cuando le dice a alguien «te amo», puede ser que lo diga de un
modo casual y sin sentirlo realmente, o puede ser que usted lo diga con gran
intensidad y con un sentimiento profundo y urgente, mientras que la otra
persona se queda indiferente o se pone a mirar en otra dirección; en ambos
casos la comunión entre ambos deja de existir. La comunión solamente es posible
cuando ambos ponen toda su intensidad, no de un modo casual o con reservas.
Como usted sabe, cuando usted y el otro son generosos -¿comprende?- se produce
en efecto una intensidad extraordinaria; dador y receptor dejan de existir.
Así, pues, ¿qué creen ustedes? ¿qué sienten? ¿cómo perciben lo que
es la cuestión esencial en la vida?
¿Vamos a dejar esta cuestión hasta el martes por la mañana?
¿Quieren algún tiempo para pensar sobre el asunto, para discutirlo con otras
personas, para sentarse bajo un árbol o en su habitación, y dejar que venga a
ustedes la respuesta? Si esperan a que el tiempo les ayude, el tiempo no va a
ayudarles. El tiempo es la cosa mas destructiva.
Interlocutor. Usted dijo que el pensamiento es producto
de la memoria. Ahora me doy cuenta de que la mayoría de mis pensamientos están
muy condicionados, pero no estoy muy seguro de que no sea posible que otro
pensamiento no esté condicionado por la memoria.
K.: ¿Hay algún
pensamiento que no esté condicionado? ¿Lo hay? O es que todo pensamiento lo
está? Evidentemente, todo pensamiento es la respuesta de la memoria, la
respuesta de la experiencia, la tradición y el conocimiento acumulados.
¿Cuál cree usted que es la cuestión esencial en la vida? Vamos a
hablar de ello unos minutos.
Interlocutor: Crear armonía.
K.: ¿Dónde?
¿Internamente, externamente o en ambos niveles? ¿Cómo se puede crear armonía
fuera de uno mismo si no se es armónico internamente? La armonía interior es lo
primero, no la exterior. ¿Es esa la cuestión esencial? ¿O podría ser que la
armonía fuera un resultado y no un fin en sí mismo? Existe, sobreviene. Es como
estar muy saludable y salir a dar un paseo. Pero el buscar la armonía como un
fin en ella misma... ¿es eso posible? Tiene uno que hallarla internamente. Para
lograrlo tiene que haber una investigación tremenda dentro de sí: ver las
contradicciones, los esfuerzos, la disciplina, todo lo que entraña el problema.
¿Es esa la cuestión esencial? Dice usted que la cuestión esencial puede ser la
armonía, pero puede ser el placer. Por favor, escuche lo que acabamos de decir.
Hemos dicho que la cuestión esencial, para la mayoría de las personas, puede
ser la urgencia de placer, su continuidad y reforzamiento. El placer que se
deriva de la seguridad, de la experiencia sexual, es deliberado, no una cosa en
sí misma. No sé si está siguiendo la discusión. Saco placer de algo: el hacerlo
me da placer. Por eso es importante el acto del cual derivo placer: este no es
un fin en sí mismo, sino que resulta de algún acto. De modo que ¿es ese el
reto? ¿es esa la cuestión esencial?
Por favor, mire el mundo, mire todas las cosas que están
sucediendo: el extraordinario progreso técnico, las guerras, la sociedad
opulenta y la pobreza, una nación luchando contra otra por su seguridad, por su
gloria, etc. Todo eso es lo que esta pasando, está ahí, ante usted. Si lo mira
de modo objetivo, como miraría un mapa, tendría la respuesta, que es: mirar.
Interlocutor: El reto o la cuestión esencial es la
responsabilidad de la relación.
K.: La
responsabilidad de la relación. ¿Es eso?
Interlocutor: Sólo es parte de ello.
K.: Sí,
también es un fragmento. La relación: ¿Qué significa estar relacionado con
personas, con individuos; estar relacionado con el mundo, con la naturaleza,
con todo lo que está ocurriendo? ¿Cómo puede uno estar relacionado, no
simplemente con su esposa o marido, sino con todo lo que acontece en el mundo?
¿Cómo es eso posible si usted está aislado, si todo su pensamiento, su
actividad, su ocupación, sus palabras, le están aislando, que es como decir «Yo
primero, y al diablo con todos los demás»?
Tenemos que detenernos por hoy, pero les ruego que no olviden esta
cuestión. Pongan su mente y corazón en ver el mundo como es, no como creen que
debería ser, sino como es en realidad. Cuando ustedes lo vean claramente, el
mismo acto de ver puede darles la respuesta.
CAPÍTULO 2
El problema total y esencial del hombre. La
libertad. El condicionamiento y las diferencias ideológicas. Los sistemas,
métodos o disciplinas. La autoridad.
Es importante saber lo que es la cooperación, y cuándo cooperar, o
cuándo no hacerlo. Para conocer el estado de la mente que no quiere cooperar,
tiene uno que aprender también lo que significa cooperar; ambas cosas son
importantes. Seguramente la mayor parte de nosotros cooperamos cuando tenemos
un interés personal, cuando vemos provecho, placer o ganancia en hacerlo.
Entonces sí cooperamos generalmente; ponemos en ello nuestro corazón y nuestro
entendimiento. Nos entregamos a un compromiso, a algo en que creemos; con esa
autoridad, con ese ideal cooperamos en efecto. Pero también, es muy importante
aprender cuándo no cooperar. Muchos no estamos dispuestos a averiguar lo que es
no cooperar, cuando estamos en actitud de cooperar. Ambas cosas van juntas
realmente.
Es importante saber que si cooperamos con una idea, con una
persona, si adoptamos una actitud hacia aquello con que cooperamos, entonces
cesa la cooperación. Cuando termina el interés por esa idea, por esa autoridad,
rompemos con ella; y entonces tratamos de cooperar con otra idea o autoridad.
Todo eso, seguramente, se basa en el propio interés y cuando esa cooperación
que es interés propio ya no trae ganancia, beneficio o placer, entonces dejamos
de cooperar.
Saber cuándo no cooperar es tan importante como saber cuándo
hacerlo. La cooperación tiene realmente que surgir de una dimensión del todo
distinta. De este asunto vamos a hablar luego.
Preguntábamos, cuando nos reunimos la última vez: «¿Cuál es la
cuestión esencial en la vida?» No sé si ustedes han examinado esto, y si han
pensado sobre ello. Pero, ¿cuál creen ustedes que es el problema central en la
vida humana, tal como se vive en este mundo, con todo este desorden, el caos,
la desdicha, la confusión; con personas que tratan de dominarse unas a otras,
etc.? Yo me pregunto cuál es para ustedes la cuestión central, o el único reto,
al que se ha de responder cuando uno ve realmente lo que está pasando por todo
el mundo: el conflicto de varias clases, el conflicto estudiantil y político,
las divisiones entre hombre y hombre, las diferencias ideológicas por las
cuales estamos dispuestos a matarnos unos a otros, las religiosas, que
engendran la intolerancia; las diversas formas de brutalidad, etc. Viendo todo
eso desplegado ante nosotros, en realidad, no en teoría, ¿cuál es la cuestión
central?
El que habla va a señalar cuál es la cuestión central. Y les ruego
que no muestren asentimiento ni disconformidad con lo que diga. Examínenlo,
mírenlo, vean si es verdad o falso. Para descubrir lo que es verdadero, uno
tiene que mirar objetivamente, con rigor, y también con penetración. Tiene uno
que mirarlo con el interés personal que se concede cuando está uno pasando por
una crisis en su vida, cuando todo el ser se enfrenta a un reto. La cuestión
central es la completa y absoluta libertad del hombre, primero en el aspecto
psicológico o interno, y luego en el externo. No hay división alguna entre lo
interno y lo externo, pero para verlo claramente uno tiene que comprender
primero la libertad interna. Tenemos que descubrir si de alguna manera es
posible vivir en este mundo en libertad psicológica, sin retirarse
neuróticamente a algún monasterio, ni apartarse en una torre aislada de la
propia imaginación. Viviendo en este mundo, ese es el único reto que uno tiene:
la libertad. Si no hay libertad interior, entonces empieza el caos y surgen los
innumerables conflictos psicológicos, las oposiciones e indecisiones, la falta
de claridad y de penetración profunda que, evidentemente, se expresan en lo
exterior. ¿Puede uno vivir en este mundo libremente, sin pertenecer a ningún
partido político, ni al comunismo ni al capitalismo; sin pertenecer a ninguna
religión: sin aceptar ninguna autoridad exteriormente? Uno tiene que acatar las
leyes del país (seguir hacia la derecha o hacia la izquierda al conducir) pero
la decisión de obedecer, de consentir, viene de la libertad interna; la
aceptación de los requerimientos del mundo exterior, de la ley externa, es la
aceptación que brota de una libertad interna. Esa es la cuestión central, no
otra.
Nosotros, los seres humanos, no somos libres, estamos fuertemente
condicionados por la cultura en que vivimos, por el ambiente social, la
religión, los intereses creados del ejército o de la política, o por el
compromiso ideológico al que nos hemos entregado. Así condicionados, somos
agresivos. Los sociólogos, los antropólogos y los economistas explican esta
agresión. Hay dos teorías: o ha heredado usted del animal este espíritu
agresivo, o bien la sociedad que cada ser humano ha contribuido a establecer,
le impele, le obliga, le fuerza a ser agresivo. Pero el hecho es más importante
que la teoría. No importa si la agresión viene del animal o de la sociedad.
Somos agresivos, brutales; no somos capaces de mirar y examinar imparcialmente
las sugerencias, el punto de vista o el pensamiento de otro.
Como estamos condicionados, la vida se vuelve fragmentaria. La
vida, que es el vivir diario, los pensamientos cotidianos, las aspiraciones, el
sentido de superación ‑cosa tan fea- todo eso es fragmentario. Este
condicionamiento convierte a cada uno en un ser humano egocéntrico, que lucha
por su «yo», por su familia, por su nación, por su creencia. Y, por lo tanto,
surgen las diferencias ideológicas. Usted es cristiano, y otro es musulmán o
hindú. Ambos pueden tolerarse mutuamente, pero en lo fundamental, internamente,
hay honda división y menosprecio, uno de los dos se siente superior, y todo lo
demás. Así, este condicionamiento, no sólo nos vuelve egocéntricos, sino que,
además, en ese egocentrismo está el proceso de aislamiento, de separación, de
división, y esto hace que nos sea imposible cooperar del todo.
Uno se pregunta: ¿Es posible ser libre? ¿Es posible que nosotros,
tal como somos, seres condicionados, moldeados por toda clase de influencias ‑por
la propaganda, por los libros que leemos, el cine, la radio, las revistas,
todos haciendo impacto en la mente, moldeándola- vivamos en este mundo
completamente libres, no sólo de manera consciente, sino en las raíces mismas
de nuestro ser? Ese, me parece, es el reto, el único problema. Porque si no se
es libre, no hay amor; hay celos, ansiedad, miedo, predominio, la búsqueda del
placer sexual o de otra índole. Si no se es libre, no se puede ver claramente y
no hay sentido de la belleza. Esto no es mera argumentación para sostener una
teoría de que el hombre tiene que ser libre; una teoría así se convierte
también en una ideología que igualmente dividirá a las personas. De manera que
si para ustedes esa es la cuestión básica, el principal reto de la vida, no se
trata entonces de si usted es feliz o desgraciado ‑eso se vuelve secundario- de
si puede usted vivir en armonía con otros o de si sus creencias y opiniones son
más importantes que las del otro. Todas esas cuestiones secundarias serán
contestadas si esa cuestión central es comprendida y resuelta completamente,
profundamente. Si usted en realidad cree que ese es el reto único en la vida:
ver los hechos reales que están a nuestro alrededor y los que están dentro de
nosotros; ver lo estrechos de mente, mezquinos y pequeños que somos; cómo
estamos llenos de ansiedad, de culpabilidad y temor; si ve que el depender de
las ideas, opiniones y juicios de otras personas, que el rendir culto a la
opinión pública, el tener héroes y modelos, crea fragmentación y división; si
usted mismo ha visto muy claramente todo el mapa de la existencia humana, con
sus nacionalidades y guerras, las divisiones de dioses, sacerdotes e
ideologías, el conflicto, la desdicha y el dolor; si usted mismo ve todo esto,
no por información de otro, no como una idea, ni como algo a que debe aspirar,
entonces hay en usted un completo sentido interno de libertad; entonces no hay
miedo a la muerte: entonces usted y el que habla estamos en comunión; usted y
el que habla podemos comunicarnos. ¿Es eso en verdad posible?
Podemos entonces penetrar en el problema paso a paso. Pero si para
usted ese no es el interés principal, si ese no es el reto principal, y se
pregunta si es posible que un ser humano encuentre a Dios, la Verdad, el Amor y
todo lo demás, no es usted libre. ¿Cómo puede entonces encontrar algo, cómo
puede explorar, hacer un viaje, si lleva toda esa carga, todo ese temor que ha
acumulado generación tras generación? Ese es el único problema: si es posible
que los seres humanos, usted y yo, seamos realmente libres.
Tal vez usted diga que no podemos estar libres del dolor físico.
Casi todos hemos tenido algún dolor físico de una u otra clase, y si usted es
realmente libre, sabrá cómo tratar ese dolor. Pero si está asustado, si no es
libre, entonces la enfermedad se convierte en una espantosa carga. De modo que
si usted y el que habla ven esto claramente, sin que el expositor le imponga
sus ideas o influya en usted, o que por motivo del énfasis de sus palabras
usted lo siga de modo consciente o inconsciente, entonces habrá comunicación
entre ambos. Por favor, vea la importancia de esto. Si también ve la verdad de
ello, entonces usted y yo juntos podemos descubrir si es de algún modo posible
llegar a ser libres totalmente, por completo. ¿Podemos partir de este punto?
Mientras empezamos a examinar y comprender la cuestión, se irán aclarando sus
enormes implicaciones y la naturaleza y cualidad de la misma. Pero si usted
dice: «No es posible» o «es posible», entonces ha dejado usted de inquirir, ha
perdido el sentido de la dirección que le conduce a ver el problema. De manera
que, si me permite indicarlo, no se diga a usted mismo que es o que no es
posible. Hay intelectuales y otras personas que dicen: «No es posible; por lo
tanto, condicionemos mejor la mente; reeduquémosla primero y luego hagámosla
cumplir, obedecer, seguir, aceptar, tanto en lo exterior, técnicamente, como en
lo interior, para seguir la autoridad del Estado, del gurú, del sacerdote, del
ideal», etc. Y si dicen «es posible», entonces se trata sólo de una idea, no de
un hecho real. La mayoría de nosotros vivimos en un mundo de vacío, irreal,
ideológico. Un hombre dispuesto a penetrar en el problema de manera profunda,
ha de ser libre para observar, ha de librarse de afirmar qué es o qué no es
posible. De modo que, para examinar esta cuestión, empecemos por la libertad; la libertad no está al final.
Este es el problema: si es posible que un ser humano, usted, un
individuo, aún viviendo en este mundo, yendo a la oficina o atendiendo la casa,
teniendo niños, viviendo en esta sociedad tan compleja, o conviviendo en íntima
relación con otro, si es posible que sea libre. ¿Es posible que un hombre viva
con una mujer, en una relación de completa libertad, en que no haya autoridad,
celos, obediencia y, por lo tanto, una relación en que quizás haya amor? Bien,
¿es esto posible?
Si no hay libertad, ¿cómo podemos ver claramente cualquier cosa:
los árboles y las estrellas, el mundo y la sociedad que el hombre ha creado,
ese mundo que es usted mismo? Si al acercarse a lo que desea lo mira con una
idea, una ideología, con miedo, esperanza o ansiedad, con sentimiento de
culpabilidad y el resto de toda esta agonía, es evidente que no podrá ver.
Si usted ve, lo mismo que el que habla, la importancia de ser
libre por completo: libre de temor, de celos, de ansiedad, del miedo a la
muerte y del miedo a no ser amado, del temor a la soledad y del temor de no
tener éxito, de no ser famoso, de no triunfar, ya saben ustedes, de todos los
temores; si para usted ésta es la cuestión central, entonces podemos partir de
ahí. La libertad completa es lo fundamental en la existencia humana, porque el
hombre ha buscado la libertad desde el principio mismo del tiempo, pero ha
dicho: «Hay libertad en el cielo, no en la tierra». Cada grupo, cada comunidad,
tiene una idea diferente de la libertad. Descartando, dejando a un lado todo
eso, preguntamos si viviendo aquí, ahora, es posible ser libre. Si usted y yo
vemos este factor común como único reto en la vida, entonces podemos empezar a
descubrir por nosotros mismos la manera de abordarlo, de observarlo, de llegar
hasta él. ¿Vamos a partir de ahí?
En primer lugar, ¿es que hay un sistema? Por favor, reflexionemos
sobre esto juntos. ¿Existe un sistema, un método? Todo el mundo dice que lo
hay. «Haga esto, haga aquello, siga a este gurú, siga este sendero, medite de
esta manera», dicen. Usted sigue un sistema, para ir creando gradualmente, paso
a paso, un molde al que usted se ajusta, con la esperanza de alcanzar esta
extraordinaria libertad que todos prometen. Eso es, pues, lo primero que tiene
uno que investigar, no verbalmente, sino en la acción, de modo que si no es un
hecho real, los destruirá usted, y nunca, bajo ninguna circunstancia, aceptará
un sistema, un método, una disciplina. Por favor, vea la importancia de las
palabras que estamos usando. Un sistema implica la aceptación de una autoridad
que le da a usted el sistema. Y seguir ese sistema implica disciplina, hacer la
misma cosa repetidamente, reprimiendo los propios requerimientos y respuestas a
fin de ser libre.
¿Hay verdad en toda esta idea de un sistema? Siga esto con cuidado
tanto internamente como en lo externo. El comunista promete una utopía y el
gurú, el instructor, el salvador dice: «Haz esto». Vea las implicaciones en
ello. No queremos hacer esto demasiado complejo al principio; llegará a ser muy
complejo a medida que avancemos. Pero si se acepta un sistema, tanto en la
escuela, en política o internamente, entonces no se aprende, no hay comunicación
directa entre el maestro y el estudiante. Por otro lado, cuando no hay
distancia entre el profesor y su alumno, entonces ambos están examinando,
discutiendo, y hay libertad para observar y aprender.
Si usted acepta un régimen rígido, establecido por algún
infortunado gurú ‑y éstos son muy populares en el mundo- y usted lo sigue, ¿qué
es lo que ha pasado realmente? Usted se está destruyendo para alcanzar la
libertad prometida por otro, entregándose a algo que puede ser falso por
completo, demasiado estúpido, sin que tenga realidad alguna en sí. Por lo
tanto, uno tiene que ver muy claro esto, desde el principio. Si lo ve muy
claro, ya lo ha descartado por completo y nunca volverá a ello. Comprende que
entonces ya no pertenece a ninguna nación, ideología, religión, partido
político: todas esas cosas se basan en fórmulas, ideologías y sistemas que
prometen algo. Ningún sistema en el mundo exterior va a ayudar al hombre: al
contrario, van a dividirlo. Esto es lo que siempre ha estado pasando en todas
partes. Además, aceptar internamente a otro como autoridad, aceptar la
autoridad de un sistema, es vivir en aislamiento, separado de los demás. Por
consiguiente, no hay libertad.
Así, pues, ¿cómo comprende y obtiene uno la libertad de manera
natural? Porque esta no es una cosa que usted busca a tientas, a la cual se
aferra o que cultiva. Lo que se cultiva es algo artificial. Si ve la verdad de
esto, entonces para usted no tienen valor en absoluto ninguno de los sistemas y
métodos de meditación. Y así habrá destruido usted uno de los mayores factores
de condicionamiento. Cuando vea la verdad de que ningún sistema jamás ayudará
al hombre a ser libre, cuando vea la verdad de ello, ya estará libre de esa
enorme falsedad.
¿Está usted libre de ella ahora, no mañana, no en días venideros,
sino realmente ahora? No podemos avanzar más hasta que cada uno de nosotros
comprenda esto, no en lo abstracto, no como una idea, sino que vea en efecto el
hecho en sí, porque cuando uno ve el hecho de que esta falsedad no tiene valor,
ésta se desvanece, llega a su fin. ¿Podemos discutir este asunto no con
argumentos a favor o en contra del mismo, sino mirarlo efectivamente,
examinarlo, hablar de ello juntos, como dos amigos, para descubrir si es real?
¿Comprende usted lo que estamos haciendo? Estamos viendo los
factores del condicionamiento. Estamos viéndolos, no haciendo algo en relación
con ellos. El verlos constituye el hecho en sí. ¿No es cierto? Si veo un
abismo, actúo; surge la acción inmediata, Si veo algo que es venenoso, no lo
tomo; para mí ha terminado: la no acción es instantánea. Vemos, pues, el hecho
de que uno de los grandes factores condicionantes es esta aceptación de
sistemas, con toda la autoridad, con todas las sutiles gradaciones involucradas
en los mismos. ¿Podemos discutirlo? ¿O el que habla les ha abrumado? Espero que
no.
Interlocutor: Es muy fácil seguirle a usted
verbalmente, en las palabras; en las ideas, no es muy difícil...
K.: ...Pero
desembarazarse realmente de la aceptación de sistemas, es cuestión muy
distinta, ¿no es cierto? ¿Qué quiere usted decir cuando afirma: «Le sigo a
usted verbalmente, claramente»? ¿Quiere decir: «Comprendemos las palabras que
usted dice, oímos las palabras y nada más»? ¿Qué quiere decir eso? Usted
escucha las palabras y es evidente que puede escuchar algunas que carecen de
todo sentido. La pregunta es: ¿Cómo es posible escuchar las palabras de manera
que, al mismo tiempo, el propio escuchar sea la acción? A1guien dice:
«Comprendo intelectualmente eso de que usted habla, las palabras son claras,
tal vez el razonamiento es bastante bueno, un tanto lógico, etc., etc.
Comprendo todo eso intelectualmente, pero la acción efectiva no se realiza. No
estoy libre por completo de aceptar sistemas». Ahora bien, ¿cómo se va a salvar
esta separación entre el intelecto y la acción? ¿Está eso claro? Por las
palabras, intelectualmente, comprendo lo que usted ha dicho en la mañana de
hoy, pero no existe una libertad real derivada de esa comprensión; ¿cómo se va
a convertir en acción instantáneamente este concepto intelectual? Pero, ¿por
qué creemos comprender intelectualmente? ¿Por qué ponemos ante todo la
comprensión intelectual? ¿Por qué prevalece ésta? ¿Entiende usted mi pregunta?
Estoy seguro de que todos creen comprender intelectualmente, muy bien, lo que
está explicando el que habla, y entonces usted se dice a sí mismo: «¿Cómo voy a
poner eso en acción?» De modo que la comprensión es una cosa, y la acción otra;
luego, estamos pugnando por tender un puente entre ambas. Pero, ¿es que existe
siquiera la comprensión intelectual? Puede que ello sea una falsa afirmación
que se convierte en un bloque mental, en un impedimento. Mire usted, vea,
observe con cuidado porque esto se convierte en un sistema -¿entiende?-. El
sistema que todos usan: «Intelectualmente comprendo». Y puede ser falso por
completo.
Todo lo que queremos decir es: «Oigo lo que usted está hablando»,
oigo las vibraciones de esas palabras pasar por mis oídos. Y eso es todo. No
ocurre nada. Es como un hombre o una mujer que tiene mucho dinero y oye la
palabra «generosidad», percibe vagamente la belleza de ésta, pero vuelve a la
avaricia, a la falta de generosidad. No digamos, pues, «comprendo»; no nos
permitamos afirmar: «He captado lo que usted dice», cuando simplemente hemos
oído muchas palabras. La pregunta es entonces: ¿Por qué no ve usted la verdad
de que ningún sistema, exterior o interno, va a traer la libertad, va a librar
al hombre de su desdicha? ¿Por qué no ve usted esta verdad instantáneamente?
Ese es el problema, y no el de cómo tender un puente para salvar la distancia
entre estos dos hechos: el de captar intelectualmente algo y el ponerlo en
acción. ¿Por qué no ve la completa verdad en todo esto? ¿Qué le impide verla?
Interlocutor. Creemos en el sistema.
K.: Creemos en
el sistema. ¿Por qué? Ese es su condicionamiento. Su condicionamiento está
dictando constantemente; le impide ver la verdad de uno de los factores más
grandes en la vida que llevan al hombre a aceptar el sistema; el que establece,
por ejemplo, la diferencia de clases, la guerra, o el que promete la paz, que a
su vez es destruida por la nacionalidad, que es otro sistema. ¿Por qué no vemos
esta verdad? ¿Es porque tenemos intereses creados en el sistema? Es que si
viéramos esta verdad, podríamos perder dinero, podríamos no conseguir un
empleo, estaríamos solos en un mundo monstruosamente feo. De modo que,
consciente o inconscientemente, decimos: «Comprendo muy bien eso de que habla
usted, pero no puedo ponerlo en acción. Adiós». Y así termina todo -lo cual
sería más honrado.
Interlocutor: Señor, para que nos comuniquemos con
usted o con los otros tenemos que estar en movimiento, y el movimiento requiere
energía. La pregunta es: ¿por qué ocurre que a veces podemos producir esta
energía y a veces no?
K.: Bueno,
mientras escuchamos esta pregunta, ¿por qué no ve usted la verdad del hecho de
que los sistemas nos destruyen y nos dividen? Para verla usted necesita
energía. ¿Por qué no tiene la energía para verla ahora, no mañana? ¿Es que no
tiene la energía para verla ahora porque está asustado? ¿No es que
inconscientemente, muy adentro de usted mismo, pone usted resistencia porque
tendría que renunciar a su gurú, a su nacionalidad, a su particular ideología,
etc., etc.? Por eso dice: «Comprendo intelectualmente».
Interlocutor: El sistema le impide a uno ver la
verdad del asunto.
K.: Lo cual es
cierto. El sistema le educa a usted, afirma su personalidad, le da una
posición, por consiguiente, usted no pone en tela de juicio el sistema, externa
ni internamente. Un comunista bien establecido en el campo del comunismo, no
pondrá en duda el sistema, porque en el mismo acto de hacerlo, éste se
destruiría. Para él la tiranía es importante, tanto interna como externamente.
Pero esa no es nuestra pregunta.
¿Por qué, mientras está usted escuchando, no tiene energía para
observar? A fin de tener la energía necesaria para observar, ha de estar
atento, ha de poner su mente y corazón en la observación. ¿Por qué no lo hace?
Interlocutor: ¿Qué le dice usted al hombre que teme
observar?
K.: Es evidente
que no puede usted forzarlo a observar. No puede engatusarlo, no puede
prometerle que si observa, conseguirá algo. Usted puede decirle: «No se moleste
en observar, pero dése cuenta de su miedo». «No se moleste en ver este factor
de los sistemas que se han desarrollado al correr de los siglos, pero dése
cuenta de su propio temor». Pero él puede muy bien decir: «No deseo ni siquiera
darme cuenta, no quiero ni aún tocarlo, acercarme a él». Entonces usted no
puede ayudarle porque él mismo se inhibe de observar, ‑pues cree que si observa
perderá su familia, su dinero, su posición, su empleo todo lo demás- lo que
significa que perderá su seguridad. Teme perder la seguridad. Pero mire usted
lo que está sucediendo, porque todo ello no es más que una idea.
¿Me entiende? Puede ser que nunca pierda su seguridad, puede
ocurrir alguna otra cosa.
El pensamiento le dice: «Cuidado, no observe». El pensamiento crea
el miedo. Le impide observar diciendo: «Si efectivamente observa, puede crear
una gran confusión en su vida. ¡Como si no estuviera ya viviendo en confusión!
De modo que el pensamiento crea el temor e impide ver la verdad de que ningún
sistema en la tierra de Dios, en el mundo de cualquier gurú, salvador o
«comisario», lo va a liberar a usted.
Interlocutor: Tal vez una persona no pueda darse
cuenta del temor porque no sabe lo que es.
K.: ¡Ah! bien,
si no sabe lo que es el temor, no hay problema. Entonces usted está libre. Aún
las pobrecitas aves están asustadas.
El hecho de que el hombre haya aceptado los sistemas como
inevitables, es uno de los mayores impedimentos de la mente humana. Estos
sistemas han sido creados por el hombre en su búsqueda de seguridad. La
búsqueda de seguridad por medio de sistemas está destruyendo al hombre, cosa
evidente cuando uno ve lo que pasa en el mundo exterior, y lo mismo ocurre
internamente; mi gurú, el de usted, mi verdad y la de usted, mi sendero y el
suyo, mi familia y la suya.
Todo esto está impidiendo que el hombre sea libre. Ahora bien, el
ser libre da a la vida un sentido totalmente distinto. El sexo puede tener un
significado del todo diferente. Entonces habrá paz en el mundo, y no esta
división entre hombre y hombre. Más usted ha de tener la energía para ver, lo
que significa observar con todo su corazón y su mente, no observar con
palabras, con los ojos llenos de miedo.
CAPÍTULO 3
Los sistemas. Los hábitos. La tradición. El
condicionamiento. La seguridad. El observador y lo observado. La mente
condicionada.
Vivimos en un mundo que está por completo roto y fragmentado, un
mundo en que hay una constante lucha de un grupo contra otro, de una clase, una
nación, una ideología contra otra, etc. Tecnológicamente ha habido un gran
adelanto, pero hay ahora más fragmentación que nunca. Cuando uno observa de
hecho lo que está sucediendo, ve que es absolutamente indispensable que el
hombre, es decir, cada uno de nosotros, aprenda a cooperar. No hay nada en que
nos sea posible trabajar juntos, no importa que sea a favor de la nueva escuela
o de la relación de uno con otro o para terminar con las monstruosas guerras
que han proseguido, si cada individuo, si cada ser humano se está aislando en
una ideología, con su vida fundamentada en un principio, una disciplina, una
técnica, una creencia, un dogma. Con una base como esa, no puede haber
cooperación. Esto me parece obvio en grado tal que no necesitamos discutirlo. Y
estábamos examinando el problema de si es absolutamente posible destruir todos
estos valores que uno ha establecido deliberadamente contra otros: si es del
todo posible que el hombre sea libre.
Decíamos que la libertad, tanto en lo externo como en lo interno,
no puede ser producto de ningún sistema, lo mismo si es político que económico,
comunista o capitalista, ni de ninguna religión organizada, ni del acto de
seguir a determinado grupito separado de los demás. Examinamos eso lo
suficiente el otro día; dijimos además que a la libertad no se llega por
ninguna filosofía, por ninguna teoría intelectual. Vamos, pues, a examinar esta
mañana la posibilidad de que cada uno de nosotros se libre realmente de
cualquier sistema o método. Es una de las cosas más complejas de comprender.
Cuando hablamos de sistemas, no nos referimos sólo a seguir
externamente una creencia, un gurú, un instructor, una particular religión
organizada, etc.; sino también el hecho de seguir un hábito mental, de vivir
según cierta creencia, dogma o principio. Todo ello forma una clase de sistema.
Uno tiene que preguntar por qué el hombre insiste en seguir un sistema. En
primer lugar, por qué usted y yo queremos un sistema internamente; y, en
segundo lugar por qué también queremos uno externamente, ¿Por qué quiere usted
un sistema, siendo el sistema una tradición, una disciplina, un hábito, una
serie de rutinas que la mente sigue? ¿Por qué? Si desechamos una serie de
rutinas entonces seguimos otra.
Decíamos que la paz, el amor o la belleza no son posibles si no
hay libertad completa. Decíamos que, evidentemente, no es posible ser libres
totalmente, completamente, si en nuestro interior, psicológicamente, seguimos
un método, un sistema o un hábito particular que hemos cultivado acaso durante
muchos años o muchas generaciones, hábito que se ha convertido en tradición.
¿Por qué hacemos esto? Espero que mi pregunta esté clara. La tradición puede
ser de ayer o de hace mil años. Es una tradición creer que usted es católico o protestante. Se trata de un sistema cuando dice
«soy francés» o usted pertenece a un
grupo determinado o piensa con arreglo a una cultura determinada. ¿Por qué
hacemos esto? ¿Es que la mente está buscando seguridad, tratando de estar a
salvo, segura? ¿Puede alguna vez ser libre una mente que de manera constante
busca psicológicamente seguridad para sí misma? Y si no es libre, ¿puede alguna
vez ver la verdad? ¿Puede alguna vez ver lo verdadero por medio de un sistema o
tradición que le promete eventualmente la belleza, un estado de mente
indescriptible?
Por favor, pensemos de nuevo en esto, más bien examinémoslo. Si se
me permite sugerirlo, no escuchen simplemente un número de palabras. Decir
«Intelectualmente comprendo» es una afirmación tan falsa... Cuando decimos que
entendemos intelectualmente, queremos decir que oímos muchas palabras cuyo
sentido comprendemos. Pero comprender significa también acción inmediata; no es
que primero hay comprensión y más tarde, acaso muchos días después, viene la
acción. Usted ve el significado de este problema particular; ve que no es
posible que exista la libertad cuando se persigue algo o cuando se acepta u
obedece cualquier ideología o tradición determinada. Si usted ve esto en
realidad, no verbalmente, entonces hay acción, y lo abandona de inmediato.
Pero, decir «comprendo verbalmente eso de que usted está hablando», es
simplemente eludir el hecho real.
¿Por qué, psicológicamente, queremos seguridad? Tiene que haber
seguridad material: alimentos, ropas y albergue. Eso es obvio. Pero, ¿por qué
la mente busca certeza, exige una estructura que se convierta en sistema que le
dé seguridad? ¿Por qué? ¿Y por qué insiste constantemente en su propia
seguridad, en su propia protección, en su propia certidumbre? ¿Puede jamás ser
libre una mente que psicológicamente esté segura de algo? Lo cual no significa
que la mente haya de estar siempre en un estado de incertidumbre. Esto suscita
un problema de dualidad. El conflicto, en cualquier forma que sea, es un
derroche de energía. Cuando hay dualidad, hay conflicto, y éste en esencia es
un completo desperdicio de energía. Cuando la mente busca certeza, tiene que
crear inevitablemente el propio opuesto de ésta. Cuando mi mente está buscando
con insistencia un estado en el que no haya trastorno, perturbación, conflicto,
tiene que huir de modo inevitable hacia lo opuesto, hacia el trastorno, la
perturbación y el conflicto. Surge la incertidumbre y la urgencia de certeza.
Hay conflicto entre ambas cosas, y este conflicto en que estamos presos la
mayoría de nosotros es un desgaste de energía. ¿Por qué, pues busca certeza la
mente?
(Ruido de un avión en lo
alto).
Ustedes han oído cómo pasaba volando ese avión. Hacía mucho ruido.
Antes de eso ustedes prestaban atención y tal vez deseaban que el avión no
hubiera venido de manera alguna. ¿Cierto? Ustedes crean, pues, un opuesto,
hacen resistencia al ruido, cosa que gasta energía inútilmente. Pero, si
hubieran escuchado ese ruido sin hacer resistencia, es decir, si le hubieran
prestado toda su atención, no les habría afectado nada, no habría habido ruido
en conflicto con un estado en que no existe el ruido. (Me pregunto si ustedes
están entendiendo todo esto).
Nos preguntamos por qué ocurre que la mente siempre busca una
imagen, una fórmula, confiando en un estado de certeza que llega a ser el
sistema. Aunque la mente busque constantemente protección, una sensación de
seguridad y permanencia, nunca preguntamos si es que existe del todo semejante
estado. Lo deseamos. Lo exigimos, pero ¿existe tal estado? Deseo una relación
permanente con mi amigo, con mi esposa; y la urgencia de tal relación
permanente es el sistema, la tradición, la estructura que va a establecer un
sentido de permanencia en esa relación.
Por eso me pregunto: ¿Por qué no puede la mente vivir libre? ¿Por
qué se aferra a fórmulas y sistemas? Es obvio que tiene miedo y que desea
alguna imagen, algún símbolo, fórmula o sistema en los que pueda apoyarse. (Por
favor, obsérvelo en usted mismo). Y cuando se agarra a algo en forma
desesperada, no sólo teme perderlo, sino que ese mismo hecho de aferrarse a
algo, ese miedo mismo de perderlo, está creando el propio opuesto de ello. Hay
lucha entre el deseo de certeza y el miedo de no estar seguro. Y prosigue una
batalla.
La mente puede inquirir si hay en la vida permanencia psicológica;
puede tratar de descubrir si de algún modo es posible tal estado. ¿O no puede
ser que descubra que la vida es un constante movimiento, un estado en que
siempre está ocurriendo lo nuevo? Pero la mente no puede ver lo nuevo, porque
constantemente está viviendo en el pasado. El pasado, que es el sistema. Cuando
usted dice: «soy cristiano» o «soy hindú», el que habla es el pasado y usted no
puede ver nada nuevo. Y la vida puede ser algo extraordinario en su movimiento
mismo, precisamente ese movimiento que es lo nuevo y que nosotros rechazamos.
Este movimiento es la libertad.
Sólo hay una cuestión, una crisis o reto para el hombre, que
consiste en que tiene que ser completamente libre. Mientras la mente se aferre
a una estructura, a un método, a un sistema, no habrá libertad. ¿Puede
abandonarse por completo esta estructura, inmediatamente? (¿Entienden ustedes
la pregunta?) El condicionamiento de la mente, que ha continuado durante muchos
años o siglos, ese mismo condicionamiento es el sistema, la tradición, el
hábito, etc. Mientras la mente esté cautiva en todo eso, nunca podrá ser libre.
Y esta libertad no está al final; no es una cuestión de liberarse con el
tiempo; no existe eso de liberarse «eventualmente», es decir, «llegar a ser»
libre mediante una disciplina, una fórmula. La fórmula o el sistema sólo sirve
para reformar el condicionamiento aunque de maneras distintas y no hay
libertad. La pregunta es, por lo tanto: ¿Es posible que una mente condicionada
en forma tan excesiva quede libre por completo de este condicionamiento,
inmediatamente? Porque, en caso contrario, tal condicionamiento persistirá de
diversas maneras. ¿Podemos seguir adelante partiendo de este punto?
Uno nace dentro de la doctrina cristiana, la católica, o bien
pertenece a una de las muchas ramas del protestantismo. Está condicionado desde
la infancia, creyendo en un Salvador, en sacerdotes, en rituales, en un solo
Dios ‑ya se sabe- en todas estas cosas. O usted es comunista, criado en el
comunismo, condicionado por lo que dijeron Lenin o Marx. Por cierto que me
estaba riendo solo al ver con qué facilidad quedamos presos en las palabras. El
comunista sustituye la palabra «Jesús» y su filosofía por la palabra «Lenin» y
la filosofía de éste. Muy fácilmente quedamos cogidos en una red de palabras.
Estamos condicionados, y el reto, la crisis en la totalidad de la conciencia,
es que el hombre tiene que ser libre: de lo contrario, va a destruirse a sí
mismo.
¿Puede desechar la mente todo su condicionamiento de modo que sea
libre en realidad, no de manera verbal o teórica o ideológica, sino de hecho
libre completamente? Ese es el único reto, el único problema, ahora y siempre.
Si usted también ve la importancia de esto, entonces podemos examinar la
pregunta de si la mente puede descondicionarse a sí misma. ¿Podemos seguir
adelante desde aquí? ¿Es posible? En esta pregunta están implicadas varias
cosas. En primer lugar, ¿cuál es la entidad que va a descondicionar la mente
condicionada? ¿Comprenden? Yo quiero descondicionarme. Habiendo nacido hindú o
habiéndome criado en determinada parte del mundo, con todas las impresiones,
culturas, libros, revistas, con lo que la gente ha dicho o no ha dicho, tan
constante presión ha moldeado mi mente. Y veo que ésta tiene que ser del todo
libre. Pero, ¿cómo va a ser libre? ¿Hay alguna entidad que la vaya a liberar?
El hombre ha dicho que esa entidad existe; la llaman el Atman en
la India, el alma o la gracia de Dios en Occidente, esto o aquello. Es una
entidad que traerá esta libertad si se le da la oportunidad de hacerlo. Se
sugiere que si vivo rectamente, si hago ciertas cosas, si sigo ciertas
fórmulas, ciertos sistemas, ciertas creencias, entonces seré libre. De modo que
primero se afirma que existe una forma o agente eterno superior que me ayudará
a ser libre, que liberará mi mente si hago estas cosas, ¿no es así? Pero el «si
usted hace estas cosas» es un sistema que va a condicionarme, y eso es lo que
ha sucedido. Los teóricos y los teólogos y las personas de diversas religiones
han dicho: «haz estas cosas, practica, medita, domina, compele, reprime, sigue,
obedece». Y luego, al final, ese agente externo vendrá, hará algún milagro y
usted será libre. Vea cuán falso es esto. Y sin embargo, todas las religiones
lo creen de manera distinta. Por lo tanto, si usted ve la verdad de esto, que
no hay agente exterior, Dios ‑lo que sea- que vaya a liberar la mente
condicionada, entonces toda la estructura religiosa organizada de los sacerdotes
con sus rituales, con su murmullo de palabras y más palabras sin sentido, ya no
tendrá significación alguna.
En segundo lugar, si usted ha desechado todo eso realmente, ¿cómo
es posible que se disuelva este condicionamiento? ¿Cuál es la entidad que va a
hacerlo? Usted ha descartado ese agente exterior, lo sagrado, lo divino, todo
eso; luego tiene que haber alguien que vaya a disolverlo. Entonces, ¿quién es?
¿El observador? ¿El yo, que es el mismo observador? Detengámonos en esa
palabra: el «observador» -eso es suficiente. ¿Es el observador el que va a
disolverlo? El observador dice: «tengo que ser libre y, por lo tanto, tengo que
desembarazarme de todo este condicionamiento». Usted ha rechazado la entidad
superior, el agente divino, pero ha creado usted otro, que es el observador.
Ahora bien, es el observador distinto de la cosa observada por él? Por favor,
siga esto. ¿Entiende? Esperábamos que un agente externo nos liberase: Dios, los
Salvadores, Maestros, los gurús, etc. Si usted descarta todo eso, entonces verá
que también tiene que descartar al observador, que es otra clase de agente. El
observador es resultado de la experiencia, del conocimiento, del deseo de
liberarse de su propio condicionamiento. Él dice: «tengo que ser libre». El
«yo» es el observador. El yo dice: «tengo que liberarme». Pero ¿es el yo
distinto de aquello que observa? Él afirma: «estoy condicionado, soy
nacionalista, soy católico, soy esto, soy aquello». ¿Es en realidad diferente
el «yo» de la cosa que está separada de él, la que es, según dice, su
condicionamiento?
De modo que el «observador», el «yo» ‑ese «yo» que dice que es
diferente de la cosa de la cual quiere librarse- ¿está separado en realidad de
la cosa observada? ¿Es eso? ¿Es que hay dos entidades separadas, el observador
distinto de la cosa observada? ¿O es que hay sólo una cosa, y que lo observado
es el observador, y éste es aquél? (¿Se está volviendo esto muy difícil?)
Cuando usted ve la verdad de que el observador es lo observado,
entonces no hay dualidad alguna, por lo tanto, no hay conflicto (habíamos dicho
que es un derroche de energía). Entonces sólo existe el hecho real, el hecho de
que la mente está condicionada. No significa que «yo esté condicionado y vaya a
librarme de mi condicionamiento». Así es que cuando la mente ve la verdad de
esto, entonces no hay dualidad, sino sólo un estado de condicionamiento, o
estado condicionado. Ninguna otra cosa. ¿Podemos seguir adelante partiendo de
este punto?
¿Ve usted, pues, eso, no como una idea, sino de hecho? ¿Ve usted
realmente que sólo existe el condicionamiento, no el «yo» y el
«condicionamiento» como dos cosas distintas: el «yo» ejerciendo su «voluntad»
para librarse del condicionamiento, y de ahí el conflicto? Cuando usted ve que
el observador es lo observado, no hay conflicto en absoluto; éste se elimina
del todo, de modo que cuando la mente ve que sólo hay un estado condicionado,
¿qué va a suceder entonces? Usted ha eliminado del todo la entidad que va a
ejercer su poder, disciplina o voluntad para librarse de este condicionamiento,
lo que significa en esencia que la mente ha eliminado del todo el conflicto.
Ahora bien, ¿lo ha hecho usted? Si no lo ha hecho, no podemos
seguir adelante. Mire ‑para decirlo con mayor sencillez- cuando usted ve un
árbol, existe el observador ‑el que ve- y la cosa vista. Entre el observador y
la cosa observada hay un espacio; entre la entidad que ve el árbol y éste hay
un espacio. El mira ese árbol y tiene diversas imágenes o ideas sobre los
árboles. A través de esas innumerables imágenes, mira el árbol. ¿Puede él
eliminar esas imágenes botánicas, estéticas, etc., de modo que mire el árbol
sin ninguna imagen, sin idea alguna? ¿Lo ha intentado usted alguna vez? Si no
lo ha intentado, si no lo hace, no podrá penetrar en este problema mucho más complejo
que estamos investigando. El de la mente que lo ha mirado todo como «el
observador», como algo distinto de la cosa observada y, por lo tanto, con un
espacio, una distancia entre ella como «el observador» y la cosa «observada»;
como el espacio que hay entre usted mismo y el árbol. Si puede hacerlo, es
decir, si usted puede mirar un árbol sin ninguna imagen, sin ningún
conocimiento, entonces el observador es lo observado. Eso no quiere decir que
se convierta en el árbol ‑cosa que sería muy tonta- sino que desaparece la
distancia entre el observador y lo observado. Y ese no es una especie de estado
místico, abstracto o hermoso, no significa que usted caiga en un éxtasis.
Cuando la mente descarta el factor externo ‑divino o místico, o
cualquier cosa que sea invención de una mente que no ha podido resolver el
problema de liberarse de su propio condicionamiento- cuando descarta ese agente
exterior, inventa otro, el «yo», el «observador», que dice: «voy a librarme de
mi condicionamiento». Pero de hecho sólo existe una mente que se halla en
estado condicionado, no la dualidad de una mente que dice que está
condicionada, que tiene que ser libre, que tiene que ejercer la voluntad sobre
su estado condicionado. Sólo existe una mente condicionada. Por favor, escuche
esto con mucho cuidado. Si realmente escucha con atención, con todo su corazón,
con toda su mente, verá lo que pasa. La mente está condicionada, ¡sólo eso! No
hay nada más. Todas las invenciones psicológicas ‑relación permanente,
divinidad, dioses, todo lo demás- nacen de esta mente condicionada. Sólo hay
eso y ninguna otra cosa más. ¿Es esto un hecho para usted? Esta es la cuestión.
Si usted puede llegar a este hecho, es en verdad, una cosa de extraordinaria
importancia. Porque en la observación de eso solamente, y nada más, empieza el
sentido de libertad, que es la liberación del conflicto ¿Vamos a seguir o han
tenido ya bastante por esta mañana?
Interlocutor: ¿Podría usted repetir la última
afirmación?
K.: Dije,
creo, que si usted ve sólo ese estado, si lo conoce por completo, si se da
cuenta, sin elección alguna, de que la mente está totalmente condicionada,
entonces conocerá, o empezará a sentir o captar el aroma o el gusto de ese
extraordinario sentido de libertad. Empezará.
Pero usted aún no lo tiene, no se escape con sólo el aroma de un perfume.
Interlocutor: Si digo que «tengo la mente
condicionada», ese «yo» es también un condicionamiento; entonces no sé, qué
otra cosa queda.
K.: Eso es
precisamente. Si digo: «Yo estoy condicionado», ese «yo» lo está también. ¿Qué
queda entonces? Sólo existe un estado condicionado. Vea que en efecto sólo
existe eso. Más la mente se opone a ello, quiere hallar una salida. No dice que
está condicionada y que se quedará ahí tranquilamente. Cualquier movimiento por
mi parte, consciente o inconsciente, es el movimiento de lo condicionado.
¿Cierto? No hay, pues, movimiento, sino sólo un estado condicionado. Si usted
puede quedarse por completo así sin volverse neurótico -¿entiende?- entonces
usted lo descubrirá. Pero dirá: «¿cuál es la entidad que va a descubrir?» No
hay otra entidad que vaya a descubrir. Así empezará la misma cosa, la
oposición, el hallar una salida.
No sé si usted está siguiendo todo esto.
La mente siempre ha eludido este estado implacable. Está condicionada
desde la infancia, desde el principio mismo de la vida, desde hace millones de
años, y ensaya todas las formas para escapar: dioses, sistemas, filosofías,
sexo, placer, ideas. Hace todo por salir de ese estado condicionado, y aún lo
sigue haciendo cuando dice: «tengo que ir más allá de esto». Así que, no
importa el movimiento que haga una mente condicionada, cualquiera que sea el
movimiento que siga continuará en estado de condicionamiento. Por eso uno se
pregunta si la mente podrá quedarse por completo con el hecho, y nada más.
¿Comprende? Quedar así, habiendo descartado todo el sistema de gurús, maestros,
instructores, salvadores, ya sabe, todas las cosas que el hombre ha inventado
para ser libre.
CAPÍTULO 4
La mente religiosa. El condicionamiento. La manera
total de mirarnos a nosotros mismos. La verdadera libertad para mirar.
Me parece muy importante que se comprenda el estado de una mente
por completo religiosa y que éste llegue a realizarse. Una mente así puede
resolver todos nuestros problemas ‑no de manera abstracta o teórica. Una mente
religiosa no está presionada por ideologías, dogmas, ni suposiciones de clase
alguna, sino que se interesa en el hecho, en lo que es, y en trascender éste.
Nuestra conciencia está condicionada por la educación, por
diversos estados mentales, heredados o adquiridos, por varias contradicciones y
por el conflicto de los opuestos: esa es la conciencia que somos. Creo que es
bastante obvio que cada uno de nosotros sólo puede descubrir el
condicionamiento de tal estado mental, mirándose de manera objetiva. Parece que
una de las cosas más difíciles es vernos cómo somos en realidad, ‑sin ayuda de
teoría alguna, sin desesperación ni esperanza, sin exigencias u opiniones-
simplemente mirarnos. A menos que hagamos esto, no sé cómo pudiéramos
trascender este limitado y estrecho círculo en que vivimos.
¿De qué manera es posible producir un estado en que nos demos
cuenta internamente de lo que en realidad está sucediendo en nosotros mismos,
sin prejuicios ni suposiciones neuróticas de clase alguna, en que nos demos
cuenta de lo que está ocurriendo realmente, sin elegir una cosa u otra? No sé
si han intentado ustedes alguna vez examinar todo pensamiento, todo
sentimiento, ‑no de manera psicoanalítica- si han tratado de descubrir la
fuente de ese pensamiento o sentimiento, de ver en el examen de la conducta la
causa, el motivo y las diversas capas -si se me permite usar esta palabra de la
mente, de nuestra conciencia. Pero eso llevaría demasiado tiempo y no nos
conduciría a ninguna parte, por que el proceso analítico implica un analizador,
y el analizador está condicionado. Así que, cualquier cosa que éste examine,
estará también condicionada y será vista a través de su estado de
condicionamiento. Evidentemente, el proceso analítico está limitado en esta
forma.
Tiene que haber una manera de mirarnos a nosotros mismos
totalmente, sin pasar por todas las complicaciones del análisis introspectivo,
etc. Tiene que haber un estado, una atención, un mirar que revele todo el
contenido de nuestro condicionamiento. No sé si ustedes se habrán hecho esta
pregunta, y en tal caso, me pregunto yo cómo responderían a ella. ¿Comprenden
ustedes el problema?
Los seres humanos están condicionados. El resultado de esta mente
condicionada se muestra en la totalidad de su norma de conducta: su punto de
vista, sus actividades, su agresividad, sus estados mentales contradictorios,
desesperación y esperanza, odio y amor, placer y dolor ‑esta batalla constante
en todas las capas de la conciencia, la invención de dioses, creencias y
dogmas. Nuestras nacionalidades, las divisiones de la gente, como las raciales,
etc., son el resultado de nuestra educación y de la influencia de la sociedad
que hemos establecido. Y así somos, tal es la extensión de nuestra conciencia,
tan evidentemente condicionada. ¿Cómo va uno a librarse de esto por completo,
para que no haya conflicto de ninguna clase? El conflicto, la lucha y la
batalla son un desperdicio de energía. Toda nuestra vida se gasta de este modo.
Un deseo se opone a otro, una urgencia, un apremio, un instinto, se oponen a
otros. Esa es nuestra vida y uno se pregunta si se puede vivir de una manera
totalmente diferente, y en ese caso, cómo hacerlo. ¿Es esto posible de modo
alguno?
Decíamos que los sistemas, las filosofías y las religiones no han
liberado al hombre. Aún sigue dentro de la prisión que él mismo ha hecho de la
conciencia, y esa no es libertad de ninguna manera. Es como un preso que aún
viviendo entre cuatro paredes, dice que es libre. No lo es, puede pasear por el
espacio cercado, pero la libertad es algo enteramente distinto, reside por
completo fuera de la prisión. Viendo toda esta compleja relación humana, este
complejo de condicionamientos, la pugna, la lucha, el miedo a la muerte, la
soledad, la desesperación, la falta de amor, la brutalidad, la agresividad, lo
que somos, nos preguntamos: ¿es posible trascenderlo por completo y quedar
libres de todo ello? No puede ayudarnos ningún agente exterior; el agente
externo es otra invención de una mente condicionada, otra ideología de una
mente que no puede encontrar una salida y que, por eso asume como un hecho lo
que sólo es una creencia.
Pues bien, cuando usted desecha todo esto se queda con este hecho
real: que la mente está por completo condicionada, lo mismo la mente consciente
que las capas inconscientes más profundas. Si uno se da cuenta de esto, ¿qué
ocurre en realidad? Si me doy cuenta de que no importa lo que haga, de que
cualquier movimiento dirigido a hacer un esfuerzo o a pensar, estará dentro de
la limitación de aquél condicionamiento, ¿qué pasa entonces realmente?
¿Entiende mi pregunta? Me doy cuenta hasta qué punto mi mente, el complejo
mismo de las propias células cerebrales, está recargada con el pasado, los
recuerdos, la experiencia, los conocimientos, la tradición; con sistemas de
conducta que uno ha aceptado en nombre de la ley y el orden y que, sin embargo,
nos separan; con la agresión, matándonos unos a otros, destruyendo por medio de
la palabra, del gesto, de la acción. Ahora bien, ¿cómo me doy cuenta de esto?
¿Intelectualmente? (Por favor, siga esto hasta el fin con el que habla; no se
limite a escuchar, a oír meramente, sino actúe en realidad). ¿Cómo me doy
cuenta de este hecho real? Tengo que preguntarme qué quiero decir con «darme
cuenta», cómo miro mi condicionamiento. Es evidente que, cuando lo miro, lo
condeno, lo justifico o bien lo acepto como inevitable.
Por favor, hagan esto. ¿Están ustedes participando en lo que se
dice? Si no lo hacen, entonces no hay comunicación entre ustedes y el que
habla, y no podemos seguir adelante. Si pudiéramos actuar juntos, entonces
sería un descubrimiento ‑no del individuo- una comprensión, una percepción
humana total, no una percepción limitada.
Entonces, ¿qué entendemos por ser consciente? Me doy cuenta de que
estoy condicionado. Ese es un hecho, lo veo, soy consciente de él, lo conozco.
¿Qué quiere decir esto? ¿Hay separación entre este estado de ser consciente
(awareness) y la cosa de la cual uno se da cuenta? ¿Me doy cuenta de mi
condicionamiento como alguien de fuera que mira dentro de mí? Uno sabe que es
agresivo de palabra, de sentimiento, de obra. ¿Lo sabe uno intelectualmente? ¿O
bien se comunica uno con ese hecho, no como alguien de fuera, sino en estado de
comunión establecida entre la entidad que es consciente y la cosa de la cual
está consciente? ¿Entiende usted? Creo muy importante que se comprenda esto.
Cuando digo «sé», «sé que estoy condicionado», la palabra «sé» es muy compleja.
Usted ha mirado antes su condicionamiento y ha aprendido algo sobre él. Y dice:
«yo sé». Más, cuando lo dice, ya ha acumulado conocimiento acerca de el, y es
con ese conocimiento que mira. Pero la cosa, el condicionamiento, tiene que
cambiar entretanto, y efectivamente cambia. Por eso decir «sé» es de lo más
peligroso. Decir «le conozco a usted» es absurdo, que «conozco» a mi esposa, a
mi marido, a mis hijos, a mi jefe político, mi Dios (eso es peor); decir «te
conozco» significa que usted conoce a su esposa, marido, amigo, como eran hace
dos o tres días. Pero, mientras tanto, ese amigo o marido o esposa han sufrido
un cambio. Decir, pues, «le conozco» es incorrecto ‑si se me permite usar esta
palabra.
El conocimiento, por lo tanto, le impide a usted mirar, ¿no es
verdad? Pero, ¿puedo yo mirar sin experiencia previa, sin conocimientos, mirar
con una mente fresca y nueva? La vida es una serie de experiencias, conscientes
o inconscientes. Estas experiencias, las distintas formas de influencia, ideas,
propaganda, todas se están vaciando en el interior, y cada una de ellas deja
una huella. Es con estas diversas heridas, huellas, recuerdos, en forma de
conocimiento, que miro, de modo que mi mirada está siempre nublada, nunca está
clara. ¿Puedo mirarme yo con ojos que nunca hayan sido tocados por la
experiencia? (Por favor, siga esto y observe; observe y verá algo). Si me miro
con los ojos de la experiencia, con ojos que han mirado tantas cosas por las
que he pasado; tantas tragedias, pensamientos, penas y desesperanzas ‑entonces
esos ojos nunca ven nada con claridad. Para mirar, ¿puede librarse la mente de
todo el pasado?
¿Puede la mente darse cuenta de su condicionamiento? ¿Puede
mirarlo sin distorsión alguna, sin ninguna predisposición? Ese es el problema.
¿Es posible mirar cualquier cosa, el árbol, la nube, la flor, el niño, el
rostro de una mujer o de un hombre como
si usted lo estuviera mirando por primera vez? Esa es realmente la cuestión
fundamental: verdadera libertad para mirar.
Y la libertad implica estar libre de todo el trasfondo del pasado.
El pasado es la cultura en que nos hemos criado, las influencias sociales y
económicas, las tendencias peculiares de cada uno de nosotros, los impulsos,
los dogmas religiosos, las creencias, todo eso es pasado; y con ese pasado
tratamos de mirarnos, aún cuando nosotros mismos somos ese pasado.
Hay dos clases de libertad, ¿no es así? Hay el estar libre de algo
‑estoy libre de cólera- por ejemplo, pero estar libre de algo es una reacción.
Evidentemente eso no es libertad. Estar libre de la propia nacionalidad no
significa absolutamente nada. Un hombre muy inteligente está libre de ese
particular veneno, pero ello no constituye libertad, en absoluto. Y existe una
clase distinta de libertad, un estado mental en que no hay esfuerzo alguno. Esa
libertad es amor; no es como cuando usted dice: «Tengo que aprender a amar, a
practicar el amor»; «odio a la gente, pero voy a luchar, voy a tratar de amar».
Eso no es amor. La libertad es un estado mental en que el amor existe, y no es
lo opuesto del odio, de los celos o de la agresión. Cuando luchamos con
opuestos y nos esforzamos por librarnos de uno y realizar el otro, entonces el
otro tiene su raíz en su propio opuesto, ¿no? Mediante el conflicto no se puede
comprender la libertad de manera alguna.
Volvamos a esta cuestión; que significa estar consciente (aware). ¿Está la mente consciente frente
a ese árbol, esa nube, la verde hierba que brilla a primera hora de la mañana?
¿Se da cuenta de ello, sin elección alguna, sin ninguna intervención del
pensamiento ni del conocimiento que divide? Decíamos el otro día: mire en
efecto el árbol o una nube o lo que sea, sin crear un espacio. ¿Lo hizo usted?
¿Ha intentado alguna vez mirar a su esposa, al marido, a la amiga o al amigo,
sin la imagen que tiene de ellos? ¿Ha visto sus implicaciones y ha visto si
puede estar libre de implicaciones para poder mirar? Creo muy importante que
comprendamos esto, y creo que es la clave de todo el asunto.
Cuando no hay separación entre el observador y la cosa observada,
no hay conflicto y, por consiguiente, hay acción inmediata. Me doy cuenta de
que tengo ira. Si el observador está separado de lo observado, ve la ira como
algo que está separado de sí, fuera de sí mismo. Cuando hay esta división entre
el observador y lo observado, el observador dice: «tengo que desembarazarme de
esto», «tengo que reprimirlo» o «tengo que comprenderlo», «tratar de ver su
causa», etc. En eso hay conflicto, un estado de perturbación, de dominio, de
represión, de ceder al hecho o de racionalizarlo, justificarlo, etc. Todo eso
es un despilfarro de energía, a causa del conflicto que hay en ello. Pero,
cuando el observador se da cuenta de que él mismo es la cosa observada,
entonces ve que él es la ira (que no existen él mismo y la ira como dos cosas
separadas). Cuando ve que él es la ira, no hay desperdicio de energía. ¿Qué
ocurre efectivamente, qué sucede entonces? Veo que estoy irritado. (Ese estado
lo conocen todos ustedes). No estoy separado de la ira. Soy la ira y me doy
cuenta de ello, no hay división. ¿Y qué ocurre entonces? Cuando no hay esfuerzo
ni pugna, ni contradicción ni batalla, sólo hay un cosa: aquello que en realidad es. Y lo que en realidad es soy yo mismo.
(El observador que creía ser distinto de lo observado), y sólo existe ese hecho
real: la ira, los celos o lo que sea. Y todo
el movimiento del pensar contradictorio ha terminado. Por lo tanto, sólo
hay percepción, un ver en el cual no hay división o contradicción. Y surge un nuevo estado de energía. Este nuevo
estado de energía va a disipar por completo aquel hecho real.
Necesitamos mucha energía para mirar un árbol sin este espacio,
sin esta división entre el que ve y lo visto; usted necesita gran energía en su
atención y también es menester que tenga un sentido de libertad. La libertad y
la atención tienen que ir juntas. De ahí nace el amor, cualidad de atención en
que no existe el observador.
Me pregunto si ustedes están captando todo esto. He estado
hablando durante unos 45 minutos y no sé qué han sacado de ello. ¿Podrían
decirme qué es lo que en realidad han comprendido, no lo que han memorizado,
reuniendo unas cuantas ideas y explicaciones, sino qué es lo que efectivamente
han captado tras de escuchar 50 minutos aproximadamente?
Interlocutor: ¿Es el ver una fuerza explosiva?
K.: No sé por
que me lo pregunta usted. Descúbralo usted mismo. Mire, no sé cómo podemos
comunicarnos mutuamente la seriedad que hay en todo esto. Ustedes se han tomado
muchas molestias y han incurrido en gastos para venir aquí y escuchar durante
una hora por la mañana, tres veces por semana. Y al terminar este verano tras
diez conversaciones o dos, ¿qué han sacado ustedes en claro?
Interlocutor: Es difícil expresarlo en palabras.
K.: Es difícil
decirlo en palabras. ¿No es así? ¿Está uno fuera de toda esta vida de desdicha?
¿Se ha liberado uno de toda su confusión interna?
Interlocutor: (No se registra en la grabadora).
K.: Señora,
esto no es una confesión. ¡Por Dios! No bajemos a ese nivel. No se trata de
desnudarnos frente a los otros y decir que hemos avanzado mucho, lo que sería
demasiado tonto. Lo que preguntamos es: ¿Nos hemos comunicado unos con otros?
¿Hay comunión sobre algo entre usted y el que habla? Cuando usted le dice a
alguien: «te amo», esas pocas palabras bastan; ha comunicado usted algo que
siente muy profundamente, algo muy real, que no son simples palabras. Y si
podemos decirlo de esta manera: «¿hay amor en nosotros, lo que es realmente un
estado de comunión ‑no sentimiento ni emoción, no toda esa bagatela, sino
libertad‑ hay amor, de modo que seamos seres humanos totalmente distintos?» Al
fin y al cabo, tal es el sentido de esta reunión: sacudir el fundamento mismo de nuestro ser para que descubramos algo de
una dimensión por completo diferente. Podemos cometer un error,
probablemente lo cometeremos, pero cuando así sea, podemos verlo de inmediato y
eliminarlo sin seguir encenagándonos en ese error.
No sé si ustedes están siguiendo todo esto. Miren, señores,
tenemos que hacer juntos un enorme trabajo, tenemos una gran responsabilidad.
El mundo está en una confusión tan espantosa, en un estado tan alarmante, que,
cuando nos marchemos de aquí, tenemos que ser seres humanos completamente
distintos, totalmente responsables, para que podamos crear un mundo diferente.
Es decir, hemos de ser revolucionarios en el sentido de que tiene que realizarse
en nosotros una honda revolución interna.
CAPÍTULO 5
La acción. La acción correcta. El mundo en que
vivimos. La vida total. El motivo. El amor. El placer El estado de amor. La
acción que no engendra conflicto. La vida religiosa.
Me gustaría saber si alguna vez usted se ha hecho una pregunta
fundamental; la pregunta que, por el hecho mismo de hacerla, indica profunda
seriedad; y cuya respuesta no depende necesariamente de otra persona, ni de
ninguna filosofía, maestro, etc. Quisiera hacer esta mañana una de estas
preguntas serias y fundamentales.
¿Hay alguna acción buena que lo sea en todas las circunstancias?
¿O es que sólo existe la acción como tal ‑ni buena ni mala-? La acción correcta
varía con el individuo y las diferentes circunstancias en que éste se ve
colocado. Al individuo en oposición a la comunidad, por ejemplo, al soldado,
podría preguntársele: «¿cuál es la acción correcta?» Evidentemente, para él la
acción correcta sería, mientras esté en el frente, matar. Y para el individuo
encerrado con su familia, dentro de las cuatro paredes de la idea de «lo mío»,
de «mi familia», de «mis posesiones», también hay una acción correcta. Y
también la hay para el hombre de negocios en la oficina. Y así, la acción
correcta crea oposición: la acción individual, opuesta a la colectiva.
Cada uno sostiene que su acción es la correcta. El hombre
religioso, con sus creencias y dogmas exclusivos, se dedica a lo que considera
una buena acción, y ésta lo separa del incrédulo, de los que piensan o sienten
lo contrario de lo que él cree. Existe la acción del especialista que está
trabajando con arreglo a cierto conocimiento especializado. Dice él: «esta
acción es la correcta». Están los políticos, con sus acciones buenas o malas,
los comunistas, los socialistas, los capitalistas, etc. Existe toda una
corriente de vida comercial, política, religiosa, familiar, y también una
corriente de vida en que hay belleza, amor, bondad, generosidad, etc.
Uno se pregunta ‑al ver todas estas acciones fragmentarias que
engendran sus propios opuestos- al ver todo esto, se pregunta: ¿Qué acción es
buena en todas las circunstancias? ¿O es que sólo hay acción como tal, que no
es buena ni mala? Esta última es una afirmación muy difícil, incluso de hacer o
de creer, porque evidentemente matar es una acción mala, y evidentemente
también es una acción mala el estar cautivo de un determinado dogma y actuar de
acuerdo con él.
Hay quienes, al ver todo esto, dicen: «somos activistas, no nos
interesan las filosofías, las teorías, las diversas formas de ideología
especulativa; nos interesa la acción, «actuar». Y hay los que dejan de «actuar»
y se retiran a los monasterios, se vuelven a su interior y se escapan a su
propio paraíso o se pasan años en meditación creyendo encontrar así la verdad
para entonces actuar.
Cuando se observan estos fenómenos ‑las acciones opuestas y
fragmentarias de los que dicen «tenemos razón» y «esta es la acción correcta»,
«esto resolverá los problemas del mundo», y que, sin embargo, crean de ese modo
consciente o inconscientemente, actividades opuestas, perpetuando así las
divisiones y actitudes agresivas ‑uno se pregunta: «¿qué vamos a hacer?»
¿Qué va uno a hacer en un mundo que es en realidad espantoso,
brutal; un mundo en que hay tanta violencia, tanta corrupción, en el que
importa enormemente el dinero, dinero, dinero, y en que uno está dispuesto a
sacrificar a otro al buscar poder, posición, prestigio, fama; donde cada hombre
quiere o se esfuerza por afirmarse, por llenar un cometido, por ser alguien?
¿Qué va uno a hacer? ¿Qué va a hacer usted?
No sé si usted se ha hecho esta pregunta: «¿Qué voy a hacer,
viviendo en este mundo, viendo todo esto ante mí: la desdicha, el enorme
sufrimiento que el hombre causa al hombre, el hondo sufrimiento por el que uno
pasa, la ansiedad, el miedo, el sentido de culpa, la esperanza y la
desesperación?» Viendo todo esto, si se da cuenta de ello de alguna manera, uno
tiene que preguntarse: «¿Qué voy a hacer, viviendo en un mundo así?» ¿Cómo
respondería usted a esa pregunta?
Si usted se formula esa pregunta con toda seriedad, si lo hace
muy, muy seriamente, tendrá una inmediatez e intensidad extraordinarias. ¿Cuál
es su respuesta a este reto? Vemos que la acción fragmentaria, la acción que es
«correcta», conduce en efecto a la contradicción, a la oposición, a la
separatividad: y el hombre ha buscado ésta, la acción correcta, llamándola
moralidad, siguiendo un modelo de conducta, un sistema en el cual está preso y
el cual lo ha condicionado. Para él hay acciones buenas y malas, las cuales a
su vez producen otras contradicciones y oposiciones, de modo que uno se
pregunta: «¿Hay alguna acción que no sea correcta ni incorrecta, sino sólo
acción?»
Por favor, no se limite usted a oír una serie de palabras e ideas
con las cuales esté o no esté de acuerdo, que acepte o rechace. Es un problema
muy, muy serio, el que está involucrado en esto: cómo vivir una vida que no sea
fragmentaria, una vida que no esté dividida en partes ‑familia, negocio,
religión, política, diversión, seriedad- ya saben ustedes, desmembrada
constantemente.
¿Cómo vivir una vida completa, total? Espero que usted se haga
esta misma pregunta. Si se la hace, entonces podemos seguir adelante juntos,
podemos comunicarnos y estar en verdadera comunión uno con otro sobre esta
cuestión que es muy fundamental, muy seria.
En Oriente tienen su propio patrón de conducta. Ellos dicen:
«nosotros, los brahmines, tenemos razón, somos superiores, somos esto, aquello,
nosotros sabemos». Afirman sus dogmas y creencias, su conducta y moralidad, y,
sin embargo, todos en oposición, se «toleran» unos a otros y se matan en
cualquier momento. Nos preguntamos, pues: «¿hay una vida de acción que nunca
sea fragmentaria, nunca exclusiva, nunca dividida?» ¿Cómo vamos a descubrirla?
¿Se ha de descubrir por explicaciones verbales, o porque otro se lo informe a
usted? ¿Se ha de descubrir porque usted, cuyas acciones han sido incompletas,
esté tan cansado, agotado, desalentado, que por este cansancio y desesperanza
quiera hallar otra cosa? Uno tiene que ser muy claro sobre el motivo que le
impele a hacer esta pregunta. Si tiene un motivo de cualquier clase, la propia respuesta no tendría sentido alguno, por
que el motivo dicta la respuesta.
Uno tiene que hacerse esta pregunta sin motivo alguno, porque sólo
entonces se ha de hallar la verdad, la verdad de cualquier cosa. Al hacer esta
pregunta uno tiene que descubrir su propio motivo. Y si se tiene alguno ‑porque
uno quiere ser feliz o quiere paz en el mundo; o porque ha luchado tanto
tiempo, o bien, el motivo para buscar la acción completa es la fatiga, la
desesperación, o diversas formas de anhelo, de escape, de autorrealización-
entonces la propia respuesta será muy limitada, inevitablemente. Por lo tanto,
uno tiene que estar consciente, en realidad, cuando se formula esta pregunta.
Si usted la puede formular sin ningún motivo, en absoluto, entonces está libre
para mirar. ¿Comprende? Está libre para descubrir, no está atado a una urgencia
particular, a un apremio determinado. ¿Podemos seguir, partiendo de aquí? Es
muy difícil estar libre de motivo alguno.
¿Cuál es, pues, la acción que no es fragmentaria, que no es buena
ni mala y que no crea oposición, la acción que no es dualista? Por favor, siga
todo esto. ¿Cuál es la acción que no engendra conflicto, contradicciones? Una
vez que se haya hecho esta pregunta con toda seriedad, ¿cómo va a hallar la
respuesta? Usted tiene que hallarla. Nadie puede hacerlo por usted. No seria
entonces su propio hallazgo, no sería algo que hubiera encontrado usted mismo
por haber mirado con claridad, y, por lo tanto, algo que no pudiera serle nunca
arrebatado, destruido por la circunstancia.
Al hacer esta pregunta, el intelecto, con toda su astucia, puede
decir: «Haré esto», una vez que se le den todos los datos, todas las
circunstancias, y vea que toda acción contradictoria crea conflicto y, por
tanto, desdicha. El intelecto puede convertir su respuesta en un principio, un
patrón, una fórmula, con arreglo a la cual vivirá. Pero entonces usted vivirá
de acuerdo con esa fórmula, como lo ha hecho anteriormente: entonces usted está
otra vez creando contradicciones, imitando a otro, siguiéndolo, obedeciéndolo.
Vivir de acuerdo con una fórmula, con una ideología, con una conclusión
previsible, es vivir una vida de adaptación, de imitación, de conformidad y,
por lo tanto, una vida de oposiciones, de dualidad, de interminable conflicto y
confusión. El intelecto no puede contestar la pregunta que nos hemos formulado,
ni puede hacerlo el pensamiento. Si usted ha examinado profundamente su
pensamiento, verá que está siempre dividido. El pensamiento nunca puede
producir unidad de acción. Y una acción integrada que sea producto del
pensamiento creará, de modo inevitable, acciones contradictorias.
Vemos el peligro del pensamiento, que es la respuesta de la
memoria, de la experiencia, del conocimiento, de la convicción, etc.; vemos
cómo el pensamiento, que es la reacción del pasado, puede establecer una manera
de vivir y por fuerza se ajusta a la fórmula que ideológicamente ha creado; y
vemos que eso implica conflicto interno, porque en ello está lo correcto y lo
incorrecto, lo verdadero o lo falso, lo que debería ser y lo que no es, lo que
podría haber sido, etc., etc. De modo que si la mente, al hacerse esta
pregunta, puede estar libre de motivo alguno, libre del peligro de la
percepción intelectual y de la conformidad a una ideología que haya inventado,
entonces puede formular tal pregunta, y la respuesta será totalmente distinta.
¿Es posible vivir tan plenamente, de manera tan completa, total,
que no haya acciones fragmentarias? Como observamos, la vida es acción; sea lo
que sea, cualquier cosa que usted haga, piense o sienta, es acción. La vida es
movimiento, un movimiento incesante sin principio ni fin, y la hemos dividido
en pasado, presente y futuro, en vivir y morir, así como en amor y odio, en
nacionalidades, etc. Y nos preguntamos: ¿hay alguna forma de vida, no en el
aspecto ideológico, sino en la realidad, en que se pueda vivir cada minuto del
día sin contradicciones, sin oposiciones, sin fragmentación, esto es, en que el
vivir mismo sea completa acción?
¿Ha reflexionado usted alguna vez lo que es el amor? ¿Es el amor
esta tortura? Puede ser bello al principio, cuando usted le dice a alguien: «te
amo», pero pronto degenera en toda forma de astucia, de relación posesiva,
dominante, con su odio y sus celos, su ansiedad, su temor. Semejante amor es
placer y deseo, el placer del sexo y la urgencia del deseo, alimentado por el
pensamiento, que rumia aquel particular placer día tras día; eso es lo que
llamamos amor. El amor al país, el amor a Dios, el amor al prójimo, todo eso no
significa absolutamente nada. Son meras ideas. Cuando hablamos del amor al
prójimo, en la iglesia o en el templo, no somos sinceros realmente. Somos
hipócritas, porque el lunes por la mañana destruimos a nuestro prójimo en los
negocios, por la competencia, por querer una mejor posición, más poder, etc.,
etc., etc. El amor en particular a la familia y el amor del hombre, fuera de
ese círculo, es el amor como posesión: poseer a mi esposa, a mi marido, a mi
hijo, dominándolos; o bien dejarlos en paz porque estoy demasiado ocupado,
tengo negocios, otros intereses, tengo... Dios sabe qué más! De modo que no hay
hogar; y aún cuando haya un hogar, hay una constante batalla por poseer y
dominar al otro; hay miedo, celos, el intento de reafirmarse uno mismo por
medio de la familia, por el sexo. A todos estos fenómenos los llamamos amor: no
creo que exageremos. Nos limitamos a exponer el hecho real: puede ser que no
nos guste, pero, ahí está.
En ese amor también están las acciones correctas e incorrectas que
igualmente crean varias clases de conflicto. ¿Es eso amor? ¿Eso que aceptamos
como tal, lo que ha llegado a formar parte de nuestra naturaleza?
Instintivamente ocultamos este modo de ser del amor, más cuando usted lo mira
en forma objetiva, muy seriamente, con claridad, ¿es eso amor? Es obvio que no.
Y cautivos dentro del patrón de conducta establecido por nosotros mismos y por
la sociedad durante siglos, no podemos escapar, no sabemos qué hacer y, de ahí
el conflicto entre el amor «correcto» y el «incorrecto», entre lo que debería
ser y lo que es. La «moralidad» de esa estructura es realmente inmoral. Y
sabiéndolo así, creamos otra ideología y en consecuencia, el conflicto, al
oponernos a la inmoralidad. ¿Qué es, pues el amor? No la opinión de usted, ni
alguna conclusión suya, ni lo que piensa sobre el asunto. ¿Quién se preocupa de
lo que se piense acerca del amor? Sólo puede usted descubrir lo que es cuando
se libre por completo de la estructura en que se apoyan los celos, la
dominación, el odio, la envidia, deseo de posesión, la estructura del placer.
El placer es algo que hay que examinar. No estamos diciendo que el
placer sea malo o bueno, lo que también nos llevaría a varias conclusiones y,
por lo tanto, a oposiciones. Más, para la mayoría de nosotros el amor está
asociado, íntimamente enlazado con el placer ‑sexual o de otra índole-. Y si el
amor es placer, entonces es dolor. Cuando hay dolor, ¿hay amor? Lógicamente no
lo hay, y sin embargo, seguimos con él, día tras día. ¿Puede uno romper con
esta estructura ‑la tradición- en que estamos presos, y descubrir o dar con ese
estado de amor que no sea nada de esto? Está más allá, fuera de esta carpa, no
está en este lugar, ni dentro de nosotros.
¿Es posible una vida en que el vivir mismo sea la belleza de la
acción y del amor? Sin amor siempre hay acción correcta o incorrecta, lo que
engendra conflicto, contradicción y oposición. Sólo hay una acción que proviene
del amor; no hay ninguna otra que no engendre contradicción o conflicto. Ya
sabemos, el amor es agresivo y no agresivo ‑no me entienda mal- el amor no es
una cosa pacífica, callada, que esté abajo, en alguna parte de la bodega, o
arriba, en el cielo. Cuando ama, en usted hay vitalidad, impulso, intensidad y
acción inmediata. ¿Es posible, pues, que nosotros, los seres humanos, lleguemos
a envolvernos en esta belleza de la acción, que es amor?
Sería extraordinario que todos nosotros, los que estamos aquí,
pudiéramos llegar a comprender esto ‑no como idea, no como algo que se ha de
alcanzar especulativamente- y desde hoy mismo saliéramos efectivamente a una
dimensión distinta y viviéramos una vida completa, total, sagrada. Tal es la
Vida religiosa, no hay otra vida, no hay otra religión. Una vida así resolverá
todos los problemas, porque el amor es extraordinariamente inteligente y
práctico. Y posee la más elevada forma de sensibilidad. Además, en él hay
humildad. Esto es lo único importante en la vida: o uno está empapado de amor o
no lo está.
Si todos pudiéramos llegar a esto de modo natural, fácil, sin
ningún esfuerzo o conflicto, entonces tendríamos una vida distinta, de gran
inteligencia, perspicacia, claridad. Es esta claridad la que constituye una luz
para uno mismo; esta claridad resuelve todos los problemas.
Interlocutor: ¿Significa esto que no hay que hacer
planes?
K.: Me temo
que no. Yo tuve que hacer un plan cuando me levanté esta mañana para venir
aquí: usted tiene que hacer un plan cuando va a tomar el tren. Mire, la
inteligencia responderá a estas preguntas. Habiendo vivido una vida de
imitación, de aceptación, de obediencia, de conformidad a una fórmula, cuando
eso se le quita por la fuerza, o lo rechaza porque ve su absurdo, usted está
perdido y dice: «¿Es que no debo hacer esto, aquello» Y ¿qué ocurre? Al
contrario, si observa usted íntimamente, si observa realmente la estructura, la
fórmula, el sistema en que vive; si lo ve y lo siente y lo prueba, entonces de
esa observación surge la inteligencia, y ésta actuará. Esta inteligencia, por su
misma naturaleza, es libre.
CAPÍTULO 6
El placer. El amor. La belleza. El placer y el
pensamiento. La autoexpresión. La vacuidad o el vacío interno. La inatención y
la atención completa.
Cuando nos marchamos la última vez, nos disponíamos a hablar sobre
el placer. Al explorar ese importantísimo factor de la vida, tenemos también
que comprender lo que es el amor, y, al comprender éste, tenemos asimismo que
descubrir lo que es la belleza. Aquí hay, pues, tres cosas involucradas: hay
placer, hay belleza, de la cual hablamos mucho y nos emociona tanto; y hay
amor, esa palabra tan maltratada.
Examinaremos todo, paso a paso, más bien diligentemente, pero con
indeterminación, por que estas tres cosas abarcan un campo muy vasto de la
existencia humana. Y para llegar a cualquier conclusión, para decir «esto es
placer» o «no debe uno tener placer», o bien «esto es amor, es belleza», me
parece que se requiere la más clara comprensión y el sentido de la belleza, del
amor y del placer. De modo que si somos bastante prudentes, tenemos que evitar
toda fórmula, toda conclusión, o cualquier concepción determinada sobre este
serio asunto. Entrar en contacto con la profunda verdad de estas tres cosas no
es materia de intelección, ni de definición de palabras ni de ningún sentimiento
vago, místico o parapsicológico.
Ya saben, yo no he examinado esto realmente, salvo que tengo una
visión general de ello, por lo tanto, también estoy investigando con ustedes.
No es que yo haya preparado una conferencia y venga aquí a soltarla, de modo
que si vacilo y voy más bien despacio, espero que ustedes tengan igual cuidado
e investiguen con lentitud e indeterminación.
Para la mayoría de nosotros es muy importante el placer y su forma
de expresión. La mayor parte de nuestros valores morales se basan en eso, en el
placer último e inmediato. Nuestras tendencias hereditarias o psicológicas y
nuestras reacciones físicas y neurológicas se expresan en el placer. Si usted
examina no sólo los valores y juicios externos de la sociedad, sino también mira
en su propio interior, verá que el placer y la valoración del mismo es lo que
perseguimos principalmente en nuestras vidas. Podemos resistir, sacrificar,
lograr o negar algo, pero al final siempre está esa sensación de querer lograr
el placer, la satisfacción, el contento de quedar complacido o satisfecho. La
autoexpresión y la autorrealización son formas de placer, y cuando ese placer
se frustra, se obstaculiza, hay temor, y de ese temor surge la agresión.
Por favor, observe esto en usted mismo. Usted no está escuchando
meramente una serie de palabras o ideas; éstas no tendrían sentido. Usted puede
leer en un libro una explicación psicológica, que no tendrá valor. Pero si
investigamos juntos, paso a paso, entonces verá por usted mismo qué cosa tan
extraordinaria surge de todo esto. Tenga en cuenta que no estamos diciendo que
no debemos tener placer, que el placer sea malo, como sostienen los diversos
grupos religiosos por todo el mundo. No decimos que usted tenga que reprimirlo,
negarlo, dominarlo, trasladarlo a un nivel más alto, y todas esas cosas.
Simplemente estamos investigando, y si podemos investigar muy objetiva y
profundamente, entonces de ahí surgirá un estado mental diferente en que hay
bienaventuranza, pero no placer. La bienaventuranza es algo totalmente
distinto.
Sabemos lo que es placer: contemplar una bella montaña, un hermoso
árbol, la luz en una nube perseguida por el viento a través del cielo, la
belleza del río con su corriente límpida. Es grande el placer cuando se observa
todo esto o se ve el bello rostro de una mujer, de un hombre o de un niño; y
todos conocemos el placer que viene por el tacto, el gusto, la vista o el oído.
Y cuando ese intenso placer está alimentado por el pensamiento, entonces surge
la acción opuesta, es decir, la agresión, la represalia, la ira, el odio,
nacidos del sentimiento de no poder lograr ese placer que perseguimos. De ahí
el temor, también bastante obvio si lo observamos.
Cualquier clase de experiencia es alimentada por el pensamiento;
por ejemplo, el placer de una experiencia de ayer, no importa cómo sea,
sensual, sexual o visual. El pensamiento discurre sobre el placer, lo rumia, lo
recorre una y otra vez creando una imagen o fotografía que lo sustenta, que lo
nutre. El pensamiento es el sostén de ese placer de ayer, le da continuidad hoy
y mañana. Observe esto, por favor. Y cuando se inhibe el placer sostenido por
ese pensamiento, porque está limitado por las circunstancias, por diversas
clases de obstáculos, entonces ese pensamiento se rebela, convierte su energía
en agresión, en odio, en violencia, lo que es también otra forma de placer.
La mayoría de nosotros buscamos placer por la autoexpresión.
Queremos expresarnos en pequeñas o grandes cosas. El artista quiere expresarse
en el lienzo; el autor, en los libros; el músico, utilizando un instrumento,
etc. ¿Es acaso belleza esta autoexpresión, de la cual se deriva una enorme
dosis de placer? Cuando un artista se expresa, siente placer e intensa
satisfacción, -¿es eso belleza?- Pero si no puede transmitir por completo al
lienzo o en palabras lo que siente, hay descontento, lo cual es otra forma de
placer.
¿Es, pues, placer la belleza? Y cuando hay autoexpresión de
cualquier forma, ¿comunica ésta la belleza? ¿Es placer el amor? El amor ha
llegado a ser ahora casi sinónimo de sexo y de su expresión, con todo lo que
ello encierra ‑olvido de sí mismo, etc.- ¿Es esto amor, cuando el pensamiento
extrae de ello intenso placer? Porque cuando es contrariado se convierte en
celos, ira, odio. El placer perpetúa el dominio, la posesión, la dependencia y,
por lo tanto, el miedo. Por eso uno se pregunta si es placer el amor. ¿Es el
amor deseo ‑en todas sus formas sutiles- sexo, compañerismo, ternura y ese
olvido de uno mismo? ¿Es amor todo eso? Y, si no lo es, entonces, ¿qué es el
amor?
Si ha observado usted su propia mente en funcionamiento, dándose
cuenta de la actividad misma del cerebro, verá que desde tiempos antiguos,
desde el principio mismo, el hombre ha perseguido el placer. Si usted ha
observado el animal, verá cuán extraordinariamente importante es el placer para
él, cómo busca el placer y cómo se vuelve agresivo cuando se ve contrariado.
Estamos hechos así; nuestros juicios, nuestros valores, nuestros requerimientos
sociales, nuestras relaciones, etcétera, se basan en este principio esencial
del placer y en su autoexpresión. Y cuando eso se frustra, cuando se refrena,
se tuerce, se elude, entonces hay ira, agresividad, lo que se convierte en una
forma más de placer.
¿Qué relación tiene el placer con el amor? ¿O es que el placer no
tiene relación alguna con el amor? ¿Es el amor algo enteramente distinto? ¿Es
el amor algo que no está fragmentado por la sociedad, por la religión, en
elemento humano y divino? ¿Cómo va usted a descubrirlo? ¿Cómo va a descubrirlo
por usted mismo? Sin que sea otro el que se lo diga, porque si alguien le dice
lo que es y usted afirma: «sí, eso es verdad», entonces no es algo suyo, no es
algo que usted mismo haya descubierto y sentido profundamente.
¿Que relación tiene el placer de la autoexpresión con la belleza y
el amor? El hombre de ciencia tiene que conocer la verdad de las cosas. ¿Es la
verdad algo estático para el ser humano, no para el filósofo especializado, el
científico, el técnico, sino para el ser humano interesado en la vida diaria,
en ganarse la vida, en la familia, etc.? ¿O es algo que descubre usted mientras
avanza, algo nunca estacionario, nunca permanente, sino que siempre está en
movimiento? La verdad no es un fenómeno intelectual, no es un asunto emotivo o
sentimental, y nosotros tenemos que encontrar la verdad del placer, la verdad
de la belleza y la realidad de lo que es el amor.
Uno ha visto la tortura del amor, su sujeción, el temor que
produce, la soledad de no ser amado y la perpetua búsqueda de él en toda clase
de relaciones, sin encontrarlo nunca en forma que nos satisfaga completamente.
Pregunta uno, pues, si el amor es satisfacción y al mismo tiempo, un tormento
cercado por la valla de los celos, la envidia, el odio, la ira, la dependencia.
Cuando no hay belleza en el corazón, vamos a los museos y
conciertos, visitamos un antiguo templo griego y admiramos su belleza, con sus
hermosas columnas, su proporción frente al cielo azul. Hablamos sin cesar de la
belleza, perdemos del todo el contacto con la naturaleza, como lo está
perdiendo el hombre moderno que busca más y más las ciudades para vivir. Se
forman sociedades para ir al campo a contemplar las aves, los árboles y los
ríos; como si formando sociedades para admirar los arboles uno fuera a palpar
la naturaleza y a entrar en contacto extraordinario con la inmensa belleza.
Como hemos perdido el contacto con la naturaleza, adquieren demasiada
importancia la moderna pintura objetiva, los museos y los conciertos.
Hay una vacuidad, una sensación de vacío interno que siempre esta
buscando la autoexpresión y lo que produce placer, creando así temor de no
lograrlo por completo. Hay resistencia, agresividad y todo lo demás. Procedemos
a llenar ese vacío interior y esa sensación de completo aislamiento y soledad
que estoy seguro todos ustedes han sentido con libros, con conocimientos, con
relaciones, con toda clase de tretas, pero al final, aun está ese vacío que no
se puede llenar. Entonces acudimos a Dios, el último recurso.
¿Es posible el amor, la belleza, cuando existe esta vacuidad, esta
sensación de vacío insondable? Si uno es consciente (aware) de ese vacío y no escapa de él, ¿qué ha de hacer entonces?
Hemos intentado llenarlo con dioses, conocimientos, experiencias, con música,
con cuadros, con extraordinaria información tecnológica; en eso estamos
ocupados de la mañana a la noche. Uno se da cuenta de que ninguna persona puede
llenar ese vacío. Vemos la importancia de esto. Si usted lo llena con eso que
llamamos relación con otra persona o con una imagen, entonces viene la dependencia
y el miedo de perderla; luego, la posesión agresiva, los celos y todo lo que
sigue. Así que uno se pregunta: ¿Puede llenarse jamás ese vacío con alguna
cosa, con la actividad social, con buenas obras, yendo a un monasterio a
meditar o estando consciente (aware)?
Esto también es un absurdo.
Si uno no puede llenar ese vacío, ¿qué va a hacer entonces?
¿Comprende la importancia de esta pregunta? Uno ha tratado de llenarlo con lo
que se llama placer, con la autoexpresión, con la búsqueda de la verdad, de
Dios; comprende que nunca podra llenarse con nada, ni con la imagen que ha
creado de sí mismo, ni con la imagen o idea que ha creado del mundo, con nada.
Y así, uno ha utilizado la belleza, el amor y el placer para disimular este
vacío. Y si no escapa más, sino que permanece con él, ¿qué va a hacer entonces?
¿Esta clara la pregunta? ¿Me han seguido ustedes por lo menos un poco?
¿Qué es esta soledad, esta sensación de profundo vacío interior?
¿Qué es y cómo nace? ¿ Es que existe porque estamos tratando de llenarlo o de
eludirlo? ¿Existe porque lo tememos? ¿Es sólo una idea de vacío, y por tanto,
la mente nunca esta en contacto con lo que ello es en realidad ‑no sé si
ustedes siguen todo esto- porque nunca esta en relación directa con ello?
Veo que ustedes no captan lo que quiero decir.
Descubro este vacío en mí mismo y dejo de huir ‑pues está claro
que escapar es una actividad sin madurez- me doy cuenta de ello; ahí está y
nada puede llenarlo. Ahora me pregunto cómo ha nacido este vacío. ¿Lo habrá
producido todo mi vivir, todas mis actividades y suposiciones diarias, etc.?
¿Es que el «yo», el «mí», el «ego», o como se le quiera llamar, se esta
aislando de sí mismo en toda su actividad? La naturaleza misma del «mí», del
«yo», del «ego» es el aislamiento; es separativa. Todas estas actividades han
producido este estado de aislamiento, de hondo vacío en mí, de modo que es un
resultado, una consecuencia, no algo que sea inherente a mí mismo. Veo que,
mientras mi actividad sea egocéntrica y autoexpresiva, tiene que haber este
vacío; veo que, para llenarlo, hago toda clase de esfuerzos ‑cosa que también
es egocéntrica- y el vacío se hace más extenso y profundo.
¿Es posible trascender este estado, ‑no escapando de él ni
diciendo, «no seré egocéntrico»? Cuando uno dice «no seré egocéntrico», ya lo
es. Cuando ejercemos la voluntad para negar la actividad del «yo», esa misma
voluntad es factor de aislamiento.
La mente se ha condicionado a través de siglos y siglos en su
urgencia de seguridad y protección; ha creado, tanto fisiológica como
psicológicamente, esta actividad egocéntrica que impregna su vida diaria en «mi
familia», «mi empleo», «mis posesiones», y eso produce este vacío, este
aislamiento. ¿Cómo va a terminar esta actividad? ¿Puede terminar alguna vez? ¿O
tiene uno que rechazarla totalmente y dotarla de otra cualidad del todo
distinta?
Me pregunto si están ustedes siguiendo todo esto. Veo este vacío,
cómo ha surgido en mí. Comprendo que la voluntad o cualquier otra actividad
ejercida para desechar al creador de este vacío es sólo otra forma de actividad
egocéntrica. Eso lo veo muy claramente, objetivamente, y de pronto me doy
cuenta de que no puedo hacer nada sobre ello. ¿Comprenden? Antes hice algo en
relación con este vacío, escape o traté de llenarlo, me esforcé por
comprenderlo y penetrarlo, pero todas esas son otras formas de aislamiento.
Así, pues, súbitamente comprendo que no puedo hacer nada: que cuanto más trato
de hacer sobre ello, tanto más estoy creando y construyendo murallas de
aislamiento. La mente misma se da cuenta de que no puede hacer nada, que el
pensamiento no puede tocar esto, porque tan pronto lo toca, engendra vacío de
nuevo. De manera que observando con cuidado y objetividad, veo todo este
proceso, y el mismo hecho de verlo es suficiente. Miren lo que ha sucedido.
Antes he utilizado energía para llenar este vacío, he vagado por todas partes,
y ahora veo su absurdo, la mente ve muy claro cuán absurdo es todo ello, de
modo que ahora no estoy disipando energía. El pensamiento se aquieta; la mente
se queda completamente serena: ha visto el mapa completo de esto, y así llega
el silencio. En ese silencio no hay soledad. Cuando adviene tal silencio, ese
silencio absoluto de la mente, hay belleza y amor, que puede ‑o no- expresarse.
¿Han seguido esto del todo? ¿Hemos emprendido juntos el viaje?
Señora, no diga que sí... Este problema, del cual estamos hablando, es uno de
los más difíciles, y más peligrosos, porque, si usted es de algún modo
neurótica, como lo somos la mayoría de nosotros, entonces se vuelve complicado
y feo. Este es un problema enormemente complejo. Cuando usted examina su
extraordinaria complejidad, se vuelve sencillísimo, y su misma sencillez le
lleva a usted a decir: «¡Qué simple es!». Y cree que lo ha captado.
De modo que sólo hay dicha plena más allá del placer; y existe la
belleza, que no es la expresión de una mente astuta, sino la belleza que se
conoce cuando la mente está en completa quietud, en silencio.
Está lloviendo y pueden oír el ruido compasado de las gotas, lo
pueden oír con los oídos y pueden oírlo desde el fondo del profundo silencio.
Si lo oyen con la mente en completo silencio, entonces su belleza es tal que no
puede expresarse en palabras ni en el lienzo, porque esta belleza está más allá
de la autoexpresión. El amor evidentemente es bienaventuranza, la cual no es
placer.
¿Quieren hablar sobre esto, explorarlo juntos?
Interlocutor: Cuando uno no está consciente todas
las viejas respuestas vuelven a la mente. ¿Cómo va uno a impedir o inhibir o
dejar de lado las viejas respuestas?
K.: Digámoslo
en otras palabras. Tal vez esto nos ayude. Hay estados de inatención y de
atención. Cuando están en atención completa la mente, el corazón, los nervios,
todo lo que usted posee, en ese momento no vuelven los viejos hábitos, las
reacciones mecánicas; el pensamiento no participa de esto. Pero nosotros no
podemos sostener esa atención todo el tiempo. De modo que casi siempre estamos
inatentos, un estado en que no somos conscientes sin elección alguna.
¿Qué ocurre? Hay inatención y atención en raras ocasiones. Y
nosotros tratamos de tender un puente entre una y otra. ¿Cómo puede mi
inatención convertirse en atención? O bien, ¿puede haber completa atención todo
el tiempo?
La inatención nunca puede convertirse en atención. ¿Cómo podría
hacerlo? ¿Cómo puede usted convertir el odio en amor? No puede.
Pero investigue usted los caminos de la inatención, obsérvela, vea
cómo crece, dése cuenta de la inatención y no trate de convertirla en atención.
No haga nada. ¡Bien! Usted no está atento. ¿Qué pasa? Mírelo con mucho cuidado,
dése cuenta de que no está atento, no trate de forzar su estado para
convertirlo en atención, y se dará cuenta de que no está atento y entonces
cambiará. Pero no puede hacerlo si dice: «quiero darme cuenta de que no estoy
atento».
¿Comprende usted lo que digo? Por favor, obsérvelo, no llegue a
ninguna conclusión. Primero observe. Hay dos estados: uno es la inatención y el
otro, en raros momentos, es la atención completa, en que el pensamiento no
participa en ninguna forma. En esos raros momentos descubrirá algo totalmente
nuevo. En esa atención completa hay una dimensión del todo distinta. Si
entonces eso llega a ser algo que usted ha conocido, que ha sentido, que guarda
en la memoria, si llega a ser un recuerdo y usted se dice a sí mismo: «desearía
poder captar eso otra vez, retenerlo, no dejarlo ir», entonces eso es de nuevo
el estado de inatención. De modo que dése cuenta del estado de inatención, no
de «la manera de estar atento». No haga nada con la inatención. Muy bien, no
estoy atento, pero tengo mucho cuidado, lo estoy observando, no trato de darle
una forma, no trato de cambiarlo, me limito a observarlo. Ese mismo acto de observar es atención..
Interlocutor: La mayor parte de nuestra vida diaria
se vive sólo al nivel de los hechos, especialmente en el caso de los niños, que
aprenden a conocer hechos en la escuela. ¿Es esta actividad real, que es diaria
y necesaria, un impedimento para la libertad psicológica?
K.: Señor,
nada es impedimento para la libertad psicológica. ¡Nada! Un impedimento surge
sólo cuando hay resistencia. Si no hay resistencia, entonces no hay problema
psicológico. Si usted trata con resistencia, como un obstáculo, el vivir diario
‑el ganarse la vida, educar los hijos, el fastidio de todo ello, la rutina, la
tarea diaria de lavar platos- entonces todo se convierte en un problema. Pero
cuando usted se da cuenta de todo este proceso del vivir ‑con su rutina, sus
habites, su aburrimiento, con sus ansiedades, disgustos, el miedo, la
dominación, las posesiones- cuando usted se da cuenta de esto sin elegir nada
(no puede hacer usted nada sobre esa lluvia o sobre el perfil de esas colinas)
y si puede usted mirar su propia actividad de la misma manera, calladamente,
sin ninguna elección, sin resistencia alguna, entonces no hay problema
psicológico. De ahí sólo surge entonces la libertad.
CAPÍTULO 7
Los hábitos. La ausencia del amor. Los hábitos y el
temor. Los escapes. El observador y lo observado. La naturaleza del
pensamiento. Los sueños. El amor.
Lo importante no es acumular palabras, razonamientos o
explicaciones, sino más bien producir, en cada uno de nosotros, una honda
revolución, una profunda mutación psicológica, para que haya una sociedad de
tipo distinto: una relación totalmente diferente entre hombre y hombre, que no
se base en la inmoralidad, como ahora. Una revolución así, en el más profundo y
completo sentido de la palabra, no se realiza mediante sistema alguno, ni por
acción de la voluntad, ni por ninguna combinación del hábito y de la previsión.
Una de nuestras mayores dificultades -¿no es verdad?- es que somos
prisioneros del hábito. Y el hábito, aunque sea refinado, sutil, y esté
hondamente arraigado y establecido, no es amor. El amor nunca puede ser una
cosa de hábito. El placer, como decíamos el otro día, puede convertirse en
hábito y en continuada urgencia, mas yo no veo cómo puede volverse hábito el
amor. Y el cambio profundo y radical de que estamos hablando ha de venir con
esta cualidad de amor, una cualidad que nada tiene que ver con el emocionalismo
o el sentimentalismo; no tiene nada que ver con la tradición, con la cultura
hondamente arraigada de sociedad alguna. La mayoría de nosotros, como carecemos
de esa extraordinaria cualidad del amor, caemos en hábitos «de rectitud»; y los
hábitos nunca pueden ser rectos. El hábito no es bueno ni malo. Sólo hay
hábito, una repetición, una imitación, un ajuste al pasado y a la tradición,
que es resultado del instinto heredado y del conocimiento adquirido.
Si uno va tras el hábito o vive en él, tiene que aumentar
inevitablemente el temor, y de esto es que vamos a hablar juntos en la mañana
de hoy. Una mente atrincherada en el hábito ‑y la mayor parte de las nuestras
están así- tiene que vivir siempre en el temor. Al decir hábito, no me refiero
solo a la repetición, sino a los hábitos de conveniencia, los hábitos en que
uno cae en determinada forma de relación, como la conyugal, como aquella entre
la comunidad y el individuo, entre las naciones, etc. Todos vivimos en el
hábito, en las tradicionales y bien establecidas líneas de conducta y
comportamiento, en las muy respetadas maneras de ver la vida, en las opiniones
tan profundamente atrincheradas y arraigadas en forma de prejuicios.
Mientras la mente no sea sensible, alerta y ágil, no será capaz de
vivir con la realidad de la vida, que es muy fluida, que está cambiando
constantemente. Psicológicamente, internamente, nos negamos a seguir el
movimiento de la vida, porque nuestras raíces están profundamente asidas al
hábito y a la tradición, en la obediencia a lo que se nos ha dicho, en la
aceptación. Y me parece que es muy importante comprender esto y romper con
ello, pues no sé cómo el hombre puede seguir viviendo sin amor. Sin amor nos
estamos destruyendo unos a otros, estamos viviendo en fragmentos, un fragmento
en agresión contra el otro, en rebelión contra el otro. Y el hábito en
cualquier forma que sea, inevitablemente tiene que engendrar el miedo.
Si se me permite sugerirlo, no se limiten, por favor, a aceptar
meramente y decir: «Sí, en efecto, vivimos dependientes de hábitos. ¿Qué
haremos?», sino más bien dénse cuenta, sean conscientes de los hábitos que
tiene cada uno; dénse cuenta, no sólo de los hábitos físicos, como los de
fumar, comer carne, beber, sino también de los que están muy arraigados en la
psiquis, los que nos hacen aceptar, creer, esperar y desesperar, padecer
agonías y penas. Si juntos pudiéramos penetrar en este problema del hábito y
también del miedo, para tal vez así llegar a terminar con el dolor, podría
entonces existir la posibilidad de un amor que nunca hemos conocido, una dicha
que está más allá del contacto del placer.
La mayoría de nosotros seguimos las rutinas del hábito consciente
o inconsciente; creemos que los hábitos son correctos e incorrectos, buenos y
malos, hábitos de conducta, y otros que no son respetables, los hábitos que la
sociedad considera inmorales. Pero la moralidad social es en sí misma inmoral.
Ustedes pueden ver eso con bastante sencillez, porque la sociedad se basa en la
agresión, en el afán de adquirir, en el sentido de predominio del uno sobre el
otro, etc., ‑el sistema cultural. Hemos aceptado esa moralidad, vivimos de
acuerdo con ese patrón moral, lo aceptamos como cosa inevitable, y así se ha
convertido en hábito. Cambiar este hábito, ver cuán extraordinariamente inmoral
es aunque esa inmoralidad se haya vuelto altamente respetable; ver eso y actuar
con una mente que ya no es prisionera del hábito, actuar de un modo distinto
por completo, sólo es posible cuando comprendemos la naturaleza del miedo. Con
mucha facilidad cambiaríamos cualquier costumbre, nos abriríamos paso a través
de cualquier hábito atrincherado, arraigado profundamente, si no hubiera el
temor de que, al romperlo, sufriríamos aún más, estaríamos aún más inciertos,
más inseguros. Les ruego que se observen ustedes mismos, observen sus propios
estados mentales, vean que la mayoría de nosotros romperíamos fácil y
felizmente un hábito si, por otro lado, no hubiera temor, ni incertidumbre.
Lo que hace que la mayoría de nosotros nos aferremos a nuestros
hábitos, es el temor. Investiguemos, pues, esta cuestión del miedo, no de
manera intelectual ni verbal, sino dándonos cuenta de nuestros propios temores
psicológicos, examinándolos. Es decir, demos espacio al temor para que pueda
florecer y observémoslo en su florecimiento mismo. Miren, el temor es un
fenómeno muy extraño, tanto en lo biológico como en lo psicológico. Si
pudiéramos comprender los miedos psicológicos, entonces podríamos remediar,
comprender con facilidad los biológicos. Por desgracia, nos mueven rápidamente
los temores físicos y descuidamos los psíquicos; nos amedrentan mucho la
enfermedad y el dolor; la mente toda se intranquiliza y no sabemos cómo
arremeter contra ese dolor sin producir una serie de conflictos en la psiquis,
dentro de uno mismo. Por el contrario, si uno pudiera empezar con los temores
psíquicos, entonces acaso los físicos podrían comprenderse y tratarse con
cordura.
Es obvio que para observar el temor, no puede haber escape alguno.
Todos hemos cultivado medios de escape para eludir el miedo. El hecho de
eludirlo no sirve más que para aumentarlo. También esto es muy sencillo. De
modo que lo primero es ver que huir del temor es una forma de temor. Cuando lo
evitamos, sencillamente le volvemos la espalda, pero siempre está ahí.
Comprendan, pues, ‑no de manera verbal ni intelectual- comprendan en realidad
que no es posible eludirlo, está ahí, como una lengua ulcerada, como una
herida; no podemos evitarlo. Está ahí. Este es un hecho. Entonces ustedes
tienen que dar espacio al miedo para que florezca, como dejarían espacio para
que floreciera la bondad. Tienen que dejar espacio para que el temor salga a la
superficie. Entonces pueden observarlo.
Ya ustedes saben, si han plantado alguna vid de crecimiento rápido
y están interesados en ella, que si vuelven a mirarla al terminar el día, se
encuentran con que ya tiene dos hojas; está creciendo rápidamente. Del mismo
modo, vea el temor y déle espacio para que quede expuesto a la luz. Esto
significa que en realidad no teme mirarlo. Es como una persona que depende de
otras porque tiene miedo a estar sola y al depender de otros, lleva a cabo una
serie de acciones hipócritas. Dándose cuenta de las actividades de la
hipocresía, dejándolas de lado, puede ver lo temerosa que se siente de estar
sola; puede estar con ese temor, dejarlo que se mueva, que aumente, mirar su
naturaleza, su estructura, su cualidad.
Cuando usted puede mirar el miedo sin eludirlo de ninguna manera,
ese miedo tiene una cualidad distinta. (Espero que usted esté haciendo esto,
que tome su particular temor, por mucho que lo haya alimentado, por mucho que
lo haya evitado cuidadosamente, y que lo esté mirando ahora sin recurrir a
ningún escape, sin juzgarlo, condenarlo, ni justificarlo). Luego surge la
cuestión ‑si es que uno llega tan lejos- sobre «quién» es el que está
observando el temor. Tengo miedo de ‑no importa lo que sea- la muerte, de
perder mi empleo, de envejecer, miedo de una enfermedad; tiene uno miedo y no
lo rehuye, ahí está. Lo miro, y para mirar cualquier cosa, tiene que haber
espacio. Si estoy muy cerca de ella, no puedo verla. Y cuando miro el temor y
le doy espacio y libertad para mantenerse vivo, ¿quién está entonces mirando el
temor? ¿Quién es el que dice: «no he escapado del miedo, lo estoy mirando, no
desde muy cerca, para que pueda desarrollarse, para que pueda vivir, y no lo
estoy sofocando con mi ansiedad?» ¿Quién es entonces el que lo está mirando?
¿Quién es el «observador», siendo el temor la cosa observada?
El «observador» es, desde luego, la serie de hábitos, la tradición
que «él» ha aceptado y dentro de la cual vive; «él» es la norma de conducta, la
creencia o la inclinación a evitarla: el observador es eso, ¿no es así? Es la
entidad cultivada, la mente cultivada, estilizada, sistematizada, que funciona
en el hábito; es el «observador» el que está mirando el temor; por lo tanto,
«él» no lo está mirando directamente, en absoluto. Lo mira con la cultura, con
la ideología tradicional, de modo que hay conflicto entre «él» (con todo su trasfondo
y condicionamiento), entre «él», la entidad, y la cosa observada: el temor.
«Él» está mirándolo indirectamente, buscando razones para no aceptarlo, y hay
así una constante batalla entre el observador y la cosa observada. Lo observado
es el temor, y el «observador» lo mira con el pensamiento, que es la respuesta
de la memoria, de la tradición, de la cultura.
Uno tiene entonces que comprender la naturaleza del pensamiento.
(¿Podemos examinar esto? Miren, es una cosa muy sencilla; espero que yo no la
esté haciendo complicada). No sé lo que va a pasar mañana. Podría perder el
empleo, no sé, cualquier cosa puede pasar. Así que tengo miedo del mañana. Es
el pensamiento lo que ha producido este miedo. Dice: «Podría perder mi puesto,
mi esposa podría abandonarme, puede que esté solo, tal vez tenga aquél dolor
que tuve ayer, etc.». El pensamiento, el pensar sobre el mañana y tener la
incertidumbre del futuro crea temor. Esto está bastante claro, ¿no?
Si algo inmediato produce una sacudida, sin tiempo para que intervenga
el pensamiento, no habrá temor. Es sólo cuando hay un intervalo entre el
incidente y la reacción que el pensamiento puede intervenir y dice: «tengo
miedo». Se tiene miedo a la muerte, ese miedo a la muerte es el hábito, la
cultura en que nos hemos criado. Así, que por ejemplo, dice el pensamiento:
«moriré algún día. ¡Por Dios! No pensemos en ello. Alejémoslo de la mente».
Pero el pensamiento está atemorizado, ha creado una distancia entre sí mismo y
ese día inevitable, por lo cual tiene miedo. De modo que para comprender el
temor, uno tiene que penetrar en toda la estructura y naturaleza del
pensamiento.
Ahora bien, resulta muy sencillo ver lo que es el pensamiento. El
pensamiento es la respuesta de la memoria; experiencias a millares que han
dejado un residuo, una huella en las mismas células cerebrales. Y el
pensamiento es la respuesta de esas células. Es algo muy material. ¿Puedo yo
entonces, puede el observador mirar el temor sin invocar o incitar el
pensamiento con todo su trasfondo de cultura y de explicaciones? ¿Puedo yo
mirar el miedo sin todo eso? ¿Habrá miedo entonces? (No sé si están siguiendo
todo esto).
En primer lugar, uno está asustado, por que no ha observado el
miedo, lo ha eludido a toda costa. El evitarlo sólo sirve para crear miedo,
conflicto y lucha, lo que produce varias formas de acción neurótica, violencia,
odio, dolor, etc. Ahora bien, cuando en la observación no interviene el
pensamiento, uno tiene que ser muy sensible, tanto física como
psicológicamente; pero esto es imposible cuando uno actúa dentro de los límites
del pensamiento. Ir más allá del pensamiento, lo cual es lo «imposible» para la
mayoría de nosotros, implica descubrir si es «posible» estar libre en absoluto
del pensamiento.
¿Podemos seguir? ¿Nos estamos comunicando unos con otros? Lo
siento. Si no podemos, es inútil.
La mayoría de nosotros somos muy insensibles físicamente porque
comemos demasiado, fumamos, nos entregamos a varias formas de deleites
sensuales ‑no es que no debamos hacerlo- la mente se amodorra de esa manera y
cuando la mente se embota, el cuerpo se embota aún más. Éste es el patrón en
que hemos vivido. Ustedes ven lo difícil que es cambiar de régimen alimenticio,
estamos acostumbrados a una dieta particular que satisface el gusto, y tenemos
que repetirla continuamente; si no lo conseguimos, creemos que vamos a
enfermar, nos asustamos, etc.
El hábito físico produce insensibilidad. Evidentemente un hábito
de drogas, de bebidas alcohólicas, de fumar, cualquier hábito tiene que
insensibilizar el cuerpo, y esto afecta la mente. La mente, que es en sí la
percepción total, tiene que ver con mucha claridad, sin confusión, y en ella no
debe haber conflictos de ninguna clase.
El conflicto no es sólo desperdicio de energía; además, embota la
mente, la vuelve perezosa, pesada, estúpida. Una mente así, presa del hábito,
es insensible. Por esta insensibilidad, por este embotamiento, no aceptará nada
nuevo, porque tiene miedo a aceptar algo nuevo como una idea, una ideología o
una nueva formula (sería el colmo de la estupidez, de la idiotez). Al darnos
cuenta de cómo todo este proceso de vivir en el hábito produce la
insensibilidad, incapacitando la mente para comprender, percibir y moverse con
rapidez, empezamos a ver el temor como es realmente. Viendo que es producto del
pensamiento, entonces nos preguntamos si podemos mirar cualquier cosa sin que
funcione toda la maquinaria del pensamiento. No sé si usted ha mirado alguna
vez una cosa sin poner a funcionar esa maquinaria. Ello no significa que
soñemos despiertos, no quiere decir que usted se vuelva inseguro, que vague por
ahí en una especie de sordo estupor; al contrario, implica ver toda la
estructura del pensamiento ‑el pensamiento mismo- que tiene cierto valor a
determinado nivel, y ningún valor a otro nivel. Mirar el temor, mirar el árbol,
mirar a su esposa o a sus amigos, mirar con ojos que el pensamiento no haya
tocado en absoluto... Cuando usted haya logrado esto, dirá que el temor no
tiene realidad alguna, que es producto del pensamiento y como todos los productos
del pensamiento ‑excepto los de la tecnología- carece de toda validez.
De modo que, mirando el temor y dejándolo en libertad, termina el
temor. Uno espera ver la verdad, escuchando todo esto en esta mañana,
escuchando, otorgando auténtica atención, no a las palabras o a los
razonamientos, no a su secuencia lógica o ilógica, etc., sino escuchando
efectivamente. Y si usted ve la verdad de esto, de lo que se está diciendo, al
salir de este edificio, estará libre del temor.
Ya saben, este mundo está tiranizado por el miedo, y éste es uno
de los más monstruosos problemas que tiene cada uno de nosotros. Miedo de ser
descubierto, miedo de arriesgarse, miedo de que se repita lo que dijo usted
hace años, y está usted nervioso y miente. Tiene que conocer la extraordinaria
naturaleza del temor y saber que cuando vive uno en el temor, vive en
tinieblas. ¡Es una cosa terrible! Lo percibe uno, pero no sabe qué hacer con
él; con el miedo a la vida, el miedo a la muerte, el miedo a los sueños.
En cuanto a los sueños, uno siempre ha aceptado como normal que
debe tener sueños, ha aceptado como hábito que uno tiene que soñar, que es
inevitable; y ciertos psicólogos han dicho que si uno no sueña se volvería
loco. Es decir, se afirma que lo imposible es no soñar nada. Y nunca se
pregunta uno: «¿Por qué tengo que soñar? ¿Para qué soñar?» No se trata de qué
son los sueños y cómo han de interpretarse, cosa que se vuelve muy complicada y
que en realidad tiene muy poco sentido. Pero ¿puede uno descubrir si hay alguna
posibilidad de no soñar, para que, cuando uno duerma lo haga plenamente, en
completo descanso, para que a la mañana siguiente la mente despierte fresca,
sin haber pasado por toda la batalla? Yo digo que es posible.
Como hemos dicho, encontramos lo posible sólo cuando vamos más
allá de lo «imposible», ¿Por qué soñamos? Soñamos porque durante el día la
mente consciente, la superficial, está ocupada ‑por favor, no esta mas usando
términos técnicos, sólo palabras ordinarias, ninguna jerga especial- la mente
está ocupada durante el día en el empleo, en ir a la oficina, a la fábrica, en
cocinar, lavar platos; ya saben, está ocupada superficialmente, y la capa más
profunda de la conciencia está despierta, pero incapacitada para informar a la
mente consciente, pues esta última está ocupada en cosas superficiales. Esto es
sencillo.
Cuando usted duerme, la mente superficial está más o menos
callada, pero no por completo. Tiene la preocupación de la oficina, de lo que
usted le dijo a la esposa y el sermoneo de ésta ‑ya sabe, los temores- pero se
encuentra bastante callada. Sin embargo, dentro de esta relativa quietud, el
inconsciente proyecta las insinuaciones de sus propias exigencias, de sus
propios anhelos, de sus temores, los cuales son traducidos por la mente
superficial en forma de sueños. ¿Ha experimentado usted con esto? Es bastante
sencillo.
No es muy importante interpretar sueños o decir que usted tiene
que soñar; pero, si puede, descubra usted si hay posibilidad de no soñar en
absoluto. Sólo es posible siempre y cuando usted se dé cuenta durante el día de
todo el movimiento del pensar, si percibe sus motivaciones, la forma cómo
camina, cómo habla, lo que dice, por qué fuma, las implicaciones de su trabajo,
si se da cuenta de la belleza de las colinas, de las nubes, de los árboles, del
barro en el camino y la relación de usted con otra persona. Dése cuenta, sin
ninguna elección, de modo que esté observando, observando, observando; y dése
cuenta de que en eso hay también inatención. Si procede usted así durante todo
el día, se le vuelve la mente extraordinariamente aguda, alerta, no sólo la
superficial, sino la conciencia completa, el total de ella, porque no deja que
escape ningún pensamiento secreto, no hay un rincón de la mente que no sea
tocado, que no quede al descubierto. Y después, cuando se va en efecto a
dormir, la mente está extraordinariamente tranquila, no sueña nada y prosigue
una actividad muy distinta. La mente, que ha vivido con intensidad completa
durante el día, ha despertado toda la cualidad de la conciencia porque se ha
dado cuenta de sus palabras y al cometer un error, está consciente de ello, no
dice: «no debo» o «tengo que combatirlo»; está con él, lo mira, se ha dado
cuenta de él completamente. Cuando se va a dormir, ya ha desechado todas las
viejas cosas de ayer.
El temor (¿No les estaré adormeciendo con mis palabras?), no es un
problema insoluble. Cuando se comprende el temor, se comprenden también todos
los problemas relacionados con ese temor. Cuando no hay miedo, hay libertad. Y
cuando existe esta libertad interna, psicológica, total, y no hay dependencia
alguna, entonces la mente no queda tocada por ningún hábito. ¿Sabe usted? El
amor no es hábito, no puede cultivarse; los hábitos, sí pueden cultivarse, y
para la mayoría de nosotros, el amor es algo que está muy lejos; nunca hemos
conocido su cualidad, ni conocemos si quiera su naturaleza. Para dar con el
amor, tiene que haber libertad. Cuando la mente está en completa calma, dentro
de su propia libertad, entonces surge lo «imposible», que es el amor.
CAPÍTULO 8
Lo inexpresable. Lo conocido. La aceptación, la
autoridad y la fórmula. El dolor. El pensamiento. El morir y el vivir. La vida
de bienaventuranza.
Creo que todo ser humano desea alguna experiencia trascendente,
alguna emoción o un estado mental que no esté preso en la monotonía cotidiana,
en la soledad y el fastidio de la vida. Todos queremos un objeto por qué vivir.
Queremos dar un significado a la vida, porque la encontramos más bien aburrida,
llena de turbulencia, y al parecer, sin sentido; por eso inventamos un
propósito, una significación, llenamos la vida de palabras, de símbolos, de
sombras. La mayoría de nosotros aceptamos involuntariamente una vida
superficial, pero rodeándola de gran misterio.
Existe un misterio ‑algo muy increíble- que no puede ser apresado
por una creencia, por una experiencia ni por ningún anhelo. Hay un «misterio» ‑en
realidad no debería usar esa palabra- hay algo que no puede expresarse en
palabras; no tiene nada que ver con el sentimiento, ni con una explosión emotiva
y sólo puede advenir cuando no estamos presos en lo «conocido». Pero la mayoría
de nosotros no sabemos siquiera lo que es «lo conocido» y así, sin comprender
fundamentalmente nuestra naturaleza con sus crudos instintos animales, su
violencia y agresividad, tratamos de alcanzar mentalmente o por algún proceso
meditativo, una visión, un sentimiento de «algo diferente». Creo que esto es lo
que muchos buscamos a tientas, no importa lo que seamos, comunistas o católicos
o adeptos de alguna pequeña secta que tomamos como entretenimiento. Todos
queremos algo que sea increíblemente bello, inviolable, que no se halle sujeto
en la red del tiempo.
Estamos presos en lo «conocido»; y «lo conocido», el conocimiento
de nosotros mismos, es muy difícil de comprender. ¡Es tan difícil mirarnos a
nosotros mismos cara a cara, sin que medie ningún prejuicio, ninguna opinión,
ningún juicio, simplemente mirarnos tal como somos! Hemos heredado del animal,
del mono, todos los instintos y reacciones; hemos crecido con todas las tradiciones
y culturas; esas son las cosas que no nos gusta mirar; esas cosas constituyen
lo «conocido».
¡Si sólo pudiéramos mirar dentro de nosotros mismo! Muchos de
nosotros, por desgracia, no parecemos dispuestos a hacerlo. Queremos hallar
algo extraordinariamente bello, algo noble, pero sin querer admitir lo que es,
lo real, conocido consciente o inconscientemente, aunque la mayoría de nosotros
no lo sabemos. ¡Tenemos tanto miedo de ir más allá de esto «conocido»! Para ir
más allá, tenemos que examinarlo, tenemos que estar en completa intimidad y
familiarizarnos con ello, comprender su estructura y naturaleza. La mente no
puede trascender los hechos de lo conocido si no los ha comprendido y vivido
totalmente, por completo, en íntimo contacto con los movimientos del
pensamiento y del sentimiento, con la brutalidad, con los instintos animales.
Sólo entonces puede uno ir más allá y encontrar algo que puede llamarse la
verdad, y una belleza que no está separada del amor; un estado, una dimensión
diferente, donde hay un movimiento siempre nuevo, fresco, joven, decisivo.
¿Por qué estamos tan inclinados a aceptar? No importa lo que sea.
¿Por qué accedemos tan fácilmente y decimos que «sí» a las cosas? Seguir es una
de nuestras tradiciones; como los animales en una manada, todos seguimos al
líder, a los maestros y gurús, y por eso existe la «autoridad». Donde hay
autoridad, evidentemente tiene que haber miedo. El miedo da cierto impulso y la
energía para triunfar, para, lograr algo prometido, como la esperanza, la felicidad,
etc. ¿Es posible, pues, no aceptar nunca, sino examinar, explorar?
Ya sabemos, cuando usted está sentado ahí, y el orador está
arriba, en el estrado, una de las cosas más difíciles es no concederle cierta
autoridad. De modo inevitable, esta relación (lo alto y lo bajo, físicamente
hablando) produce cierto grado de aceptación; «Usted sabe, nosotros no
sabemos»; «usted nos dice lo que hay que hacer, nosotros lo seguiremos, si
podemos». Y esto, me parece, es la acción más destructiva que jamás pueda emprender
una mente: seguir a cualquiera,
imitar un patrón establecido por otro. Una fórmula impuesta por otro lleva
inevitablemente al conflicto, a la desdicha, a estar psicológicamente
amedrentado. Y así es como vivimos. Parte de esa armazón de autoridad se apoya
en la aceptación de la forma en que vivimos y en el hecho de no poder
trascenderla. Queremos que otro nos diga lo que debemos hacer.
Para examinarnos como somos realmente ‑y esa realidad es en efecto
más bien ilusoria- necesitamos humildad; no la severa humildad cultivada por un
hombre vanidoso, no esa severidad del sacerdote o del disciplinante.
Necesitamos humildad para mirar de otro modo. No somos humildes por naturaleza.
Somos más bien arrogantes, creemos saber mucho. Cuanto más envejecemos, tanto
más arrogantes llegamos a ser, más audaces. No hay humildad donde hay un
juicio, una valoración, una hipótesis de lo que deberíamos ser, una ideología,
una fórmula.
Uno de nuestros mayores problemas es el dolor. Hemos aceptado el
dolor como una forma de vida lo mismo que hemos aceptado la guerra como una
forma de vida ‑guerra, no sólo en el campo de batalla, sino guerra dentro de
nosotros mismos- la perpetua lucha, tanto interna como externa. Hemos aceptado
el dolor como un modo de vivir, pero nunca nos hemos preguntado si es del todo
posible terminar con él por completo.
Me pregunto por qué tenemos que sufrir. Sufrimos, tal vez, porque
no estamos bien físicamente, sentimos mucho dolor y quizás sin remedio; o el
dolor es tan agudo, tan penetrante, que nos quita toda razón. En eso hay gran
dolor, como lo hay en todo caso de enfermedad, de incapacidad física, de
envejecimiento físico acompañado de la pena y el miedo a la vejez. Luego están
todo el dolor y la aflicción en el campo psicológico de la existencia; la pena
que nos invade cuando no tenemos amor y queremos ser amados, cuando no hay
caridad, cuando no podemos mirar lo que es con ojos inmaculados. Hay el dolor
de la ignorancia ‑no de los libros, ni de la técnica; las máquinas calculadoras
están extraordinariamente bien informadas, pero son máquinas ignorantes- la
ignorancia con respecto a la comprensión de uno mismo, de lo que uno es, en
realidad. Esa ignorancia causa gran dolor, no sólo dentro de uno mismo, sino en
toda la comunidad, en la raza, en los pueblos del mundo. Hay el dolor de
aceptar el tiempo como medio de logro, de ganar alguna bendición en el futuro.
Y hay, desde luego, el dolor de una vida que termina, de la muerte, la muerte
de otro, la de uno mismo.
La pena del padecimiento físico, el dolor de no amar y las
frustraciones de la autoexpresión, el dolor del mañana que nunca llega, el
dolor de vivir en el mundo de lo conocido y de estar siempre atemorizado por lo
desconocido -esa es la forma en que vivimos. Hemos aceptado tal manera de vivir,
y esta aceptación misma crea una barrera para trascenderla. Sólo cuando la
mente no acepta, si no cuando está siempre interrogando, dudando, inquiriendo,
descubriendo, puede enfrentarse a, lo que en realidad «es», tanto externa como
internamente. Quizás entonces pueda ir más allá de este perpetuo sufrimiento
del hombre.
Exploremos, pues, juntos, y averigüemos si es posible acabar con
el dolor, no verbalmente, intelectualmente o por medio de la razón. El
pensamiento nunca puede terminar con el dolor; sólo puede engendrarlo. Pensar
es invitar al dolor. El pensamiento, la capacidad intelectual de razonar, por
muy cuerda que sea, no da fin al dolor; para lograr esto debemos tener una
capacidad del todo distinta ‑no cultivada en el tiempo- la capacidad para observar.
¿Por qué sufrimos? Primeramente, observemos el sufrimiento
psicológico, el dolor, la soledad, la pena, la ansiedad, el miedo, los
pasajeros entusiasmos que engendran sus propias dificultades. Si podemos
comprender esos dolores psicológicos, entonces tal vez podamos tratar el dolor
físico, la enfermedad del cuerpo y la vejez, en que hay incapacidad,
decaimiento de la energía, falta de impulso, etc. Investigaremos primero el
dolor psicológico y entonces, en el acto mismo de comprender éste, se comprenderá
también el problema físico. ¿Que es el dolor? ¿Qué diría usted? Seguramente que
usted ha tenido dolor, el dolor que se expresa en lágrimas, en una sensación de
aislamiento, una sensación de estar fuera de toda relación humana, el dolor que
implica mucha lástima de uno mismo. Si mira usted en su interior y hace esta
pregunta: ¿qué es el dolor?, me gustaría saber cómo respondería. No estamos
preguntando lo que es el dolor físico, sino qué es el sentimiento de aflicción,
el sentimiento de extrema desdicha, de impotencia, de estar frente a una pared
en blanco.
Yo me pregunto qué significará para usted el dolor. ¿O es que lo
elude y nunca se pone en contacto con él de algún modo? Evitarlo es en sí otra
forma de dolor, y eso es lo único que sabemos. Por ejemplo, consideremos la
muerte, el morir. El mismo hecho de eludir esa palabra, de nunca prestarle
atención, de nunca encararse con lo inevitable, el hecho mismo de eludirla es
-¿no es cierto?- una forma de dolor, una forma de miedo, que crea el dolor
mismo. ¿Qué es, pues, el dolor? Por favor, no espere usted que le dé una
explicación.
La mayoría de nosotros hemos sentido dolor de varias maneras. La
urgencia de autoexpresión y la incapacidad para lograrla, engendra dolor.
Querer ser famoso y no tener la capacidad de lograr fama, eso también trae
dolor. El dolor de la soledad, la de no haber amado y de querer siempre que se
nos ame; el dolor de abrigar una esperanza del futuro y de nunca tener la
certeza de esa esperanza... ¡Por favor, mírelo usted mismo! No espere que el
que habla le haga la descripción del dolor.
La mayoría de nosotros sabemos lo que es el dolor: una emoción
frustrada, soledad, aislamiento, una sensación de estar desgajados de todo, una
sensación de vacío, la completa incapacidad para hacer frente a la vida y la
lucha incesante: todo eso engendra dolor. Nos damos cuenta de ello y decimos.
«El tiempo lo curará», «lo olvidaremos», «se producirá algún otro incidente que
será más importante, una experiencia que será mucho más real». Y así estamos siempre
huyendo del hecho real del dolor a través del tiempo. Es decir, uno vive
recordando los agradables días que ha tenido en el pasado, trayendo a la
memoria placenteras experiencias: uno vive con eso, que es vivir en el tiempo.
Y también vivimos en el porvenir; eludimos el dolor que está ahí, en la
realidad y vivimos con alguna futura ideología, una futura esperanza, una
creencia.
Nunca hemos podido escapar de este ciclo, nunca hemos podido
terminarlo y abrirnos camino a través de él; al contrario, todo el mundo
occidental rinde culto al dolor. Entre en cualquier iglesia y verá adorar el
dolor. En Oriente lo explican mediante varias palabras sánscritas que,
realmente, no tienen ningún sentido, como la ley de causa y efecto, por la cual
uno sufre, y así sucesivamente. Cuando uno se da cuenta de todo esto, cuando lo
ve con mucha claridad, cómo es en efecto, cuando lo palpa y lo prueba, entonces
uno mismo se pregunta si es posible trascender todo ello. Y ¿cómo va usted a
trascenderlo?, Esta es en realidad una pregunta muy importante que cada uno de
nosotros tiene que contestarse a sí mismo.
Mire, cuando usted ve por primera vez esas montañas, distantes,
majestuosas, elevadas por completo sobre toda la fealdad de la vida; la belleza
del entorno y la luz de la puesta del sol sobre ellas, entonces su misma
magnificencia tiende a silenciar la mente. El efecto de esto lo deja atónito. Y
el silencio que producen esas colinas, montañas y verdes valles es
completamente artificial. Sucede como en el caso de un niño con un juguete. El
juguete absorbe el interés del niño, y cuando ha jugado bastante con él y lo ha
roto, pierde interés por el mismo. Entonces se vuelve vagabundo, travieso. Del
mismo modo somos despertados por algo grande, por algún gran reto, una gran
crisis, que nos silencia de repente, pero entonces salimos de ese silencio ‑que
puede durar pocos minutos o pocos días- y volvemos otra vez al mismo estado.
He ahí este enorme hecho del dolor que el hombre nunca ha podido
trascender; puede escapar por medio de la bebida, por medio de todas las
diversas formas de evasión, pero eso no es trascenderlo, eso es eludirlo.
Bueno, ahí está el hecho real como el hecho de la muerte o el del tiempo.
¿Puede usted mirarlo en completo silencio? ¿Puede mirar su propio dolor en completo
silencio? No de manera que la cosa sea tan grande, de tal magnitud, de tal
complejidad, que lo aquiete a la fuerza, sino de otra manera: ¿Puede usted
mirarlo, aún conociendo su magnitud, sabiendo cuán extraordinariamente
complejos son la vida, el vivir, y la muerte? ¿Puede mirar esto con toda
objetividad y en silencio? Creo que ésta es la salida. Uso la palabra «creo» en
forma vacilante, pero en realidad esa es la única salida.
Si la mente no está en silencio, quieta, ¿cómo puede comprender
algo? ¿Cómo puede captar, mirar, estar en completa intimidad y familiarizada
con la muerte, con el tiempo o con el dolor? Y, ¿qué es eso que dice: «estoy
apenado», «soy desdichado», «he pasado días en conflicto, en sufrimiento, en
completa desesperación»? ¿Qué es esa cosa que sigue repitiendo: «no puedo
dormir», «no me he sentido bien», «soy esto, soy aquello», «soy infeliz»,
«usted no me ha mirado», «usted no me ha amado»? ¿Qué es esa cosa que sigue
hablándose a sí misma? Seguramente, es el pensamiento.
Volvemos a esta cosa primaria, el pensamiento, que ha buscado el
placer y que se ha visto frustrado, que se queja diciendo: «He perdido a
alguien a quien amaba y me siento solo, desgraciado, lleno de pena», y esto
implica tener lástima de sí mismo, compadecerse de sí mismo. Es también el
pensamiento, recordando la compañía de que disfrutó, los placenteros días
pasados, tras los cuales se ocultaban la soledad, el vacío interior, y el
pensamiento empieza a quejarse. «Soy desgraciado». Tal es la naturaleza misma
del sentimiento de la propia lástima.
¿Puede, por lo tanto, mirarse usted ‑usted que es la totalidad de
esta compleja entidad: el pensamiento- con lástima de sí mismo, con su dolor,
con sus ansiedades, sus temores, su agresividad, su brutalidad, sus exigencias
sexuales, sus impulsos; puede usted mirarse por completo en silencio? Y, cuando
se haya mirado así, entonces podrá quizás preguntar: «¿qué es la muerte?».
(Se oye en lo alto el ruido de un avión). ¿Escucharon ustedes el
sonido maravilloso que produjo el paso del avión, el estruendo del mismo?
¿Puede uno escuchar con esa misma beatitud de silencio el ruido total de la
vida?
Si uno puede observar, escuchar, entonces puede honradamente
preguntarse: ¿Qué es la muerte? ¿Qué significa morir? Esta no es sólo una pregunta
para los viejos, sino para todo ser humano, como cuando uno pregunta: ¿qué es
el amor?, ¿que es el placer? ¿qué es la belleza? ¿Cuál es la naturaleza de la
verdadera relación humana en la cual no hay interferencia de imágenes? Así
también tiene uno que hacer esta pregunta fundamental ‑como la del amor o la de
la belleza-: ¿Qué es la muerte? No nos abrevemos a formularla, probablemente
por estar algo atemorizados. Uno puede decirse: «Me gustaría experimentar ese
estado de ir muriendo, ser consciente en realidad mientras uno muere, y así
toma drogas a fin de mantenerse despierto, para observar el momento mismo en
que el aliento cesa, porque uno quiere experimentar ese momento extraordinario
en que la Vida deja de ser».
¿Qué es, pues la muerte, qué es el morir, llegar al final? No «qué
es lo que pasa después», cosa que no viene al caso. Para esto usted puede
inventar muchas teorías, creencias, esperanzas, fórmulas. Morir, no de vejez o
enfermedad, como cuando todo el organismo se deteriora y uno se escapa. No en
ese último momento, sino morir en efecto, cuando uno está vivo, lleno de
vitalidad, de energía, de intensidad, con capacidad para explorar. Así, pues,
¿qué es «morir»? ‑no mañana, sino hoy. ¡Morir para descubrir! Ésta no es una
pregunta morbosa.
¿No quiere usted saber, profundamente, usted mismo, con todos sus
nervios, su cerebro, con todo lo que posea, no quiere saber lo que significa
amar? ¿No quiere saber lo que eso significa, tener esa extraordinaria bendición
y saber con la misma avidez, con la misma vitalidad, lo que la muerte es? ¿Cómo
va a descubrirlo? Morir implica conocer la cualidad de la inocencia. Más
nosotros no somos personas inocentes, hemos tenido miles de experiencias, un
millar de años; todo está ahí, en las células cerebrales mismas. El tiempo ha
cultivado la agresión, la brutalidad, la violencia, el sentimiento de
dominación y... ¡Oh! ¡tantas experiencias! Nuestras mentes no son inocentes,
claras, frescas, jóvenes; han sido manchadas, torturadas, distorsionadas.
Para preguntar qué es la inocencia uno tiene que vivirla y saber
lo que es la muerte. De seguro, sólo cuando uno muere para todo lo que conoce,
psicológicamente, internamente, cuando muere para su pasado, muere con
naturalidad, libre y felizmente; sólo en esa muerte hay inocencia, hay una
renovación, hay ojos inmaculados. ¿Puede uno llegar a eso? ¿Puede uno desechar
con facilidad, sin esfuerzo, las cosas a que se ha aferrado? Los recuerdos
agradables y los desagradables, el sentido de «mi familia», «mis hijos», «mi
Dios», «mi marido», «mi esposa», y toda la actividad egocéntrica que sigue y
prosigue... ¿Puede uno desechar todo eso? Voluntariamente, no por compulsión,
por miedo, por necesidad, sino con el reposo que adviene cuando uno observa el
problema del vivir ‑un vivir lleno de contiendas, un campo de batalla. Poner
fin a ese problema, salir de él, «estar fuera» de todo lo relacionado con esa
forma de vida... ¿Puede uno hacerlo?
Escuche, por favor, la pregunta: ¿Puede uno hacerlo? Usted puede
decir: «No, no puedo, no es posible». Cuando afirma que no es posible, lo que
quiere decir es que sólo será posible si sabe lo que pasará cuando termine todo
eso. Esto es, usted renunciará a una cosa cuando esté seguro de otra. Dice que
no es posible, solamente porque no sabe qué es lo «imposible». Y para
averiguarlo hay que darse cuenta tanto de lo posible como de lo «imposible», e
ir más allá. Entonces usted mismo verá que todo lo que ha acumulado
psicológicamente puede desecharlo con mucha facilidad; sólo entonces sabrá
usted qué es vivir.
Vivir es morir, morir todos los días para todas las cosas con que
ha luchado y las que ha acumulado para la propia importancia, por lástima de sí
mismo, para el dolor, el placer y la agonía de este hecho que se llama vivir.
Eso es lo único que conocemos y para verlo todo, la mente tiene que estar
extraordinariamente callada. En ver precisamente la estructura completa
consiste la disciplina; este mismo «ver» nos disciplina. Y entonces tal vez
sabremos lo que significa morir; sabremos lo que significa vivir, no esta vida
torturada, sino una vida enteramente distinta, una vida que ha nacido de una
profunda revolución psicológica, que no implica desviarse de la vida.
Quisiera hablar la próxima vez, si se me permite, de una cosa que
es en realidad tan importante como el amor, la belleza del amor y el
significado de la muerte: la meditación. Lo que deberíamos hacer, si es
posible, es investigar esta cuestión de cómo podemos vivir en forma del todo
distinta, de cómo producir esta inmensa revolución psicológica, para que no
haya agresión, sino inteligencia. La inteligencia puede estar por encima, tanto
de la agresión como de la no agresión, porque comprende el camino de la
agresión y de la violencia. Una revolución así crea una vida de la más alta
sensibilidad y, por lo tanto, de la más alta inteligencia. Creo que éste es el
único problema: cómo vivir una vida de bienaventuranza, de gran intensidad,
para que, conociendo la naturaleza misma y la estructura del propio ser ‑que
está arraigado en el animal, en el mono‑ uno lo trascienda.
CAPÍTULO 9
La meditación. Los “gurús”. La carga del
conocimiento psicológico. La virtud. La disciplina. La verdad. El amor. El
condicionamiento. Lo que es. El observador y lo observado.
Vamos a hablar juntos sobre un problema complejo. La mayoría de
nosotros actuamos fragmentariamente: en lo político, religioso, social,
individual, familiar, etc. No parece que seamos capaces de descubrir por
nosotros mismos una acción que sea total ‑no fragmentaria‑ y que responda
ampliamente a todos los problemas. Parece que no podemos vivir una vida plena,
completa, total y siempre estamos tratando de dar con una acción que de alguna
manera nos traiga satisfacción o contento en cualquier cosa que hagamos, ya
seamos profesionales, políticos o personas religiosas. Parece casi imposible
hallar una actividad que conteste todas estas preguntas sin contradicciones,
sin dejar una sensación de insuficiencia.
En la mañana de hoy podemos entrar en un tema que tal vez dé
respuesta a esta urgencia por una actividad abarcadora y total en que no haya
división ni lucha de una acción contra otra. Vamos a hablar juntos de este
tema: la meditación. Acaso algunos de ustedes crean que la meditación es
simplemente una entretenida experiencia individual, con el fin de descubrir
algo que está más allá de lo que la mente puede medir. Algunos de ustedes
podrán creer que no es más que una introducción innecesaria a algo que carece
de valor cuando estamos interesados en el vivir diario. Y algunos quizás habrán
experimentado ya con sistemas de meditación que proceden del Lejano, Cercano o
Mediano Oriente.
Antes de entrar en el tema, creo que deberíamos presentar, como
aclaración, ciertas cosas absolutamente necesarias. En primer lugar, tenemos
que estar libres de toda hipocresía; no debe haber fingimiento de clase alguna,
ni doblez en las normas de la vida, ni doblez en las actividades ‑eso de decir
una cosa y hacer otra-. Toda forma de superchería propia está descartada. ¡Y la
mayoría nos balanceamos tan sutilmente entre la hipocresía y el deseo de decir
la verdad...! ¡Somos presuntuosos sólo por haber tenido la experiencia de
alguna insignificante visioncita o algún estado de emoción que creemos es el
fin absoluto de todo!
Así que, ¿es posible que la mente, la totalidad de nuestro propio
ser, en acción, en pensamiento, sea honrada completamente, y no hipócrita? Eso
es muy importante; el ser hipócrita, en cualquier forma, conduce al propio
engaño, a la ilusión. Una mente que quiera descubrir lo que es la verdadera
meditación, de ninguna manera debe proponerse esta doblez de normas en la vida,
camino por el cual se desliza uno con tanta facilidad al decir una cosa, hacer
otra y pensar otra cosa del todo distinta.
En segundo lugar, tiene que haber la más elevada forma de
disciplina. A muchos nos disgusta la palabra «disciplina». Creo que esta
palabra significa, por su raíz en latín, «aprender», pero hemos representado o
interpretado mal su sentido dándole el significado de conformidad, obediencia,
imitación. En todo ello está envuelta la represión de los propios deseos,
ambiciones y necesidades, para ajustarnos a un patrón o una fórmula, a fin de
seguir un ideal. En esto siempre hay conflicto entre lo que es y lo que debería ser. Ir en pos de lo que debería ser, lleva a la hipocresía. Y ‑si se me permite
decirlo cortésmente- en la mayor parte de los idealistas hay un tinte de
hipocresía porque eluden lo que es.
Ajustarse a un modelo de lo
que debería ser conduce al conflicto, a la pugna, a una existencia dual; e
inevitablemente lleva al doblez en las normas y a la hipocresía. Cuando usamos
la palabra «disciplina», lo hacemos en un sentido del todo diferente. Dijimos
que tiene que haber la más alta y completa forma de disciplina sin conformismo,
sin represión, sin seguir una ideología y sin crear una existencia doble, dual.
Esta disciplina no es compulsión externa ni nada que usted se imponga como una
exigencia interior para conformarse a algo, imitar, seguir, obedecer; la
disciplina está más bien en el acto mismo de aprender cualquier cosa. Si quiero
aprender un idioma, ese idioma requiere que la mente sea disciplinada; el
aprender mismo implica disciplina. En eso no hay conflicto alguno. Si no quiere
usted aprender un idioma, ahí termina el asunto; pero si, en efecto, quiere
aprenderlo, entonces el aprendizaje mismo produce su propia disciplina. Así es
que la disciplina en el más elevado sentido, que es la sensibilidad de la
inteligencia, tiene que existir. Esa es, pues, la segunda cosa.
En tercer lugar algo que es un poco más complejo es todo este
problema de los gurús. Creo que esa voz, en sánscrito, significa «uno que
señala». El no asume ninguna responsabilidad por usted. Esa palabra ha sido mal
usada, como muchas otras. El gurú, en la antigüedad, era alguien con quien
usted vivía; le decía qué hacer, cómo observar, cómo examinar. Vivía usted con
él y con eso tal vez aprendía sin imitarlo, sin ajustarse al modelo que él
presentaba, sino observando. De ahí
se desarrolló toda esta ficción de los gurús.
Por favor, uno tiene que saber esto con alguna profundidad, porque
‑al proponerse penetrar en este asunto de la meditación, que en sí misma es
muy, muy compleja- uno tiene que comprender la necesidad de estar libre de toda
autoridad ‑incluyendo la de quien habla‑ para que la mente, esa forma más
elevada de suprema inteligencia, sea una luz para sí misma. Y esa inteligencia
no aceptará ninguna autoridad, ya sea la del salvador, del maestro, del gurú o
de cualquiera. Tiene que ser y lo es, una luz para sí misma. Puede que cometa
un error, que sufra, pero justamente en el proceso de sufrir, de cometer un
error, está aprendiendo y, por lo tanto, se está convirtiendo en una luz para
sí misma.
Hay muchos gurús en el mundo, los que se ocultan y los que se
presentan abiertamente. Cada uno de ellos promete que, al conformarse a cierto
sistema o método, la mente llegará a la realización de lo que es la verdad.
Pero ningún sistema o método ‑que implica imitación, conformismo, inclinación a
seguir a otros, y, por tanto, temor- tiene importancia de clase alguna para
quien está investigando todo este asunto de la meditación, asunto que requiere
una mente muy delicada, inteligente, en extremo sensible. Se supone que el gurú
sabe y que usted no sabe. Se le supone muy avanzado en evolución y que por
tanto ha adquirido un conocimiento ilimitado a lo largo de muchas vidas, de
muchas experiencias de haber seguido a otros gurús superiores, etc. Y usted que
está muy por debajo, va a llegar de grado en grado a esa más alta forma de
conocimiento. Todo este sistema jerárquico ‑que existe, no sólo fuera en la
sociedad, sino también internamente y aún entre los llamados gurús- es,
evidentemente, una ilusión, cuando se está investigando lo que es verdad.
¿De qué valor es el conocimiento ‑aparte del tecnológico? Tiene
que haber conocimiento técnico, científico, no se puede eliminar todo lo que el
hombre ha acumulado al correr de los siglos. Ese conocimiento tiene que
existir, no es posible que usted y yo lo destruyamos. Los santos y todos los
que han dicho que el conocimiento mecánico es inútil tienen su propio prejuicio
particular.
Yo puedo tener el conocimiento más profundo de mí mismo; sin
embargo, cuando hay acumulación de conocimientos, se empieza a interpretar, a
traducir lo que se ve, en términos del propio pasado. Mientras haya esta carga
de conocimiento psicológico, de conocimiento interno, no habrá actividad libre.
Y existe la diferencia entre el hombre que está libre de esa carga y el que
dice que sabe y que le conducirá a otro a ese conocimiento, a esa cosa suprema;
y, si afirma que lo ha logrado, entonces desconfíe usted de él por completo,
porque un hombre que dice que sabe, no sabe. Y esa es la belleza de la Verdad.
Tiene que haber base para la recta conducta, para la rectitud.
Cometemos un error, ponemos una piedra angular que puede no ser resistente;
pero pongamos una resistente para que el cimiento sea inquebrantable en virtud.
No hay virtud si no hay amor; la virtud no es cosa que deba cultivarse, para
convertirla en hábito. La virtud nunca es un hábito, es una cosa viva, y, como
no es hábito, su belleza reside en que está siempre viva.
La virtud, pues, no puede tener como cimiento hipocresía alguna,
ni el propio engaño, por supuesto. Y tiene que haber la más elevada forma de
disciplina, que es una sensibilidad para actuar y comprender rápidamente. La
disciplina no es algo que uno convierta en hábito. Tenemos que vigilarla todo
el tiempo, cada minuto, cada día. Es que si no levantamos este cimiento, nos
vendrá toda clase de calamidades, engaño, hipocresía, ilusión. Y como ya
dijimos, toda autoridad (hablamos de la autoridad interna, no de la autoridad
de la ley) anclada en el conocimiento, en la experiencia, en el concepto de que
hay uno que sabe y el otro que no sabe, sólo sirve para crear arrogancia y
falta de humildad, tanto respecto del que sabe como del que trata de seguir a
éste. De modo que cuando tenemos esto firmemente, profundamente establecido,
entonces podemos proceder a investigar esa cosa extraordinaria llamada
meditación.
Para la mayoría de nosotros, la palabra «meditación» tiene muy
poco sentido. En Oriente se ha establecido firmemente que la «meditación»
envuelve ciertas maneras de pensar, de concentrarse, la repetición de palabras
y el acto de seguir sistemas, todo lo cual niega la libertad y la vivacidad de
la mente. La meditación no es una desviación o un entretenimiento; es parte de
toda nuestra vida. Es tan fundamentalmente importante y esencial como el amor y
la belleza. Si no hay meditación, entonces no sabe uno cómo amar, no sabe lo
que es la belleza. Y, haga uno lo que quiera (puede uno indagar, ir de una
religión, de un libro, de una actividad a otra, tratando siempre de descubrir
lo que es la verdad), nunca descubrirá nada, porque la «búsqueda» de la verdad
implica que una mente puede hallarla y que tiene la capacidad de decir «esa es
la verdad». Pero, ¿sabe uno lo que es la Verdad? ¿Puede reconocerla? Si la
reconoce, ya es algo que pertenece al pasado. De modo que la verdad no puede
encontrarse buscándola; ha de venir sin ser invitada, o si uno es afortunado,
por suerte. La meditación no es una evasión de la vida, no es proceso nuestro,
particular, individual, que nos pertenezca.
No hay sendero que conduzca a la verdad. No existe el sendero suyo
o el mío. No hay un camino cristiano hacia la verdad, ni un camino hindú
tampoco. Un «camino» implica un proceso estático hacia algo que también es
estático. Hay un camino desde aquí a ese pueblo próximo. El pueblo está firme
allí, arraigado en los edificios, y hay una carretera hasta él. Pero la verdad no
es así; es una cosa viva, algo que se mueve, y por eso no puede haber sendero
que nos lleve a ella, ni suyo ni mío ni de los otros. Esto ha de estar muy
claro en nuestra mente, en nuestra comprensión, pues el hombre ha inventado
tantos caminos, ha dicho que usted tiene que hacer esto o aquello para
encontrar algo ‑como los comunistas cuando afirman que el de ellos es el único
camino para gobernar a la gente, es decir, tiranía, dictadura, brutalidad,
asesinato. Cuando uno ha despejado el campo, ha despejado la cubierta, puede
entonces pasar a descubrir lo que la meditación es. Y no es un monopolio del
Oriente. (Una de las cosas más monstruosas es decir que existen los que le
enseñarán a uno a meditar; eso es evidentemente... ¡no quiero usar adjetivos!)
Procedamos, pues, a descubrir por nosotros mismos ‑no como
individuos, sino como seres humanos que somos, viviendo en este mundo, con toda
la extraordinaria complejidad de la sociedad moderna- tratemos de descubrir lo
que es el amor. No «encontrarle», sino hallarnos en ese estado de perfección,
en esa condición de la mente que no está agobiada por los celos, la desdicha,
el conflicto, la lástima de sí mismo. Sólo entonces hay una posibilidad de
vivir en una dimensión diferente, que es el amor. Y así como el amor es de
importancia inmensa, también lo es la meditación.
¿Cómo vamos (hago esta pregunta, no por casualidad, sino
seriamente), cómo vamos a proceder con este problema? El problema, bastante
obvio, de que nuestras mentes están condicionadas, de que nuestras mentes están
eternamente charlando, nunca en silencio. Tratamos de imponerle silencio, o
ello ocurre de manera casual, por suerte. Para encararse a este problema, para
aprender, para ver, se requiere una mente serena que no esté dividida, que no
está desgarrada, atormentada. Si quiero ver algo con mucha claridad: el árbol o
la nube, o el rostro de una persona que está junto al mí, para ver muy
claramente sin distorsión alguna, es obvio que la mente no debe estar
parloteando. Tiene que estar muy callada, para observar, para ver. Y el ver
mismo es acción y aprendizaje.
¿Qué es entonces la meditación? ¿Es posible la meditación (utilizo
la palabra con el significado que le da el diccionario, no con el sentido
extraordinario que le dan los que creen saber lo que es meditación), es posible
considerar, observar, comprender, aprender, ver con mucha claridad, sin ninguna
distorsión, oír todo tal como es, sin interpretarlo, sin traducirlo conforme a
nuestro propio prejuicio? Cuando usted escucha al pájaro una mañana, ¿es
posible escuchar por ejemplo, sin que una palabra surja en su mente, escuchar
con atención total, sin decir «¡Qué bella, qué agradable, qué hermosa mañana!»
Todo esto significa que la mente ha de estar en silencio, y no puede estar así
cuando es afectada por cualquier clase de distorsión. Por eso tenemos que
comprender toda forma de conflicto entre el individuo y la sociedad, entre el
individuo y el prójimo, entre él mismo y su esposa, sus hijos, su marido, etc.
Toda forma de conflicto, a cualquier nivel, es un proceso de deformación.
Cuando hay contradicción interna, la cual surge cuando uno quiere expresarse de
varias maneras distintas y no puede, emerge entonces un conflicto, una pugna,
una pena. Esto trastorna la calidad, la sutileza, la viveza de la mente.
La meditación es comprender la naturaleza de la vida, con su
actividad dual, su conflicto: es ver su verdadero significado, su verdad, de
modo que la mente se vuelva clara sin distorsión alguna, aunque haya estado
condicionada durante millares de años, viviendo en conflicto, en lucha, en
combate. La mente ve que la distorsión tiene que producirse cuando sigue una
ideología, la idea de lo que debería ser en oposición a lo que es. De ahí viene
una dualidad, un conflicto, una contradicción, y, por tanto, una mente
atormentada, deformada, pervertida.
Sólo hay una cosa: aquello que es, lo que es, nada más. Al
interesarse uno por completo en lo que es, desecha toda forma de dualidad, y
por eso no hay conflicto, no hay tortura mental. La meditación es entonces el
estado de la mente que ve en realidad «lo que es», sin interpretarlo, sin
traducirlo, sin desear que no existiera, sin aceptarlo. La mente puede ver esto
únicamente cuando cesa el «observador». (Por favor, es importante comprender
esto). Casi todos nosotros estamos amedrentados: hay miedo, y el que desea
librarse del miedo es el observador. Este observador es la entidad que reconoce
el temor nuevo y lo traduce en términos de los viejos temores que conoció y
acumuló del pasado del cual ha escapado. Así pues, mientras existan el
observador y la cosa observada tiene que haber dualidad y, por tanto,
conflicto. Hay un retorcimiento de la mente, y esa es una de las condiciones
más complicadas, algo que tenemos que entender. Mientras exista el «observador»,
tiene que existir el conflicto de la dualidad. ¿Es posible ir más allá del
«observador», siendo éste toda la acumulación del pasado, el yo, el ego, el
pensamiento que brota de este pasado acumulado? Bien, la meditación es la
comprensión de todo el mecanismo del pensamiento. Espero que, mientras el que
habla pone esto en palabras, usted lo estará escuchando y observando con mucha
claridad, para ver si es posible eliminar todo conflicto, a fin de que la mente
pueda estar totalmente en paz ‑no contenta, pues el contentamiento surge sólo
cuando hay descontento, que es además el proceso de la dualidad. Cuando no hay
observador, sino sólo «observar», y, por tanto, no hay conflicto, únicamente
entonces puede haber completa paz, ‑de otro modo, hay violencia, agresión,
brutalidad, guerras, y todas las demás formas de comportamiento en la vida
moderna.
Así, pues, la meditación es el medio de comprender el pensamiento
y de descubrir por uno mismo si el pensamiento puede terminar. Sólo en este
caso, cuando la mente está en silencio, es que puede ver en realidad lo que es,
sin ninguna distorsión, hipocresía o concepción ilusoria de sí misma. Ahí están
esos sistemas y los gurús, etc., que dicen que, para terminar con el
pensamiento, uno tiene que aprender a concentrarse, a dominarse. Pero una mente
disciplinada en el sentido de haber sido disciplinada para imitar, para
someterse, aceptar y obedecer, siempre tiene miedo. Una mente así nunca puede
estar en silencio, sólo puede fingir que lo está. Y a ese estado de la mente silenciosa
no es posible llegar mediante el uso de ninguna droga ni por la repetición de
palabras. Puede uno reducirla al embotamiento, pero no estará en silencio.
Por la meditación se termina con el dolor, con el pensamiento que
engendra miedo y dolor ‑el miedo y el dolor en la vida diaria, cuando uno está
casado, cuando entra en los negocios. En el trabajo tiene que usar su
conocimiento técnico, mas cuando este conocimiento se usa para fines
psicológicos- para llegar a ser más poderoso, ocupar una posición que le dé a
usted prestigio, honra, fama ‑sólo crea antagonismo y odio. No es posible que
una mente en ese estado pueda comprender nunca lo que es la verdad.
Meditar es comprender el comportamiento de la vida, es comprender
el dolor y el miedo y trascenderlos. Trascenderlos no es simplemente captar de
manera intelectual o racional el significado del proceso del dolor y el temor,
sino que es ir realmente más allá de ellos. Ir más allá es observar con
verdadera claridad el dolor y el miedo como son. Al verlos con suma claridad,
el «observador» tiene que terminar.
La meditación implica seguir el camino de la vida, no escapar de
ella. Evidentemente, meditar no es experimentar para tener visiones o extrañas
experiencias místicas. Como saben, uno puede tomar una droga que dilata la
mente, que produce ciertas reacciones químicas y la vuelve altamente sensible.
En ese estado sensible usted puede ver las cosas realzadas, pero de acuerdo con
sus condicionamientos.
Y meditar no es repetir palabras. Ya saben, ha estado de moda
últimamente que alguien le dé a uno una palabra, una palabra sánscrita; la está
uno repitiendo y con ello espera lograr alguna experiencia extraordinaria ‑lo
cual es completamente absurdo. Desde luego, que si usted sigue repitiendo una
serie de palabras, se embota la mente y, por tanto, se aquieta; pero eso no es
meditación en absoluto. La meditación es la comprensión constante de la forma
en que se vive, cada minuto, mientras la mente se mantiene extraordinariamente
viva, alerta, sin estar agobiada por ningún miedo, ninguna esperanza, ninguna
ideología, ninguna pena. Y, si podemos ir juntos hasta este punto (espero que
algunos de nosotros hayamos podido llegar en realidad y no en teoría, hasta
ahí), entonces entraremos en algo por completo diferente.
Como dijimos al principio, uno no puede llegar muy lejos sin poner
los cimientos de esta comprensión de la vida diaria, la cotidiana vida de
soledad, de tedio, de excitación, de placeres sexuales, de las urgencias para
realizar algo, para autoexpresarse; la vida diaria de conflicto entre el odio y
el amor, vida en la cual uno reclama que se le ame; una vida de profunda
soledad interna. Si no se comprende todo eso, sin distorsión alguna, sin
volverse neurótico; si no se es completa y sumamente sensible y equilibrado;
sin esa base usted no puede llegar muy lejos. Y cuando ésta se halla
profundamente establecida, entonces la mente es capaz de estar en completo
silencio y, por tanto, en completa paz lo cual es muy distinto a estar contento
como una vaca. Sólo entonces es posible descubrir si existe algo que esté más
allá de lo que la mente puede medir; si existe la realidad, Dios, algo que el
hombre ha buscado durante millones de años, algo que ha buscado mediante sus
dioses y templos, sacrificándose a sí mismo, convirtiéndose en un ermitaño y
creyendo en todos los absurdos y ficciones por los que ha pasado.
Ustedes saben que hasta cierto punto es posible la explicación, la
comunicación verbal, pero mas allá de eso no hay comunicación verbal ‑lo cual
no implica que haya alguna cosa misteriosa, metafísica ni parapsicológica. Las
palabras sólo existen para fines de comunicación, para comunicar algo que pueda
expresarse en palabras o por un gesto.
Pero no es posible poner en palabras lo que esta más allá de todo
esto. Describirlo no llega a tener sentido alguno. Lo único que puede uno hacer
es abrir la puerta, esa puerta que solo se mantiene abierta cuando existe este
orden ‑no el orden de la sociedad, que es desorden- el orden que adviene cuando
usted ve realmente «lo que es», sin ninguna distorsión producida por el
«observador». Cuando no hay distorsión alguna, entonces hay orden, que en sí
mismo lleva su propia disciplina, extraordinaria, sutil. Y lo único que uno
puede hacer es dejar abierta esa puerta, venga o no por ella esa realidad. No
puede uno invitarla. Y, si uno es muy afortunado por alguna casualidad extraña,
puede que venga y dé su bendición. Usted no puede buscarla. Después de todo,
así son la belleza y el amor. No puede usted buscarlos; si los busca, llegan a
ser simplemente la continuación del placer, que no es amor. Hay una dicha que
no es placer. Cuando la mente se halla en ese estado de meditación hay dicha
inmensa. Entonces el vivir diario, con sus contradicciones, brutalidades y
violencias, no tiene aquí lugar. Pero tiene uno que trabajar de manera muy
intensa todos los días, para echar los cimientos; eso es lo único que importa,
ninguna otra cosa. De ese silencio, que es la naturaleza misma de una mente
meditativa, puede venir el amor y la belleza.
CAPÍTULO 10
La sensación de belleza y amor. La comunicación. La
intención y el motivo. La naturaleza de la religión. La comprensión del temor.
Lo que es la religión. Lo conocido y lo desconocido. La vida religiosa.
Tiene que habernos ocurrido a muchos de nosotros. Cuando vamos
caminando solos por un bosque, y el sol está a punto de ponerse, sobreviene una
calma peculiar. No se mueve el aire, los pájaros han cesado de cantar, no se
siente ni el movimiento de una hoja, y nos invade una sensación de quietud, de
alejamiento. Mientras observamos, mientras sentimos la belleza del anochecer en
esa extraordinaria quietud, cuando casi todo parece estar inmóvil, nos hallamos
entonces en completa comunión, en completa armonía con todo lo que nos rodea.
No hay pensamiento ni palabra, no hay juicio ni valoración, no hay sentido de
separatividad. Estoy seguro que usted tiene que haber experimentado todo esto
en sus paseos a solas, cuando ha dejado todos sus cuidados, preocupaciones y
problemas en casa, y ha seguido una senda a lo largo de un río que está en
constante rumor. Su mente se halla muy serena y se siente usted totalmente en
paz, con una extraordinaria sensación de belleza y amor, sentimiento que
ninguna palabra puede describir.
Estoy seguro de que usted ha tenido semejante experiencia. Pero al
describirla, mientras está sentado aquí, al poner en palabras esa quietud
peculiar que le viene por las tardes, usted escucha con el propósito de captar
esa cualidad; aunque, por tener un motivo, esa cualidad no vendrá. Del mismo
modo, un motivo le va a impedir escuchar al que habla. Él está simplemente
describiendo algo; no tiene ningún motivo y si usted pretende poseer con un
motivo lo que él describe, no importa que lo haga en forma sutil, con envidia o
agresión, la comunicación entre el que habla y usted mismo termina entonces.
Usted tiene un motivo y el que habla no tiene ninguno. Él se limita a hablar no
para divertirlo, no para decirle qué cosa tan maravillosa posee él, suscitando
así su envidia, pues también usted quiere tener esa clase de experiencia. En
este caso habría incomprensión entre nosotros.
Vivimos en un mundo de incomprensión. Se dice una cosa y usted la
interpreta de acuerdo con su trasfondo, con sus deseos, con su compleja
naturaleza, y así se crean conceptos falsos. Esta división entre un hecho y la
forma en que usted lo interpreta, lleva a la desavenencia. Y ese asunto que
vamos a examinar en la mañana de hoy es necesariamente complejo; sin embargo,
tiene que expresarse en palabras. Las palabras tienen una forma y un contenido,
tanto para usted como para el que habla; y si esa forma y contenido no están
muy claros en la mente de ambos, habrá desavenencia y usted puede vivir en un
mundo suyo, lejos de lo que se está diciendo.
Tenemos, por lo tanto, que ser muy claros al comunicarnos unos con
otros, cómo escuchamos la palabra y la imagen que el signo crea en nuestra
mente. Después de todo, uno usa palabras para comunicarse, y si el contenido,
la imagen, la forma de la palabra, no son muy claros para nosotros, entonces
vivimos en mundos separados. Cada uno la entiende a su manera, lo que puede, o
no, ser incomprensión. Así pues, las palabras llegan a ser extraordinariamente
peligrosas, a menos que las usemos sin motivo alguno, como cuando meramente se
le dice a usted que el árbol es verde, que el día es hermoso. Pero cuando yo
digo. «He tenido la más maravillosa experiencia de la realidad», la intención y
el motivo entonces es despertar envidia en usted: «yo la he tenido, usted no;
he poseído esta cosa tan valiosa que usted también debe poseer». En este caso,
mi motivo es suscitar su envidia, su agresividad, y de este modo tal vez me
siga usted o me ponga en un pedestal. Esto está ocurriendo continuamente a
nuestro alrededor. Alguien dice: «He llegado a la realidad de Dios», o bien,
«He tenido la suprema experiencia». Esto se dice con el motivo (como es
evidente, porque de lo contrario no lo diría) de despertar una envidia agresiva
en usted. De manera que ambos, el que dice que ha tenido la más maravillosa experiencia
y usted, que codicia alcanzarla, viven en un mundo de incomprensión; entonces
no es posible comunicarse. Esto está bastante claro.
Del mismo modo, no es posible que su mente esté muy serena si
tiene intención o motivo alguno; cuando usted camina por los bosques a solas,
entonces no hay palabra, no hay dicho, no hay «observador», con toda la
compleja naturaleza de su condicionamiento, sus exigencias, su envidia, su
deseo de oprimir y explotar, y todo eso. Se limita a estar allí, caminando
tranquilo, sin pensar en sí mismo. No hay «observador», y por ello está
totalmente en relación con todo lo que le rodea. En eso no hay separatividad ni
división, ni juicio, sino una completa unidad, que tal vez pueda llamarse amor.
Y veamos si esto está claro ‑la forma en que invariablemente
entendemos mal cada palabra con un sentido distinto para cada uno de nosotros,
no sólo el contenido esa palabra, sino que cada una de ellas despierta deseos y
diversas cualidades emotivas- si esto no ocurre, entonces sólo es posible
explorar. Es lo que vamos a hacer, si podemos en la mañana de hoy, dándonos
cuenta cada uno de nosotros del peligro de la palabra, de la imagen que la
mente va a crear de ella, dándole un contenido que puede que no refleje en
forma alguna la intención del que habla; dándonos cuenta de que entonces habrá
comprensión entre nosotros. Usted se marchará con una impresión y otro
individuo le dará un sentido distinto. Y puede ser que el que habla no tenga la
intención que usted cree que tiene.
Tenemos que tener mucho cuidado, estar extraordinariamente alertas
y ser inteligentes, cuando exploramos la naturaleza de la religión. Cuando
usted oye esa palabra «religión», si usted es intelectual en sumo grado, y vive
en este moderno, sofisticado mundo, obviamente dirá: «¿Qué tonterías está
diciendo? ¿Por qué trae usted aquí esa palabra? Esa palabra no es más que una
distracción, una invención de los sacerdotes, de los capitalistas, etc.». De
modo que esa palabra «religión» ‑estamos hablando de meras palabras- despierta
en la mente de usted cierto contenido, cierta forma, que usted acepta o
rechaza; para el que habla, sin embargo, no tiene ningún sentido en absoluto.
La palabra religión ha sido usada por el hombre en busca de algo
permanente durante miles de años. Dice el hombre: «Vivo en este mundo de cosas
pasajeras, en este mundo transitorio, de caos, desorden, agresión, violencia,
guerras y opresión, en que todo muere; tiene que haber algo que sea eterno». Y
así busca con el motivo de encontrar alguna cosa permanente, imperecedera, que
le dé esperanzas, porque en este mundo hay desesperación, agonía, y a veces,
alegría pasajera; su motivo es hallar alguna clase de consuelo perdurable. Y
así encontrará lo que busca, porque ya tiene predeterminado lo que quiere
hallar. Esto es bastante sencillo. Cuando uno hace la pregunta «qué es
religión», a fin de explorar lo que es, al usar la palabra, ésta no ha de
llevar consigo ningún deseo, no debe estar cargada de contenido. Esto también
está bastante claro.
Al preguntar «qué es la religión», en el sentido de querer el
hombre encontrar una realidad, hay dos maneras de mirar la pregunta: la forma
negativa y la positiva. Uno tiene que negar por completo aquello que la
religión no es. De otra manera, uno ya tiene una respuesta, ya está
condicionado, porque uno se siente totalmente perdido, al no tener dónde
agarrarse de forma intelectual, verbal o emocional. No es posible entonces
explorar, ya que vivimos en un mundo de incomprensión creado por uno mismo. Y
si el que habla dice: «vamos a examinar esta pregunta», «entremos en ella sin
ningún prejuicio», y usted no rechaza lo que no es la religión, entonces vive
en un mundo de falsos conceptos, y por eso se aleja de aquí con cierta
confusión, esperando descubrir la verdad por medio de otra persona. Si esto
está claro, entremos en el asunto.
Ante todo, el hombre ‑desde el mono hasta el individuo más
civilizado- se ha preguntado siempre si hay alguna otra cosa fuera de este
mundo; este mundo donde hay trabajo, trastorno, desdicha, confusión, pena
incesante, conflicto que aumenta y aumenta y aumenta, problema tras problema,
guerras, una nación contra otra, un grupo ideológico opuesto a otro. Y así, ve
todo esto en lo exterior, y también ve su propia confusión interna, su
desdicha, su completa soledad, el ocasional gozo fugaz y el fastidio de la
vida. Sólo imagínese un hombre que se pasa 40 años o más yendo todos los días a
la oficina; ¡qué completo aburrimiento tiene que ser eso para él, aunque le
ofrezca también una extraordinaria forma de escape de sí mismo, de la familia,
de la lucha diaria! Ahí está, bien encerrado en competencia con otros, cosa que
disfruta, ya que esa es su vida. Y al ver todo esto, desde el principio mismo
del tiempo ‑como los antiguos egipcios, etc- siempre ha preguntado si hay
alguna cosa más allá, algo más, algo que pueda llamarse la Verdad, a lo cual se
pueda dar un nombre.
Salió el hombre a buscar algo, queriendo encontrarlo, y vinieron
los sacerdotes, los teólogos, que le dijeron: «sí, eso existe». O tenían un
salvador, un maestro, que les decía lo que hay. Y esa energía que empleó en
buscar queriendo encontrar, fue aprisionada y organizada, se creó «una imagen»
que llego a ser encarnación de la realidad, etc. La energía que es necesaria
para descubrir fue aprisionada, puesta en un marco de creencia organizada,
llamada «religión» ‑con sus rituales, sus sacerdotes, su excitación, su
entretenimiento, sus imágenes. Eso llego a ser el medio que tuvo el hombre que
utilizar para descubrir. Evidentemente eso no es religión. Ver eso con toda
claridad y negarlo por completo, requiere energía. ¿Podemos hacer esto? Como
dijimos antes, hay que negar lo que es falso para descubrir lo verdadero. Usted
no puede tener un pie en lo falso y vagamente sacar el otro pie para descubrir la
verdad.
Podemos ver muy bien que el miedo ha producido esta estructura -la
estructura de lo que se llama la «vida religiosa» el temor de este mundo y de
lo que va a pasar después que uno muera, el miedo a la inseguridad.
Como la vida es incierta, nada está seguro, nada es permanente, ni
la esposa, ni el marido, ni la familia, ni la nación; aunque tengamos una buena
cuenta bancaria, nos durará sólo mientras vivamos. Comprende uno, pues, que no
existe en absoluto nada que sea permanente ‑ninguna relación, nada- y de ahí
nace el temor. El temor es una forma de energía, y esta energía es apresada por
los que prometen y dicen: «yo sé y usted no sabe», «he tenido la experiencia y
usted no», «esto es real y eso no lo es», «siga este sistema y encontrará lo
que busca». Pues bien, para ver todo eso como lo falso por completo, usted ha de tener energía, y esa energía se
disipa cuando no ha comprendido usted el temor. Cuando hay una parte de usted
que tiene miedo y otra que dice «he de tener algo perdurable», surge la contradicción,
y esto es un desperdicio de energía.
¿Puede uno, entonces, rechazar completamente toda forma de eso que
se llama organización o creencia religiosa? ‑lo que se ha convertido en un
medio de entretenimiento, en una distracción. Cuando uno ve esto con claridad,
¿puede desecharlo por completo, para no ser explotado por nadie que prometa o
que diga «he tenido esta experiencia, que es suprema, soy el salvador», de modo
que tenga uno la energía y el estado mental que no teme descubrir y que, por lo
tanto, no acepta ninguna autoridad, sea la que fuere, incluso la del que ahora
habla?
Así que al negar por completo lo que es falso, lo que no es
religión, entonces usted puede proceder a averiguar, a explorar lo que podría
ser, lo que es -no como una idea- sino lo que es; no de acuerdo conmigo, con
usted o con cualquier otro. Si es de acuerdo con el que les habla, entonces
usted vive en un mundo de incomprensión que él trata de comunicarle, creando de
ese modo más incomprensión. ¿Está esto bastante claro? ¿O se está volviendo
algo complicado?
Mire usted, toda forma de conversación o de comunicación es muy
difícil, especialmente cuando se trata de algo que es más bien sutil, de la
estructura psicológica del pensamiento y sentimiento humanos. A menos que esté consciente
internamente, escuchando mientras hablamos, entonces lo que decimos se
convierte en insensata verbosidad. Estamos hablando del contenido total de la
vida, no sólo de un segmento; estamos hablando de todo el campo de la acción,
no de la acción fragmentada.
La religión es una acción completa, total, que abarca toda la vida
‑no dividida en vida de los negocios, vida sexual, científica y religiosa.
Vivimos en un mundo de acciones fragmentadas, que se contradicen unas a otras,
y eso no es vida religiosa, eso crea antagonismo, desdicha, confusión, dolor.
Por eso uno tiene que explorar y averiguar por sí mismo, no como individuo
separado, sino como ser humano, lo que es esta acción completa, cada minuto,
donde quiera que se realice ‑ya sea en la familia o en el mundo de los
negocios, o lo que sea, al pintar, al hablar- una acción completa, total, sin
ninguna contradicción en sí misma: por lo tanto, una acción que no engendra
desdicha. Ese es un modo de vida religioso. Ese es el aspecto positivo. Hemos negado
lo que no es la religión y estamos diciendo lo que es. Entonces, si hay tal
acción, hay una vida de armonía, una vida en que se logra la unidad entre
hombre y hombre, y no la contradicción ni odio, ni antagonismo. Esto último,
según vemos, es lo que las religiones han creado, aunque hablen del amor,
aunque hablen de la paz.
La religión es un modo de vida en que hay armonía interior, un
sentimiento de unidad completa. Como dijimos antes, cuando usted camina por los
bosques en silencio, mientras la luz del sol poniente cubre lo alto de las
montañas o una hoja, se establece una completa unión entre usted y el paisaje.
No existe usted en absoluto, no hay «palabra», no hay «observador» (que es la
palabra y el contenido de la misma, su imagen), no existe el «observador» en
absoluto, por lo tanto, no hay contradicción Por favor, no se lance usted a
algún estado emocional, especulativo. Esto implica una labor muy intensa: ver
con mucha claridad cómo estamos viviendo fragmentariamente, en oposición, en
antagonismo mutuo, despertando en el otro agresión, violencia, odio. En ese
estado no es posible la unidad, y ésta significa amor. Así, un modo religioso
de vivir es por la acción total en que no hay nada de fragmentación, la
fragmentación que ocurre cuando existe el «observador», la palabra, el
contenido de ésta, su imagen y toda la memoria. Mientras exista esa entidad, el
«observador», tiene que haber contradicción en la acción.
No es posible terminar con el odio por medio de su propio opuesto.
¿Comprende usted lo que significa? Si odio a alguien y a causa de este odio,
digo: «No tengo que odiar, tengo que amar» el amor será el resultado de aquel
odio. Todo opuesto tiene sus raíces en el propio opuesto.
Vivimos en un mundo ‑no sólo en lo exterior; también internamente-
junto a cosas conocidas. Es decir, conozco el pasado de mi propia actividad,
conozco a través de mi pasado condicionado; vivo en lo «conocido» es un hecho
evidente que no necesita gran explicación. Lo intelectual, lo científico, los
negocios, la vida cotidiana, están dentro del campo de lo conocido. Tememos
salir de esa dimensión. Sentimos que hay una dimensión distinta, que no es lo
conocido. Le tenemos miedo a esto y le tenemos miedo a dejar que se nos vaya lo
conocido, lo pasado, lo familiar, lo habitual.
Tememos lo desconocido; ¿podemos estar libres de ese miedo y estar
con lo «desconocido» -¿estar? Si le da miedo lo que no conoce, empieza a crear
imágenes de ello, tanto externa como internamente. Y entonces hay división: su
imagen y la mía, por muy sutil que sea. ¿Puede, pues, la mente permanecer,
estar, con lo desconocido, vivir en ello? Porque sólo entonces hay renovación
de la vida, sucede algo nuevo. Pero si vive usted siempre en lo conocido ‑como
lo hacemos la mayoría de nosotros- lo conocido proyectado hacia el mañana, y
llamándolo usted «lo desconocido», entonces no lo es, sigue siendo lo conocido
como idea. En ese campo de lo conocido hay repetición, imitación, conformismo,
y por eso hay siempre contradicción.
El «observador» es lo conocido. Cuando miramos un árbol, siempre
lo miramos con la imagen de ese árbol, como determinada especie, como algo
conocido. Usted mira a su esposa, o a su marido, o a su vecino, con la imagen
de lo conocido. Nunca dice: «No conozco a mi esposa o a mi marido». Sin embargo,
permanezca en ese estado en que dice: «En realidad no conozco», y vea lo que
ocurre en esa relación con su esposa. Entonces usted no acepta, está sensible y
alerta a todas las cosas que le están ocurriendo a usted y a ella. En tal caso
la relación es del todo diferente, no hay imagen que haya sido creada por
hábito, por toda forma de experiencia, etc. -por lo conocido. Y, cuando se vive
con otro en un estado mental sin imagen, un estado en que «yo no le conozco a
usted y usted no me conoce a mí», la relación llega a ser extraordinariamente
creadora. No hay conflicto. Entonces la relación despierta la más alta forma de
sensibilidad e inteligencia.
Así, una vida religiosa es una vida en la existencia diaria de lo
«desconocido» -«No sé, no conozco». Me pregunto si se habrá dicho usted alguna
vez: «En realidad no sé nada». Usted puede saber algo por medio del
conocimiento técnico, usted puede saber leer, etc., pero internamente,
psicológicamente, ¿ha dicho usted alguna vez: «No sé» en serio, sin haberse puesto
neurótico por ello? Si usted lo ha dicho alguna vez, no verbalmente, sino de
hecho, entonces habrá visto que desaparece todo condicionamiento. Decirse «no
sé» y vivir ese estado requiere inmensa energía, porque todos los que están a
su alrededor actúan en lo «conocido» ‑su esposa, su marido, todo lo que le
rodea está dentro de lo «conocido». Cuando usted dice que no conoce, siempre
está en peligro y necesita mucha energía e inteligencia para permanecer en ese
estado. Por eso la mente siempre está aprendiendo: y aprender no es acumular.
La vida es acción, vivir significa actuar. La vida religiosa es
una vida de acción, no conforme a un patrón determinado, sino acción en que no
hay contradicción, acción que no está segmentada, dividida en vida de negocios,
vida social, vida política, vida religiosa, vida familiar, etc., ni vida como
conservador ni como liberal. Ver que existe una acción que no está fragmentada,
que es total, completa; y vivir de esa manera, es vivir la vida religiosa.
Usted sólo puede actuar de ese modo cuando hay amor ‑amar. Y el amor no es
placer cultivado y nutrido por el pensamiento; el amor no es cosa para
cultivarse. Es sólo el amor lo que produce esta acción total y que puede
posiblemente traer este completo sentido de unidad.
Lo «desconocido» no es algo extraordinario. Al vivir con lo
«conocido» se convierte lo «desconocido» en su opuesto, algo que es
contradictorio. Más cuando usted comprende la naturaleza de lo «conocido», las
pasadas experiencias, las imágenes que uno ha creado del mundo, como las
naciones, las razas, la diferenciación entre las distintas creencias religiosas
dogmáticas ‑todas esas cosas componen lo conocido- y si la mente no está presa
en ello, puede haber amor; de lo contrario, haga usted lo que haga, y aunque tenga
innumerables organizaciones para traer la paz al mundo, no habrá paz.
Después sigue uno preguntando: ¿Puede un ser humano, usted y yo, u
otro, podemos alcanzar una vida en que no haya muerte? ¿Podemos dar con una
vida que realmente esté fuera del tiempo? una vida en la cual termine el
pensamiento, que crea el tiempo psicológico, como sus temores. El pensamiento
tiene su propia importancia, pero psicológicamente no tiene ninguna en
absoluto. El pensamiento es dañino, está siempre buscando el placer internamente.
El amor no es placer, el amor es bienaventuranza, algo enteramente distinto. Y
cuando todo esto se vea con mucha claridad y uno viva de esa manera, ‑no
verbalmente ni en un mundo de incomprensión, sino cuando todo eso sea muy
claro, muy sencillo- entonces tal vez haya una vida sin principio ni fin, una
vida eterna.
ÍNDICE
CAPÍTULO 1
............................................................. 7
La seriedad. Las
ideologías. La cooperación. Las divisiones ideológicas y religiosas. Los
peligros de la autoridad. Las guerras. El problema total y esencial del ser
humano. La naturaleza del pensamiento.
CAPÍTULO 2
............................................................. 21
El problema total y
esencial del hombre. La libertad. El condicionamiento y las diferencias
ideológicas. Los sistemas, métodos o disciplinas. La autoridad.
CAPÍTULO 3
............................................................. 37
Los sistemas. Los
hábitos. La tradición. El condicionamiento. La seguridad. El observador y lo
observado. La mente condicionada.
CAPÍTULO 4
............................................................. 51
La mente religiosa. El
condicionamiento. La manera total de mirarnos a nosotros mismos. La verdadera
libertad para mirar.
CAPÍTULO 5
............................................................. 61
La acción. La acción
correcta. El mundo en que vivimos. La vida total. El motivo. El amor. El
placer. El estado de amor. La acción que no engendra conflicto. La vida
religiosa.
CAPÍTULO 6
............................................................. 71
El placer. El amor. La
belleza. El placer y el pensamiento. La autoexpresión. La vacuidad o el vacío
interno. La inatención y la atención completa.
CAPÍTULO 7
............................................................. 83
Los hábitos. La ausencia
del amor. Los hábitos y el temor. Los escapes. El observador y lo observado. La
naturaleza del pensamiento. Los sueños. El amor.
CAPÍTULO 8
............................................................. 95
Lo inexpresable. Lo
conocido. La aceptación, la autoridad y la fórmula. El dolor. El pensamiento.
El morir y el vivir. La vida de bienaventuranza.
CAPÍTULO 9
............................................................. 109
La meditación. Los
“gurús”. La carga del conocimiento psicológico. La virtud. La disciplina. La
verdad. El amor. El condicionamiento. Lo que es. El observador y lo observado.
CAPÍTULO 10
............................................................. 123
La sensación de belleza y
amor. La comunicación. La intención y el motivo. La naturaleza de la religión.
La comprensión del temor. Lo que es la religión. Lo conocido y lo desconocido.
La vida religiosa.
Contraportada
Jiddu Krishnamurti es, sin duda, uno de los personajes más
fascinantes del siglo xx. Durante años, su centro de acción en Occidente fue en
la localidad de Saanen, un bellísimo lugar de los Alpes suizos al cual acudían
personas de todo el mundo para escuchar su enseñanza.
Enseñanza paradójica, pues Krishnamurti invitaba a sus oyentes a
prescindir de la autoridad de los maestros; no hacen falta gurús ni principios generales; lo esencial es la propia liberación,
el descondicionamiento, la libertad
interior.
Al hilo de esta libertad. Krishnamurti va enfocando en el presente
libro los grandes temas del amor, la religión, las ideologías, el dolor, la
belleza, la felicidad, la meditación. Un estímulo para que cada lector aceda,
por sí mismo, a su propia e irreductible realización.
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